e invadió un humor lúgubre durante el viaje de vuelta a Granada. Nunca como en la soledad se deja sentir el roedor gusano del remordimiento. Era la primera vez que fracasaba en un encargo para don Alejo. En esa empresa mi papel no fue más allá de la de mero recogedor y transportista final, sin responsabilidad alguna en la pérdida del material. Esa certeza no mejoraba en absoluto mi estado de ánimo. Aquella desazón era un mal presagio. Se me hizo un nudo en el estómago cuando llegué la mansión de don Alejo, un palacete de arquitectura del orden corintio. Esbeltas columnas coronadas con elegantes capiteles flanqueaban un ancho zaguán, en cuyos huecos se alzaban cuatro estatuas de mármol florentino. Representaban la justicia, el trabajo, la libertad y la industria. Veinte ventanas y dos miradores mostraba la fachada del edificio. Constaba de tres pisos sobre el nivel de la calle, más buhardillas, y otros dos debajo. La residencia era conocida, y envidiada, por su pabellón vertical. Hacía unos dos pisos de altura y culminaba el inmueble como una corona de cristal. Se asentaba sobre ocho columnas de hierro forjado que asemejaban las patas de una araña. Cuando el dueño de la casa quería usarlo, un ingenioso motor elevaba la estructura treinta metros por encima de la cúspide de la mansión. Don Alejo ordenó construir aquel pabellón de paredes acristaladas desde donde poder contemplar las estrellas con su telescopio, además de pergeñar sus proyectos sin interrupciones de ningún tipo. Solo una vez subí a ese santuario privado: resultaba tan difícil moverse allí entre libros, revistas, artefactos mecánicos y cachivaches cuya utilidad se me escapaba, como para un barco navegar en una zona de bajíos sin práctico que la dirigiese. Un portero, feo más de lo regular y de facciones duras y tostadas, guardaba la entrada a la finca, rodeada de vistosas columnas de hierro labrado. Me saludó con la cabeza al verme entrar. Tenía un hijo de inteligencia disminuida que cuidaba el jardín y dormía en el sótano de la mansión. Unos veían en su contratación la mano generosa de don Alejo; otros, obra de caridad interesada, pues la presencia de un inocente en el hogar preservaba a sus moradores de todo maleficio de los espíritus malignos. Peralta, el mayordomo, un hombre de ademanes graves y decentes, cuellierguido y de hombros caídos, me acompañó en silencio hasta el salón privado de nuestro ínclito patrón. Sentado en el diván, mientras esperaba su llegada, demoré la mirada en una figura. En la esquina más alejada de la puerta descansaba una estatua de bronce: representaba a la sabiduría, y ceñía la corona de la filantropía. Le pedí ayuda. Sabiduría, y mucha, necesitaba para solucionar este entuerto. Admito que mi carácter taciturno, que alguno calificaría con maledicencia de malas pulgas, y mi discurso cortante y poco lisonjero han sido más útiles para ganarme enemistades que para conquistar el corazón de las damas. Soy consciente tanto de mis limitaciones como de mi incapacidad para superarlas. Ahora me tocaba explicar los motivos del desastre a don Alejo sin paños calientes. Nada más entrar se dio cuenta del fracaso. Mi cara era un poema, a pesar de mis esfuerzos por disimular. Supongo que también ya sabía que había llegado solo. Notaba la boca seca, a la lengua le costaba desplegarse del velo de paladar. Aquella declaración no iba a ser un plato de gusto y no lo fue. Le referí breve y sucintamente toda la historia, sin mención alguna al incidente con los dos matones. - No he tenido intención de inferiros un disgusto, y menos todavía un agravio con este... fracaso –aquella maldita palabra me abrasó la garganta. Don Alejo, de fisonomía docta y seria, frente espaciosa y serena mirada, propio de un carácter de natural franqueza, expresó su enorme preocupación por el robo. Una profunda arruga le cruzaba el entrecejo. A guisa de preámbulo, varió de posición en el sillón en que estaba sentado. - No sufras por algo en lo que no has tenido ni arte ni parte. Tal vez se haya tratado de una especie de justicia divina. Estaba a punto de cometer una herejía. Su adquisición se produjo mediante un procedimiento no del todo lícito. Que un hombre tan inteligente como él mostrase aquellos arranques de mojigatería religiosa no dejaba de sorprenderme. Yo era, y soy, incapaz de dar tantas vueltas a las cosas: si algo me funciona no le hago remilgos; en caso contrario, busco la alternativa más adecuada. No veía en qué ayudaba pensar en términos religiosos o morales, aparte de cargar con más dolores de cabeza. - No sea tan inocente –le dije sin ambages-. El pillaje lo cometieron unos desalmados, no unas hermanitas de la caridad. Además, su iniciativa era por un objetivo loable: la curación de su sobrino. Falta ahora conocer las motivaciones de esos ladrones. ¿Cómo llegó a hacerse usted con su propiedad? - A través de la embajada mexicana conocí a ciertas personas. Me comentaron la existencia de ese ídolo. Deseaban recuperarlo de manos del coleccionista italiano que lo… expolió de su templo. Con el concurso de unos enviados de la total confianza del cónsul, mi financiación, y la colaboración de Fermín Avellaneda, dueño de la Galería de los Mundos Lejanos, alcancé su propiedad. Este comercia de objetos de arte. Bajo su cobertura, y con una identificación falsa, se procedió a importarlo. - ¿Es tan importante como para motivar su robo? Encendiendo un habano, prosiguió de este modo: - El trato era el siguiente: devolvérselo a sus auténticos dueños. Así confiaba en conseguir la cura de Leopoldo. Participarían unos chamanes aztecas, de quienes José Garza y su difunto hermano ejercían de intermediarios. Con aquellos había convenido la entrega de la estatua a cambio de sus artes curativas. Y ahora…. Todo perdido. - Todavía no. Toca recuperarlo. Cueste lo que cueste. Eso y castigar a los culpables –clamé con rudeza. - Tú usa tus métodos. Yo mandaré poner un anuncio ofreciendo una recompensa. Espero que el dinero estimule sus escrúpulos y el celo de sus rivales del hampa. Me atreví a hacer la pregunta que siempre moría en mis labios. - ¿Iba a funcionar? ¿Esta vez sí sanaría a Leopoldo? –él se encogió de hombros. - No lo sé. Ojalá. Como científico y racionalista me resulta difícil optar por esa solución. Las alternativas, como el tiempo, se agotan –se retrepó en el sillón-. Si me dijeran que siguiendo unos ritos paganos, por tremendos que fueran, Leopoldo sanaría, sin dudarlo ni un momento los adoptaría. Igual haría si un hombre-medicina indio me pidiera que usara plumas y taparrabo y abjurara de mis principios científicos como remedio para curarlo, tal es mi estado de desesperación. Habrás visto que se acaba de instalar en la casa un científico austro-húngaro procedente de Ruritania. Parece ser que tuvo como maestro al doctor Franckenstein, el famoso especialista en vida artificial. En algunos ámbitos incluso se le vincula con el resurreccionismo. Ha ocupado el segundo sótano como laboratorio. Probaré lo que sea, mientras quede una alternativa por intentar. Asentí en silencio. Él se levantó. Cruzó las manos en la espalda y se dispuso a pasear por la estancia con gesto abatido. Suspiró, antes de proseguir con sus explicaciones. - La familia de la prometida de mi sobrino ha avisado que con la entrada del nuevo año dará por extinguido el compromiso matrimonial con Leopoldo –anunció con entonación dolorida-. En verdad nadie sabe si podrá curarse, ni cuándo. Obviamente, está incapacitado para consumar el sacramento del matrimonio -expuso azorado-, de forma y manera que poco puedo rebatir a los inconvenientes expuestos por la familia Falcón. Sentí una terrible opresión sobre mi alma. Yo no tenía nada que perder y estaba tan fresco como una rosa, a excepción de una mano mutilada. En cambio Leopoldo, poseedor de un apellido de relumbrón, una fortuna esplendorosa y una prometida de belleza deslumbrante, yacía desde hacía muchos meses en cama semiinconsciente, perdida su mente en una especie de pozo sin fondo. Cuando uno se pregunta si podía haber hecho más y sigue con vida, resulta evidente que no hizo todo lo que estaba a su alcance. Nadie podía acusarme de nada, cierto. De hecho, nadie lo hizo nunca. Sin embargo, no hay juez más implacable que la propia conciencia, ni fiscal más exigente que nuestros remordimientos. Le dejé con su dolor. Bastante tenía con el mío. Subí a la habitación de Leopoldo. De cuando en cuando acudía a hacerle compañía, a relatarle mis andanzas, como si mi presencia pudiera hacerle sentir que nunca lo había abandonado. Todos albergábamos la esperanza de verlo despertar. El tiempo pasaba y seguía sin responder a los tratamientos. Ese anhelo cada vez más tomaba la apariencia del cabo de una vela a punto de extinguirse. Me fijé en el retrato de Alicia, su prometida, que iluminaba aquella estancia presidida por la desolación. Con gusto me cambiaba con Leopoldo de esperarme una mujer de ese calibre. Entendía que él la amara con delirio, me dije para mis adentros. Ali, la llamaban sus allegados, entre los que no me encontraba. Ali, susurré, ensoñador. Era un ángel resplandeciente cual virgen de Rafael. Contemplé con secreto deleite aquella beldad de piel ambarina y cutis transparente, melena pelirroja que se derramaba por sus hombros, ojos expresivos y de un color azul puro y transparente, con largas pestañas y enmarcados por unas cejas doradas. El conjunto conformaba un rostro encantador y perfectamente ovalado que combinaba con un talle esbelto y airoso. Cuando hablaba tenía el tono de voz más grato que jamás había escuchado. A sus dieciocho primaveras resplandecía como un cielo sin nubes. En mi fuero interno me planteé si el soltero no pagaba un precio excesivo a cambio de su libertad. Y, lo que más me inquietó, me pregunté si la lealtad era suficiente estímulo para evitar la perfidia de mirarla con ojos libidinosos, máxime cuando me hallaba todavía en la edad en la que el ardor de los sentidos podía doblegar las voluntades más enérgicas. La voz del deber impuso al fin su cordura. Mi corazón permanecería cerrado a cal y canto a sentimientos que legítimamente no pudieran ocuparlo. En un permiso en la capital, aproveché para visitar el Ministerio de Guerra. Busqué en los archivos el nombre y apellido que mi madre me había dado como paternos. Sin resultado. En el fondo, lo sospechaba. Mi madre nunca me inscribió en el Colegio Nacional de Huérfanos de Patriotas. Tampoco recibimos nunca pensión alguna, por irrisoria que fuera. Por algo sería, claro está. Al final tuve que admitir la verdad. Soy hijo ilegítimo, no el huérfano de un héroe. Mi madre era una mujer de la vida. Sin posición social ni un buen nombre o una bolsa repleta que me avalara, no podía aspirar a según qué. A Leopoldo le educaron en la confianza que todo estaba a su alcance, sin excepción. La gente como yo, en cambio, sabíamos desde niños que la vida era una lucha continua, donde no cabía ni un minuto de tregua y, como dijo el clásico, los sueños, sueños son. Cuando la imaginación se me desataba me obligaba a recordar que era un don nadie. A los de nuestra clase solo se nos permite soñar en brazos de Morfeo. Me dejé de pensamientos absurdos y pecaminosos, y me puse a rezar. Tal era mi desesperación ante los contratiempos, que se alzaban imponentes frente a nosotros como las murallas ciclópeas de Babilonia. - Virgen María, Madre dolorosa, tú que contemplas desde el Cielo el inmenso dolor que anega mi alma, vela por Leopoldo y castiga a los salvajes impíos que lo condujeron a este terrible estado... Una inesperada voz me sobresaltó desde el fondo de la habitación. - Las lágrimas del afligido son el bálsamo que cura todas las llagas del espíritu -me limpié una lágrima furtiva con la punta de los dedos para ocultar mi debilidad-. ¿Ruegas a la Virgen a la par que demandas castigo? ¿Así te descargas del dolor que desgarra tu corazón? –un cura pobre de carnes y rostro encendido como la remolacha, con un rosario entre las manos, salió de las sombras-. Si yo no viera tu corazón mejor que tú mismo, pensaría que eres un pecador endurecido. Bajo esa áspera corteza, y a pesar de ser un hombre de mala fama, se esconde un alma noble, aunque te empeñes en enmudecerla. - ¡Padre Maldonado! Disculpe, no le había visto, tan ensimismado estaba en mis congojas. A veces me envuelven las tétricas tinieblas de la desesperación, lo admito. - Todos tenemos cicatrices. Unas por dentro, otras por fuera –intentó consolarme con el acento más intencionalmente cariñoso que pueda darse. - Si pudiera reengancharme les iba a cortar el cuello a todos esos malditos –golpeé con el puño la palma de la mano-. Aquí el único santo es usted, no le quepa la menor duda. - ¡Pobres nativos! Su único delito consiste en rebelarse contra sus opresores. - ¡Padre, cuidado! –repliqué rápido como el rayo-. Sois hombre virtuoso, pero si las autoridades le oyen expresarse de ese modo... Mejor mudemos de conversación. - Los indígenas ya no se comen a los misioneros, ni los entierran con la cabeza fuera de la tierra. ¿Serán más salvajes nuestros tribunales? - Bien es cierto que el cristianismo y sus santos embajadores han desplegado la bandera de la paz y la mansedumbre en las tierras más ignotas. En cambio, aquí, en la metrópoli, la paz brilla por su ausencia, mientras que la mansedumbre es del todo desconocida, padre. Debe saber de qué lado ponerse. - Mi familia son los pobres; mis hermanos, los que padecen –su semblante pálido denotaba, como yo bien sabía, una vida austera y penitente. - Juega con fuego. Se lo digo por experiencia. - ¿Yo? ¡Quiá! Ya me deportaron a Filipinas y se dieron cuenta de que el tiro les salió por la culata. Me expulsaron de vuelta a España, donde pueden controlarme mejor que en aquellas selvas del Pacífico –abrió los brazos con una sonrisa bonachona-. Ea, un abrazo, hombre. Me alegro mucho de verte. - Y yo, padre. En esta habitación estamos las únicas tres personas que volvieron a la patria con vida de aquel peñasco dejado de la mano de Dios. - No te había visto desde que desembarcamos. Cualquiera diría que me rehúyes. En realidad de lo que huía era de todo lo que pudiera recordarme la debacle acontecida en las Islas Marianas, mas no tuve valor para decírselo a aquel buen hombre que ninguna culpa tenía de mi mala conciencia. Le di otra excusa. - Usted es un buen hombre… un buen cristiano. No mantengo, sin embargo, buenas relaciones con la institución a la que pertenece. - Por favor, apéame el tratamiento. Nos conocemos desde hace mucho tiempo –demandó con tono amable antes de responderme-. Algunos pastores, por alejar a su grey del cisma protestante, la conducen por quebradas y vías tortuosas. Están tan apegados a la tierra, que ya no ven el cielo. Desean para la religión el esplendor que dan las riquezas mundanas. Otra parte del sacerdocio sigue la cómoda máxima del haz lo que digo y no lo que hago. Si además acumulan riquezas, y se produce un consorcio contra natura entre los intereses eternos con los de la política profana, cada vez más al pueblo le cuesta acercarse a Dios porque ya no cree en el clero. Dios nunca puede desear la opresión ni la injusticia, tenlo por seguro –aseveró el padre Maldonado. - Mi vida no ha sido muy ejemplar que digamos desde que llegamos a España. De ahí el mantener las distancias. A lo mejor aún me queda un poco de vergüenza, aunque tengo mis dudas. - Sé que has pasado un auténtico vía crucis. Templanza, hijo. Recuerda: “Bienaventurados los que lloran”. - Me educaron los jesuitas. El calvario y el infierno no esconden secretos para mí –dije con acento triste. - No tenía claro que todavía fueras creyente. - Desahucie cualquier esperanza de recuperarme para sus filas, padre. - Me llegan voces de que sigues las Sagradas Escrituras. En particular cuando dice aquello del ojo por ojo... Cualquier libro, incluida la Biblia, puede resultar peligroso si se toman literalmente sus palabras. - Es cierto. Por eso no tiene sentido seguir los preceptos que me convienen y orillar los que son de mi agrado. - Ya veo que te sigues rigiendo por tus propios principios, aunque estén comprendidos en los anatemas de la Santa Iglesia –dijo con una media sonrisa. - Equivocados o no, son míos, padre. Prefiero juzgarme a mí mismo, con toda dureza, que serlo con los principios de los demás, por benévolos que pudieran ser. - La Divina Providencia te ha regalado una nueva oportunidad en la vida. Aprovéchala. Deja de ofuscarte mirando atrás. - He visto sufrir y he sufrido. He visto llorar y he llorado, aunque no suene muy viril admitirlo. He visto morir a hombres buenos, a los que yo no llegaba ni a la suela de los zapatos. Leopoldo permanece aquí tumbado, medio ido. No sabemos cuánto siente o padece. Mi obligación es hacer cuanto esté en mi mano para que recupere la salud. Y no dude, padre, que haré lo que convenga para conseguirlo. - Y yo espero traerte de vuelta al buen camino. Te convertirás, como lo hizo San Agustín. Rezaré también por ti. - Puestos a pedir milagros a los santos, pida primero por el bueno de Leopoldo. Yo sabré cuidar de mi mismo. |
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
viernes
Capítulo V. La búsqueda de la estatua
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