viernes

Capítulo VI. En el inframundo de opereta


L

as primeras pesquisas sobre el robo nos encaminaron a la Galería de los Mundos Lejanos. Digo nos porque José Garza había llegado desde Cádiz. Como parte directísimamente implicada, era el primero en desear respuestas.
De camino nos cruzamos con un aguador, que ofrecía un cazo a todo transeúnte.
- ¡Acabaíca de bajar que la traigo! ¡Fría como la nieve! Buena de la Alhambra, fresca del Avellano, ¡quién la quiere!
Un vocinglero vendedor callejero de prensa, con una pata de palo, le tomó el relevo.
- ¡El periódico de hoy con las últimas noticias! ¡El Día! ¡El Boletín! ¡Los partes telegráficos! ¡Últimas noticias!
- Traiga pa’cá un número de El Día –le pedí-. ¿Viene bueno?
- Fresco y reciente, con las últimas novedades del sanguinario asesino, cual émulo del famoso monstruo británico. Dos cuartos, caballero.
En portada, el dibujo de dos horrendos crímenes acontecidos en Granada por el bautizado como El Desollador. La noticia remitía a una combinación del Descuartizador de Londres, el terrible asesino psicótico, y al misterioso Spring Heeled Jack, según la crónica del periodista.
Parecía que en este santo país nuestro teníamos la inveterada costumbre de copiar siempre lo peor del extranjero, pensé, aunque al llegar al final de la lectura se especulaba sobre si la autoría de tamañas atrocidades no correspondería a un agente británico paranormal. Las mismas acusaciones, pero a la inversa, las había vertido la prensa británica sobre el desconocido origen del Descuartizador londinense.
En la parte inferior de la portada aparecía otra noticia de relumbrón: el visionario científico francés, Julio Vernes, anunciaba la construcción, mediante suscripción popular, de un cohete para viajar a la Luna. Estaba entusiasmado tras captar con su telescopio gigante lo que sostenía eran señales de los selenitas, refrendadas por las observaciones del astrónomo inglés Edmundo Halley. Meneé la cabeza. Electricidad, teletrófonos, navegar por los aires... A veces tenía la impresión de que vivíamos dentro de una de esas novelas científicas tan en boga.
Unas escuetas líneas anunciaban, casi al pie de la página y en un tamaño de letra más modesto que las demás noticias, que el Ejército había sofocado “a sangre y fuego” a una turbamulta de malcontentos en Cádiz.
Pasé las páginas hasta encontrar el anuncio publicado por don Alejo. Ofrecía una generosa recompensa para quien diera noticia cierta del cargamento extraviado. Con más detenimiento luego me detendría en la columna “Dimes y Diretes”, motivo por el que me entretenía la lectura de ese diario.
Al poco llegamos a nuestro destino. El abigarrado escaparate de esa Galería mostraba unos bustos de lo que parecían patricios romanos o helenos, un surtido de máscaras africanas, y varias armas ceremoniales prehispánicas, además de un enorme mapamundi medieval.
Un negro tizón, bajo de estatura pero fornido de cuerpo, vestido con una librea roja, salió a nuestro encuentro en cuanto traspasamos la puerta. Debió escamarle que dos tipos como nosotros entráramos en un lugar de tanto postín. Le entregamos la tarjeta de visita de don Alejo y pedimos, en su nombre, audiencia inmediata con su dueño.
No tardó ni un minuto en aparecer. De rostro extremadamente blanco, podía tomarse por un busto de mármol, usaba quevedos, caídos casi hasta la punta de la nariz. Supongo que en realidad no necesitaba los lentes. Sería un afectamiento, ofrecer una peculiar imagen tal vez útil en su negocio de cachivaches de los tiempos de María Castaña. Negocio que debía marchar viento en popa a juzgar por su generosa barriga de canónigo. En otro la calificaría de gordura bonachona; en ese sujeto era el efecto tangible de gula.
- ¡Bienvenidos a mi humilde morada! Posiblemente el mejor establecimiento de antigüedades del sur de España. Que digo del sur de España, ¡del sur del Mediterráneo! Granada es la perla de Andalucía. Andalucía, el paraíso de Europa. Y mi casa, la primera joya de Granada. Fíjense –señaló, relamido, a un enorme globo terráqueo-. Aquí estamos, a medio camino entre Europa, América y África.
Enarqué una ceja. No dudaba de la buena fama de la tienda, pero de ahí a ubicarse como él decía, mediaba un abismo.
Esa exageración me daba la medida de la forma de ser del dueño, Fermín Avellaneda. Un fatuo y un engreído. Un chamarilero de altos vuelos.
- ¿Qué desean de todas las maravillas que guarda este sagrado enclave de la cultura?
- Nuestro exiguo erario no nos permite liberarle de ninguna de sus antigua... –me reprimí a punto de decir antiguallas- antigüedades.
- ¡Ah! Qué felices son los ricos, ¿verdad? –exhaló un suspiro de decepción, como si sufriera mal de amores-. En fin, no pienso declararme derrotado. Seguro que podemos encontrar algo a la medida de sus posibilidades.
- Nos confunde con clientes, cuando hemos venido a hablar sobre el robo de la estatua de don Alejo García-Pedreño y Villaescusa.
Había descubierto que al enumerar al completo los apellidos de mi jefe, a muchos se les caía la cera de los oídos.
- Acompáñenme a mi gabinete. Permítanme reseñarle algunas de estas hermosas piezas durante el breve trayecto. Tal vez al final decidan llevarse una para enaltecer su hogar –decididamente aquel hombre conseguía cargarme.
Con modales untuosos nos fue presentando el origen de algunas antigüedades que cruzamos camino de su despacho.
- Estas fueron rescatadas de la Atlántida, aquellos de Mu. Estos son dioses lares y penates romanos; estos, dioses patáicos de los fenicios. Ese demonio de tres cabezas y ojo inflamado es Teus’s-arpoulick, dios de las tormentas...
Resultaba evidente que quería abrumarnos con sus conocimientos, creyendo que así nos sentiríamos empequeñecidos tanto por su sabiduría como por algunos bloques enormes de piedra, como los dos palurdos que se imaginaba que éramos.
Y así prosiguió su prosopopeya durante unos interminables minutos, dado que ora se detenía ora giraba sobre sí mismo para mostrarnos un detalle, un color, una marca. Pronunciaba nombres guturales y procedencias imposibles, igual que si nos presentara una larga lista de familiares lejanos reunidos para una ocasión especial. Era de aquellos que, para darse tono y alzarse sobre el vulgo, se refería a la luna como Hécate al estilo de los poetas.
Yo intentaba disimular, sin mucho empeño, cabe admitirlo, los suspiros de hastío. Su cháchara aburriría hasta a una estatua de yeso.
El gabinete era un fiel reflejo de su dueño. Ricos muebles, elegantes espejos, cuadros recargados, costosas alfombras. Se reclinó en un confidente de terciopelo, mientras nos señalaba unas butacas.
Sacó una cajita de plata de una manga, y sorbió un polvo blanquecino con ademán parsimonioso.
- ¿Puede indicarnos si tiene o puede conseguir otra estatua, efigie, o imagen similar a la que viajaba desde Italia para don Alejo?
- No, son sagradas, sus dueños no se desprenderían de ellas. No sin una buena causa. Se trata de piezas singulares, únicas en su especie.
- ¿A quién podría interesar la posesión de la estatua, aparte de a sus fieles?
- A coleccionistas. A quien pretendiera usar sus poderes, terribles o benignos, según su uso. Pero resulta evidente, por su propia especifidad, que eso no está al alcance de cualquier rufián de medio pelo. Son necesarios unos conocimientos muy concretos, disponibles solo para unos pocos de los adoradores de esos dioses e iniciados en sus más secretos misterios.
- ¿Entonces conoce el poder que poseen esos símbolos divinos? –proseguí como un ave de presa.
- Sí, claro, es mi negocio -convino el anticuario-. ¡Ah! Aquellos pueblos prehispánicos, sus antepasados –hizo una leve inclinación de cabeza hacia Garza- fueron capaces de transmitir vida a su arte, y de hacer de ese arte una fuente de expresión de su forma de vida.
Aquello sonaba a retórica de tahúr. Me recordó a una sanguijuela que te chupara la sangre mientras te dedicaba palabras pomposas y frases estudiadas.
- Yo podría decirle a usted, querido amigo, que... –proseguía el de Avellaneda sin descanso.
Se acabaron los modos versallescos y el andarse por las ramas, me exalté en mi interior. De no mediar cordiales relaciones comerciales entre ese petimetre y don Alejo hubiera sido más persuasivo y menos diplomático.
- No nos perdamos por los cerros de Úbeda, don Fermín. ¿Quién podía conocer la llegada de la estatua, aparte de don Alejo? El bulto no venía identificado más que por el nombre de su destinatario. La descripción de la carga en nada coincidía con su contenido real. ¿Quién, aparte de usted, el intermediario en esta operación?
- Nadie que yo sepa, además de las personas que lo custodiaban durante el viaje. Debo confesarle –bajó la voz- que se obtuvo por canales... no habituales, irregulares, como usted debe saber –asentí con la cabeza-. Una gran desgracia, sí, también para mí. No cobro mi comisión al no entregarse la mercancía a su nuevo propietario. Además este terrible incidente es una merma en mi bien ganado prestigio como marchante de antigüedades.
¿Hablaba de prestigio quien acababa de admitir el robo como medio de conseguir el objeto de ese mismo prestigio? Me escandalizó el torticero sentido del honor de aquel bocazas.
Saltaba a la vista que no podía ser de fiar.
- Uno de los que trajeron el objeto ha muerto asesinado a manos de los ladrones. El superviviente era su hermano, aquí presente, por lo que no encuentro el menor sentido a su posible implicación en el robo.
- ¡Ah! Terrible pérdida. Lo lamento –volvió a inclinar la cabeza hacia Garza, esta vez más profundamente-. Discurre usted, querido amigo, con la capacidad de un Séneca, habláis con más propiedad que un Cicerón, vuestro ingenio puede medirse con el de Cervantes. Por desgracia, yo no puedo deciros más que lo poco que sé sobre este desgraciado suceso, que es casi nada.
- En lo único que me parezco a ese trío es que soy manco como nuestro insigne Príncipe de los Ingenios, mas sin su talento –había alzado mi tono casi sin darme cuenta, tal era el desagrado que me causaba nuestro interlocutor-. Ese suceso, como lo llamáis, es un robo con todas las letras. Conocéis las influencias de Don Alejo, ¿verdad? –dejé caer a modo de cruce entre amenaza y advertencia, cansado de su cháchara.
- Un caballero distinguido, un cliente ejemplar, un auténtico dechado de virtudes –lisonjeó como el buhonero que recita las fabulosas propiedades de un producto milagroso-. Por mi parte estoy dispuesto a ofrecer mi comisión como recompensa a quien facilite pistas que conduzcan a la recuperación de la propiedad perdida de don Alejo.
Aquel arranque de generosidad desmedida ¿e interesada? me escamó. Nadie da nada por nada. Sobre todo si realmente estaba exento de responsabilidad en la desaparición de la estatua, cavilé.
- ¿Sabéis para qué quería la estatua? –aplaqué el tono de voz, con la vana esperanza de sonsacarle algo más.
- Don Alejo es un reconocido coleccionista –y añadió sonriéndose:-. ¿Para qué se desea una obra de arte sino para deleitarse con la contemplación de su exquisita belleza y con el hecho de ser su exclusivo dueño?
Me irritaba la forma de hablar de aquel tipo regordete tan pagado de sí mismo. Parecía querer tergiversar mis palabras con su batería de eufemismos.
- ¡Por las entrañas de Cristo! Y yo que pensaba que un hombre con sus extensos conocimientos sabría colegir la combinación entre la posesión de la estatua y el empleo de ese poder en la sanación del sobrino de don Alejo.
- ¿Qué puedo decir? Me deja sin respiración, señor -enarcó las cejas en un inequívoco signo de incredulidad-. Este enigma, en apariencia insoluble, será un juego de niños para vuestro espíritu sagaz.
Nada me hubiera gustado más que haber podido estrangularle en ese preciso instante hasta hacerle confesar. Quién sabe si los acontecimientos posteriores hubieran discurrido de una forma más favorable de haber cedido entonces a mi intuición, exacerbada por mis más bajos instintos.
Cuando uno se ve obligado a convivir día sí y día también con enemigos, traidores y sujetos de moralidad y lealtad difusas, desarrolla un sexto sentido para discernir lo mucho o poco de verdad que hay en su discurso. Aquel hombre exudaba el hedor de la mentira por todos sus poros.
Sentí unas redobladas ganas de abofetearle ante aquella certeza. Había admitido conocer el poder que podía transmitir el ídolo, a la par que sostenía sin el menor rubor que sería poco menos que un carísimo adorno para don Alejo. Por no decir que estaba metido hasta las cejas en el robo al haber servido de tapadera para su importación.
En definitiva, nos seguía tomando por un par de majaderos sin cerebro a Garza y a éste, su seguro servidor. Me había cansado de ser confundido con un perro que ladrara a la luna.
- Me da que no me lo está contando todo, maese Avellaneda –le acusé sin ambages.
- Se lo repito: será porque no lo sé todo, querido amigo. Cuando no gustan las respuestas recibidas a lo mejor deberían cambiarse las preguntas –replicó con un tono que me pareció sibilino-. ¿Y usted, qué piensa?
- ¿Mi opinión le importa o le preocupa?
- Tengo la conciencia muy tranquila –rehusó responderme, mientras nos ofrecía una sonrisa artificiosa.
- Con eso no basta –dije con voz irritada.
- Ojalá no hubiera vendido la lámpara de Aladino que poseía. Entonces le suplicaría el deseo de recuperar lo perdido.
- ¿Entiendo entonces que contamos con su completa colaboración?
- ¿Acaso podría ser de otra manera?
- Tamaña generosidad os honra. Mereceríais ser incluido en el Flos sanctorum. Imagino tendréis un ejemplar de esa celebrada hagiografía de santos –arqueó las cejas, que parecían arcos de triunfo gemelos-. En su lugar, yo hubiera pedido al genio de esa lámpara mágica las riquezas de Craso –me burlé de él-. Y con el cambio, pagaría la recuperación de la estatua.
- Si no desean nada más, tengo que poner en orden mis libros de cuentas. Con Dios, caballeros –se levantó con gesto airado a causa de mis chanzas.
- ¿Con cuál de todos ellos? –hice un gesto con la mano abarcando la estancia.
- Una brillante apreciación –inclinó levemente la cabeza, pero se le había borrado la sonrisa de la cara-. Hay un buen surtido, sí. Elija el que guste.
- Demasiados y muy amontonados para mi gusto –hizo un mohín de disgusto con la nariz ante mi desprecio-. Además, temo que las plegarias dirigidas a estos dioses serían en vano: todos aquí tienen el corazón de piedra. ¿Sabe qué? Mejor que ellos le protejan a usted. En particular, ese de las tormentas. Por el infernáculo que puede desatarse aquí si esto no se soluciona pronto de forma satisfactoria –sobre todo si descubro que tiene que ver algo con el robo, pensé. Me mordí la lengua por no levantar la liebre antes de tiempo.
Salimos de aquel mausoleo de piedra y vanidad con la desagradable sensación de que aquel ratón de biblioteca nos había manejado a su antojo.
Por fortuna yo no me dormía en las pajas y estaba acostumbrado a no esperar nada de nadie, sino de mis obras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario