CAPÍTULO XXV.- UNA NUEVA
DECEPCIÓN
U
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na vez de vuelta en Granada,
tenía una cita ineludible. Debía acudir a la casa de los Cohen, y presentar mis
excusas por no haberles visitado tras mi regreso de Cádiz. Las cosas casi nunca
son como queremos y mucho menos como nos las habíamos imaginado.
No procedía
retrasar por más tiempo aquel encuentro, a pesar de ello.
Viendo
el cariz de los últimos acontecimientos parecía de todo punto recomendable tomar
todas las precauciones posibles para evitar ser seguido. Algunos dicen que el
que no es de fiar, desconfía de todo el mundo. Yo les respondería que la
imprudencia suele ser el preludio de la calamidad.
Cuando me
disponía a acceder a la vivienda desde el terrado, por el rabillo del rojo
atisbé una sombra. Salida de la nada, se me abalanzó por la espalda. Sin tiempo
para reaccionar, sentí el frío tacto de un cuchillo en el cuello.
Ahora sí
que voy servido, temí. No hacía más que salir de un fuego para caer en otro
incendio más abrasador, pensé en un arrebato de fatalismo.
Sara
apareció de repente e intercedió por mí en una lengua que había oído solo una
vez con anterioridad y hacía muy poco tiempo. La presión del acero desapareció
como por ensalmo.
Me giré
para descubrir a uno de los dacoits de Lady Margaret. El esbirro se retiró
hacia su escondrijo sin abrir boca.
- Me
alegro de veros. Disculpad, eso sí, el recibimiento. Como nos anunciasteis en
su momento, hay malas gentes que nos buscan con las peores intenciones –contó
la señorita Cohen muy de ligero-. Pasad, por favor.
- ¿Quién
es ese hombre? Salta a la vista que ese guardián no es hebreo ni tampoco español
–indagué con el mayor tacto posible.
- Ha
llegado a la ciudad una vieja amiga de nuestra familia. Una inglesa. Conocedora
de nuestros actuales problemas, nos ha enviado algunos de sus custodios –me
confesó mientras franqueábamos el umbral de su hogar.
- Qué
feliz coincidencia –no sabía si casualidad y mucho menos feliz, pero quería
averiguar cuanto pudiera sin levantar sospechas-. En estos momentos también
ando en tratos con una dama británica. Lady Margaret Lytton-Hewit.
Se le
formó una ligera contracción en el entrecejo de la joven a causa de la
sorpresa.
- Sentaos,
por favor –me señaló un canapé-. Resulta que ambos contamos con una amiga común
–me escanció un vaso de vino kósher, recibido con gratitud pues aquella
declaración me había dejado más frío que un carámbano.
Me relató
que pidió ayuda a la dama cuando recibió una nota suya anunciándole su
presencia en la ciudad. Yo había partido, no había forma de contactar conmigo,
y ellos sentían la necesidad de recibir protección a prueba de amenazas y
chantajes tras el ataque recibido por su padre.
- ¿Sería
descortés por mi parte preguntar cómo se conocieron ustedes? –pregunté con la
mejor cortesía.
Bajó
ligeramente los ojos y un vivo color de escarlata iluminó sus frescas mejillas.
- Ignoro
qué intimidad existe entre ustedes. Solo puede deciros, sin faltar a su
confianza, que colaboré en la recuperación de su madre –dijo con prudencia.
-
Conozco por encima el tema de su enfermedad. En parte ella está aquí por eso.
El sobrino de mi patrón también padece una dolencia similar. Nuestro empeño
ahora se centra en buscarle una cura a la mayor brevedad. Siendo como decís, mi
jefe estaría muy interesado en contar con vuestra opinión y experiencia.
- Podéis
contar con ello –la inflexión de su voz revelaba un alma sincera-. Ya sabéis
que tengo con usted una deuda de gratitud por haber salvado a mi padre.
Mis
dedos callosos la tomaron de las manos con la mayor dulzura posible.
- Y creo
recordar que os dije que nada me debíais –ella se dispuso a protestar, pero
chisté rechazando sus razones-. Pero si insistís, sabed que el enfermo es mi
mejor amigo. Ayudadlo y seré yo quien os compre esa deuda.
El ruido
de una llave nos interrumpió. Acababa de llegar Baruch Cohen. Detrás de él
atisbé a otro de los dacoits que debía haberle servido de escolta en su salida.
Me
levanté para saludarlo.
- A la
paz de Dios –le salude con tono ceremonial.
- Venga usted con Él.
- ¿Cómo
estáis, señor Cohen?
- A
días… Estamos, que no es poco para los tiempos que corren –contestó con una
sonrisa melancólica-. Una agradable sorpresa tras venir de la sinagoga –me dio
la mano- Sois siempre bienvenidos en nuestra humilde morada.
- Me
honráis, señor, pero esta no es una visita de cortesía, pues hace tiempo debió
de consignarse. Entiendo que la pérdida del Libro de Firmas, pese a mi entrega
a la persona designada por usted, y la demora en presentarme, les haya hecho
abrigar dudas sobre mi persona –le entregué el recibo que me dio Samuel Leví en
su casa de Cádiz-. Sin embargo, atado por la palabra dada, no puedo desvanecer
dichas dudas sin faltar a mi honor. Apelo a éste, presente en mi proceder el
día que nos conocimos, para rogarles su consideración y asegurarles que mi
retraso fue obligado por las más perentorias obligaciones. Obligaciones en
parte compartidas con nuestra común amiga inglesa, como ella podrá corroborar
sin lugar a dudas.
El
anciano hizo un gesto con la mano, negando tal necesidad.
- Dios nunca tiene los oídos cerrados para
los hombres de bien que practican la caridad y no sienten los sobresaltos de
una conciencia poco saneada. Por tanto, sus siervos intentamos imitar su
ejemplo. Además, hemos tenido tiempo para indagar sobre usted –anunció con una
sonrisa jovial-. Es bien conocido por su alto sentido del deber al servicio del
señor García-Pedreño y Villaescusa. Estoy convencido que ese sentido
prevalecerá sobre cualquier otra consideración.
- A
pesar de todo no me presento con las manos vacías –saqué el Libro de Firmas que
recuperé de manos de Ginés Mairena, el gitano, en la mansión de nuestro
enemigo-. Una compensación, espero.
Baruch
se felicitó por su aparición.
- Debe
ser el libro robado al banquero de Madrid que le denegó el dinero por sospechar
que había falsificado las cartas de crédito... y que por ello apareció muerto –sacó
una lupa, demoró la vista unos minutos en varias páginas, hasta descubrir unas
casi imperceptibles raspaduras con el fin de pasar por buena una firma falsa-.
Mis sospechas eran fundadas.
- Por lo
que he averiguado en estos últimos tiempos sobre el falsificador, supongo que
habrá preparado otro ardid para conseguir fondos y mantener su organización
criminal. Necesitamos, por tanto, atraparlo cuanto antes. ¿Puede describirme al
hombre que solicitó el dinero?
- Lo
intentaré.
- Por
Dios, no. No lo intente, se lo ruego. Debe lograrlo.
El
anciano se concentró durante unos segundos antes de referirme la fisonomía del
estafador. Convencido que se trataba del portugués, le mostré una copia de la
foto de los oficiales que había en la habitación de Leopoldo.
- A
tenor de su descripción, ¿diría que es alguno de estos hombres? –con un
revoloteó de la mano sequé un ligeré sudor que me rezumaba por la frente. El
dedo ganchudo de Baruch se detuvo sin titubeos sobre la efigie de Alfonso María-.
Gracias por su inestimable colaboración. Ahora me retiro. Asuntos urgentes me
reclaman en otra parte.
Sara me
acompañó hasta la puerta. No podía despedirme sin antes volver a pedirle ayuda
para curar a mi amigo.
-
Necesitamos desesperadamente sus conocimientos y su experiencia para destruir
la maldición que se abate sobre Leopoldo.
- Cómo
podría negarme a ayudar a quien tan generosamente defendió a riesgo de su vida
la persona ultrajada de mi padre. Prepararé los conjuros y las pócimas que
contribuyeron a la cura de la madre de Lady Margaret.
- Le
suplico que no vuelva a recordarme el lance de su señor padre –al ver su rostro
límpido no pude por menos que pensar que la belleza de Alicia y de la noble
inglesa termina por desvanecerse, pero la bondad natural de Sara perduraría por
siempre.
- Debo
recordarlo, y le bendigo por ello –me dijo con tono conmovedor.
Le besé
la mano y partí raudo, pues los acontecimientos se aceleraban.
Tomé el camino
más corto en dirección a la casa de don Alejo. Debía advertir a todos que la Lady era una
traidora. Hasta los informantes en Inglaterra de don Alejo le habían mentido,
lo que me llevaba a barruntar si no se trataría de una agente al servicio de la
Inteligencia británica.
La
conversión en una desoladora certeza de lo que hasta entonces había sido una
sospecha, no contribuía a mejorar mi estado de ánimo. Más bien al contrario.
Demostraba que cada vez quedaban menos personas, incluso entre nuestros
teóricos aliados, en quienes confiar.
¿Qué
interés movía a aquella mujer? La excusa de encontrar una cura para su enferma
madre había quedado invalidada. Sara había desvelado que ella fue la sanadora. ¿En
qué más nos habría mentido, entonces? ¿Qué pretendía, en realidad?
Un
mozalbete se me acercó nada más salir de la casa de los Cohen.
- Me han
dicho que le entregue una nota –anunció con voz cristalina.
Partió
corriendo antes que pudiera abrir la boca siquiera.
Era una
entrada para una sesión del teatro donde actuaba Coral. Estaba manchada de
sangre. Había escrita una dirección y una hora.
Corrí
hacia allí como alma que lleva el diablo.
Parecía
que las desgracias se negaban a venir de una en una.
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