as primeras pesquisas sobre el robo nos encaminaron a la Galería de los Mundos Lejanos. Digo nos porque José Garza había llegado desde Cádiz. Como parte directísimamente implicada, era el primero en desear respuestas. De camino nos cruzamos con un aguador, que ofrecía un cazo a todo transeúnte. - ¡Acabaíca de bajar que la traigo! ¡Fría como la nieve! Buena de la Alhambra, fresca del Avellano, ¡quién la quiere! Un vocinglero vendedor callejero de prensa, con una pata de palo, le tomó el relevo. - ¡El periódico de hoy con las últimas noticias! ¡El Día! ¡El Boletín! ¡Los partes telegráficos! ¡Últimas noticias! - Traiga pa’cá un número de El Día –le pedí-. ¿Viene bueno? - Fresco y reciente, con las últimas novedades del sanguinario asesino, cual émulo del famoso monstruo británico. Dos cuartos, caballero. En portada, el dibujo de dos horrendos crímenes acontecidos en Granada por el bautizado como El Desollador. La noticia remitía a una combinación del Descuartizador de Londres, el terrible asesino psicótico, y al misterioso Spring Heeled Jack, según la crónica del periodista. Parecía que en este santo país nuestro teníamos la inveterada costumbre de copiar siempre lo peor del extranjero, pensé, aunque al llegar al final de la lectura se especulaba sobre si la autoría de tamañas atrocidades no correspondería a un agente británico paranormal. Las mismas acusaciones, pero a la inversa, las había vertido la prensa británica sobre el desconocido origen del Descuartizador londinense. En la parte inferior de la portada aparecía otra noticia de relumbrón: el visionario científico francés, Julio Vernes, anunciaba la construcción, mediante suscripción popular, de un cohete para viajar a la Luna. Estaba entusiasmado tras captar con su telescopio gigante lo que sostenía eran señales de los selenitas, refrendadas por las observaciones del astrónomo inglés Edmundo Halley. Meneé la cabeza. Electricidad, teletrófonos, navegar por los aires... A veces tenía la impresión de que vivíamos dentro de una de esas novelas científicas tan en boga. Unas escuetas líneas anunciaban, casi al pie de la página y en un tamaño de letra más modesto que las demás noticias, que el Ejército había sofocado “a sangre y fuego” a una turbamulta de malcontentos en Cádiz. Pasé las páginas hasta encontrar el anuncio publicado por don Alejo. Ofrecía una generosa recompensa para quien diera noticia cierta del cargamento extraviado. Con más detenimiento luego me detendría en la columna “Dimes y Diretes”, motivo por el que me entretenía la lectura de ese diario. Al poco llegamos a nuestro destino. El abigarrado escaparate de esa Galería mostraba unos bustos de lo que parecían patricios romanos o helenos, un surtido de máscaras africanas, y varias armas ceremoniales prehispánicas, además de un enorme mapamundi medieval. Un negro tizón, bajo de estatura pero fornido de cuerpo, vestido con una librea roja, salió a nuestro encuentro en cuanto traspasamos la puerta. Debió escamarle que dos tipos como nosotros entráramos en un lugar de tanto postín. Le entregamos la tarjeta de visita de don Alejo y pedimos, en su nombre, audiencia inmediata con su dueño. No tardó ni un minuto en aparecer. De rostro extremadamente blanco, podía tomarse por un busto de mármol, usaba quevedos, caídos casi hasta la punta de la nariz. Supongo que en realidad no necesitaba los lentes. Sería un afectamiento, ofrecer una peculiar imagen tal vez útil en su negocio de cachivaches de los tiempos de María Castaña. Negocio que debía marchar viento en popa a juzgar por su generosa barriga de canónigo. En otro la calificaría de gordura bonachona; en ese sujeto era el efecto tangible de gula. - ¡Bienvenidos a mi humilde morada! Posiblemente el mejor establecimiento de antigüedades del sur de España. Que digo del sur de España, ¡del sur del Mediterráneo! Granada es la perla de Andalucía. Andalucía, el paraíso de Europa. Y mi casa, la primera joya de Granada. Fíjense –señaló, relamido, a un enorme globo terráqueo-. Aquí estamos, a medio camino entre Europa, América y África. Enarqué una ceja. No dudaba de la buena fama de la tienda, pero de ahí a ubicarse como él decía, mediaba un abismo. Esa exageración me daba la medida de la forma de ser del dueño, Fermín Avellaneda. Un fatuo y un engreído. Un chamarilero de altos vuelos. - ¿Qué desean de todas las maravillas que guarda este sagrado enclave de la cultura? - Nuestro exiguo erario no nos permite liberarle de ninguna de sus antigua... –me reprimí a punto de decir antiguallas- antigüedades. - ¡Ah! Qué felices son los ricos, ¿verdad? –exhaló un suspiro de decepción, como si sufriera mal de amores-. En fin, no pienso declararme derrotado. Seguro que podemos encontrar algo a la medida de sus posibilidades. - Nos confunde con clientes, cuando hemos venido a hablar sobre el robo de la estatua de don Alejo García-Pedreño y Villaescusa. Había descubierto que al enumerar al completo los apellidos de mi jefe, a muchos se les caía la cera de los oídos. - Acompáñenme a mi gabinete. Permítanme reseñarle algunas de estas hermosas piezas durante el breve trayecto. Tal vez al final decidan llevarse una para enaltecer su hogar –decididamente aquel hombre conseguía cargarme. Con modales untuosos nos fue presentando el origen de algunas antigüedades que cruzamos camino de su despacho. - Estas fueron rescatadas de la Atlántida, aquellos de Mu. Estos son dioses lares y penates romanos; estos, dioses patáicos de los fenicios. Ese demonio de tres cabezas y ojo inflamado es Teus’s-arpoulick, dios de las tormentas... Resultaba evidente que quería abrumarnos con sus conocimientos, creyendo que así nos sentiríamos empequeñecidos tanto por su sabiduría como por algunos bloques enormes de piedra, como los dos palurdos que se imaginaba que éramos. Y así prosiguió su prosopopeya durante unos interminables minutos, dado que ora se detenía ora giraba sobre sí mismo para mostrarnos un detalle, un color, una marca. Pronunciaba nombres guturales y procedencias imposibles, igual que si nos presentara una larga lista de familiares lejanos reunidos para una ocasión especial. Era de aquellos que, para darse tono y alzarse sobre el vulgo, se refería a la luna como Hécate al estilo de los poetas. Yo intentaba disimular, sin mucho empeño, cabe admitirlo, los suspiros de hastío. Su cháchara aburriría hasta a una estatua de yeso. El gabinete era un fiel reflejo de su dueño. Ricos muebles, elegantes espejos, cuadros recargados, costosas alfombras. Se reclinó en un confidente de terciopelo, mientras nos señalaba unas butacas. Sacó una cajita de plata de una manga, y sorbió un polvo blanquecino con ademán parsimonioso. - ¿Puede indicarnos si tiene o puede conseguir otra estatua, efigie, o imagen similar a la que viajaba desde Italia para don Alejo? - No, son sagradas, sus dueños no se desprenderían de ellas. No sin una buena causa. Se trata de piezas singulares, únicas en su especie. - ¿A quién podría interesar la posesión de la estatua, aparte de a sus fieles? - A coleccionistas. A quien pretendiera usar sus poderes, terribles o benignos, según su uso. Pero resulta evidente, por su propia especifidad, que eso no está al alcance de cualquier rufián de medio pelo. Son necesarios unos conocimientos muy concretos, disponibles solo para unos pocos de los adoradores de esos dioses e iniciados en sus más secretos misterios. - ¿Entonces conoce el poder que poseen esos símbolos divinos? –proseguí como un ave de presa. - Sí, claro, es mi negocio -convino el anticuario-. ¡Ah! Aquellos pueblos prehispánicos, sus antepasados –hizo una leve inclinación de cabeza hacia Garza- fueron capaces de transmitir vida a su arte, y de hacer de ese arte una fuente de expresión de su forma de vida. Aquello sonaba a retórica de tahúr. Me recordó a una sanguijuela que te chupara la sangre mientras te dedicaba palabras pomposas y frases estudiadas. - Yo podría decirle a usted, querido amigo, que... –proseguía el de Avellaneda sin descanso. Se acabaron los modos versallescos y el andarse por las ramas, me exalté en mi interior. De no mediar cordiales relaciones comerciales entre ese petimetre y don Alejo hubiera sido más persuasivo y menos diplomático. - No nos perdamos por los cerros de Úbeda, don Fermín. ¿Quién podía conocer la llegada de la estatua, aparte de don Alejo? El bulto no venía identificado más que por el nombre de su destinatario. La descripción de la carga en nada coincidía con su contenido real. ¿Quién, aparte de usted, el intermediario en esta operación? - Nadie que yo sepa, además de las personas que lo custodiaban durante el viaje. Debo confesarle –bajó la voz- que se obtuvo por canales... no habituales, irregulares, como usted debe saber –asentí con la cabeza-. Una gran desgracia, sí, también para mí. No cobro mi comisión al no entregarse la mercancía a su nuevo propietario. Además este terrible incidente es una merma en mi bien ganado prestigio como marchante de antigüedades. ¿Hablaba de prestigio quien acababa de admitir el robo como medio de conseguir el objeto de ese mismo prestigio? Me escandalizó el torticero sentido del honor de aquel bocazas. Saltaba a la vista que no podía ser de fiar. - Uno de los que trajeron el objeto ha muerto asesinado a manos de los ladrones. El superviviente era su hermano, aquí presente, por lo que no encuentro el menor sentido a su posible implicación en el robo. - ¡Ah! Terrible pérdida. Lo lamento –volvió a inclinar la cabeza hacia Garza, esta vez más profundamente-. Discurre usted, querido amigo, con la capacidad de un Séneca, habláis con más propiedad que un Cicerón, vuestro ingenio puede medirse con el de Cervantes. Por desgracia, yo no puedo deciros más que lo poco que sé sobre este desgraciado suceso, que es casi nada. - En lo único que me parezco a ese trío es que soy manco como nuestro insigne Príncipe de los Ingenios, mas sin su talento –había alzado mi tono casi sin darme cuenta, tal era el desagrado que me causaba nuestro interlocutor-. Ese suceso, como lo llamáis, es un robo con todas las letras. Conocéis las influencias de Don Alejo, ¿verdad? –dejé caer a modo de cruce entre amenaza y advertencia, cansado de su cháchara. - Un caballero distinguido, un cliente ejemplar, un auténtico dechado de virtudes –lisonjeó como el buhonero que recita las fabulosas propiedades de un producto milagroso-. Por mi parte estoy dispuesto a ofrecer mi comisión como recompensa a quien facilite pistas que conduzcan a la recuperación de la propiedad perdida de don Alejo. Aquel arranque de generosidad desmedida ¿e interesada? me escamó. Nadie da nada por nada. Sobre todo si realmente estaba exento de responsabilidad en la desaparición de la estatua, cavilé. - ¿Sabéis para qué quería la estatua? –aplaqué el tono de voz, con la vana esperanza de sonsacarle algo más. - Don Alejo es un reconocido coleccionista –y añadió sonriéndose:-. ¿Para qué se desea una obra de arte sino para deleitarse con la contemplación de su exquisita belleza y con el hecho de ser su exclusivo dueño? Me irritaba la forma de hablar de aquel tipo regordete tan pagado de sí mismo. Parecía querer tergiversar mis palabras con su batería de eufemismos. - ¡Por las entrañas de Cristo! Y yo que pensaba que un hombre con sus extensos conocimientos sabría colegir la combinación entre la posesión de la estatua y el empleo de ese poder en la sanación del sobrino de don Alejo. - ¿Qué puedo decir? Me deja sin respiración, señor -enarcó las cejas en un inequívoco signo de incredulidad-. Este enigma, en apariencia insoluble, será un juego de niños para vuestro espíritu sagaz. Nada me hubiera gustado más que haber podido estrangularle en ese preciso instante hasta hacerle confesar. Quién sabe si los acontecimientos posteriores hubieran discurrido de una forma más favorable de haber cedido entonces a mi intuición, exacerbada por mis más bajos instintos. Cuando uno se ve obligado a convivir día sí y día también con enemigos, traidores y sujetos de moralidad y lealtad difusas, desarrolla un sexto sentido para discernir lo mucho o poco de verdad que hay en su discurso. Aquel hombre exudaba el hedor de la mentira por todos sus poros. Sentí unas redobladas ganas de abofetearle ante aquella certeza. Había admitido conocer el poder que podía transmitir el ídolo, a la par que sostenía sin el menor rubor que sería poco menos que un carísimo adorno para don Alejo. Por no decir que estaba metido hasta las cejas en el robo al haber servido de tapadera para su importación. En definitiva, nos seguía tomando por un par de majaderos sin cerebro a Garza y a éste, su seguro servidor. Me había cansado de ser confundido con un perro que ladrara a la luna. - Me da que no me lo está contando todo, maese Avellaneda –le acusé sin ambages. - Se lo repito: será porque no lo sé todo, querido amigo. Cuando no gustan las respuestas recibidas a lo mejor deberían cambiarse las preguntas –replicó con un tono que me pareció sibilino-. ¿Y usted, qué piensa? - ¿Mi opinión le importa o le preocupa? - Tengo la conciencia muy tranquila –rehusó responderme, mientras nos ofrecía una sonrisa artificiosa. - Con eso no basta –dije con voz irritada. - Ojalá no hubiera vendido la lámpara de Aladino que poseía. Entonces le suplicaría el deseo de recuperar lo perdido. - ¿Entiendo entonces que contamos con su completa colaboración? - ¿Acaso podría ser de otra manera? - Tamaña generosidad os honra. Mereceríais ser incluido en el Flos sanctorum. Imagino tendréis un ejemplar de esa celebrada hagiografía de santos –arqueó las cejas, que parecían arcos de triunfo gemelos-. En su lugar, yo hubiera pedido al genio de esa lámpara mágica las riquezas de Craso –me burlé de él-. Y con el cambio, pagaría la recuperación de la estatua. - Si no desean nada más, tengo que poner en orden mis libros de cuentas. Con Dios, caballeros –se levantó con gesto airado a causa de mis chanzas. - ¿Con cuál de todos ellos? –hice un gesto con la mano abarcando la estancia. - Una brillante apreciación –inclinó levemente la cabeza, pero se le había borrado la sonrisa de la cara-. Hay un buen surtido, sí. Elija el que guste. - Demasiados y muy amontonados para mi gusto –hizo un mohín de disgusto con la nariz ante mi desprecio-. Además, temo que las plegarias dirigidas a estos dioses serían en vano: todos aquí tienen el corazón de piedra. ¿Sabe qué? Mejor que ellos le protejan a usted. En particular, ese de las tormentas. Por el infernáculo que puede desatarse aquí si esto no se soluciona pronto de forma satisfactoria –sobre todo si descubro que tiene que ver algo con el robo, pensé. Me mordí la lengua por no levantar la liebre antes de tiempo. Salimos de aquel mausoleo de piedra y vanidad con la desagradable sensación de que aquel ratón de biblioteca nos había manejado a su antojo. Por fortuna yo no me dormía en las pajas y estaba acostumbrado a no esperar nada de nadie, sino de mis obras. |
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
viernes
Capítulo VI. En el inframundo de opereta
Capítulo V. La búsqueda de la estatua
e invadió un humor lúgubre durante el viaje de vuelta a Granada. Nunca como en la soledad se deja sentir el roedor gusano del remordimiento. Era la primera vez que fracasaba en un encargo para don Alejo. En esa empresa mi papel no fue más allá de la de mero recogedor y transportista final, sin responsabilidad alguna en la pérdida del material. Esa certeza no mejoraba en absoluto mi estado de ánimo. Aquella desazón era un mal presagio. Se me hizo un nudo en el estómago cuando llegué la mansión de don Alejo, un palacete de arquitectura del orden corintio. Esbeltas columnas coronadas con elegantes capiteles flanqueaban un ancho zaguán, en cuyos huecos se alzaban cuatro estatuas de mármol florentino. Representaban la justicia, el trabajo, la libertad y la industria. Veinte ventanas y dos miradores mostraba la fachada del edificio. Constaba de tres pisos sobre el nivel de la calle, más buhardillas, y otros dos debajo. La residencia era conocida, y envidiada, por su pabellón vertical. Hacía unos dos pisos de altura y culminaba el inmueble como una corona de cristal. Se asentaba sobre ocho columnas de hierro forjado que asemejaban las patas de una araña. Cuando el dueño de la casa quería usarlo, un ingenioso motor elevaba la estructura treinta metros por encima de la cúspide de la mansión. Don Alejo ordenó construir aquel pabellón de paredes acristaladas desde donde poder contemplar las estrellas con su telescopio, además de pergeñar sus proyectos sin interrupciones de ningún tipo. Solo una vez subí a ese santuario privado: resultaba tan difícil moverse allí entre libros, revistas, artefactos mecánicos y cachivaches cuya utilidad se me escapaba, como para un barco navegar en una zona de bajíos sin práctico que la dirigiese. Un portero, feo más de lo regular y de facciones duras y tostadas, guardaba la entrada a la finca, rodeada de vistosas columnas de hierro labrado. Me saludó con la cabeza al verme entrar. Tenía un hijo de inteligencia disminuida que cuidaba el jardín y dormía en el sótano de la mansión. Unos veían en su contratación la mano generosa de don Alejo; otros, obra de caridad interesada, pues la presencia de un inocente en el hogar preservaba a sus moradores de todo maleficio de los espíritus malignos. Peralta, el mayordomo, un hombre de ademanes graves y decentes, cuellierguido y de hombros caídos, me acompañó en silencio hasta el salón privado de nuestro ínclito patrón. Sentado en el diván, mientras esperaba su llegada, demoré la mirada en una figura. En la esquina más alejada de la puerta descansaba una estatua de bronce: representaba a la sabiduría, y ceñía la corona de la filantropía. Le pedí ayuda. Sabiduría, y mucha, necesitaba para solucionar este entuerto. Admito que mi carácter taciturno, que alguno calificaría con maledicencia de malas pulgas, y mi discurso cortante y poco lisonjero han sido más útiles para ganarme enemistades que para conquistar el corazón de las damas. Soy consciente tanto de mis limitaciones como de mi incapacidad para superarlas. Ahora me tocaba explicar los motivos del desastre a don Alejo sin paños calientes. Nada más entrar se dio cuenta del fracaso. Mi cara era un poema, a pesar de mis esfuerzos por disimular. Supongo que también ya sabía que había llegado solo. Notaba la boca seca, a la lengua le costaba desplegarse del velo de paladar. Aquella declaración no iba a ser un plato de gusto y no lo fue. Le referí breve y sucintamente toda la historia, sin mención alguna al incidente con los dos matones. - No he tenido intención de inferiros un disgusto, y menos todavía un agravio con este... fracaso –aquella maldita palabra me abrasó la garganta. Don Alejo, de fisonomía docta y seria, frente espaciosa y serena mirada, propio de un carácter de natural franqueza, expresó su enorme preocupación por el robo. Una profunda arruga le cruzaba el entrecejo. A guisa de preámbulo, varió de posición en el sillón en que estaba sentado. - No sufras por algo en lo que no has tenido ni arte ni parte. Tal vez se haya tratado de una especie de justicia divina. Estaba a punto de cometer una herejía. Su adquisición se produjo mediante un procedimiento no del todo lícito. Que un hombre tan inteligente como él mostrase aquellos arranques de mojigatería religiosa no dejaba de sorprenderme. Yo era, y soy, incapaz de dar tantas vueltas a las cosas: si algo me funciona no le hago remilgos; en caso contrario, busco la alternativa más adecuada. No veía en qué ayudaba pensar en términos religiosos o morales, aparte de cargar con más dolores de cabeza. - No sea tan inocente –le dije sin ambages-. El pillaje lo cometieron unos desalmados, no unas hermanitas de la caridad. Además, su iniciativa era por un objetivo loable: la curación de su sobrino. Falta ahora conocer las motivaciones de esos ladrones. ¿Cómo llegó a hacerse usted con su propiedad? - A través de la embajada mexicana conocí a ciertas personas. Me comentaron la existencia de ese ídolo. Deseaban recuperarlo de manos del coleccionista italiano que lo… expolió de su templo. Con el concurso de unos enviados de la total confianza del cónsul, mi financiación, y la colaboración de Fermín Avellaneda, dueño de la Galería de los Mundos Lejanos, alcancé su propiedad. Este comercia de objetos de arte. Bajo su cobertura, y con una identificación falsa, se procedió a importarlo. - ¿Es tan importante como para motivar su robo? Encendiendo un habano, prosiguió de este modo: - El trato era el siguiente: devolvérselo a sus auténticos dueños. Así confiaba en conseguir la cura de Leopoldo. Participarían unos chamanes aztecas, de quienes José Garza y su difunto hermano ejercían de intermediarios. Con aquellos había convenido la entrega de la estatua a cambio de sus artes curativas. Y ahora…. Todo perdido. - Todavía no. Toca recuperarlo. Cueste lo que cueste. Eso y castigar a los culpables –clamé con rudeza. - Tú usa tus métodos. Yo mandaré poner un anuncio ofreciendo una recompensa. Espero que el dinero estimule sus escrúpulos y el celo de sus rivales del hampa. Me atreví a hacer la pregunta que siempre moría en mis labios. - ¿Iba a funcionar? ¿Esta vez sí sanaría a Leopoldo? –él se encogió de hombros. - No lo sé. Ojalá. Como científico y racionalista me resulta difícil optar por esa solución. Las alternativas, como el tiempo, se agotan –se retrepó en el sillón-. Si me dijeran que siguiendo unos ritos paganos, por tremendos que fueran, Leopoldo sanaría, sin dudarlo ni un momento los adoptaría. Igual haría si un hombre-medicina indio me pidiera que usara plumas y taparrabo y abjurara de mis principios científicos como remedio para curarlo, tal es mi estado de desesperación. Habrás visto que se acaba de instalar en la casa un científico austro-húngaro procedente de Ruritania. Parece ser que tuvo como maestro al doctor Franckenstein, el famoso especialista en vida artificial. En algunos ámbitos incluso se le vincula con el resurreccionismo. Ha ocupado el segundo sótano como laboratorio. Probaré lo que sea, mientras quede una alternativa por intentar. Asentí en silencio. Él se levantó. Cruzó las manos en la espalda y se dispuso a pasear por la estancia con gesto abatido. Suspiró, antes de proseguir con sus explicaciones. - La familia de la prometida de mi sobrino ha avisado que con la entrada del nuevo año dará por extinguido el compromiso matrimonial con Leopoldo –anunció con entonación dolorida-. En verdad nadie sabe si podrá curarse, ni cuándo. Obviamente, está incapacitado para consumar el sacramento del matrimonio -expuso azorado-, de forma y manera que poco puedo rebatir a los inconvenientes expuestos por la familia Falcón. Sentí una terrible opresión sobre mi alma. Yo no tenía nada que perder y estaba tan fresco como una rosa, a excepción de una mano mutilada. En cambio Leopoldo, poseedor de un apellido de relumbrón, una fortuna esplendorosa y una prometida de belleza deslumbrante, yacía desde hacía muchos meses en cama semiinconsciente, perdida su mente en una especie de pozo sin fondo. Cuando uno se pregunta si podía haber hecho más y sigue con vida, resulta evidente que no hizo todo lo que estaba a su alcance. Nadie podía acusarme de nada, cierto. De hecho, nadie lo hizo nunca. Sin embargo, no hay juez más implacable que la propia conciencia, ni fiscal más exigente que nuestros remordimientos. Le dejé con su dolor. Bastante tenía con el mío. Subí a la habitación de Leopoldo. De cuando en cuando acudía a hacerle compañía, a relatarle mis andanzas, como si mi presencia pudiera hacerle sentir que nunca lo había abandonado. Todos albergábamos la esperanza de verlo despertar. El tiempo pasaba y seguía sin responder a los tratamientos. Ese anhelo cada vez más tomaba la apariencia del cabo de una vela a punto de extinguirse. Me fijé en el retrato de Alicia, su prometida, que iluminaba aquella estancia presidida por la desolación. Con gusto me cambiaba con Leopoldo de esperarme una mujer de ese calibre. Entendía que él la amara con delirio, me dije para mis adentros. Ali, la llamaban sus allegados, entre los que no me encontraba. Ali, susurré, ensoñador. Era un ángel resplandeciente cual virgen de Rafael. Contemplé con secreto deleite aquella beldad de piel ambarina y cutis transparente, melena pelirroja que se derramaba por sus hombros, ojos expresivos y de un color azul puro y transparente, con largas pestañas y enmarcados por unas cejas doradas. El conjunto conformaba un rostro encantador y perfectamente ovalado que combinaba con un talle esbelto y airoso. Cuando hablaba tenía el tono de voz más grato que jamás había escuchado. A sus dieciocho primaveras resplandecía como un cielo sin nubes. En mi fuero interno me planteé si el soltero no pagaba un precio excesivo a cambio de su libertad. Y, lo que más me inquietó, me pregunté si la lealtad era suficiente estímulo para evitar la perfidia de mirarla con ojos libidinosos, máxime cuando me hallaba todavía en la edad en la que el ardor de los sentidos podía doblegar las voluntades más enérgicas. La voz del deber impuso al fin su cordura. Mi corazón permanecería cerrado a cal y canto a sentimientos que legítimamente no pudieran ocuparlo. En un permiso en la capital, aproveché para visitar el Ministerio de Guerra. Busqué en los archivos el nombre y apellido que mi madre me había dado como paternos. Sin resultado. En el fondo, lo sospechaba. Mi madre nunca me inscribió en el Colegio Nacional de Huérfanos de Patriotas. Tampoco recibimos nunca pensión alguna, por irrisoria que fuera. Por algo sería, claro está. Al final tuve que admitir la verdad. Soy hijo ilegítimo, no el huérfano de un héroe. Mi madre era una mujer de la vida. Sin posición social ni un buen nombre o una bolsa repleta que me avalara, no podía aspirar a según qué. A Leopoldo le educaron en la confianza que todo estaba a su alcance, sin excepción. La gente como yo, en cambio, sabíamos desde niños que la vida era una lucha continua, donde no cabía ni un minuto de tregua y, como dijo el clásico, los sueños, sueños son. Cuando la imaginación se me desataba me obligaba a recordar que era un don nadie. A los de nuestra clase solo se nos permite soñar en brazos de Morfeo. Me dejé de pensamientos absurdos y pecaminosos, y me puse a rezar. Tal era mi desesperación ante los contratiempos, que se alzaban imponentes frente a nosotros como las murallas ciclópeas de Babilonia. - Virgen María, Madre dolorosa, tú que contemplas desde el Cielo el inmenso dolor que anega mi alma, vela por Leopoldo y castiga a los salvajes impíos que lo condujeron a este terrible estado... Una inesperada voz me sobresaltó desde el fondo de la habitación. - Las lágrimas del afligido son el bálsamo que cura todas las llagas del espíritu -me limpié una lágrima furtiva con la punta de los dedos para ocultar mi debilidad-. ¿Ruegas a la Virgen a la par que demandas castigo? ¿Así te descargas del dolor que desgarra tu corazón? –un cura pobre de carnes y rostro encendido como la remolacha, con un rosario entre las manos, salió de las sombras-. Si yo no viera tu corazón mejor que tú mismo, pensaría que eres un pecador endurecido. Bajo esa áspera corteza, y a pesar de ser un hombre de mala fama, se esconde un alma noble, aunque te empeñes en enmudecerla. - ¡Padre Maldonado! Disculpe, no le había visto, tan ensimismado estaba en mis congojas. A veces me envuelven las tétricas tinieblas de la desesperación, lo admito. - Todos tenemos cicatrices. Unas por dentro, otras por fuera –intentó consolarme con el acento más intencionalmente cariñoso que pueda darse. - Si pudiera reengancharme les iba a cortar el cuello a todos esos malditos –golpeé con el puño la palma de la mano-. Aquí el único santo es usted, no le quepa la menor duda. - ¡Pobres nativos! Su único delito consiste en rebelarse contra sus opresores. - ¡Padre, cuidado! –repliqué rápido como el rayo-. Sois hombre virtuoso, pero si las autoridades le oyen expresarse de ese modo... Mejor mudemos de conversación. - Los indígenas ya no se comen a los misioneros, ni los entierran con la cabeza fuera de la tierra. ¿Serán más salvajes nuestros tribunales? - Bien es cierto que el cristianismo y sus santos embajadores han desplegado la bandera de la paz y la mansedumbre en las tierras más ignotas. En cambio, aquí, en la metrópoli, la paz brilla por su ausencia, mientras que la mansedumbre es del todo desconocida, padre. Debe saber de qué lado ponerse. - Mi familia son los pobres; mis hermanos, los que padecen –su semblante pálido denotaba, como yo bien sabía, una vida austera y penitente. - Juega con fuego. Se lo digo por experiencia. - ¿Yo? ¡Quiá! Ya me deportaron a Filipinas y se dieron cuenta de que el tiro les salió por la culata. Me expulsaron de vuelta a España, donde pueden controlarme mejor que en aquellas selvas del Pacífico –abrió los brazos con una sonrisa bonachona-. Ea, un abrazo, hombre. Me alegro mucho de verte. - Y yo, padre. En esta habitación estamos las únicas tres personas que volvieron a la patria con vida de aquel peñasco dejado de la mano de Dios. - No te había visto desde que desembarcamos. Cualquiera diría que me rehúyes. En realidad de lo que huía era de todo lo que pudiera recordarme la debacle acontecida en las Islas Marianas, mas no tuve valor para decírselo a aquel buen hombre que ninguna culpa tenía de mi mala conciencia. Le di otra excusa. - Usted es un buen hombre… un buen cristiano. No mantengo, sin embargo, buenas relaciones con la institución a la que pertenece. - Por favor, apéame el tratamiento. Nos conocemos desde hace mucho tiempo –demandó con tono amable antes de responderme-. Algunos pastores, por alejar a su grey del cisma protestante, la conducen por quebradas y vías tortuosas. Están tan apegados a la tierra, que ya no ven el cielo. Desean para la religión el esplendor que dan las riquezas mundanas. Otra parte del sacerdocio sigue la cómoda máxima del haz lo que digo y no lo que hago. Si además acumulan riquezas, y se produce un consorcio contra natura entre los intereses eternos con los de la política profana, cada vez más al pueblo le cuesta acercarse a Dios porque ya no cree en el clero. Dios nunca puede desear la opresión ni la injusticia, tenlo por seguro –aseveró el padre Maldonado. - Mi vida no ha sido muy ejemplar que digamos desde que llegamos a España. De ahí el mantener las distancias. A lo mejor aún me queda un poco de vergüenza, aunque tengo mis dudas. - Sé que has pasado un auténtico vía crucis. Templanza, hijo. Recuerda: “Bienaventurados los que lloran”. - Me educaron los jesuitas. El calvario y el infierno no esconden secretos para mí –dije con acento triste. - No tenía claro que todavía fueras creyente. - Desahucie cualquier esperanza de recuperarme para sus filas, padre. - Me llegan voces de que sigues las Sagradas Escrituras. En particular cuando dice aquello del ojo por ojo... Cualquier libro, incluida la Biblia, puede resultar peligroso si se toman literalmente sus palabras. - Es cierto. Por eso no tiene sentido seguir los preceptos que me convienen y orillar los que son de mi agrado. - Ya veo que te sigues rigiendo por tus propios principios, aunque estén comprendidos en los anatemas de la Santa Iglesia –dijo con una media sonrisa. - Equivocados o no, son míos, padre. Prefiero juzgarme a mí mismo, con toda dureza, que serlo con los principios de los demás, por benévolos que pudieran ser. - La Divina Providencia te ha regalado una nueva oportunidad en la vida. Aprovéchala. Deja de ofuscarte mirando atrás. - He visto sufrir y he sufrido. He visto llorar y he llorado, aunque no suene muy viril admitirlo. He visto morir a hombres buenos, a los que yo no llegaba ni a la suela de los zapatos. Leopoldo permanece aquí tumbado, medio ido. No sabemos cuánto siente o padece. Mi obligación es hacer cuanto esté en mi mano para que recupere la salud. Y no dude, padre, que haré lo que convenga para conseguirlo. - Y yo espero traerte de vuelta al buen camino. Te convertirás, como lo hizo San Agustín. Rezaré también por ti. - Puestos a pedir milagros a los santos, pida primero por el bueno de Leopoldo. Yo sabré cuidar de mi mismo. |
Capítulo IV. Las cuentas pendientes deben saldarse
ba camino del garage, lanzando miradas ávidas a ventanas y techos, devueltas por otras entre aviesas y desdeñosas de las gárgolas protectoras de algunos edificios, cuando aquel mal pálpito que sentía desde que pisé Cádiz se trocó en certeza. De vez en cuando desacompasaba el paso y variaba el taconeo del bastón. Mis perseguidores eran tan torpes que no reaccionaban con celeridad para acomodarse a mis variaciones de la marcha, lo que permitía escuchar sus tenues pisadas. Unos ladronzuelos de poca monta, imaginé ante su escasa traza. Al final se convertiría en otro incidente que alimentaría un poco más mi fama de hombre al que no le temblaba el pulso en las situaciones más comprometidas. Fama, para qué negarlo, que me interesaba fomentar, pues así sería visto como un tipo al que más valía no buscarle las cosquillas a riesgo de salir escaldado. En los turbios ambientes que a veces frecuentaba, eran casi tan importantes las apariencias como la realidad. Acorté el trayecto por un callejón, con la esperanza que aquel juego del gato y el ratón concluyera. Para mi sorpresa, oí a mi espalda un ruido fatal: el que producen los dos puntos del gatillo cuando se amartilla una pistola. El exceso de confianza me había perdido, me recriminé demasiado tarde. Me giré lentamente, sin realizar movimientos bruscos. A la muerte, cuando llega, hay que mirarla a la cara, con hombría. Fallecida mi madre, nadie derramaría una lágrima con mi deceso. Tenía tan encallecido el corazón que eso me importó una higa. Recordé las consejas que relataban entre murmullos temerosos las virtudes del Nigromante del Rey. Había detenido varias veces, aseguraban, balas destinadas a la egregia figura real. Bueno, no tan gloriosa figura cuando algunos lo odiaban hasta al punto de arriesgarse a atentar contra él. Por desgracia, yo no contaba con la protección de la magia. Solo me quedaba rezar, aunque todo el mundo sabe que las cristianas oraciones no detienen por sí solas los plomos de las armas de fuego. Entorné los ojos para habituarme a las sombras del callejón. Dos tipos de aviesa faz y siniestro semblante me gritaron, con marcado acento andaluz, estafador. Apreté los puños con rabia para no cometer una temeridad antes de tiempo. Un hombre de principios no puede tolerar que se menoscabe vilmente su honor sin sentir cómo se le abrasa el alma. Uno de los rufianes era talla tan escasa que parecía un sietemesino, mostacho grasiento, mirar sombrío y cabello descompuesto: un tipo ratonil y enclenque. El otro, con el pelo alisado en peteneras, hocico puntiagudo del color de un pimiento riojano, como si se hubiera atizado un par de tragos, mirada nerviosa y con el pecho como un tonel, le sobrepasaba dos palmos. - ¿Eres el llamao Ventura? –permanecí en silencio ante la pregunta del más bajo. - No lo niega. Por fin encontramo a este escurridiso estafadó. Enarqué una ceja ante aquella disparatada acusación. Empezaba a enfurecerme con la tremebundez de una tragedia griega. No pasaría por alto un nuevo insulto, aunque me fuera la vida en ello. Respira hondo, no te pierdas, me convencí por mi bien. Iba ganando tranquilidad con cada segundo que pasaba. Si no habían disparado cuando podían, es que no me querían muerto, discurrí para mis adentros. Para dar una paliza no se empuña una pistola. Quieren asustarme. Pensarán que soy un pobre gili, concluí. Al punto me alegré. Además, no eran veteranos como yo. Ni me habían pedido que lanzara el bastón, ni que me abriera la chaqueta. Ni siquiera que alzara los brazos. Esos botarates morderían menos que los leones del Retiro. La pareja pertenecía a la escoria social, prontos a cualquier acto punible. Carne de correccional. Dos infelices que en su ignorancia se ufanaban dando por supuesto que las armas suplían su falta de luces. En aquel momento los odié de una forma atroz, no tanto por amenazarme sino porque me reconocía íntimamente en ellos. Ahora que, mientras escribo, reflexiono a sangre fría, me doy cuenta que no era mejor que aquella pareja. - No nos mire como si fuera má inosente quena virgen, so hipócrita. Por fin hallemo al sinvergüensa questafó con la acsione farsa de la Mina der Cusco. El que llevaba la voz cantante movía la pistola como el director de una orquesta maneja una batuta. Un pistolero de verdad mantiene firme el arma, no la balancea. Valiente majadero. Así que se trataba de las dichosas acciones. Supuse entonces que aquellos dos serían cazadores a sueldo de un club de agraviados por la estafa. Intentaban dar con los culpables para recuperar los fondos desaparecidos y, a su manera, impartir justicia. Muchas veces salir con bien o no de un mal trance estriba en algo en apariencia tan simple como mantener los nervios templados. Aquellos dos candidatos a carne de horca debían desconocer que en mis momentos más negros, tras ser licenciado del servicio activo, me había ganado mis buenos duros ejerciendo de duelista a sueldo. La cabeza fría y el pulso de hierro me habían convertido en un tirador infalible y en un espadachín de primera. No era un oficio honorable, lo admito, pero cada cual tiene un talento y el mío no encontraba acomodo como operario en una fábrica o jornalero en el campo. Pero eso solo era la primera parte. La segunda, y no menos importante, consistía en averiguar de qué pasta estaban hechos los matachines que me pedían cuentas como si fuera su banquero. Por lerdos que fueran, estaba perdido si eran de disparo fácil. - Caballeros, basta ya de ofensas –pedí con avinagrado mohín-. Me toman por la persona equivocada. En esa empresa, de la que yo desconocía por completo su ilegal fin, mi papel no pasó del de guardaespaldas del auténtico estafador, condición que entonces desconocía. Insisto, ignoraba la naturaleza de sus negocios fraudulentos. Demandaba protección para una mercancía de valor que le tocaba transportar en persona. Eso me limité a hacer: escoltarle –expuse con un tono de lo más razonable-. No fui más que un hombre de armas, como está claro que lo son ustedes ahora. - Queréi escurrí er burto, cuando no sois má que un pícaro. ¿Cómo se pué calificá si no al que promete títulos que garantisan un interé der 140% anual y luego desaparese con er capital, desplumando a lo incauto? - He cometido muchos pecados, pero yo no he robado a nadie. Nunca. Tampoco juzgo las intenciones de quienes me contratan, dejo eso para los sacerdotes y la policía. Es despreciable el proceder de aquel sujeto, aunque en lo que a mí concierne pagó religiosamente por mi trabajo: protegerle. Solo me interesa la calidad y la cantidad de los billetes que me ofrecen por mis servicios. Como ustedes, ¿verdad? - Resibiréi una lecsión. Así evitaremo que surjan funesto imitadore de vuestro ruin comportamiento. Er mundo está corrompío por culpa de gentusa como usté. El discurso me permitió contemplar con desagrado una boca repleta de dientes torcidos y ennegrecidos por el humo del tabaco. - Convenido en que urge evitar que haya más malo que bueno. El auténtico pícaro fue el caballero fino que me contrató. Pero como parece que solo se ven las faltas de los pobres... –hice un gesto señalándome-. ¡Pues qué remedio! El que nace para ochavo como no se mueva nunca llegará a cuarto. - No hay tanto bisho venenoso entre las flore como las que se ocurtan entre el lujo deslumbrante de la sosiedá –afirmó el más alto de los dos. - En su misma mismidá y amén –remató su secuaz, que puso los dedos en cruz y los besó. Viendo el giro que tomaba la cuestión decidí exprimir su jugo. - Ahora cada cual a sus negocios. Y Dios en casa de todos. - ¡Vaya una ocurrensia! ¿Piensa quemos comío sesos de borrico? No, caballerete –meneó con impaciencia la cabeza el más bajo, que ejercía de jefe de la pareja, mientras mostraba una maligna sonrisa-. Usté pagará en metálico... o en espesie. Pa’eso nos contratan a nosotro. - ¿Estamos de acertijos? Desde ya os digo que de esta baraja no vais a sacar ni un as –les advertí con sequedad-. Mejor fuera que os marcharais. Os parecéis a las mariposas. Revolotean en torno a la luz hasta que se abrasan. - ¡Mariposah, dise el truhán! Piense má bien en er picotaso duna vispa. - A diferencia de usté, nosotros nos buscamos honrámente la vida, sin estafar a naide. Va a ser hora de bajale lo humo aste bigardo –le dijo el uno al otro. - Eso será si Dios o el diablo tienen determinado que no llegue a la vejez –les miré de soslayo-. Solo conocéis mi nombre, mas no sabéis nada de mí. Ni yo soy un ángel, ni vosotros unos demonios. Ahora lo descubriréis. De haber sido un poco más listos, mi templanza debería haberles alarmado y puesto sobre aviso. Empezaban a tremolar sus manos. Demasiado tiempo sosteniendo el peso de las pistolas para gentes que no son de armas. Supongo que esa pareja estaba acostumbrada a las súplicas, los sollozos, las mentiras. Habían escuchado invocaciones a los dioses antiguos y a los modernos para que les librasen de ese trance. Pobres ilusos. Los dioses no se molestan en hacer por uno lo que no estamos dispuestos a arriesgar por nosotros mismos. En mi caso iban aviados. Les desconcertaba mi actitud. Había pasado de las razones a las amenazas, usurpando su papel. Sabía cuál era su juego. También lo había practicado, y mejor que ellos, como no tardarían en descubrir. Alcé las manos con suma lentitud y empecé a hablar en tagalo con entonación grave y solemne. - Pakinggan mo ako. Hindi ko sinasadya, patawad. Pag-usapan natin –me miraban espantados, sin entender nada-. Solo yo puede liberaros de esa maldición filipina. Si me matáis arrostraréis el castigo de la misma hasta el final de los tiempos. De haber servido en las islas sabrían que me había excusado, una vez más, por algo que no había hecho, pero eso era algo que no estaba dispuesto a confesarles. - ¿Una maldisión, desís? ¡Mentira! Eso é una baladroná. Me aflojé la manga de la camisa y les enseñé una serpiente tatuada en mi brazo izquierdo. - Mirad. Me protege contra los demonios y sus sortilegios. Si estáis seguros de que miento, haced la prueba. Matadme. Mi venganza os alcanzará en esta vida y en la siguiente. - ¡Ea, sacabó la tertulia! Déno su cartera. ¡Ahora o disparo! –ordenó de forma exasperada el bajito mientras extendía una mano con dedos regordetes hacia mí. Dicen que quien en muchas ocasiones amenaza, pocas veces mata. Aun así, debía actuar antes que los nervios les hicieran aflojar el gatillo. - ¿Quién es ahora el ladrón? –me arrojaron unas miradas cargadas de inquina-. Sea –suspiré teatralmente-. Si es la única manera de terminar esta farsa de la que tan abochornado me siento –acerqué lentamente la diestra hacia el interior de mi chaqueta mientras avanzaba hacia ellos despacio-. Total, ¿qué es la vida, sino una sucesión de costosas victorias, cuando no pírricas, y de estrepitosas derrotas? - Mu filósofo er caballero. E güeno tomarse la derrota con deportividá –la sonrisa del alto dejó al descubierto otra caverna negra en su boca. Los muy tontos permanecían uno al lado del otro, casi hombro con hombro. Aquello iba a ser un juego de niños. Casi había sacado la mano del bolsillo interior de mi chaqueta… - ¡Arto! Desdaí nos pué asercá la cartera. Sucedió que mi diestra ya no sujetaba mi cartera. Era mi pistola de reglamento. Supongo que sus pupilas se dilatarían por la sorpresa, mas en ese momento mi atención no se interesaba por esas menudencias. El disparo atronó en el callejón. El pequeño cayó con un balazo en el hombro. Al tiempo que disparaba, con la mano izquierda lanzaba un bastonazo a la cara de su compadre. Oí el crujido de los huesos de la nariz. En menos que canta un gallo ambos pardillos se revolcaban por el suelo, chillando como cerdos camino del matadero. - Os advertí. Esto os pasa por ser duros de mollera. Me agaché para recoger el bastón. El bonito brillo plateado de la cabeza de lobo de la empuñadura aparecía apagado por la sangre. - ¡Favor! No nos mate, caballero. Era cosa de negosio, ná personá. Amartillé la pistola. Apunté hacia el más alto de los dos. Sus manos abandonaron el cuidado de su nariz rota y ensangrentada para juntarse en modo de súplica. - ¡Dios misericordioso! Apiádese de mí. Tengo tre hijo… –empezó a murmurar lo que imaginé una plegaria con los ojos fuertemente cerrados. Su compañero lloriqueaba mientras con la mano sana aplicaba un pañuelo mugriento sobre la herida para detener la sangría del hombro. - Eso debisteis pensarlo antes de meteros en camisa de once varas. No os mataré… no por falta de ganas, sino porque no me sobra el tiempo. Aunque era una zona solitaria, temía que el estampido hubiera alertado a algún honrado ciudadano que se animara a avisar a la policía. - ¿Quién os ha contratado? Responded rápido, antes de que me arrepienta de dejaros con vida. El bajito, con gesto dolorido, sacó una arrugada tarjeta de visita de un bolsillo exterior de su chaqueta. Extendí la mano enguantada para recogerla. Con la otra le coloqué la pistola en el entrecejo. No se atrevió ni a respirar. Rezaba “Sebastián Dalmau, Ingeniero Aeronáutico”. No lo conocía de nada. Figuraba una dirección de Granada. Feliz casualidad, me dije. Un nuevo amigo a quien visitar cuando regresara a casa. O su bolsa era muy exigua o su inteligencia harto menguada cuando contrataba aquella patulea para llevar a cabo el trabajo de profesionales. - Yo soy hombre que siempre paga sus deudas. De la misma forma, también me las cobro. Más tarde o más temprano. Ahora levantaos. No quiero veros nunca más. Si lo hago, no seré tan generoso como hoy. Avisad al señor Dalmau: si él o cualquiera por su cuenta pretende importunarme de nuevo, me encargaré primero de sus enviados y luego de su familia y de él. Ahora poned los pies en polvorosa. ¡Fuera de aquí! Resoplé mientras los perdía de vista. El garage ya estaba a un tiro de piedra. Apresuré el paso. Quería salir de Cádiz cuanto antes. Ya solo me quedaba enfermar de cólera para rematar la faena. Hay días que los problemas crecen como las malas hierbas, y aquel fue una de esas infaustas jornadas. Nada salía a derechas. Debía ser una señal de la Divina Providencia de lo que estaba por llegar. |
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