unque ya habían tocado las diez de la noche en la Iglesia de Santa Ana, el ambiente no parecía que fuera a refrescar. La cálida jornada de septiembre se iba a prolongar durante la noche en las estrechas calles del Albaycín. Durante el día el sol había campeado plácidamente en toda su majestuosidad vertiendo llamas, sin que ninguna nube se atreviera siquiera a mostrarse en la lejanía, insinuándole sombra. Los tiestos distribuidos con esmero en las paredes de los cármenes amenazaban con rajarse de un momento a otro. Incluso los globos y dirigibles amarrados en el puerto sito tras la Alhambra daban la impresión que fueran a entrar en combustión a causa del astro incandescente. Aquel atardecer se veían majestuosos. Unos, decorados con arabescos y la media luna, parecían venir de tierras orientales: turcos quizás, persas tal vez. Contemplé una nutrida caravana comercial de la que una hilera de mozos descargaba fardos sin descanso como laboriosas hormigas. En otra aeronave, con bandera rusa y emblemas diplomáticos, colgaban numerosas poleas y las grúas se arremolinaban a su alrededor como arañas que pretendieran envolver a su víctima. Los había de todos los tamaños, diseños y procedencia. Los estandartes tremolaban orgullosos al viento. Era época de comercio y Granada punto de encuentro para personajes de la más variopinta índole. Aquel ancladero de aeróstatos no descansaba nunca. Andaba ya de retirada por la carrera del Darro, un poco ahumado tras el trasiego de unas jarras de vino especiado. Había pasado con Gerónimo Garay, un antiguo compañero de armas, por la fonda de Don Julito Manteca en la Plaza Nueva, junto a la carbonería, lo que ya de por sí aumentaba la sensación de calor. Como hombre recio y acostumbrado a peores lides, mantenía el andar recto y el paso digno camino de la pensión en la que me hospedaba desde hacía varias semanas. Se trataba de un pequeño alojamiento en la Plaza de Santa Inés de tan sólo cinco habitáculos, donde se daba bien de comer, y si se terciaba y se estaba presente a las doce del mediodía, previo rezar el ángelus con la señora Angustias, la dueña, había aperitivo: vino negro o cerveza y tapa de jamón o de chistorra con pan. Disponía de una habitación sencilla, ofrecía el aspecto de una celda cenobítica, ajena a todo lujo y esplendor, aunque limpia y agradable, nada que ver con la grillera donde hasta hacía bien poco me había sepultado. Razones de economía, o de arcas extenuadas como diría un castizo, hacían que se apagaran las farolas a la medianoche, y dejaran de encenderse las noches de luna. Hacía mal el cielo, pues, en cubrirse de nubes cuando el calendario rezaba luna llena y la municipalidad echaba sus cuentas en eso confiada. Ante la inoportuna ocurrencia del cielo, pues la noche cerraba lóbrega y triste como el pensamiento de un moribundo, atravesé ojo avizor los puentes que jalonan el Darro. En ocasiones alguna banda de maleantes, como al descuido, esperaba emboscada en las sombras a paseantes bebidos para aligerarles del peso de sus pertenencias. Los reflejos de la luna hacían que las aguas del Darro espejearan como láminas de plata. Apoyados en los asientos y sitiales del puente se encontraban varias parejas, entre arrumacos y palabras románticas, aspirando el aroma de las plantas perfumadas y oyendo el rumor del caudal del río. Mas también se podía respirar el ambiente tenso que vivía la sociedad a causa del despotismo, la barbarie y la tiranía seculares. Por eso, según adonde me llevaran mis asuntos, siempre me acompañaban mi pistola y el bastón de puntera metálica y pomo macizo con forma de cabeza de lobo. Aunque me despedí a una hora prudencial de mi camarada Gerónimo con la excusa de que tenía que partir a Cádiz al despuntar el alba para recoger una mercancía para don Alejo, mi patrón, decidí acercarme a los baños árabes que se encontraban de paso a la pensión. Todavía, tras algunos altibajos, este establecimiento popular seguía abierto y me propuse recibir uno de esos exóticos masajes, sumergirme en un tonificante baño de agua fresca antes de ceder a un sueño caluroso. Contaba con un aliciente añadido para el visitante: la cuidada imitación de un serrallo. Los que han tenido oportunidad de disfrutar de sus servicios recordarán sus mullidos divanes de raso, los tapices de Oriente, las camas sobre zócalos de mosaico, las pinturas obscenas, los pebeteros exhalando perfumes embriagadores. Hasta un eunuco guardaba a las mujeres: argelinas, españolas, circasianas, otomanas. Blancas, morenas y negras, todas de belleza extraordinaria. Ya me deleitaba con el pensamiento de los goces que me aguardaban, cuando me introduje en un callejón lateral para atajar hacia la puerta de acceso a los baños. Justo allí me sorprendió el barullo producido por una golpiza que dos individuos estaban sacudiendo a un anciano. Primero me quedé un instante parado, asimilando la felonía que sucedía ante mí, pues caminaba muy sumergido en mis pensamientos. Las facciones aguileñas, las guedejas que caían bajo su sombrero y la levita negra delataban a la víctima como hebreo. La edad siempre merece un respeto, me dije asqueado ante aquella acción execrable. Acto seguido reaccioné ante tal injusticia. Como hombre de acción y presto a defender siempre al débil, me abalancé sobre el rufián que tenía más cerca. Le agarré de la muñeca y así detuve un puño cerrado que con saña iba a lanzar un golpe al rostro macilento del anciano. Le retorcí el brazo, me miró con ojos acerados, confundido por mi inesperada irrupción, y le estampé tal derechazo en la mandíbula que le crujieron los dientes. Raudo alcancé al otro desalmado, que sujetaba al pobre hombre de los brazos. Soltéle tales guantazos en los oídos que tuvo que asirse las orejas. Liberó a su víctima y se revolvió hacia mí, medio conmocionado, momento que aproveché para propinarle semejante patada en sálvese especificar las partes que soltó un gemido ahogado y se derrumbó. Con un certero bastonazo en la cabeza lo terminé de descalabrar. Agarré de la manga al aturdido anciano, la nariz ensangrentada, los pómulos amoratados, y, mientras a nuestras espaldas oía quejidos y maldiciones que prescindo aquí relatar por obscenas, nos lanzamos Albaycín arriba, zigzagueando entre los callejones. El agredido, con una cartera entre los brazos que acunaba como si fuera un recién nacido, corría despavorido, más de lo que uno podía esperar después del maltrato recibido y de su provecta edad. Parecía una liebre perseguida por un galgo. Casi me sobrepasaba, como si le llevara el diablo. Mostraba su cara un rictus de pánico, sus ojos permanecían casi ocultos tras unas negras y frondosas cejas. ¿De qué tenía tanto miedo? Le acaba de salvar, conmigo estaba seguro, me sorprendí. Cuando tras varios minutos corriendo consiguió serenarse, paró echando el befo y dijo atropelladamente: - Marcho a casa. Vivo cerca, en la ciudad nueva –tal parecía que fuera a sufrir un síncope a causa de su estado de excitación. - ¡Pero límpiese un poco esa cara, que va llamando la atención! -le alcancé un pañuelo-. Y cálmese, ya los dejamos atrás. Ha comprobado que no eran rivales para mí –le ofrecí la mano, esperando que esa muestra de urbanidad le serenara-. No nos hemos presentado: me llaman Ventura. - Baruch Cohen –me apretó la diestra-. No perdamos el tiempo en cordialidades ahora, por favor. El peligro acecha. Percatándome de las heridas y los temores que le apabullaban prescindí, no sin pesar, del plan de visitar los baños árabes. - De nada sirve que le rescate de las garras de unos truhanes si no me aseguro de que llega con bien a su hogar. Le acompaño, señor. - Gracias, joven. A imitación de la de Dios, vuestra caridad es inagotable. Salimos del barrio musulmán y nos adentramos en las construcciones más modernas tras andar un poco. Pasada la catedral, entramos en un oscuro portal y subimos por las escaleras hasta la terraza del edificio. Allí recorrimos los terrados de un largo número de casas, un nuevo barrio en las techumbres de la ciudad, cuyas callejas se intrincaban como el primer nudo de un niño que acabara de aprender a atarse los zapatos. Granada, desde hacía aproximadamente un siglo, y tras las migraciones desde el Reino de Portugal para la construcción de las líneas de cañones de la costa y el regreso de los judíos tras el Real Decreto del Retorno, se convirtió en un hervidero de gente que iba y venía. Entonces empezó la escasez de viviendas. Para paliar esa carencia se edificaron en las partes altas de los edificios, a la manera de las colmenas, casas, e incluso pequeños negocios, de tal manera que incluso a esas alturas se construyeron calles alternativas, comunicándose unas con otras, edificio a edificio, mediante puentes bien asentados. Contaban con sus propios autobuses y una línea aérea, un dirigible de bolsillo le llamaban, que circundaba toda la parte nueva de la ciudad. A aquellas horas todavía había gente allí arriba, reacia a acostarse, disfrutando de la fresca y de los servicios de algunos bares y casas de alimentación abiertos. Al fin, mi amigo sobrevenido se dirigió escaleras abajo y en un cuarto piso entró llave en mano en una vivienda. Con celeridad cerró tras de sí, apoyó la espalda tras la puerta y dio un resoplido con los ojos cerrados. Salió del interior de la vivienda una muchacha menuda de bella faz, ataviada con un vestido sencillo y un delantal. Una sombría expresión de sorpresa apareció en su delicado rostro ovalado. - Padre, ¿qué le ha pasado? ¿Qué es esa sangre en la cara? –sus ojos negros se nublaron como una noche de tormenta, se estremeció involuntariamente, pero al momento se rehizo. Le tomó del codo, acompañándolo del brazo hasta una modesta salita, donde reinaban un orden y un aseo impecables. - Nada, Sara, no te preocupes –contestó con cierto desánimo-. Unos sinvergüenzas han intentado robarme por el Albaycín. Buen conocedor de las cuitas de las féminas y de la solícita atención con que atendía la tal Sara a su padre, no pude dejar de mostrar mis méritos. - Y ya han sido debidamente amonestados. No se exalte, señorita. - No soy una mujer histérica, ni dada a los desmayos –me dijo lanzándome una adusta mirada de reconvención-. Afortunadamente, usted impidió que lo mataran, señor... –alzó una ceja en signo interrogativo. - Ventura. - Sois modesto. Solo empleáis parte de vuestro nombre. ¿O es vuestro apellido, señor Ventura? –la joven había empleado un tono cáustico y me miraba con curiosidad. - Ventura me llaman. La buena, para mis amigos y aliados. La mala, la reciben quienes se enfrentan a mí. Mi nombre es mío. Me lo guardo para mí. Espero que no se ofenda. - Ofenden quienes agredieron a traición a mi padre. ¿Pero quiénes han podido ser? –sus pupilas echaban lumbre, muestra de un carácter indomable. Sentí una simpatía inmediata por aquella joven capaz de gobernar sus nervios con tanta firmeza y poseer un espíritu tan recio. El silencio obstinado del anciano, combinado con las miradas de inteligencia intercambiadas entre padre e hija, me hizo maliciar que Cohen estaba asustado no tanto por el ataque como porque sabía la respuesta a la pregunta de Sara y se negaba a expresarla en palabras ante mí. Decidí meter baza, escamado por lo sucedido. Sobre todo, porque el hombre aún no había soltado la cartera de entre sus manos sarmentosas. - Solo cometerían tal iniquidad con un venerable anciano unos bellacos sin entrañas –respondí a la pregunta de la joven. - Sí –Sara me concedió con una sonrisa de circunstancias-. En esta ciudad a nuestra raza no se la aprecia como antes. - No eran meros alborotadores, no se engañe. De ser enemigos de los hebreos os hubieran injuriado y escupido mientras repartían estopa. Eso no lo vi yo. Tampoco ladrones: con un buen coscorrón dado por la espalda os hubieran desvalijado con total tranquilidad. ¿Y asesinaros? Un disparo o una navaja silenciosa hubieran bastado. - Parece que conocéis en profundidad la delincuencia. Demasiado, incluso –ambos me miraban un tanto despavoridos, a la expectativa. Creo que entonces sospecharon que habían dejado entrar al zorro en el gallinero. No me quedaba sino abordar con franqueza el origen de mi experiencia. - Fui militar y soy hombre de mundo. Conozco un poco el funcionamiento de esas sociedades de malhechores, tanto aquí como en el extranjero. Si hubieran querido matar o robar a su señor padre –lancé una mirada al anciano, que me observaba sin abrir boca-, no se hubieran molestado en ablandarlo antes. Y usted acaba de decir que le salvé de que lo mataran, cuando su padre solo había mencionado un intento de robo. Era, por tanto, el aviso de un enemigo. - ¿Cuál? –exclamaron casi al unísono. - ¿El enemigo? Ustedes lo sabrán mejor que yo. El aviso, uno evidente. Quien se oponga a sus designios, deberá atenerse a las consecuencias. De hecho –me dirigí a ella, mirándola fijamente como queriendo adivinarle el pensamiento-, me atrevería a aventurar que la siguiente víctima sería usted. - ¿Yo? –Sara se sorprendió. Baruch se enderezó en el sillón como movido por un resorte. - Cabal. Quitarían a su padre esa cartera que tanto aprecia tras dejarlo para el arrastre ¿Y quién lo recogería malherido? Nada más fácil para sacarla de su escondite y recibir el mismo castigo u otro peor... como robaros además la honra. A partir de ahí el mensaje queda muy claro para cualquiera que planeara oponerse a sus planes –cruzaron otra mirada tras la exposición de mis especulaciones-. Pero habéis escapado de sus garras, por fortuna. - Por fortuna, no. Gracias a su valor. Tenemos que hablar con la comunidad para que nos protejan. Baruch asintió en silencio a las palabras de su hija. - Parecéis un hombre de recursos –el anciano hablaba ahora en un tono mesurado. Entonces pude apreciarle un acento ligeramente extranjero-. Quiero contrataros. Sí, teníais razón. Quieren esta cartera. Necesito que la entreguéis a una persona de Cádiz, quien se encargará de poner a salvo su contenido. Estarán atentos a uno de los nuestros, mas no a un gentil. Medité la cuestión para mis adentros. La misión de don Alejo había de llevarme también a Cádiz. Feliz coincidencia o un regalo del destino. En mi caso, ambas opciones solían amoscarme. Sin embargo, nada más fácil que matar dos pájaros de un tiro. El dinero siempre es bienvenido, máxime cuando se acaricia la idea de iniciar una nueva vida en las Américas. Y comprar una patente de corso era caro, por no hablar de adquirir la aeronave y enrolar la tripulación necesaria para dedicarse al honorable negocio del filibusterismo. Una mala experiencia en un trabajo reciente para un tercero me hacía recelar. Por causas que se dirán al lector a su tiempo, necesitaba asegurarme de que no era una trampa hábilmente urdida. - ¿Esa no sería misión para un golem? –golpeé el suelo suavemente con el bastón-. Dudo que ninguno de esos rufianes pudiera nada contra él. - Creo que sobrevaloráis mis capacidades. Hace falta la autorización del Sanedrín, el trabajo ímprobo de un rabino experto en la Cábala... y por último, y no menos importante, estaría el permiso de la Inquisición. Se encogió de hombros como queriendo decir que las tareas de Hércules serían una empresa más sencilla. - No dudo que un hombre con una importancia para su comunidad que puede calibrarse considerando las amenazas que os acechan, merecería y conseguiría ese esfuerzo. En cuanto a los implacables guardianes de la sacrosanta fe –no pude evitar cierto tono de mofa- se les engaña con más facilidad que la que ellos se atreverán a reconocer. - Un golem no es más que un ser de barro, al fin y al cabo. - Como lo fue Adán, cuando Dios nuestro Señor le insufló el hálito de la vida –repliqué con el acento de la mayor convicción. - Además del valor, sería hacer a usted una grave injusticia negarle el don de la perspicacia –Baruch me lisonjeó e hizo una leve inclinación de cabeza-. Sí, el golem es una opción. Sin embargo, llamaría demasiado la atención cuando se requiere el máximo sigilo. Ya he comprobado en mis propias carnes que nos vigilan –se condolió-. Además, esos seres son muy literales en cuanto al cumplimiento de las instrucciones recibidas, incapaces de reaccionar frente a los imprevistos. Si le preocupa el precio... - Me preocupan, por decirlo así, los motivos. Ya tuve que arrepentirme al servir de buena fe a alguien que, sin saberlo, me utilizó para sus turbios negocios. A veces el dinero no basta para pagar según qué servicios realizados a ciegas. Padre e hija volvieron a mirarse. Ella hizo un leve gesto de asentimiento. El anciano entonces tomó la palabra. - Mi principal recibió una carta con varios documentos de un banquero de Londres. Como corresponsal suyo en España daban orden de que determinado caballero recién llegado pudiera disponer de cincuenta mil duros al contar con una letra contra dicha banca londinense. Esa suma haría que se le admitiese en los mejores círculos con la mayor confianza. Sin embargo, algo en la carta le hizo recelar y me encargó la comprobación del sello y la firma. Descubrí pequeñas diferencias respecto a los originales, con lo que no se entregó cantidad alguna hasta que se recibiera de Londres la pertinente confirmación escrita. Así, ese farsante, ahora resulta evidente su oprobiosa condición, quiso silenciarme al saber –no sé porqué medios- que iba a informar de una posible falsificación. De conocerse sus trampas, su fachada se desmoronaría, amén que la justicia pudiera tomar cartas en el asunto. Esta cartera contiene el Libro de Firmas que atestigua mis sospechas –la abrió y me enseñó un mamotreto de cubiertas repujadas escrito en hebreo. - Entiendo. Un pájaro de altos vuelos. Cuente conmigo, pues. - Cerremos entonces el trato. La primera acción realizada ante desconocidos es la que generalmente da concepto al hombre que de nuevas se presenta ante aquéllos. La mía no podía haber sido más valerosa y honorable. Por eso confiaban en mí en ese momento. De igual manera, creía que aquellos dos no me mentían. Tal vez no me dijeran toda la verdad, aunque ese era un problema de otra ralea. - No quiero dinero en efectivo –medité mis palabras-. Deseo adquirir una patente de corso para trabajar en las Antillas. Necesito financiación. - No es poco lo que pedís. Esa inversión requiere una buena cantidad de fondos. Las Antillas... os enfrentaréis a una dura competencia: franceses, ingleses, holandeses –ya no era un anciano asustado, sino un hombre de negocios. La edad aún no había moderado el fuego de su firme y penetrante mirada. - No busco su filantropía, sino acordar un trato justo. Recibirá usted, o su banco, un porcentaje de los botines. Dejo en sus manos la decisión sobre el mismo –lo prioritario para mí era conseguir esa suma para iniciar tal aventura. Podía parecer desesperado, sí, pero también estaba apelando a su sentido del honor. - Me habéis salvado la vida y salvaguardado con ello los intereses de mi pueblo. Puede el hombre ser avaro de lo suyo, mas no miserable; dar cabida en su corazón a la desconfianza, pero no a la maldad. No, entre socios –me alcanzó la mano, que encajé con cordial firmeza-. Trato hecho. Los detalles los discutiremos cuando llegue el momento. - Así sea. - Ahí tenéis anotado el nombre de la persona que concluirá el negocio y su paradero –me alcanzó un billete-. Su barco zarpa en dos días. - Si algún día necesita usted de mi apoyo y protección, ya sabe que manejo con soltura los puños, además de la espada y la pistola. Y siempre cumplo mi palabra. - Confío en que cumplirá este encargo a plena satisfacción. Sé que no olvidará su palabra, no hace falta tanto celo –se despidió el anciano mientras me daba la mano otra vez. - Sería preciso que yo muriera para que la olvidara –me salió de dentro con más ceremonial de lo que pretendía. - Mejor procure vivir y no olvidar -sonrío con gravedad patriarcal. Próximamente el segundo capítulo: "Un encargo misterioso" |
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
viernes
Capítulo I. Un encuentro inesperado
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