miércoles

Capítulo XXVI. Ultimátum



L
legué casi echando el befo a la Bodega de Darío, el lugar de la cita consignado en el billete ensangrentado. El dueño, al verme entrar, me hizo una seña alzando la barbilla mientras secaba vasos. Me remitía a un cenador del fondo, en una zona de penumbra, separado de las demás mesas por unos biombos.
Un tipo malcarado me esperaba acompañado por dos jarras de vino y un par de cangilones para acomodar nuestras libaciones. Inclinó la cabeza hacia mí. Me presenté ante él tocándome el ala de sombrero.
Al acercarme su cara me resultó conocida. Se había afeitado la barba y recortado el cabello, pero era el hombre que me contrató para escoltarlo con motivo de las dichosas acciones, que luego resultaron ser falsas. Me lo confirmó la expresión desdeñosa de sus gruesos labios, de los cuales el inferior se veía habitualmente caído, revelando un cinismo a toda prueba.
Antes de sentarme enfrente de él ya me había llenado con generosidad un cangilón de vino. Tras beber se limpió la boca con el dorso de la mano.
- ¿Le importa si le acompaño? –pregunté con tono mordaz.
- ¡Por favor! Está en su casa –sonrió con aire sutil.
- Cualquiera diría que tratáis de achisparme –protesté sin mucha fuerza.
- ¡Bah! El patrón me ha asegurado que se trata de vino de su propia reserva y como tal me lo ha cobrado. Dos botellas me trasiego yo con cada comida. Pero si no puede, traiga acá…
- ¿Pues no de he poder? –dije antes de empinar el codo y sin quitar el ojo de encima a aquel tunante, que respondía a mi interés por su persona con una sonrisa de desdén.
- ¿Tiene lumbre? –un cigarrillo esperaba ocioso entre sus dedos.
- ¿Cómo ha dicho que se llama? No me resulta grato discutir con un borracho desconocido –pregunté mientras le acercaba una cerilla al cigarro-. Si no recuerdo mal, cuando os conocí vuestra gracia era Claudio Barboza. ¿Qué pasaría si me levantara y dijera a voz en grito quién es en realidad? O mejor, que le entregara para cobrar la recompensa que ofrecen por los autores de la estafa con las falsas acciones de las Minas del Cuzco.
- Mi nombre no le interesa –me sirvió de nuevo de una jarra de vino especiado-. Cierto tipo de detalles son irrelevantes por completo. Nada de preguntas… ni de buscar respuestas. No le importan un ardite. Y no insista en sus amenazas. Descubrirá no solo que resultan inservibles, sino que pueden volverse en contra de sus intereses como en breve le explicaré –contempló despreciativo a su alrededor-. ¿Así que es en este notable establecimiento donde se reúne su banda? –preguntó con maliciosa entonación.
De sobras debía saberlo, no obstante, cuando su osadía le llevaba a citarnos aquí. Una provocación y una muestra de su fuerza, entendí.
- Para qué me habéis hecho venir aquí –tampoco yo le iba a dar el gusto de satisfacer su curiosidad.
- ¿Por la calidad de esta bodega, tal vez? –rió con regocijo-. La nota ha surtido efecto. Luego debéis imaginarlo.
- El estrecho recinto de mi cerebro me impide usar la imaginación. Seguro sabréis iluminarla con vuestra sabiduría –sus ojos adquirieron una expresión burlona ante mis excusas.
- Mi principal está impresionado por cómo descubrieron su autoría en el negocio que antes mencionasteis –dijo formalmente. Callé que, a veces, la casualidad es madre de grandes acontecimientos-. Se ve a la legua que sois un superviviente, un buscavidas. Vuestro sitio está con vuestros iguales. Nosotros. Abandone el bando equivocado.
- Entonces no hay cuidado: el señor portugués está en el negocio.
- ¿Cuál negocio? ¿De quién me habla? Si usted no se explica... –añadió fingiendo la mayor sorpresa y la más completa ignorancia.
- Pero, hijo, si usted no me entiende, perdemos el tiempo pegando la hebra. No andemos con andróminas entre nosotros –repliqué e hice ademán de levantarme. El otro hizo un signo con la mano para que aguardase-. ¿A quién deberé rendir pleitesía? Ah, sí, un tal marqués de…
- Eso es mucho suponer sobre algo que no os incumbe –me cortó con tono hostil.
- Pues lamento inmiscuirme. Será porque creo que sí me incumbe y también me importa.
- Cada uno es dueño de hacer de su capa un sayo. Alguien que mostrará una honrada comprensión hacia vuestras debilidades y proveerá para complacerlas. Con eso tenéis más que de sobra. ¿Qué más se puede pedir?
- Si tanto os interesan mis asuntos y lealtades, primero limpiaos las legañas. Con sus antecedentes, no me inspira usted ninguna confianza. Y menos, quien usted representa.
- El sentimiento es mutuo. Pensadlo bien –insistió con tono meloso y zalamero-. ¿Tenéis la entrada a mano? No quisiera ensombrecer vuestra vida y sé que lo que os diré romperá vuestro noble corazón –se chanceaba de mí-. Disgustarnos acarreará consecuencias poco agradables… como desfigurar a vuestra concubina Coral Saldaña con aceite de vitriolo. No, no la tenemos prisionera –sonrió como un ladino-. No hace falta. En cualquier momento podemos ejecutar nuestras advertencias.
- Es una mujer de mala vida que vende su cuerpo a cualquiera –mentí con la intención de salvaguardarla de aquellas malas bestias-. Esa clase de chicas son aves de paso y carecen de carácter. Tengo todas las costumbres… menos las buenas –solté una desapacible carcajada.
- Se me olvidaba, por cierto… a vuestro amo en estos momentos se le están prodigando todas las atenciones de nuestra hospitalidad –anunció con un aire de satisfacción semejante al de un banquero que cuenta la última pila de duros.
- ¿Quiere jarana? Pues le juro que la va a tener –le amenacé con voz reconcentrada y los labios contraídos por la ira. Aquella noticia me había caído como una bomba.
- El suplicio de Cristo no fue nada en comparación con lo que le espera a usted y sus amigos en caso de negarse a satisfacer nuestras exigencias. Puede obedecer a la fuerza o a la simpatía. Usted elige.
- Yo asumo mis responsabilidades sin miedo alguno.
- Pues a veces conviene tener miedo. Sobre todo si le interesa conservar la vida.
Por el camino del enfrentamiento no llegaría muy lejos, raciociné. Decidí proceder como él. Entre gente de su ralea no cabía más lealtad que la dictada por la propia conveniencia. Esos bastardos se toleraban y convivían en la armonía que les imponía la mutua necesidad. Él podía cambiar de amo con la misma facilidad que otros mudaban la camisa.
Como otros seres de su especie, reunía a la bajeza de sentimientos una ambición desenfrenada. Por ahí incidiría, decidí.
- Sin duda conocéis el prestigio de don Alejo, así como su relajada posición. Os ofrezco en su nombre quedar limpio de todo delito cometido hasta ahora y una espléndida suma de dinero si le ayudáis a escapar. Con vuestros actuales amigos solo os espera un futuro aciago.
- Ya os he dicho que el señor García-Pedreño está en nuestro poder. Es divertido veros jugar una partida de cartas sin ningún triunfo en la mano.
Sentí la tentación de infiltrarme entre aquellas gentes. Me contuvo el temor a que mi traición fuera pronto descubierta y las consecuencias de ello derivadas, en particular para don Alejo, terribles.
- Os lo advierto. No acepto jugar con las cartas marcadas y nunca voy de farol -le advertí.
- La compañía es grata, pero a este paso de aquí no vamos a sacar nada, más allá de una cabeza espesa a causa del vino –sacó un sobre de un bolsillo interior de la chaqueta y lo depositó ante mí-. Abridlo. Descubriréis que nosotros tampoco jugamos de farol.
Me quedé pasmado. En un papel aparecía escrito mi nombre completo. En Granada solo conocían mi auténtica identidad don Alejo, Leopoldo y Gerónimo.
O habían torturado al patrón para que lo desvelara o contaban con contactos en los ministerios.
- Me gustan los hombres que anteponen el dinero a los principios. Son fáciles de entender y más fáciles todavía de manejar –sonrió como un ladino.
- Dicen que la fe quebranta las rocas –repuse con tono jocoso, aunque por dentro empezaba a acosarme un temor vehemente.
- Ahora se trata de quebrar sus absurdos escrúpulos para que se pliegue a nuestros intereses. Espero que no le parezca vulgar que le sugiera que encuentre alguna forma de vencerlos.
- ¿Me toma por un vulgar ratero? Pondré todo lo posible y lo imposible de mi parte para defraudaros.
- Os mostráis poco razonable. Pero cada hombre tiene su precio, y mi señor posé el dorado talismán a cuya fuerza nadie se resiste. Escriba una suma –me alcanzó un papelito-. Os será pagado en el plazo máximo de dos días.
La rabia convirtió mi estómago en una caldera ardiente.
- ¿Me ofrecéis un enjuage? –me encrespé ante aquella componenda-. ¡No, y mil veces no, por cierto! O senhor Ferreira desconhece as leis da honra? Por cierto, ese no es su apellido, ¿verdad? Don Alfonso María Ruiz de Arana Cominges, ahora estamos a la par, no tiene dinero suficiente para comprarme –el otro no pudo ocultar su sorpresa al descubrir que la identidad de su jefe no era un secreto para mí-. No desde lo que sucedió en las Islas Marianas –me quité el guante, lo arrojé en la mesa y le mostré los dedos mecánicos que me fabricó don Alejo para recuperar la mano mutilada-. Intentó matarme una vez. Tenemos una cuenta pendiente. No perdono. Y tampoco olvido. Dígaselo tal cual.
El maldito dolor de la mano, de esa extremidad inexistente aunque el dolor que sentía era del todo real, me recordaba que las heridas del pasado seguían sin cicatrizar.
- Ya veo que usted no nació para la carrera diplomática. No solo habéis hecho una elección equivocada. Además, es peligrosa. Incluso mortal. Os previne –concluyó mi rival con tono de decepción.
- Tal vez creyera vuestro amo que el tiempo transcurrido le concedería la impunidad que anhelaba. ¡La férrea mano del Destino o de la Providencia lo ha conducido hasta mí de nuevo! –sentí circular por mis venas un caudal de fuego.
- Esto os sobrepasa, iluso. Tenéis las mismas oportunidades que una rata en una tina de alquitrán.
- Hasta al mejor cazador se le escapa alguna pieza –le advertí mientras me levantaba-. Y algunas hasta se revuelven y derriban al cazador. Os prevengo.
- A la postre el ratón será comido por el gato. Siempre. Antes de la próxima luna llena las campanas tocarán a muerto. No lo dude.
Recordé entonces la profecía de la gitana: todo concluiría en la siguiente luna llena.
- Tiene usted mucha cachaza para amenazarme así. Todavía no está todo perdido para nuestra causa ni tienen la victoria asegurada.
- Esa es su opinión –sonrió con escepticismo-. Una opinión errónea. La vana ilusión de un orate.
- No. Es un hecho –repliqué con severidad glacial-. No dudéis tampoco que la próxima vez que nos encontremos os despellejaré como a un conejo. Yo me tomaré cumplida venganza. Esto es tan cierto como que el sol saldrá y se pondrá cada día hasta entonces y por los siglos de los siglos.
- ¿Estáis seguro de eso? –sus ojos brillaban con fulgor metálico a la luz mortecina de las bujías-. No defraude su buen talento fiándolo todo a un milagro, pues no existen. Tened cuidado. En breve Dios se esconderá tras el horizonte. La Oscuridad se aproxima y engullirá a todo el que se le oponga. ¿Os asusta mi advertencia? Se os ha quedado cara de niño de teta. Si despreciáis el oro, tal vez tengáis más aprecio a conservar el alma intacta.
- Erráis. No es miedo, sino asco lo que me producen vuestras hablillas de vieja para asustar a los niños. Alzo mi copa a la salud de las almas torturadas y de las causas perdidas.
- ¡Pobre estúpido! No sois más que figuras de un espectáculo de linterna mágica. Figuras que desaparecen en cuanto se apaga la luz. Ese es el terrible destino que os aguarda.
- Si os obstináis en llamar a la puerta del Diablo, alguien, tarde o temprano, os la abrirá… antes incluso de lo que esperáis –saqué la pistola y la deposité con estrépito sobre la mesa.
- Podéis golpearme, torturarme, hasta matarme. Eso no cambiará nada. Ni siquiera obtendríais una confesión por mi parte. Todos vuestros esfuerzos se quedarán en agua de borrajas –rió entre dientes-. Desconozco dónde custodian a vuestro amo –se solazó al ver mi gesto de frustración-. He sido demasiado tolerante con usted. Escuchadme con atención –demandó con voz imperiosa-. Mañana nos entregaréis los planos de la aeronave diseñada por el equipo de ingenieros de don Alejo. Recibiréis aviso de dónde y cuándo.
- ¿Se os ofrece algún otro capricho? –bramé de puro odio-. ¿Qué os traiga el vellocino de oro también?
- Pese a lo que cree, usted es como los demás. Ni escucha, ni aprende. No tiene ni idea de las fuerzas con las que va a tratar. Le haré el cumplido de ser sincero: muéstrese solícito y colaborador sin reservas. Entonces, y solo entonces, todo podría acabar bien.
¿Bien para quién?, pensé enrabietado.

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