martes

Capítulo XX. Un horrible descubrimiento



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estaba tan concentrado preparando el disparo, que apenas atendí al revuelo que se había formado a mis espaldas. Cuando me disponía a apretar el gatillo, sentí una exhalación pasar a mi lado, moviéndome. A duras penas reprimí una maldición. Había perdido mi posición de disparo y, con ella, acertar al maldito portugués.
Se trataba de Gerónimo, convertido en hombre lobo. Lanzábase hacia el enemigo como un capitán de los piratas al abordaje. Esa caída hubiera matado a un hombre normal. Él ya no lo era.
Aterrizó como un equilibrista, flexionando las rodillas. De inmediato tomó impulso, saltó hacia delante, y se abalanzó sobre dos celebrantes que tuvieron la funesta idea de intentar detenerle. En menos de lo que canta un gallo se derrumbaban con los cuellos desgarrados por sus colmillos alunados.
Mientras el pandemónium comenzaba abajo, descendíamos todo lo rápido que podíamos por unos diminutos escalones tallados en la piedra.
Cerca ya de concluir nuestra bajada, el portugués accionó un mecanismo oculto tras la estatua de Coatiplec, tomó de la mano a una de sus compañeras enmascaradas, arrastrándola tras de sí, y huyó de inmediato por un pasadizo secreto situado detrás de la estatua.
Tras su desaparición la tierra comenzó a vibrar, con un rugido ronco y amenazador, tal como si fuera una deidad enfurecida. Entonces se oyó una explosión y se desató el caos. El techo empezó a desmoronarse. Algunos fueron abatidos por el alud de rocas.
Todos intentamos escapar como buenamente pudimos, mientras resbalábamos por culpa del suelo empapado de sangre, animal y humana.
La Lady y yo intentamos seguir por una angostura natural de la cueva al último de los celebrantes que consiguió librarse de las fauces de Gerónimo, pero una lluvia de cascotes nos impidió darle alcance, barrándonos el paso.
De la bóveda de las galerías empezaron a desprenderse grandes trozos de roca y el suelo rugía y temblaba. Intentamos protegernos bajo columnas, sitiales, cualquier hueco. Era como presenciar uno de esos terribles terremotos de las tierras volcánicas del Nuevo Mundo.
Al fin la conmoción cesó. El rugido de la tierra se silenció, y las rocas dejaron de caer. Tan solo quedaban las nubes de polvo, provocándonos toses.
La británica sacó una pequeña linterna del bolso. Los desprendimientos habían provocado que ella y yo quedáramos separados de nuestros compañeros. Nuestros gritos no recibieron respuesta. El camino por el que entramos durante la persecución de uno de los acólitos del portugués estaba bloqueado por un muro de escombros.
Comenzamos la búsqueda de una salida. Avanzamos por un dédalo de galerías, perdidos, desorientados por momentos.
- Cuando salgamos de esta, le daré las gracias a su amigo –prometió la inglesa con animosidad-. Por culpa de su… vehemencia nos vemos en esta delicada situación. Y se nos ha escapado el jefe de esos peligrosos fanáticos. Otra vez se me ha escurrido como agua entre las manos.
A mí también me molestaba que Gerónimo hubiera decidido actuar por su cuenta y riesgo, dando al traste con mi oportunidad de abatir al portugués.
Por supuesto, me abstuve de criticar a uno de los míos ante aquella mujer. Pero lo último que había dicho…
- ¿De qué lo conocéis? ¿Por qué lo buscáis, si ya os ha rehuido con anterioridad?
- Parecéis muy entusiasta, a la par que pecáis de ingenuo. En verdad os digo que no nos enfrentamos a un hombre cualquiera. De hecho, a veces me pregunto cuánto le queda de humanidad.
- Como aliados, ¿no sería conveniente para una mejor colaboración que me explicarais lo que sabéis de ese tal Arnaldo Ferreira? –expuse alarmado por sus palabras-. Hasta ahora solo conocía su vertiente como ladrón y profanador de mujeres. Aparte de esos pequeños detalles, goza de la mayor consideración en ciertos círculos.
- Así que ahora ese es su nombre… Solo necesitáis saber que es alguien de quien más vale cuidarse. Posiblemente el villano más peligroso al que jamás os hayáis enfrentado, un bastardo desprovisto de toda piedad o cualquier sentido de la moral. Tiene la persuasión de estar predestinado para las más altas empresas, ajeno a todas las flaquezas humanas. Tal monstruo de la impiedad no descansa nunca en sus maquiavélicos planes. A ambos nos conviene capturarlo antes de que sea demasiado tarde.
Llegamos a una intersección. Un ramal estaba obstruido por montañas de piedras y tierra. Otro descendía como si fuera la boca de un ogro. La otra bifurcación parecía ascender.
Decidimos seguir la que subía, alejándonos de las profundidades de la montaña para escapar de sus entrañas laberínticas y atenebradas.
- ¿Demasiado tarde para qué?
- Tarde para todos… Lo que permanece en las profundidades no debe despertarse –advirtió con tono sombrío-. Tempus fugit…Y ahora, salgamos de aquí.
A lo lejos se seguían oyendo el estruendo apagado de los derrumbes. De improviso, una cortina de polvo precedió a otro desprendimiento. Tras un crujido lastimero, como el de las jarcias de un barco arrancadas por la tempestad, una viga de madera de la techumbre de la mina cayó con estrépito, golpeando de refilón a la Lady y atrapándola debajo.
Tuve que tensar los músculos y mascullar mis mejores maldiciones para sacarla de debajo de aquella trampa.
Con los últimos estertores de la linterna conseguí atisbar un cabo de vela en una hornacina y lo encendí con un fósforo. La débil y oscilante luz añadía un horror fantasmagórico a nuestra angustiosa situación.
Parecía desmayada. Mientras le limpiaba la cara con un pañuelo, con la otra mano le estrechaba la suya, intentado transmitirle fuerzas. Aun así, con las ropas maltrechas, el rostro demudado y la momentánea presencia frágil, era innegable que poseía una belleza magnética.
El odio, como el cariño, en ciertas ocasiones nos atrae hacia las personas que nos lo inspiran. Desconozco que me impulsó a hacerlo, el diablo me puso en la mente aquella idea, no me cabe la menor duda, mas no pude evitar depositar un ligero beso en sus labios exánimes.
Abrió los ojos con lentitud ante el contacto de mi ósculo.
- ¿Me tomáis por la Bella Durmiente? –balbuceó ante aquella inusitada familiaridad-. Ayudadme a levantarme, mi amable príncipe. Tenemos que encontrar una salida antes que la montaña se canse de jugar al gato y al ratón con nosotros, y decida engullirnos.
Una vez en pie, le ofrecí el brazo, sin saber qué decir, pero lo desdeñó con un gruñido y un movimiento de mano. Volvía a sus deplorables maneras viriles.
No lejos llegaba hasta nosotros un murmullo, un ruido que nada tenía que ver con los movimientos de la tierra. Ante la duda que se tratase de uno de nuestros compañeros o de una trampa de los secuaces del portugués, decidimos acercarnos con sigilo.
Entre nubes de polvo que casi nos cegaban y causaban un molesto escozor en los ojos, llegamos a una pequeña cueva, un espacio ancho de unos cinco o seis metros alumbrado por una tea desfalleciente.
En un rincón había un montón de paja dispuesto como un jergón. En el centro de la estancia descansaba un ataúd, rodeado de un túmulo de huesos descarnados, pieles ensangrentadas y demás despojos que ahorro describir para no espantar a los espíritus delicados. En una pared, que rezumaba lágrimas a causa de la humedad, sobresalía una argolla de hierro, de la que pendía una pesada y gruesa cadena.
El hedor nos aturdía. Nos miramos en silencio. Creo que ambos pensamos lo mismo.
Habíamos descubierto el escondrijo de El Desollador.
No soy un cobarde. Yo no le temo a la muerte, sino a quedarme agarrotado por el miedo. No tomen esta declaración como un alarde. Entiéndanme, cuando uno ha combatido contra monstruos de verdad, auténticos hideputas capaces incluso de comerte el alma, sabes que rendirse no es una opción. Vences o mueres. Caer prisionero puede ser peor que la misma muerte. Pero la visión de aquel terror lejano transplantado al hogar despertó en mí un temor irracional que al poco conseguí dominar.
Las sombras furtivas que se deslizaban por las paredes me hicieron pensar en las almas de los muertos por aquella bestia del averno, cuyos restos allí permanecían apresados, como si pretendieran llamar nuestra atención y rogarnos su liberación. Por desgracia, ese poder no estaba a nuestro alcance.
Del fondo de la caverna salían gruñidos. Mentiría si negara que se me erizó hasta la punta de los cabellos.
Con la pistola por delante, el cabo de la vela nos anunció una basta tela, que en la oscuridad se había confundido como parte de las paredes.
Nos miramos. Ella asintió, y se dispuso a apartar el basto lienzo de saco. La sorpresa volvió a vencernos.
- ¡Espere! –advertí a mi acompañante.
- No le tenía por un cobarde –aquellas palabras se me clavaron como saetas en el corazón.
- ¡Por vida de…! No se obstine en faltarme –la lengua me ardía por las ganas de responderla como se merecía-. Soy prudente. Solo un niño es capaz de dirigirse con los ojos cerrados hacia el peligro.
- Tiene su arma. Confío que el plomo sea suficiente… y no lamentemos la falta de balas con astillas de roble, nitrato de plata y dientes de ajo –deseó la mujer.
Abrí el tambor de la pistola, rebusqué en un bolsillo, extraje un puñado de mis balas especiales y con ellas cargué el arma.
-        Rociadas con agua bendita –pretendí tranquilizarla.
A pesar que hablábamos en susurros, en aquella caverna nuestras voces parecían reverberar como los tañidos de una campana.
- Claro, ¿y no puede empuñar también un crucifijo? Los católicos os creéis que estáis a salvo de todo con eso… Craso error. No son más que supersticiones, de escasa utilidad práctica.
- Entonces será lo que Dios quiera, ¿no le parece? –hasta en aquella delicada situación en la que nos encontrábamos, y tras el momento de confusa intimidad que hacía nada habíamos vivido, aquella inglesa encontraba motivos de reproche, lo que me hastiaba-. ¡Abra y hágase a un lado!
Hay descubrimientos para los que uno nunca acaba de estar preparado, y lo que se mostraba ante nosotros lo cumplía con creces.
- ¡Dios nos asista! –no pude reprimirme de exclamar.
- Me temo que el Todopoderoso no alcance hasta este pozo del Hades. Por fortuna estamos nosotros para suplir esa carencia.
Un hombre, o una carcasa de huesos y músculo que en tiempos debió serlo, de faz desencajada y con la cabeza encerrada en una pequeña jaula, se debatió ferozmente ante nuestra presencia. Vestía una camisa de fuerza, cubierta de costras de sangre y suciedad. Unas cintas metálicas le mantenían atado a una camilla, impidiéndole incorporarse. Las piernas desnudas mostraban un sinnúmero de cortes y cicatrices, mostrando la piel macilenta una buena encarnadura que solo podía deberse a causas sobrenaturales.
- Tómele el pulso –me pidió mi compañera. Al aproximarme, el engendro empezó a gruñir, a debatirse con violencia, haciendo que las cadenas tintinearan, y mostró unos colmillos amenazantes.
Como viera que titubeara, se me adelantó.
- No tiene pulso –anunció-. La piel está fría… como la de un cadáver. Los ojos y la boca carecen de su natural humedad. Parece vivo, pero en realidad está muerto. De hecho, es un no-muerto. Un retornado a la vida.
- Pues si ha vuelto de la muerte alguien ha debido traerle desde el más allá. ¿Quién será esta abominación? ¿El Desollador?
- Poco importa. Ahora es un monstruo al servicio del que conocéis como Ferreira, ya sea como instrumento de venganza o como objeto de sus insanos experimentos.
- La gente no desaparece así como así –insistí-. Hasta los muertos dejan restos.
- ¿Acaso alguien podría encontrar los restos de lo que comisteis ayer? En esta ciudad, como en tantas otras, desaparecen niños, vendidos a las fábricas o a los pederastas. Se secuestran a mujeres por los tratantes de blancas. Algunos no regresan a su hogar al caer el día –se encogió de hombros con calculado fatalismo. Recordé entonces el comentario del comisario sobre la misteriosa desaparición de múltiples mendigos en Granada-. Ahora tenemos una tarea por cumplir –volvió hacia la estancia por la que habíamos entrado y al poco regresó con un trozo de madera-. Solo la muerte le puede librar de tan abyecta degradación, a la par que evitará que pueda contaminar a otros su nefanda condición. Espero que sea lo suficientemente hombre como para matarlo. Clávele a estaca en el corazón.
No podíamos saber del cierto si era el carnífice o una de las víctimas del verdugo. Sabíamos, eso sí, que no merecía seguir hollando el mundo de los vivos.
La agarré con firmeza, tragué saliva, y de un golpe seco le hundí la estaca en el corazón.
Durante unos segundos la bestia se debatió entre terribles espasmos, hasta que la placidez de la muerte venció sus fuerzas.
- No hemos acabado. No podemos dejar el trabajo a medias. Hay que arrancarle la cabeza. He conocido a algunos capaces de vivir sin cerebro, pero a ninguno que pueda hacerlo sin cabeza sobre los hombros -se mordió los labios para contener la risa.
- ¿Sin un hacha o un modesto cuchillo siquiera? –protesté.
- Busque una piedra con algo de filo –era una mujer en extremo decidida, tuve que admitir para mis adentros con cierta admiración.
Pueden figurarse ustedes la escabechina que debí cometer para cumplir la tarea con la burda imitación de un pedernal. Conviene, por tanto, ahorrar detalles escabrosos, que aún hoy consiguen revolverme el estómago.
Con el cabo de la vela prendimos a la paja, con la esperanza de que el fuego purificara aquel lugar maldito. Nos llevamos la antorcha y salimos de allí con rapidez, sin mirar atrás.
Resultaba complicado precisar el tiempo que llevábamos en el interior de la montaña. Caminábamos en silencio, tanto para ahorrar aliento como por la impresión causada por la espantosa misión que nos vimos obligados a cumplir.
De pronto, la llama del hachón osciló. Nos detuvimos y movimos la tea lentamente hasta descubrir el origen de una corriente de aire. Empezamos a escalar por un agujero.
Arriba, en la lejanía, se anunciaban los rayos de luz de la luna. Solté voces demandando auxilio, secundado por la Lady, que reprodujeron los ecos de los abismos.
Escarbábamos con las manos para construir unos asideros que nos permitieran seguir subiendo. Tragábamos tierra, las lascas nos laceraban la piel como si fueran diminutas navajas, el polvo se nos pegaba entre el sudor y la sangre.
Llegaron voces de gente de fuera. Volvimos a pedir socorro con más fuerza. Al poco descendía una cuerda hasta nosotros. Primero se la ató la inglesa, que fue transportada hacia el exterior como si fuera una pluma. Luego fue mi turno.
Al encontrarme de nuevo bajo la bóveda celeste me felicité por volver, una vez más, al mundo de los vivos.
Todo eran parabienes de nuestros rescatadores por nuestra fortuna. En cuanto hube bebido un sorbo de agua hice la pregunta de rigor a nuestros hombres.
- ¿Y el portugués y sus secuaces?
- Unos muertos y otros desaparecidos.
- Sí, pero ¿qué ha sido del jefe de la banda? –insistió la Lady.
- Nadie lo sabe. Parece que ha escapado.

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