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Capítulo XXIV. El peligro siempre acecha


D
espués de la entrevista en el Ministerio de Ultramar, nos dirigimos al de Instrucción Pública, donde don José de Echegaray esperaba al patrón para conferenciar sobre cuestiones técnicas relativas a su ingenio aéreo. Terminamos en el Palacio Real. Don Alejo había sido convocado a una audiencia reservada con Alfonso XII, con quien departió unos veinte minutos tras el regreso del monarca de su descanso veraniego en el Real Sitio de San Ildefonso.
Las arrugas de la frente de don Alejo denotaban preocupación cuando subimos al auto que debía conducirnos hasta la estación de Atocha.
- El Rey me ha prometido un marquesado por los servicios prestados al país, acompañado de la gran cruz de Carlos III. En breve aparecerá publicado el nombramiento en la Gaceta –dijo sin la alegría que se podía esperar ante un notición de tal calibre-. Enviará un regimiento de granaderos para aumentar la vigilancia en los astilleros de Granada. Como dijo el conde de Campo Sagrado, todo queda en un segundo plano ante ese proyecto.
- ¿Incluso Leopoldo? –aventuré a preguntar, intuyendo por dónde iban los tiros-. Usted siempre ha contado con la gracia del Rey.
- Todo. Incluso él –dijo con voz cascada. Un rictus de dolor cruzó su rostro-. Las órdenes del rey, nuestro señor, deben ser puntualmente ejecutadas. No queda más remedio que obedecer. Y seguir porfiando por el restablecimiento de mi sobrino.
- ¿Nos fuerzan a comportarnos como Guzmán el Bueno por el bien de España o por el suyo propio? –declamé con fiereza-. ¿Qué lealtad se espera de nosotros cuando se nos reclama el sacrificio de un ser querido? Una lealtad comprada con prebendas –casi escupí con desprecio.
- Como militar que fuiste debes ser el primero en entenderlo y acatar las órdenes. Al rey no se le desaira ni se le cuestiona –de ser siempre así, este país sería una plácida balsa de aceite, me dije para mis adentros, y no la olla en ebullición en la que se había convertido-. A veces, servir a los demás es una forma de servirnos a nosotros mismos –concluyó de forma críptica.
- ¿Realmente es tan importante ese arma? –mi interlocutor se encogió de hombros.
- Yo no la diseñé como tal. En sus orígenes era una nave de transporte: correo, mercancía, pasajeros. Proveería el comercio con las colonias. En la corte lo vieron de otra manera... el medio ideal para sustentar sus sueños imperiales. El rey quiere figurar en letras de oro en los libros de Historia, y esta solo la escriben los vencedores. Para conseguirlo la erizarán de cañones y munición, un crucero de los cielos. El Leviatán del aire, ya oíste antes al conde. Hasta la Real Fábrica de San Fernando construye algunas partes mecánicas del aparato, a pesar de estar centrada en los autómatas mencionados por el viceministro, creados nada menos que por Jaquet-Droz III.
Asentí en silencio. Ningún gobierno podía desaprovechar semejante ventaja. La escena internacional era de por sí bastante compleja como para desestimar aquel as en la manga: ¡el dominio de los cielos!
- Ante el temor de que otros países construyan un ingenio similar al nuestro se nos pide que la construcción se acelere. Prioridad absoluta –me miró fijamente-. Es más, se pretende, nada menos, que mi navío aéreo constituya el embrión de la futura Armada Espacial. Si fructifica, el rey me premiará con el Toisón de Oro –no pude evitar mirarle de hito en hito-. Sí, hijo, como bien sabes estamos en medio de un polvorín a punto de estallar por los enemigos de las Españas. No podemos andar ni un paso por detrás de quienes buscan nuestra ruina…
Concluyó con un hilo de voz, imaginé que usando las palabras del propio rey para justificarse.
- ¿Ese crucero podrá surcar las estrellas? ¿Con la cavorita?–pregunté con un deje de incredulidad.
- Ese es un invento propio de los folletines de aventuras científicas de Pérez Galdós. No, hijo. Las surcará con las modificaciones de diseño necesarias y empleando la adecuada combinación de propulsión aérea iónica, electrogravedad y fluidos electrodinámicos, sin la menor duda. Igual que hoy un submarino navega bajo el mar esa nave llegará a viajar por el cosmos.
- Resulta prístino que, como anunciaba la prensa, los franchutes ya están en el empeño del dominio del éter gracias a los inventos de ese Julio Vernes. Y detrás de ellos vendrán los británicos y quién sabe cuántos más. Todo esto parece increíble.
- Apreciado Ventura, lo que hoy nos parece increíble, mañana puede ser algo trivial –sus grandes ojos chispeaban con un fulgor eléctrico. Tras una breve pausa, prosiguió con tono de acendrada gratitud-. Sé que, de alguna manera, siempre te has sentido responsable de la desgraciada situación de Leopoldo –parecía que había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa, pensé a la expectativa de sus palabras-. Pues bien, libérate de esa carga. Nunca nos debiste nada por ello. Si no tienes bastante con las explicaciones del viceministro, en este momento te eximo de cualquier compromiso que bienintencionada y equivocadamente todavía pudieras sentir. Tampoco tomes en consideración sus ofertas. Yo te doblaré el pago de aquella pensión.
- No me importan las órdenes del rey, ni las limosnas ofrecidas por el conde. Para algunos puede ser fácil dejar de cumplir lo que a otros se promete, pero lo que uno se jura a sí mismo... Hay lazos que me atan a ustedes. La lealtad, por ejemplo. La gratitud, también.
- Exalto tu ejemplar conducta, mas no seas loco, hijo. En el horizonte se atisban graves peligros. En nombre de la amistad con la que nos honras, no arriesgues más de lo que ya lo has hecho. No consentiré que asumas sacrificios que solo me corresponden a mí.
Aquellas palabras resonaron en el fondo de mi alma, causándome una momentánea sofoquina.
- ¡Pues no faltaría más! Me conduelo de vuestra situación y me abochornáis dejándome al margen en este momento, por favor. En nombre de esa lealtad que os profeso, pienso llegar hasta el final. Cumplo un deber de conciencia.
Se acercó hasta mí, dándome un abrazo. Apenas pude articular palabra. En aquel momento, y por primera vez, sentí el calor que un hijo suele recibir de un padre.
No sabía a ciencia cierta como ayudarle a pasar ese trago. Lo que sí tenía claro es que no lo dejaría solo.
Con el arranque de la casa de vapor ambos enmudecimos, intentando penetrar en las tinieblas que escondían lo que nos deparaba el futuro.
Un futuro lleno de incertidumbres y, como acaba de señalar el patrón, preñado de peligros.
Don Alejo se mostraba taciturno, incluso hosco tras nuestra conversación. El “cueste lo que cueste”, orden del propio rey, podía implicar incluso el sacrificio de su sobrino. Yo tampoco estaba de mejor humor tras las revelaciones del viceministro.
La misión de Leopoldo como gobernador, en colaboración con el ordenanza del traidor, que fue encontrado colgado con un cartel que ponía “Judas”, ese detalle no lo había revelado el viceministro, era vigilar a Alfonso María. Así, Leopoldo se aseguró de llevarme con él cuando fui degradado de capitán a sargento por golpear a un comandante, y no fue Leopoldo quien me siguió al destierro al que fui condenado para protegerme de mí mismo, como siempre había creído, iluso de mí.
Obviamente, el portugués, me costaba acostumbrarse a llamarlo por su auténtica identidad, debió descubrirlos y decidió eliminarlos provocando aquella revuelta de indígenas, lo que también le permitiría huir y cubrir sus huellas.
Por tanto, ya no tenía sentido martirizarme por un pecado que no había cometido, me convencí. Tras esa grata noticia me sentí como si me hubieran extirpado un miembro gangrenado: al principio asolado por el dolor del corte y la cicatriz hecha a fuego; luego, aliviado al liberarme de una infección que podía haberme matado. Sí, aquel sentimiento de culpa poco a poco me había corroído la conciencia, como una gota malaya, desde que me desperté malherido tras el último asalto de los insurrectos.
Eso sí, aun siendo un patriota, o precisamente por eso mismo, no seguiría adelante por complacer al rey. Ni siquiera por servir a los intereses de España, como marcaban los objetivos de Los Numantinos. Y mucho menos por la promesa de recuperar mi antigua graduación. Lo haría por amistad y, sobre todo, lo haría –entonces me di cuenta de ello- por gratitud hacia don Alejo. Él me llamó a su lado cuando estaba tocando fondo como vulgar pistolero a sueldo. Al principio, obnubilado por la rabia y el odio acumulados tras el regreso de Filipinas, creí que don Alejo realmente me necesitaba. Luego me di cuenta de la verdad: era a mí a quien estaba haciendo un gran favor al apartarme de la senda de destrucción por la que transitaba mi vida.
Un aerostato se aproximaba por el horizonte. Al acercarse en nuestra dirección tomé un catalejo. El viaje era largo y la ociosidad, sumada a las cavilaciones en las que mi mente se debatía, tensaba mis nervios como la cuerda de un arco.
Para mi sorpresa descubrí al gigantón de Valdivia en la proa del dirigible.
- ¡A todo vapor! ¡Sin ahorrar potencia! –grité-. ¡Vienen a por nosotros!
 Don Alejo tomó el tubo de comunicación con la locomotora para ordenar al maquinista que activara el mecanismo de las ruedas y saliéramos de la vía férrea para intentar librarnos de los atacantes.
Al poco, con un rugido intenso seguido de un traqueteo del convoy, unos enormes neumáticos se desplegaron, mientras las ruedas de aguja se retraían bajo las cabinas. El tren aminoró de forma momentánea la marcha para poder abandonar los rieles de forma segura y acometer la marcha por territorio abierto.
El ingenio aéreo nos iba comiendo terreno, legua a legua, más tras esa delicada operación mecánica.
Al aproximarse nos tiraron varias bombas de mano, pero la fortuna y la velocidad se aliaron con nuestros intereses.
Sin embargo, una granada alcanzó el vagón de mercancías que cerraba nuestro convoy. Ante el riesgo de descarrilar, Gerónimo y un maquinista consiguieron desengancharlo, pero esa operación nos hizo frenar y perder un tiempo precioso, con lo que el aerostato se situó casi sobre el tren.
Al llegar a nuestra altura, los villanos aéreos lanzaron unos cabos. Sin demora, descendieron por las cuerdas tres hombres sobre el vagón de pasajeros.
Gerónimo y yo, cada uno por un extremo del vagón, subimos al techo para enfrentarse a ellos.
La providencia quiso que yo subiera de cara a la marcha, descubriendo en lontananza que íbamos a descender casi de inmediato por un ligero terraplén. Alcé la mano para demandar a mi camarada que se quedara donde estaba y no se moviera. Me agarré con tanta fuerza a la escalerilla que me dolieron los nudillos.
La violenta sacudida producida al saltar el tren a causa del desnivel del terreno pilló desprevenidos a los asaltantes, momento que aprovechamos para subir al techo.
Uno se había desequilibrado y salió despedido hacia el suelo. Otro, mientras intentaba levantarse tras caerse de bruces en el techo del vagón, fue pateado por Gerónimo hasta hacer que se deslizara más allá del borde del mismo. En el último momento se agarró a las piernas de mi camarada, haciéndole caer al suelo, envolviéndose ambos en un ovillo de patadas y manotazos. Rogué porque pudiera desenvolverse por sí mismo. Debía ocuparme del último hombre.
El tercer elemento sería harina de otro costal. Valdivia se agarraba a una de los bordes del vagón, para no deslizarse fuera, mientras se afianzaba con la otra mano para incorporarse. Cuando salté sobre él, lanzó sus piernas adelante cual catapulta, y fui yo quien quedó colgando del borde. Empecé a balancearme, intentaba coger impulso para ayudarme a subir a fuerza de brazos.
Valdivia, más fuerte que un caballo de tiro y feroz como un diablo, avanzó lentamente hacia mí, asegurando cada paso. El traqueteo producido por la velocidad y los accidentes del terreno, abandonada la estabilidad de las vías, hacía que en el techo curvado del vagón el equilibrio fuera de lo más precario.
Al principio desenfundó y me apuntó con su pistola. Cuando creí que iba a dispararme la devolvió a su funda. Leí en su sonrisa feroz que venía a pisarme los nudillos. Quería deleitarse con mi muerte.
El sudor caía por mi espalda como si fuera una cascada, tanto por el esfuerzo de intentar alzarme como por ver que mi Némesis se aproximaba con la forma de aquel rufián sevillano.
Aquella bestia prorrumpió en una carcajada espantosa, saboreando ya su triunfo sobre mí. Para qué negarlo, yo también veía llegar el fin de mi tormentosa vida.
- Has ido demasiado lejos, infeliz. En un Ave María te reunirás con tus antepasados –se jactó, seguro de su triunfo.
 A pesar de mi pulso trémulo y de mostrar un rostro desencajado, mi sonrisa le desarmó por un instante. Desde mi frágil posición, sin embargo, veía lo que a él se le escapaba. Cuando vio mi suspiro de alivio giró la cabeza.
Demasiado tarde…
Gerónimo había tomado carrerilla tras él y de un recio empujón lo arrojó fuera del tren. Mi amigo, con una sonrisa más cordial que la de Valdivia, se agachó para alcanzarme la mano e izarme.
Una vez arriba ambos miramos atrás, adonde debió caer nuestro encarnizado enemigo.
Valdivia estaba en pie. Desgreñado, embarrado, con la ropa hecha jirones, pero tan amenazante como siempre. Alzaba el puño hacia nosotros y sus gritos se los llevaba el viento.
El dirigible, al que por fin habíamos sacado una distancia considerable, se había detenido sobre él para recogerlo.
- Ten por cierto que ya arreglaremos cuentas –me ahorré el vociferarle invectivas que no oiría. Las guardaba para nuestro próximo encuentro.

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