ba camino del garage, lanzando miradas ávidas a ventanas y techos, devueltas por otras entre aviesas y desdeñosas de las gárgolas protectoras de algunos edificios, cuando aquel mal pálpito que sentía desde que pisé Cádiz se trocó en certeza. De vez en cuando desacompasaba el paso y variaba el taconeo del bastón. Mis perseguidores eran tan torpes que no reaccionaban con celeridad para acomodarse a mis variaciones de la marcha, lo que permitía escuchar sus tenues pisadas. Unos ladronzuelos de poca monta, imaginé ante su escasa traza. Al final se convertiría en otro incidente que alimentaría un poco más mi fama de hombre al que no le temblaba el pulso en las situaciones más comprometidas. Fama, para qué negarlo, que me interesaba fomentar, pues así sería visto como un tipo al que más valía no buscarle las cosquillas a riesgo de salir escaldado. En los turbios ambientes que a veces frecuentaba, eran casi tan importantes las apariencias como la realidad. Acorté el trayecto por un callejón, con la esperanza que aquel juego del gato y el ratón concluyera. Para mi sorpresa, oí a mi espalda un ruido fatal: el que producen los dos puntos del gatillo cuando se amartilla una pistola. El exceso de confianza me había perdido, me recriminé demasiado tarde. Me giré lentamente, sin realizar movimientos bruscos. A la muerte, cuando llega, hay que mirarla a la cara, con hombría. Fallecida mi madre, nadie derramaría una lágrima con mi deceso. Tenía tan encallecido el corazón que eso me importó una higa. Recordé las consejas que relataban entre murmullos temerosos las virtudes del Nigromante del Rey. Había detenido varias veces, aseguraban, balas destinadas a la egregia figura real. Bueno, no tan gloriosa figura cuando algunos lo odiaban hasta al punto de arriesgarse a atentar contra él. Por desgracia, yo no contaba con la protección de la magia. Solo me quedaba rezar, aunque todo el mundo sabe que las cristianas oraciones no detienen por sí solas los plomos de las armas de fuego. Entorné los ojos para habituarme a las sombras del callejón. Dos tipos de aviesa faz y siniestro semblante me gritaron, con marcado acento andaluz, estafador. Apreté los puños con rabia para no cometer una temeridad antes de tiempo. Un hombre de principios no puede tolerar que se menoscabe vilmente su honor sin sentir cómo se le abrasa el alma. Uno de los rufianes era talla tan escasa que parecía un sietemesino, mostacho grasiento, mirar sombrío y cabello descompuesto: un tipo ratonil y enclenque. El otro, con el pelo alisado en peteneras, hocico puntiagudo del color de un pimiento riojano, como si se hubiera atizado un par de tragos, mirada nerviosa y con el pecho como un tonel, le sobrepasaba dos palmos. - ¿Eres el llamao Ventura? –permanecí en silencio ante la pregunta del más bajo. - No lo niega. Por fin encontramo a este escurridiso estafadó. Enarqué una ceja ante aquella disparatada acusación. Empezaba a enfurecerme con la tremebundez de una tragedia griega. No pasaría por alto un nuevo insulto, aunque me fuera la vida en ello. Respira hondo, no te pierdas, me convencí por mi bien. Iba ganando tranquilidad con cada segundo que pasaba. Si no habían disparado cuando podían, es que no me querían muerto, discurrí para mis adentros. Para dar una paliza no se empuña una pistola. Quieren asustarme. Pensarán que soy un pobre gili, concluí. Al punto me alegré. Además, no eran veteranos como yo. Ni me habían pedido que lanzara el bastón, ni que me abriera la chaqueta. Ni siquiera que alzara los brazos. Esos botarates morderían menos que los leones del Retiro. La pareja pertenecía a la escoria social, prontos a cualquier acto punible. Carne de correccional. Dos infelices que en su ignorancia se ufanaban dando por supuesto que las armas suplían su falta de luces. En aquel momento los odié de una forma atroz, no tanto por amenazarme sino porque me reconocía íntimamente en ellos. Ahora que, mientras escribo, reflexiono a sangre fría, me doy cuenta que no era mejor que aquella pareja. - No nos mire como si fuera má inosente quena virgen, so hipócrita. Por fin hallemo al sinvergüensa questafó con la acsione farsa de la Mina der Cusco. El que llevaba la voz cantante movía la pistola como el director de una orquesta maneja una batuta. Un pistolero de verdad mantiene firme el arma, no la balancea. Valiente majadero. Así que se trataba de las dichosas acciones. Supuse entonces que aquellos dos serían cazadores a sueldo de un club de agraviados por la estafa. Intentaban dar con los culpables para recuperar los fondos desaparecidos y, a su manera, impartir justicia. Muchas veces salir con bien o no de un mal trance estriba en algo en apariencia tan simple como mantener los nervios templados. Aquellos dos candidatos a carne de horca debían desconocer que en mis momentos más negros, tras ser licenciado del servicio activo, me había ganado mis buenos duros ejerciendo de duelista a sueldo. La cabeza fría y el pulso de hierro me habían convertido en un tirador infalible y en un espadachín de primera. No era un oficio honorable, lo admito, pero cada cual tiene un talento y el mío no encontraba acomodo como operario en una fábrica o jornalero en el campo. Pero eso solo era la primera parte. La segunda, y no menos importante, consistía en averiguar de qué pasta estaban hechos los matachines que me pedían cuentas como si fuera su banquero. Por lerdos que fueran, estaba perdido si eran de disparo fácil. - Caballeros, basta ya de ofensas –pedí con avinagrado mohín-. Me toman por la persona equivocada. En esa empresa, de la que yo desconocía por completo su ilegal fin, mi papel no pasó del de guardaespaldas del auténtico estafador, condición que entonces desconocía. Insisto, ignoraba la naturaleza de sus negocios fraudulentos. Demandaba protección para una mercancía de valor que le tocaba transportar en persona. Eso me limité a hacer: escoltarle –expuse con un tono de lo más razonable-. No fui más que un hombre de armas, como está claro que lo son ustedes ahora. - Queréi escurrí er burto, cuando no sois má que un pícaro. ¿Cómo se pué calificá si no al que promete títulos que garantisan un interé der 140% anual y luego desaparese con er capital, desplumando a lo incauto? - He cometido muchos pecados, pero yo no he robado a nadie. Nunca. Tampoco juzgo las intenciones de quienes me contratan, dejo eso para los sacerdotes y la policía. Es despreciable el proceder de aquel sujeto, aunque en lo que a mí concierne pagó religiosamente por mi trabajo: protegerle. Solo me interesa la calidad y la cantidad de los billetes que me ofrecen por mis servicios. Como ustedes, ¿verdad? - Resibiréi una lecsión. Así evitaremo que surjan funesto imitadore de vuestro ruin comportamiento. Er mundo está corrompío por culpa de gentusa como usté. El discurso me permitió contemplar con desagrado una boca repleta de dientes torcidos y ennegrecidos por el humo del tabaco. - Convenido en que urge evitar que haya más malo que bueno. El auténtico pícaro fue el caballero fino que me contrató. Pero como parece que solo se ven las faltas de los pobres... –hice un gesto señalándome-. ¡Pues qué remedio! El que nace para ochavo como no se mueva nunca llegará a cuarto. - No hay tanto bisho venenoso entre las flore como las que se ocurtan entre el lujo deslumbrante de la sosiedá –afirmó el más alto de los dos. - En su misma mismidá y amén –remató su secuaz, que puso los dedos en cruz y los besó. Viendo el giro que tomaba la cuestión decidí exprimir su jugo. - Ahora cada cual a sus negocios. Y Dios en casa de todos. - ¡Vaya una ocurrensia! ¿Piensa quemos comío sesos de borrico? No, caballerete –meneó con impaciencia la cabeza el más bajo, que ejercía de jefe de la pareja, mientras mostraba una maligna sonrisa-. Usté pagará en metálico... o en espesie. Pa’eso nos contratan a nosotro. - ¿Estamos de acertijos? Desde ya os digo que de esta baraja no vais a sacar ni un as –les advertí con sequedad-. Mejor fuera que os marcharais. Os parecéis a las mariposas. Revolotean en torno a la luz hasta que se abrasan. - ¡Mariposah, dise el truhán! Piense má bien en er picotaso duna vispa. - A diferencia de usté, nosotros nos buscamos honrámente la vida, sin estafar a naide. Va a ser hora de bajale lo humo aste bigardo –le dijo el uno al otro. - Eso será si Dios o el diablo tienen determinado que no llegue a la vejez –les miré de soslayo-. Solo conocéis mi nombre, mas no sabéis nada de mí. Ni yo soy un ángel, ni vosotros unos demonios. Ahora lo descubriréis. De haber sido un poco más listos, mi templanza debería haberles alarmado y puesto sobre aviso. Empezaban a tremolar sus manos. Demasiado tiempo sosteniendo el peso de las pistolas para gentes que no son de armas. Supongo que esa pareja estaba acostumbrada a las súplicas, los sollozos, las mentiras. Habían escuchado invocaciones a los dioses antiguos y a los modernos para que les librasen de ese trance. Pobres ilusos. Los dioses no se molestan en hacer por uno lo que no estamos dispuestos a arriesgar por nosotros mismos. En mi caso iban aviados. Les desconcertaba mi actitud. Había pasado de las razones a las amenazas, usurpando su papel. Sabía cuál era su juego. También lo había practicado, y mejor que ellos, como no tardarían en descubrir. Alcé las manos con suma lentitud y empecé a hablar en tagalo con entonación grave y solemne. - Pakinggan mo ako. Hindi ko sinasadya, patawad. Pag-usapan natin –me miraban espantados, sin entender nada-. Solo yo puede liberaros de esa maldición filipina. Si me matáis arrostraréis el castigo de la misma hasta el final de los tiempos. De haber servido en las islas sabrían que me había excusado, una vez más, por algo que no había hecho, pero eso era algo que no estaba dispuesto a confesarles. - ¿Una maldisión, desís? ¡Mentira! Eso é una baladroná. Me aflojé la manga de la camisa y les enseñé una serpiente tatuada en mi brazo izquierdo. - Mirad. Me protege contra los demonios y sus sortilegios. Si estáis seguros de que miento, haced la prueba. Matadme. Mi venganza os alcanzará en esta vida y en la siguiente. - ¡Ea, sacabó la tertulia! Déno su cartera. ¡Ahora o disparo! –ordenó de forma exasperada el bajito mientras extendía una mano con dedos regordetes hacia mí. Dicen que quien en muchas ocasiones amenaza, pocas veces mata. Aun así, debía actuar antes que los nervios les hicieran aflojar el gatillo. - ¿Quién es ahora el ladrón? –me arrojaron unas miradas cargadas de inquina-. Sea –suspiré teatralmente-. Si es la única manera de terminar esta farsa de la que tan abochornado me siento –acerqué lentamente la diestra hacia el interior de mi chaqueta mientras avanzaba hacia ellos despacio-. Total, ¿qué es la vida, sino una sucesión de costosas victorias, cuando no pírricas, y de estrepitosas derrotas? - Mu filósofo er caballero. E güeno tomarse la derrota con deportividá –la sonrisa del alto dejó al descubierto otra caverna negra en su boca. Los muy tontos permanecían uno al lado del otro, casi hombro con hombro. Aquello iba a ser un juego de niños. Casi había sacado la mano del bolsillo interior de mi chaqueta… - ¡Arto! Desdaí nos pué asercá la cartera. Sucedió que mi diestra ya no sujetaba mi cartera. Era mi pistola de reglamento. Supongo que sus pupilas se dilatarían por la sorpresa, mas en ese momento mi atención no se interesaba por esas menudencias. El disparo atronó en el callejón. El pequeño cayó con un balazo en el hombro. Al tiempo que disparaba, con la mano izquierda lanzaba un bastonazo a la cara de su compadre. Oí el crujido de los huesos de la nariz. En menos que canta un gallo ambos pardillos se revolcaban por el suelo, chillando como cerdos camino del matadero. - Os advertí. Esto os pasa por ser duros de mollera. Me agaché para recoger el bastón. El bonito brillo plateado de la cabeza de lobo de la empuñadura aparecía apagado por la sangre. - ¡Favor! No nos mate, caballero. Era cosa de negosio, ná personá. Amartillé la pistola. Apunté hacia el más alto de los dos. Sus manos abandonaron el cuidado de su nariz rota y ensangrentada para juntarse en modo de súplica. - ¡Dios misericordioso! Apiádese de mí. Tengo tre hijo… –empezó a murmurar lo que imaginé una plegaria con los ojos fuertemente cerrados. Su compañero lloriqueaba mientras con la mano sana aplicaba un pañuelo mugriento sobre la herida para detener la sangría del hombro. - Eso debisteis pensarlo antes de meteros en camisa de once varas. No os mataré… no por falta de ganas, sino porque no me sobra el tiempo. Aunque era una zona solitaria, temía que el estampido hubiera alertado a algún honrado ciudadano que se animara a avisar a la policía. - ¿Quién os ha contratado? Responded rápido, antes de que me arrepienta de dejaros con vida. El bajito, con gesto dolorido, sacó una arrugada tarjeta de visita de un bolsillo exterior de su chaqueta. Extendí la mano enguantada para recogerla. Con la otra le coloqué la pistola en el entrecejo. No se atrevió ni a respirar. Rezaba “Sebastián Dalmau, Ingeniero Aeronáutico”. No lo conocía de nada. Figuraba una dirección de Granada. Feliz casualidad, me dije. Un nuevo amigo a quien visitar cuando regresara a casa. O su bolsa era muy exigua o su inteligencia harto menguada cuando contrataba aquella patulea para llevar a cabo el trabajo de profesionales. - Yo soy hombre que siempre paga sus deudas. De la misma forma, también me las cobro. Más tarde o más temprano. Ahora levantaos. No quiero veros nunca más. Si lo hago, no seré tan generoso como hoy. Avisad al señor Dalmau: si él o cualquiera por su cuenta pretende importunarme de nuevo, me encargaré primero de sus enviados y luego de su familia y de él. Ahora poned los pies en polvorosa. ¡Fuera de aquí! Resoplé mientras los perdía de vista. El garage ya estaba a un tiro de piedra. Apresuré el paso. Quería salir de Cádiz cuanto antes. Ya solo me quedaba enfermar de cólera para rematar la faena. Hay días que los problemas crecen como las malas hierbas, y aquel fue una de esas infaustas jornadas. Nada salía a derechas. Debía ser una señal de la Divina Providencia de lo que estaba por llegar. |
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
viernes
Capítulo IV. Las cuentas pendientes deben saldarse
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