V |
olví al puerto cuando la aurora comenzaba a derramar los primeros albores de la mañana sobre las azuladas aguas del océano. Formaban un bosque los palos y las jarcias de los numerosos buques anclados. Las gaviotas sobrevolaban las olas a la caza de pececillos. Mar adentro se avizoraban las velas de las barcas de los pescadores. Un día esplendoroso, sin una nube que turbara el plácido firmamento.
Me felicité contando con la pronta conclusión de mis negocios en Cádiz y mi próxima partida de esa ciudad enferma. Sin embargo, las cosas casi nunca son como uno se imagina y muchos menos resultan como se las espera.
Marineros y mozos del puerto se afanaban en liberar al barco de la carga del “Trinidad”. El capitán, un hombre de arrogante estatura y rostro impasible, con las manos entrelazadas en la espalda, voceaba órdenes con voz áspera, pensando seguramente en el próximo flete mientras calculaba las ganancias de este.
- Buenos días, señor. ¿Sabe usted dónde puedo a encontrar a uno de sus pasajeros, José Garza? –pregunté con tono respetuoso tras quitarme el sombrero.
Me miró de hito en hito, como si acabara de interrumpir una ceremonia sagrada.
- ¡Venga, que es pa’hoy! –chilló a unos estibadores antes de contestarme-. Algunos viajeros han partido; otros, no lo sé. Yo solo soy responsable de su transporte. Todos han llegado bien. Allá ellos una vez arribados al destino –remató con petulancia.
Se giró, dándome la espalda, para proseguir ladrando instrucciones.
No puedo decir que me molestara su carácter arisco. Esa era una característica que me hermanaba con él. Además, cada uno tiene su genio y hay que respetar el del prójimo.
Divisé a un grumete. Con una mano le hice una seña para que se acercara. Con la otra le mostré una moneda de un cuarto.
- Entrega esta nota al señor José Garza o a su compañero de viaje –le entregué la moneda.
- ¡Al punto! –se llevó una mano a la visera de la gorra y partió raudo, lejos de las rapaces miradas de su capitán.
En el billete pedía a los responsables de la carga destinada a don Alejo que, una vez concluidos los trámites aduaneros, acudieran al cafetín de los hermanos Ballester, donde les aguardaría.
Me gustaba el olor a salitre. Era la fragancia de la libertad, del mar inmenso y sin fronteras. Con el céfiro matinal acariciándome la cara, paseé hacia la fonda con paso relajado.
Un corillo de ociosos atrajo mi atención. La curiosidad me llevó hasta ellos. Unos marineros comentaban a media voz que se había avistado en el Mediterráneo un kraken.
Uno dijo, mientras se persignaba con más fervor que en la misa dominical, que era una creación maléfica de los darwinistas británicos y su misión consistía en hostigar y hundir a las naves españolas que quisieran atravesar el estrecho de Gibraltar.
Aquella conversación me devolvió de golpe a la realidad, la de la guerra permanente y sin tregua contra los enemigos del imperio español, de la que yo mismo había formado parte hasta hacía unos pocos meses.
Se preguntaban, con una preocupación que yo también compartía, si los exorcistas de la Inquisición podrían conjurar ese peligro. Se me heló la sangre cuando uno anunció que el bergantín en el que embarcó ayer la cartera de Baruch Cohen habría sido la primera víctima de ese monstruo marino.
- Una fragata de patrulla por la zona cablegrafió esta madrugada que había encontrado restos de ese navío.
- ¿Cómo es posible? ¿Tan pronto? –no pude evitar expresar mis dudas en voz alta. Tal vez alguno de esos avezados hombres de mar también las tuviera, pero ninguno respondió-. ¿Habrán sido piratas? No es descabellado pensar que la fragata que mencionaban estuviera patrullando precisamente en busca de piratas berberiscos.
- Hasta que no arribe a puerto no sabremos realmente a qué pecio corresponden los restos encontrados. Mientras tanto nos toca conformarnos con las habladurías.
- ¿El primero de cuántos será? -se dolió uno de ellos con tono sombrío.
- Más madres que llorarán como una Magdalena la pérdida de sus hijos y maridos, pobres marinos que ahora reposarán en el mar, hambrienta sepultura en cuyo fondo son pasto de los peces.
- El buen marino debe sepultarse con el buque que le sostiene –repuso otro que fumaba una pipa de raíz de olivo con adornos de metal, con el rostro tan tostado como el de sus compañeros,
- Sí. Mas una cosa es sucumbir al empuje de un huracán; otra muy distinta, al ataque de un monstruo.
- Todos los Ictíneos II de la base de submarinos de Cartagena han zarpado de caza. La patrullera “Vigilante” también ha salido con el alba del puerto. Ojalá los barcos-pez den buena cuenta de esa monstruosidad –anunció el más veterano de los presentes con gesto adusto.
Al menos guardaba el recibo que certificaba la entrega de la cartera. Yo había blasonado ante Baruch Cohen de ser hombre de palabra. Esperaba que, a pesar del funesto incidente, él también cumpliera su parte del trato acordado.
Esa duda me atormentaba cuando entré en el cafetín de los Ballester. Quise tranquilizarme con el convencimiento de que, entre gente honrada, la palabra dada es la mejor firma del mundo.
Con el ánimo abatido me dejé caer sobre una silla, más que me senté. Tabaleé con los dedos sobre una mugrienta mesa de pino.
Allí dentro olía a refectorio de convento de Franciscanos.
- ¿Café? –me preguntó lacónico un mozo con el mandil remendado al tiempo que limpiaba la mesa con un paño.
- Con una copa de marrasquino –ordené como abstraído.
Lancé una mirada general a toda la gente que se hallaba en el café. Oscuros episodios del pasado me habían enseñado a avizorar en busca del peligro al entrar en un lugar desconocido y lleno de extraños. Hay costumbres que no se pierden ni cuando te conviertes en un civil.
El mozo sirvió en silencio el pedido. Cuando me llevé la copa hacia la boca, el olor casi me tiró de espaldas. Casi seguro que por esos mundos de Dios había bebido brebajes tan infectos, o incluso más, de manera que lo apuré de un trago. Con un chasqueo de dedos pedí otro. Lo que no mata, desinfecta las entrañas.
En una mesa cercana cuatro hombres con apariencia de estibadores hablaban de sus cosas con un vaso de cerveza delante de cada uno, y un recio cigarro de papel en la boca o en la mano. Murmuraban sobre los carros hacinados de víctimas por el cólera que se llegaban hasta las parroquias. La enfermedad era una ominosa sombra que se cernía sobre Cádiz, oscureciendo el corazón de sus habitantes.
Unos pasos firmes acompañaron la entrada de una patrulla de la Milicia Urbana. De golpe el silencio se hizo evidente: el rasgueo de una guitarra se detuvo, las conversaciones cesaron, el tintineo de platos y vasos murió.
Paseaban con mirada ceñuda entre las mesas. Buscaban a algunos de los alborotadores del cólera. El oficial al mando envainó el sable y tomó el rollo entregado por un ayudante.
- ¡Atención todos al presente bando real! –carraspeó y comenzó la lectura del rollo desplegado-. “S.M. el Rey, y en su Real nombre el Consejo de Gobierno y el de Ministros en todo conformes, profundamente afligidos por los inauditos desórdenes cometidos el día de ayer, quiere desengañar a todos los vecinos honrados, cuya opinión ha podido ser extraviada con falsos rumores propagados por los enemigos del orden público y de las sabias instituciones acordadas por S.M. La alteración ha sido controlada y el sosiego del todo restablecido, habiéndose arrestado a algunos individuos, a los cuales y a sus cómplices ha resuelto S.M. se les aplique todo el rigor de las leyes.
De Real Orden se les comunica a ustedes para precaver cualquiera mal resultado que noticias fraguadas por la intriga o la impostura pudieran producir en la ciudad de Cádiz” –alzó la mirada del pliego y entonó a voz en grito:- ¡Dios guarde al Rey muchos años!
Sí, pero preferiría que lo guardara bien lejos de los españoles, pensé mientras contemplaba el vaso de licor para disimular mi desagrado.
Un silencio sepulcral recibió el final de la comunicación oficial. Aprovechando el mismo, la tropa se marchó por donde había venido. Las conversaciones empezaron a renacer, aunque con el tono prudente de un coro de cartujos.
Una hembra de rompe y rasga se me acercó. Tenía toda la pinta de ser una mujer de la vida.
- Toma una copa solo. ¿Me invita a una?
- No quiero –la respuesta desabrida la dejó descolocada unos segundos.
- ¿Está usted enfermo? –señaló al segundo vaso de licor que todavía no había tocado-. ¿Prefiere, tal vez, otro tipo de compañía? Puedo facilitársela, caballero –me ofreció con un zalamero guiño de ojos.
- Ese brebaje está infecto –exageré. Son de sobras conocidas las virtudes de combinar un buen vino con una mala mujer, pero el licor de esa taberna solo servía para desinfectar heridas-. Ahora espero a alguien. Adiós.
Mi carácter taciturno no ganaba nada cuando mi sexto sentido me prevenía que algo fallaba. El no saber de qué se trataba me incomodaba todavía más. Tenía la molesta sensación de unos ojos invisibles clavados en mí.
Volví a repasar con la vista el local. Las mesas donde se jugaba al mus, tute, solo y tresillo todavía permanecían huérfanas de jugadores. Los parroquianos confortaban sus estómagos con copiosos desayunos y reanudaban las primeras tertulias del día tras el susto de la Milicia Urbana.
Entorné la vista, pero me resultó imposible identificar a quienes se encontraban en la zona de penumbra.
Me incliné hacia adelante en un vano intento por vislumbrar entre las sombras, cuando un nuevo cliente arribó al local, encaminándose a la barra. Ante su presencia, uno de mis vecinos de mesa saltó como un resorte.
- ¡Ballester! En qué cochambroso antro has convertido tu negocio –el aludido le lanzó una mirada hosca-. ¿Ahora permites beber a los salvajes y compartir mantel con nosotros?
- Si pagan como tú, faltaría más –limpiaba un vaso con la misma parsimonia que si se tratara de un jarrón chino de porcelana-. El que no pague o cause disturbios, puede irse con la música a otra parte.
El recién llegado tenía todo el aspecto de un indígena. Con la esperanza de que se tratase de Garza, también me levanté. Si montaban un escándalo y volvía la Milicia, todos mis planes podían trastocarse.
- ¡Señores, tengamos la fiesta en paz! –empleé mi mejor tono de mando de oficial-. ¿Acaso no dijo el mártir del Gólgota: “todos hijos de Dios, todos hermanos”?
- Uno de esos morenos, bestias acostumbradas a tomarse la ley por su mano, asesinó a mi hermano en América –repuso con hiel en la voz-. Y no todos abrazan nuestra santa fe cristiana. ¡Adoran a sus salvajes dioses! Esos idólatras les ofrecen sacrificios humanos.
Aquel hombre, de cabellos indomables y feo como un ogro, se empecinaba en buscar pelea con aquel indígena.
La combinación entre el alcohol y el odio formaba un mejunje explosivo, pensé. No sería la primera vez que observaba sus devastadores efectos.
- ¿Sabéis del cierto que ese hombre mató a vuestro hermano? –señalé al forastero con el índice derecho-. ¿No respondéis, muy señor mío? Porque, de la misma forma, podía haber pertenecido también a nuestras tropas de ultramar.
El silencio había regresado de nuevo al cafetín. Todos permanecían atentos. Esperaban expectantes la resolución de ese lance para tomar partido. Proseguí mi discurso:
- Por estos pagos haríamos bien en ser más agradecidos con nuestros hermanos y aliados de allende de los Océanos. Como antiguo capitán de una compañía de tropas auxiliares, les puedo garantizar su lealtad y su valor. En Filipinas solo la oficialidad y los miembros del arma de artillería y tanques son españoles. No olvidemos que los necesitamos para mantener el Sacro Imperio Hispánico en pie. Cierto es, como bien decís, que algunos ofrecen su fe a los dioses prehispánicos. Esa misma fe, fortalecida con las oraciones y los sacrificios ceremoniales, les hacía marchar impávidos hacia el peligro. No se arredraban ante nada, créanme. Tal vez entre sus mercedes se encuentre algún veterano como yo. Sin duda, podrán rebatir mis palabras de no ser ciertas –callé, aguardando una réplica. Nadie me negó cual Pedro en aquella aciaga noche-. ¿No merecen respeto los cultos de nuestros aliados, tan letales para nuestros malditos enemigos? –escupí en el suelo. Varios parroquianos asintieron en silencio-. Si bien nosotros somos católicos, apostólicos e hispánicos, y no romanos, como en las Europas, nuestro buen Papa, sucesor del primer papa Borgia nombrado por nuestro Rey, a la cabeza de nuestra Iglesia, ha dispensado bulas para que practiquen sus creencias y ceremoniales por el bien de España.
Alguien gritó un sentido ¡Viva Alfonso XII!
- ¡Viva nuestro amado Rey¡ ¡Viva Alfonso XII! –corearon los parroquianos con desigual entusiasmo, pues decíase que un pellizco importante del presupuesto público se fundía en pagar a informantes presentes en todas partes, si habíamos de prestar oídos a las malas lenguas.
Algunos de los más entusiastas vestían el uniforme realista, no se sabía si por convicción o, como era muy común entonces, por conveniencia y cálculo.
- Brindemos con jarabe de Valdepeñas, pero que el vino sea menos cristiano, camarero -el peligro parecía conjurado, pensé aliviado. El discurso me había encendido la sed-. ¡El agua para las ranas! –el mozo sacó varias jarras de tosco barro de Talavera.
La broma me iba a costar unos cuantos duros imprevistos, siempre bien empleados cuando se trataba de salvaguardar los negocios propios.
Hice una señal al moreno para que se acercara.
- ¿Sois por un casual José Garza? –se trataba de un hombre de pronunciadas facciones que parecían cortadas con un pedernal y piel de color cobrizo.
- El mismo. Entiendo que usted representa los intereses del señor Alejo García-Pedreño y Villaescusa -asentí con la cabeza-. Le agradezco que iluminara con la razón a ese pobre ignorante.
- Por mucho que vivamos en el siglo de la luz y el vapor, no pocos siguen felices entre las tinieblas –le hice un gesto para que se sentara enfrente-. ¿Quiere beber conmigo? Aquí dentro hace un calor sofocante. Espero que no le moleste.
- De donde vengo el calor es el estado natural. Aquí está acentuado, sin duda, por el sinnúmero de libaciones hechas del rico néctar de la Mancha –remachó con un deje irónico.
- Le digo que no. Algo tendrá que ver también el humo de los cigarros y las velas de sebo que iluminan este antro, capaces de asfixiar a un camello –reí alegre-. ¿Bien el viaje?
Para mí se trataba de una pregunta protocolaria. Me alarmé cuando mi interlocutor bajó la vista. La sonrisa se me borró de golpe.
- Tengo malas noticias para su amo –anunció con tono sombrío.
- Yo no tengo ningún amo. Eso es propio de siervos o esclavos. Es mi patrón –le corregí con tono desabrido.
- ¿Y no sirve siempre el pobre al rico? Llámelo amo, patrón o como mejor guste.
A veces mi orgullo era más fuerte que mi sentido común. Con pesar tuve que admitir la razón de sus palabras. Podía engañarme, pretender que las palabras tuvieran un sentido diferente; sin embargo, la realidad permanecería inmutable ante mis deseos.
- ¿Cuáles son esas noticias? –al menos habían llegado a puerto, me tranquilicé, a diferencia del buque con la cartera de los Cohen.
¿Qué mal había acontecido, entonces?
- Nos han robado. Han asesinado a mi hermano para arrebatarnos la carga –expuso con zozobra.
Durante unos segundos enmudecí. Aquella noticia había resonado con la violencia de un bofetón en mi cara. Conseguí recuperar la compostura.
- Le acompaño en el sentimiento. ¿Cómo ha sido?
- Mientras me dedicaba a cumplimentar los trámites aduaneros. Él custodiaba la caja o buscaba un carro para el transporte, no lo sé con exactitud. El caso es que lo degollaron y… -enmudeció por la emoción.
- ¿La policía está en el caso? –inquirí con cautela.
- Inevitable. Los que descubrieron su cuerpo inerme dieron parte a las autoridades. Ya he prestado la primera declaración.
- ¿Saben lo de nuestro… bulto?
- No tuve más remedio. Les dije que se trataba de una estatua de granito o material similar, no de metal precioso que incentivara el móvil del robo. Debo quedarme unos días durante las diligencias policiales y para ocuparme de los restos de mi hermano.
Asentí con gravedad. Nunca había sido bueno en la tarea de confortar al prójimo.
Le entregué una tarjeta de visita de don Alejo con objeto de que se pusiera en contacto cuando averiguara algo más sobre el crimen. Yo debía partir de inmediato hacia Granada. No era noticia para dar por teletrófono.
Salí de allí todavía desconcertado por lo acontecido. Era la primera vez que una misión se torcía, aunque sería más propio decir que se había descalabrado del todo.
Aquello me dio mala espina. Nadie se había aventurado nunca a robar un cargamento de don Alejo. Además, seguía con la molesta sensación de que unos ojos permanecían clavados en mí desde el fondo de la taberna.
Es el sexto sentido que se acaba desarrollando cuando te ves obligado a permanecer en constante alerta, como me pasó en Filipinas. Ese instinto, o su falta, puede significar la diferencia entre vivir o morir.
Palpé la culata del revólver, siempre dispuesto en el interior de mi chaqueta.
Tenía muy claro que si alguien me buscaba me encontraría a punto y dispuesto a todo.
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