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no de los aspectos positivos de trabajar para don Alejo consistía en que para los encargos de fuera de Granada me permitía usar su landó a vapor. Me encantaba dirigir con mano firme aquella máquina de acero, sentir el azote del viento en mi rostro, curtido por la intemperie y la pólvora de las batallas, y flagelado entonces por el polvillo de carbón del motor y el de los páramos, arrastrados por las ráfagas de aire.
Había salido a primera hora de la ciudad. Esperaba llegar antes del anochecer a Cádiz. Era mejor viajar durante el día. Con la oscuridad, algunas carreteras se tornaban peligrosas a pesar de los puestos de la Guardia Rural. Los viajeros solitarios eran objeto de la codicia de las bandas de bandoleros y de los émulos de los Siete Niños de Écija.
Los vidrios retemblaban ligeramente a causa de la velocidad. Los postes de telégrafos desfilaban raudos a ambos lados del camino. Conducía sumido en mis cuitas, mientras atravesaba caminos solitarios, estimulado por el ronquido animoso del motor y el monótono rumor de las ruedas.
Me alegraba de llevar una vida más ordenada, rumiaba para mis adentros.
Dentro de poco, este encargo me demostraría que esa calma no era más que un espejismo. Pero no adelantemos acontecimientos antes de tiempo.
Permítanme que les ofrezca unas breves pinceladas sobre mi persona. Había sido militar hasta hacía bien poco. El régimen castrense, con su vida de camaradería y aventura, era atractivo, pero no dejaba de ser entonces, igual que hoy en día, un poco estrecho de miras cuando no posees los galones adecuados ni cuentas con padrinos en las altas esferas. Sin embargo, era la única forma de ascender socialmente para los que somos del pueblo y no contábamos con un tío en las Américas que nos arreglara el porvenir.
La pérdida de dominios del imperio, los chanchullos políticos, las ínfulas de los altos mandos, la baja soldada, el hartazgo de sufrir a superiores incapaces y prepotentes, y ciertos episodios en ultramar me hicieron reconsiderar mi futuro.
Lo cierto es que fue una grave herida la que propició mi licencia del servicio activo. Así volví a España, donde nadie me esperaba, pero convencido que la mejor tierra del mundo es aquella donde uno ha sido bautizado.
Ese regreso forzoso supuso que mi vida diera un vuelco. Me había convertido de golpe en uno de tantos militares pundonorosos y valientes a los que, después de regar con su sangre cien veces los campos de batalla, se les aparta del servicio de las armas cubiertos de heridas y cargados de desengaños. Con una pensión misérrima, el orgullo malherido, el carácter amargado y taciturno, medio lisiado, y sin expectativas en el horizonte, tomé el mal camino.
Mirando atrás, y no hacía falta remontarse demasiado, empecé prestando mis servicios para Tasio Bauzán, un conocido prestamista local. Cuando alguien no hacía frente a sus pagarés, me tocaba avisarle de las funestas consecuencias que conllevaba no pagarlos. No era muy honorable para un antiguo oficial enzarzarse a golpes con quien no se mantenía cuestión alguna en lo personal, pero me resultaba preferible a trabajar de sol a sol como una mula en una fábrica por un sueldo de risa.
También ejercí otras funciones igualmente reprobables, de las que tal vez más adelante dé cuenta en este libro. Había caído presa del más terrible embrutecimiento moral.
Esas páginas negras de mi vida fueron arrancadas de cuajo tras las llamada de mi entonces patrón, Don Alejo García-Pedreño y Villaescusa, un conocido prohombre granadino. Sin perder del todo mi independencia, ejercía una actividad en ocasiones aventurera que me llenaba de placer y a la vez me suponía una gratificación económica.
¿Cómo llegué a su servicio?, se preguntarán.
Por mediación de su sobrino, Leopoldo Villaescusa Silvela, antiguo compañero mío de armas en Filipinas. Con mayor fortuna en la carrera militar y, todo hay que decirlo, con mayor empeño que un servidor, llegó a adquirir el cargo de gobernador de las Islas Carolinas.
Fue, en mi opinión, un buen gobernante, severo en aquello que debía de serlo y justo en su administración, mas los nativos iniciaron una revuelta que hasta aquellas fechas me preguntaba a qué fue debida. Surgió como un rumor, un odio turbio que se respiraba primero en la selva, luego en los poblados e iba saltando de isla en isla, percibiéndose el ánimo encrespado de los indígenas. Los aires de rebelión en Filipinas se habían extendido por la región como una nube tóxica y dañina. De eso hablaremos más adelante si se tercia.
Calificarme de hombre de confianza de mi patrón sería un ejercicio de soberbia, ¿o debería decir vanidad?, por mi parte. Su mayordomo, Cipriano Peralta, ejercía de mano derecha en las tareas domésticas. Yo más bien era el alfil encargado de las encomiendas más personales.
Se supone, y era mucho suponer, que servía tanto para arreglar un roto como un descosido. Aquel genio y erudito, abstraído en el sueño de sus teorías científicas y sus inventos mecánicos, necesitaba alguien capaz de bregar en el fango. Ese era yo.
Él se codeaba con lo más granado de la sociedad en el Teatro de la Ópera; yo, con lo más chabacano en los teatros de variedades y las corralas. Él debatía sobre los asuntos del día en la Real Sociedad Patriótica de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Granada, mientras yo criticaba a diestro y siniestro con mis camaradas de Los Numantinos. Él daba charlas magistrales en el Real Instituto Industrial; yo he relatado mis anécdotas de veterano en ultramar a cambio de una jícara de vino. Sin embargo, a ambos nos unía Leopoldo, su sobrino, mi amigo. Mi mejor amigo. Podía haber elegido otras amistades, una infinidad de ellas, de mejor pelaje que yo, pero las circunstancias nos habían unido con lazos indestructibles.
Y así, recordando ese pasado borrascoso (que me ha permitido servirles un ligero esbozo de mi persona) y recreándome en mi bonancible estado de aquel entonces, llegué a Cádiz, en el horario planificado, detalle que le hubiera encantado a la mentalidad germánica de don Alejo.
La ciudad, lejos de su tono festivo y cordial, permanecía atenazada por un peligro insidioso: un brote de cólera. Cólera morbo-asiático, le llamaban los diarios. Aquel origen lejano e ignoto para muchos, parecía agravar todavía más el carácter maligno de la enfermedad.
En calles y plazas se mezclaban el llanto de la desesperación por los moribundos, con el fervoroso clamor de los sacerdotes y el aterrador golpeteo de los martillos que fabricaban ataúdes. Aunque la autoridad había tenido la prevención de que las campanas no doblaran a muerte ni las fúnebres campanillas resonaran por las calles, el terror empezaba a desatarse en la población.
Me sorprendió el tintineo de una campanilla del Viático. Ante ese sonido unos se encerraban en casa, temerosos de un posible contagio. Otros descubrían la cabeza. Algunos doblaban la rodilla en tierra para saludar el paso del sacerdote que desafiaba el bando con la prohibición del Gobernador civil, y hasta el más elemental sentido común, y se dirigía a purificar un cuerpo enfermo con la hostia consagrada y a recibir, posiblemente, el último suspiro de un pobre infectado.
A aquellas horas de la tarde, los rayos del sol caían oblicuos y el suelo parecía rajarse de calor. Caminaba con paso apresurado, no solo por cumplir el encargo para Baruch Cohen, sino también por el ambiente incendiario que latía en las calles, donde todavía flotaba el olor al humo de los incendios. Según me enteré por el dueño del garage donde dejé el vehículo, el día anterior una turba enfurecida se había lanzado a un enloquecido progromo contra las iglesias y conventos de la ciudad.
Los maledicentes esparcían rumores que se propagaban tan rápido como el cólera. Se había extendido entre el pueblo que se había visto a un aguador contaminando las aguas de una fuente pública a instancias de los jesuitas. También se achacaba a estos el envenenamiento de diversos productos alimenticios.
Con los ánimos exaltados por la natural preocupación ante una enfermedad que amenazaba con el establecimiento de una cuarentena en algunos barrios de la ciudad, una plaga que hacía caer como moscas a familiares y conocidos, aquella murmuración, fuera patraña o no, se convirtió en la chispa que hizo explotar el descontento popular.
Patrullas de soldados se cruzaban con los carros que transportaban los cuerpos de los fallecidos, seguidos por algunos allegados de riguroso luto. Una de aquéllas me detuvo, examinando con detenimiento mi carta de seguridad. Expedida “a diligencias propias”, me dejaron marchar sin hacerme preguntas.
Los dolientes se enjugaban las lágrimas. En ese trance muchos cristianos olvidaban que al traspasar el umbral de la muerte comenzaba una eternidad libre de miserias y amarguras. Al menos eso es lo que enseñan las Sagradas Escrituras, siempre prestas a mostrar el camino de la resignación y la esperanza cuando más útil fuera no servir de coartada para los intereses de los poderosos amigos de la Iglesia.
Por fin llegué a la calle de la Judería. El billete recibido especificaba los datos del caserón donde debía encontrar a Samuel Leví, y no tardé en hallarlo.
Llamé a la puerta con dos aldabonazos. Un rapaz de mirada escurridiza se perdió en su interior cuando le entregué el billete con el sello de Baruch Cohen. Al poco apareció en el portalón de la entrada un hombre de regular estatura, con una frente despejada sobre la que se despeñaban algunos cabellos canos.
- Baruch me avisó de su llegada y el asunto que le trae hasta aquí a través del teletrófono. Pase, por favor, el ambiente está revuelto y las paredes tienen multitud de ojos y oídos alertas.
Me condujo hasta un agradable patio interior, con las paredes tapizadas de flores y plantas, protegido de la canícula del exterior.
- Aquí tiene –le entregué la cartera con toda la solemnidad que la ocasión requería. Para mí significaba, nada más y nada menos, que la futura posesión de una patente de corso.
Me hizo un signo para que me sentara enfrente de él.
El hombre abrió la cartera con no menos ceremonia, sacó el libro, se quitó las gafas para mirarlo mejor, contempló con atención la portada de cuero repujado del libro, comprobó al azar de varias páginas y lo devolvió de nuevo a la cartera.
- Bien. Esta noche partiré hacia Orán para ponerlo en manos de nuestros copistas –tomó la copia que acompañaba al billete y lo cumplimentó con una firma de caligrafía oriental-. Aquí tiene. Gracias.
- De nada -me levanté con la intención de marcharme tras guardar el recibo a buen recaudo.
Nunca había ganado tanto con tan poco esfuerzo, pensé en aquel momento.
- Un instante, por favor. ¿Qué pensarán las paredes si se marcha con las manos vacías? –me regaló una sonrisa ladina. Dirigió unas palabras en hebreo al mismo mozuelo de antes-. Dentro de poco es el Rosh Hashaná. Nuestro Año Nuevo. Ahora mi nieto Yehuda le entregará una cesta con dátiles, frutas y verduras con las que celebramos la cena familiar que conmemora esa fecha. A algunos gentiles les gusta.
El chico me entregó la cesta con una sonrisa tímida, mientras su abuelo le acariciaba el cabello.
- Gracias. Shalom –atiné a despedirme.
- Erev tov.
La primera parte de mi misión había concluido. Apreté el paso camino del puerto para cumplimentar la segunda.
El patrón me había indicado que los custodios del paquete que debía recoger en su nombre me acompañarían de vuelta a Granada. O era muy importante o muy pesado, aunque en este caso siempre podía contratar los músculos que hicieran falta para transportarlo al auto.
Dejé de cavilar sobre el asunto. Don Alejo tendría sus buenas razones cuando disponía eso.
Cuando trabajaba para otros, yo solo ejecutaba, no pensaba. Tal vez no fuera muy inteligente por mi parte, lo admito. En cambio, puedo asegurarles que resultaba de lo más conveniente.
Recordé las palabras del coronel Bohórquez, al mando de mi regimiento: “Nunca os ascenderán por pensar, sino por el estricto cumplimiento de las órdenes recibidas. A veces tus superiores tienen razones que no alcanzas a ver, y tal vez que ni puedas comprender”.
Así nos iba la guerra, las guerras, para ser más exacto... pero esa es otra historia que ahora no quiero recordar. Aun así, a veces se hacía difícil cerrar los ojos ante ciertas situaciones.
A las malas aprendí que pensar por uno mismo y, sobre todo, expresar esos pensamientos en voz alta, servía para que te ordenaran tomar una colina sin el menor valor estratégico con el único objetivo de hacerte perder todos tus hombres en el empeño, como le pasó a un lenguaraz capitán que osó discutir las órdenes en una reunión de oficiales. Así que mis cuitas las guardo para mí, no sea que el tiro me salga por la culata.
Paseé la mirada por el fondeadero buscando el “Trinidad”. Las luces del sol se batían en retirada como una caterva de mambises puestos en desbandada por una carga de nuestros soldados metálicos, obligándome a aguzar la vista.
Tan pronto como lo descubrí sentí una punzada de decepción. En primer lugar por tratarse de un bergantín, y no un piróscafo o barco de vapor. Raciociné entonces, con escaso acierto como pronto sabría, que el encargo que me esperaba no sería de tanta importancia si había viajado en un transporte más lento.
En segundo, y peor aún, porque no habían bajado la escalerilla.
- ¿No van a desembarcar los del “Trinidad”? –pregunté a un estibador en retirada.
- Hoy no. Ya es tarde. Los encargados de la sanidad y el teniente de carabineros no lo revisaran hasta mañana –dijo con tono ligeramente gangoso.
Faltaba el vejamen del fisco, pues, me amosqué.
Me consolé recordando mi éxito anterior y la misma arribada de la nave, pues se rumoreaba que el puerto iba a cerrar y no se admitirían más barcos hasta nueva orden a causa de la epidemia.
La suerte seguía sonriéndome, me dije, tan ufano como cuando salen los fieles de vísperas.
Infeliz de mí. La rueda de la fortuna giraba de forma caprichosa.
Nunca lo hace a gusto de todos, como iba a descubrir más pronto que tarde.
No se pierda el siguiente capítulo: "Llegan malas noticias"
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