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estaba tan concentrado
preparando el disparo, que apenas atendí al revuelo que se había formado a mis
espaldas. Cuando me disponía a apretar el gatillo, sentí una exhalación pasar a
mi lado, moviéndome. A duras penas reprimí una maldición. Había perdido mi
posición de disparo y, con ella, acertar al maldito portugués.
Se
trataba de Gerónimo, convertido en hombre lobo. Lanzábase hacia el enemigo como
un capitán de los piratas al abordaje. Esa caída hubiera matado a un hombre
normal. Él ya no lo era.
Aterrizó
como un equilibrista, flexionando las rodillas. De inmediato tomó impulso,
saltó hacia delante, y se abalanzó sobre dos celebrantes que tuvieron la
funesta idea de intentar detenerle. En menos de lo que canta un gallo se
derrumbaban con los cuellos desgarrados por sus colmillos alunados.
Mientras
el pandemónium comenzaba abajo, descendíamos todo lo rápido que podíamos por
unos diminutos escalones tallados en la piedra.
Cerca ya
de concluir nuestra bajada, el portugués accionó un mecanismo oculto tras la
estatua de Coatiplec, tomó de la mano a una de sus compañeras enmascaradas,
arrastrándola tras de sí, y huyó de inmediato por un pasadizo secreto situado
detrás de la estatua.
Tras su
desaparición la tierra comenzó a vibrar, con un rugido ronco y amenazador, tal como
si fuera una deidad enfurecida. Entonces se oyó una explosión y se desató el
caos. El techo empezó a desmoronarse. Algunos fueron abatidos por el alud de
rocas.
Todos
intentamos escapar como buenamente pudimos, mientras resbalábamos por culpa del
suelo empapado de sangre, animal y humana.
La Lady
y yo intentamos seguir por una angostura natural de la cueva al último de los
celebrantes que consiguió librarse de las fauces de Gerónimo, pero una lluvia
de cascotes nos impidió darle alcance, barrándonos el paso.
De la
bóveda de las galerías empezaron a desprenderse grandes trozos de roca y el
suelo rugía y temblaba. Intentamos protegernos bajo columnas, sitiales,
cualquier hueco. Era como presenciar uno de esos terribles terremotos de las
tierras volcánicas del Nuevo Mundo.
Al fin
la conmoción cesó. El rugido de la tierra se silenció, y las rocas dejaron de
caer. Tan solo quedaban las nubes de polvo, provocándonos toses.
La británica
sacó una pequeña linterna del bolso. Los desprendimientos habían provocado que
ella y yo quedáramos separados de nuestros compañeros. Nuestros gritos no
recibieron respuesta. El camino por el que entramos durante la persecución de
uno de los acólitos del portugués estaba bloqueado por un muro de escombros.
Comenzamos
la búsqueda de una salida. Avanzamos por un dédalo de galerías, perdidos,
desorientados por momentos.
- Cuando
salgamos de esta, le daré las gracias
a su amigo –prometió la inglesa con animosidad-. Por culpa de su… vehemencia
nos vemos en esta delicada situación. Y se nos ha escapado el jefe de esos
peligrosos fanáticos. Otra vez se me ha escurrido como agua entre las manos.
A mí
también me molestaba que Gerónimo hubiera decidido actuar por su cuenta y
riesgo, dando al traste con mi oportunidad de abatir al portugués.
Por
supuesto, me abstuve de criticar a uno de los míos ante aquella mujer. Pero lo
último que había dicho…
- ¿De
qué lo conocéis? ¿Por qué lo buscáis, si ya os ha rehuido con anterioridad?
- Parecéis
muy entusiasta, a la par que pecáis de ingenuo. En verdad os digo que no nos
enfrentamos a un hombre cualquiera. De hecho, a veces me pregunto cuánto le
queda de humanidad.
- Como
aliados, ¿no sería conveniente para una mejor colaboración que me explicarais
lo que sabéis de ese tal Arnaldo Ferreira? –expuse alarmado por sus palabras-.
Hasta ahora solo conocía su vertiente como ladrón y profanador de mujeres.
Aparte de esos pequeños detalles,
goza de la mayor consideración en ciertos círculos.
- Así
que ahora ese es su nombre… Solo necesitáis saber que es alguien de quien más
vale cuidarse. Posiblemente el villano más peligroso al que jamás os hayáis
enfrentado, un bastardo desprovisto de toda piedad o cualquier sentido de la
moral. Tiene la persuasión de estar predestinado para las más altas empresas,
ajeno a todas las flaquezas humanas. Tal monstruo de la impiedad no descansa nunca
en sus maquiavélicos planes. A ambos nos conviene capturarlo antes de que sea
demasiado tarde.
Llegamos
a una intersección. Un ramal estaba obstruido por montañas de piedras y tierra.
Otro descendía como si fuera la boca de un ogro. La otra bifurcación parecía
ascender.
Decidimos
seguir la que subía, alejándonos de las profundidades de la montaña para
escapar de sus entrañas laberínticas y atenebradas.
- ¿Demasiado
tarde para qué?
- Tarde
para todos… Lo que permanece en las profundidades no debe despertarse –advirtió
con tono sombrío-. Tempus fugit…Y
ahora, salgamos de aquí.
A lo
lejos se seguían oyendo el estruendo apagado de los derrumbes. De improviso,
una cortina de polvo precedió a otro desprendimiento. Tras un crujido lastimero,
como el de las jarcias de un barco arrancadas por la tempestad, una viga de madera
de la techumbre de la mina cayó con estrépito, golpeando de refilón a la Lady y
atrapándola debajo.
Tuve que
tensar los músculos y mascullar mis mejores maldiciones para sacarla de debajo
de aquella trampa.
Con los
últimos estertores de la linterna conseguí atisbar un cabo de vela en una
hornacina y lo encendí con un fósforo. La débil y oscilante luz añadía un
horror fantasmagórico a nuestra angustiosa situación.
Parecía
desmayada. Mientras le limpiaba la cara con un pañuelo, con la otra mano le
estrechaba la suya, intentado transmitirle fuerzas. Aun así, con las ropas
maltrechas, el rostro demudado y la momentánea presencia frágil, era innegable
que poseía una belleza magnética.
El odio,
como el cariño, en ciertas ocasiones nos atrae hacia las personas que nos lo
inspiran. Desconozco que me impulsó a hacerlo, el diablo me puso en la mente
aquella idea, no me cabe la menor duda, mas no pude evitar depositar un ligero beso
en sus labios exánimes.
Abrió
los ojos con lentitud ante el contacto de mi ósculo.
- ¿Me
tomáis por la Bella Durmiente? –balbuceó ante aquella inusitada familiaridad-. Ayudadme
a levantarme, mi amable príncipe. Tenemos que encontrar una salida antes que la
montaña se canse de jugar al gato y al ratón con nosotros, y decida engullirnos.
Una vez
en pie, le ofrecí el brazo, sin saber qué decir, pero lo desdeñó con un gruñido
y un movimiento de mano. Volvía a sus deplorables maneras viriles.
No lejos
llegaba hasta nosotros un murmullo, un ruido que nada tenía que ver con los
movimientos de la tierra. Ante la duda que se tratase de uno de nuestros
compañeros o de una trampa de los secuaces del portugués, decidimos acercarnos con
sigilo.
Entre
nubes de polvo que casi nos cegaban y causaban un molesto escozor en los ojos, llegamos
a una pequeña cueva, un espacio ancho de unos cinco o seis metros alumbrado por
una tea desfalleciente.
En un
rincón había un montón de paja dispuesto como un jergón. En el centro de la
estancia descansaba un ataúd, rodeado de un túmulo de huesos descarnados,
pieles ensangrentadas y demás despojos que ahorro describir para no espantar a
los espíritus delicados. En una pared, que rezumaba lágrimas a causa de la
humedad, sobresalía una argolla de hierro, de la que pendía una pesada y gruesa
cadena.
El hedor
nos aturdía. Nos miramos en silencio. Creo que ambos pensamos lo mismo.
Habíamos
descubierto el escondrijo de El Desollador.
No soy
un cobarde. Yo no le temo a la muerte, sino a quedarme agarrotado por el miedo.
No tomen esta declaración como un alarde. Entiéndanme, cuando uno ha combatido
contra monstruos de verdad, auténticos hideputas capaces incluso de comerte el
alma, sabes que rendirse no es una opción. Vences o mueres. Caer prisionero
puede ser peor que la misma muerte. Pero la visión de aquel terror lejano transplantado
al hogar despertó en mí un temor irracional que al poco conseguí dominar.
Las
sombras furtivas que se deslizaban por las paredes me hicieron pensar en las
almas de los muertos por aquella bestia del averno, cuyos restos allí
permanecían apresados, como si pretendieran llamar nuestra atención y rogarnos
su liberación. Por desgracia, ese poder no estaba a nuestro alcance.
Del
fondo de la caverna salían gruñidos. Mentiría si negara que se me erizó hasta
la punta de los cabellos.
Con la
pistola por delante, el cabo de la vela nos anunció una basta tela, que en la
oscuridad se había confundido como parte de las paredes.
Nos
miramos. Ella asintió, y se dispuso a apartar el basto lienzo de saco. La sorpresa
volvió a vencernos.
-
¡Espere! –advertí a mi acompañante.
- No le tenía por un cobarde –aquellas palabras se me
clavaron como saetas en el corazón.
- ¡Por vida de…! No se obstine en faltarme –la lengua
me ardía por las ganas de responderla como se merecía-. Soy prudente. Solo un
niño es capaz de dirigirse con los ojos cerrados hacia el peligro.
- Tiene
su arma. Confío que el plomo sea suficiente… y no lamentemos la falta de balas
con astillas de roble, nitrato de plata y dientes de ajo –deseó la mujer.
Abrí el
tambor de la pistola, rebusqué en un bolsillo, extraje un puñado de mis balas
especiales y con ellas cargué el arma.
-
Rociadas
con agua bendita –pretendí tranquilizarla.
A pesar
que hablábamos en susurros, en aquella caverna nuestras voces parecían reverberar
como los tañidos de una campana.
- Claro,
¿y no puede empuñar también un crucifijo? Los católicos os creéis que estáis a
salvo de todo con eso… Craso error. No son más que supersticiones, de escasa
utilidad práctica.
- Entonces
será lo que Dios quiera, ¿no le parece? –hasta en aquella delicada situación en
la que nos encontrábamos, y tras el momento de confusa intimidad que hacía nada
habíamos vivido, aquella inglesa encontraba motivos de reproche, lo que me
hastiaba-. ¡Abra y hágase a un lado!
Hay
descubrimientos para los que uno nunca acaba de estar preparado, y lo que se
mostraba ante nosotros lo cumplía con creces.
- ¡Dios
nos asista! –no pude reprimirme de exclamar.
- Me
temo que el Todopoderoso no alcance hasta este pozo del Hades. Por fortuna
estamos nosotros para suplir esa carencia.
Un
hombre, o una carcasa de huesos y músculo que en tiempos debió serlo, de faz
desencajada y con la cabeza encerrada en una pequeña jaula, se debatió
ferozmente ante nuestra presencia. Vestía una camisa de fuerza, cubierta de
costras de sangre y suciedad. Unas cintas metálicas le mantenían atado a una
camilla, impidiéndole incorporarse. Las piernas desnudas mostraban un sinnúmero
de cortes y cicatrices, mostrando la piel macilenta una buena encarnadura que
solo podía deberse a causas sobrenaturales.
- Tómele
el pulso –me pidió mi compañera. Al aproximarme, el engendro empezó a gruñir, a
debatirse con violencia, haciendo que las cadenas tintinearan, y mostró unos
colmillos amenazantes.
Como
viera que titubeara, se me adelantó.
- No
tiene pulso –anunció-. La piel está fría… como la de un cadáver. Los ojos y la
boca carecen de su natural humedad. Parece vivo, pero en realidad está muerto.
De hecho, es un no-muerto. Un retornado a la vida.
- Pues
si ha vuelto de la muerte alguien ha debido traerle desde el más allá. ¿Quién
será esta abominación? ¿El Desollador?
- Poco
importa. Ahora es un monstruo al servicio del que conocéis como Ferreira, ya
sea como instrumento de venganza o como objeto de sus insanos experimentos.
- La
gente no desaparece así como así –insistí-. Hasta los muertos dejan restos.
- ¿Acaso
alguien podría encontrar los restos de lo que comisteis ayer? En esta ciudad,
como en tantas otras, desaparecen niños, vendidos a las fábricas o a los
pederastas. Se secuestran a mujeres por los tratantes de blancas. Algunos no
regresan a su hogar al caer el día –se encogió de hombros con calculado
fatalismo. Recordé entonces el comentario del comisario sobre la misteriosa
desaparición de múltiples mendigos en Granada-. Ahora tenemos una tarea por
cumplir –volvió hacia la estancia por la que habíamos entrado y al poco regresó
con un trozo de madera-. Solo la muerte le puede librar de tan abyecta
degradación, a la par que evitará que pueda contaminar a otros su nefanda condición.
Espero que sea lo suficientemente hombre como para matarlo. Clávele a estaca en
el corazón.
No
podíamos saber del cierto si era el carnífice o una de las víctimas del
verdugo. Sabíamos, eso sí, que no merecía seguir hollando el mundo de los
vivos.
La
agarré con firmeza, tragué saliva, y de un golpe seco le hundí la estaca en el
corazón.
Durante
unos segundos la bestia se debatió entre terribles espasmos, hasta que la
placidez de la muerte venció sus fuerzas.
- No
hemos acabado. No podemos dejar el trabajo a medias. Hay que arrancarle la cabeza.
He conocido a algunos capaces de vivir sin cerebro, pero a ninguno que pueda
hacerlo sin cabeza sobre los hombros -se mordió los labios para contener la
risa.
- ¿Sin
un hacha o un modesto cuchillo siquiera? –protesté.
- Busque
una piedra con algo de filo –era una mujer en extremo decidida, tuve que
admitir para mis adentros con cierta admiración.
Pueden
figurarse ustedes la escabechina que debí cometer para cumplir la tarea con la
burda imitación de un pedernal. Conviene, por tanto, ahorrar detalles escabrosos,
que aún hoy consiguen revolverme el estómago.
Con el
cabo de la vela prendimos a la paja, con la esperanza de que el fuego
purificara aquel lugar maldito. Nos llevamos la antorcha y salimos de allí con
rapidez, sin mirar atrás.
Resultaba
complicado precisar el tiempo que llevábamos en el interior de la montaña.
Caminábamos en silencio, tanto para ahorrar aliento como por la impresión
causada por la espantosa misión que nos vimos obligados a cumplir.
De
pronto, la llama del hachón osciló. Nos detuvimos y movimos la tea lentamente
hasta descubrir el origen de una corriente de aire. Empezamos a escalar por un
agujero.
Arriba,
en la lejanía, se anunciaban los rayos de luz de la luna. Solté voces
demandando auxilio, secundado por la Lady, que reprodujeron los ecos de los
abismos.
Escarbábamos
con las manos para construir unos asideros que nos permitieran seguir subiendo.
Tragábamos tierra, las lascas nos laceraban la piel como si fueran diminutas
navajas, el polvo se nos pegaba entre el sudor y la sangre.
Llegaron
voces de gente de fuera. Volvimos a pedir socorro con más fuerza. Al poco
descendía una cuerda hasta nosotros. Primero se la ató la inglesa, que fue
transportada hacia el exterior como si fuera una pluma. Luego fue mi turno.
Al
encontrarme de nuevo bajo la bóveda celeste me felicité por volver, una vez más,
al mundo de los vivos.
Todo
eran parabienes de nuestros rescatadores por nuestra fortuna. En cuanto hube
bebido un sorbo de agua hice la pregunta de rigor a nuestros hombres.
- ¿Y el
portugués y sus secuaces?
- Unos muertos
y otros desaparecidos.
- Sí,
pero ¿qué ha sido del jefe de la banda? –insistió la Lady.
- Nadie
lo sabe. Parece que ha escapado.
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