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n El Día publicaron la interpretación de los extraños rituales de los
que fuimos testigos. Cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía en mi relato
es algo que no me atrevo a aventurar. Los hechos sucedieron tal como los he
relatado. Entiendo, eso sí, que los vapores tóxicos inhalados en aquella cueva
y la lógica excitación del momento pudieron haber distorsionado, en alguna
medida, mi percepción de lo acontecido.
Vamos,
pues, a un resumen de la crónica del periodista de El Día:
“Triste, funesta, espantosa en grado sumo es
la situación de inseguridad en la que nos ha situado la incapacidad de la ley
para garantizar el orden y la seguridad de los probos ciudadanos de Granada.
Igual que en Madrid y Barcelona, diríase que en Granada también padecemos una
sociedad de malhechores, bien organizada para su objeto criminal. Los adelantos
del siglo han refinado la maldad. No podemos asegurar que los forajidos
antiguos sean peores a los de nuevo cuño; la existencia de todos ellos prueba
algún defecto capital en la sociedad que sufre esta plaga terrible. Esta
delincuencia demuestra que, en el fondo de esta sociedad, hay muchos elementos
de destrucción que pueden acarrear terribles desgracias si no se conjura el mal
a tiempo.
Es preciso atacar y destruir ese mal en
su origen. Como medios eficaces señalaremos la instrucción moral y religiosa de
las masas. Que se difunda la ilustración cuanto sea posible, y con la
ignorancia desaparecerá la perversidad y la corrupción. Conviene además una
administración diligente que fomente la industria, la agricultura y todas las
artes y oficios, proporcionando trabajo y adecuado bienestar a todas las clases
sociales.
Podría atribuirse el presente relato a
una ardiente fantasía. Pues no, queridos lectores, se trata de la verdad fría,
terrible, desnuda. “
Mientras
especulábamos sobre dónde se hallaría ahora el portugués y cuáles serían sus
próximos pasos, llegó un soldado a la mansión buscando a don Alejo. Portaba un
pliego con los sellos del Ministerio de Ultramar y las Armas de España. Todos
le miramos expectantes.
El
patrón rompió el lacre, sacó el oficio de su envoltorio y empezó a leer en voz
alta, con tono solemne:
- Su Majestad
Imperial, que Dios guarde muchos años, se ha servido convocar a V.E... –se
calló durante unos instantes, supongo que asimilando el mensaje. Todos
estábamos sobre ascuas. Sus ojos mostraban un destello fosfórico cuando levantó
la vista hacia nosotros-. Me convocan a Madrid, al Ministerio de Ultramar en
relación a la información que solicitamos al de Guerra.
Mi
corazón casi dio un vuelco. ¡La foto descubierta en la habitación de Leopoldo
nos daría las respuestas que esperábamos!
- Peralta,
que preparen la “casa de vapor” de inmediato –ordenó a su mayordomo-. Partimos
en dos horas.
En el
plazo estipulado, don Alejo y un pequeño séquito nos subíamos a su tren
privado. El viaje fue cómodo: la máquina casi alcanzaba la friolera de 80
kilómetros a la hora. El Rey poseía también un modelo de la casa de vapor
patentada por don Alejo, pero más grande y lujoso, como no podía ser de otra
manera tratándose de nuestro monarca.
Pasé el
viaje dándole vueltas a todo lo acontecido, en particular a las explicaciones
de Fermín Avellaneda, el ubicuo dueño de la Galería de los Mundos Lejanos,
experto en todo tipo de cambalaches mistéricos.
Nos
explicó que los animales simbolizaban el día y la noche, con su sacrificio
intentaban obtener más poder sobre el mundo de los vivos. Tras el festín debían
quemar los restos de los animales, y los celebrantes se embadurnarían todo el
cuerpo con las cenizas resultantes de la pira. Luego se lavarían por completo
con agua bendita.
Conseguimos,
por tanto, abortar un herético complot. Al menos, sobre el papel. Seguían
acumulándose, sin embargo, las dudas. ¿Y los restos hallados en la cueva? ¿Eran
humanos o sacrificios de animales? El no-muerto que devolvimos al infierno,
¿era acaso El Desollador? Esa incertidumbre me reconcomía.
Se nos
habían escapado de entre los dedos los sujetos más peligrosos del sur de
España: Ferreira y su sirviente, el Desollador. Es decir, en definitiva
habíamos avanzado más bien poco en nuestro empeño, más allá de demostrar al fin,
de forma irrefutable, la infamia del mal llamado caballero portugués.
Al menos
habíamos encontrado la estatua de Coatiplec… salvo por el no pequeño detalle
que ahora descansaba bajo toneladas de roca. Don Alejo había contratado una
cuadrilla de mineros a la orden un ingeniero encargado de colocar cargas
explosivas en las primeras capas de la montaña para proceder de la forma más
rápida al desescombro. Eso sí, resultaba imposible determinar cuánto tiempo
llevaría rescatar la estatua… siempre y cuando no hubiera resultado destruida
por los derrumbes.
Dejé de
conjeturar, para volver la vista hacia la ventana de nuestro vagón. Tras dejar atrás
los feraces campos de cultivo castellanos, la madera y el cereal cedían el
terreno al ladrillo. Las chimeneas de las innumerables fábricas sustituyeron a
los bosques al aproximarnos a Madrid. Arrojaban sin descanso columnas de humo
negro como las calderas de Pedro Botero.
Me
imaginé lo dura que sería la vida allí dentro, en las catedrales fabriles,
donde ardía el carbón de piedra, el martillo golpeaba rítmicamente, los robots
comenzaba a desplazar a los obreros humanos, y las máquinas de vapor movían sus
enormes ruedas sin cesar.
Los suburbios
donde se hacinaban los trabajadores crecían y crecían, como enormes colmenas de
ladrillos. Trenes de mercancías entraban y salían constantemente de la capital
del imperio.
Tras
dejar en las cocheras de la estación de Atocha el tren, tomamos un auto alquilado
hasta el Ministerio. Acompañábamos a don Alejo, Gerónimo Garay y yo como
guardaespaldas. Madrid era un gran capital, sí, y también una ciudad que
ocultaba múltiples peligros. Por si eso no fuera bastante, decían, otrosí, que
las miasmas del Manzanares exhalaban un brote de tifus.
De camino, contemplamos un enorme boquete en
el empedrado del Paseo del Prado. Un ómnibus aparecía hundido de morro, como un
barco que se fuera a pique. Salía del cráter una débil columna de agua. La muchedumbre
se apiñaba alrededor, dándose codazos por alcanzar un puesto desde el que ver
mejor el desastre y susurrando como una colmena de abejas, ávida de saber y de
contar. Los dependientes del comercio, los manolos y los lacayos mantenían la
posición a empujones, sin ceder el puesto ni a banqueros ni a funcionarios
ministeriales, tal era el interés que suscitaba aquel incidente.
Desde
nuestra posición no podíamos saber si se trataba de un hundimiento provocado
por los ríos subterráneos que minaban Madrid o un atentando de los anarquistas,
los movimientos independentistas de ultramar... Las posibilidades no eran pocas
en Madrid, la moderna Babel.
Una
reciente proclama real exigía a los dependientes de la autoridad no consentir
las reuniones de más de tres personas en la calle una vez anochecido. Aquello
revelaba a los leales habitantes de la Muy Heroica Villa la existencia de
grupos de díscolos y mal avenidos con las instituciones públicas. Como si no lo
hubieran inferido ya al ser de público conocimiento la presencia de dos
regimientos de retén en Correos y la artillería dispuesta, además de un
dirigible del Ejército del Aire que sobrevolaba sin descanso los cielos de
Madrid y los globos cautivos que avizoraban desde las alturas en busca de
cualquier peligro.
Me
sentía incómodo en la capital, no tanto por la ciudad en sí sino por todo lo
que la misma representaba. Unos decían que las máquinas, la electricidad, el
vapor y la ciencia habían hecho inútiles a los hombres, que antes se tenían por
imprescindibles, y ahora todos esos avances les tornaban desgraciados. En
cambio, otros opinaban que esos mismos adelantos convertían al hombre en el auténtico
rey de la creación. A eso lo llamaban progreso.
Sostenía
a su vez don Alejo que esa maquinaria a vapor y la ciencia inoculada al pueblo
harían libres a los hombres. Yo no lo tenía tan claro. No mientras siguiéramos
padeciendo a todos esos dirigentes mezquinos, satélites del oscurantismo,
mandarines de la corrupción, que crecían y se cebaban bajo la sombra del Rey y
sus intrigas palaciegas; mientras prevaleciera la inmemorial costumbre de robar
mucho y deprisa de los ministros y favoritos de esta tierra, mientras oprimían
al pueblo con todos los medios que tenían a su alcance.
Me dije,
extendiendo la mirada en derredor, que Rousseau se había inspirado en la
capital de nuestra nación para escribir su “Contrato
social”, otro libro prohibido por el Índice inquisitorial.
Se decía
al pueblo que se le daba participación en los negocios públicos por medio de
sus representantes en la Cortes, y todo no era más que una burla y una mentira.
Al verdadero pueblo no le daban voto, sino cadenas. El sufragio universal era
propiedad solo de aquellos contribuyentes que pagaban cierta cantidad, es
decir, de las clases acomodadas. Y el Ejército sosteniendo a esos tiranos. Menuda
Armada la nuestra, que tenía una escuadrilla de marineros destinada en el
estanque grande del Buen Retiro madrileño.
Mientras
haya monarcas los ejércitos serán siempre del Rey, no del pueblo que los paga,
uniforma y arma; nunca del pueblo del que salieron y al que volverán. ¡Dónde
quedó la España con honra! ¿Acaso puede haber un monarca que gobierne con leyes
democráticas? Al parecer, no en nuestra nación.
Alguien
repartía de forma clandestina pasquines de la Internacional de los
Trabajadores. Había salido de la larga fila de obreros que estaba construyendo
los túneles para el tren subterráneo, disimulado entre aquéllos.
- Ni
dios, ni patria, ni amo, ni autómatas – me arengó tras entregarme un folleto y
un librito antes que el auto pasara de largo. Era otro aspirante más a ocupar
una celda en el pudridero de revolucionarios en el que se había convertido la
tétrica cárcel del Saladero-. ¡Lean y abran los ojos a la verdad! ¡Jesús de
Nazaret fue el primer anarquista!
Un poco
más allá, un arlequín cuyo disfraz amenazaba con desbordarse a causa de la
anchurosa humanidad que debía contener, repartía el programa del Circo Price,
para delicia de pequeños y no tan niños.
Tales
contrastes solo podían darse en Madrid.
A aquel obrero
puede que le llevara a la revolución el deseo de justicia, de libertad y de moralidad
que inspiraba a tantos buenos españoles. En cambio, a muchos políticos solo les
movía su ambición, unos por no permanecer alejados del poder y otros por al
ánimo de medrar aún más. A los altos funcionarios, conservar las prebendas y
regalías con las que les colmó el monarca para asegurar su gratitud. Y el
Ejército callaba y obedecía.
Todos
olvidaban que no hay pueblo, por muy leal que sea, que no se revuelva tarde o
temprano contra la tiranía y la injusticia, sobre todo si hay quien el recuerde
su dignidad perdida. Causaba estupor, cuando no indignación, contemplar a
tantos mendigos flacos y a tantos curas gordos, sin poder hacer nada para
remediarlo. Para eso servía el diezmo.
Lo
dicho, todo en Madrid hacía crecer en mi interior la indignación por la deriva
que había tomado nuestra amada nación.
Eché un
vistazo al folleto recibido. En grandes letras pedían la reducción de la
jornada laboral de 12 a 10 horas, y un salario digno. Claro que Alfonso XII alentaba
la libertad de expresión, como defendían sus leales seguidores. Siempre y
cuando se ajustara a las directrices y los intereses de su régimen, recordé sin
dilación.
Me
desazonaba pensar en toda esa caterva de carroñeros: rey, cortesanos, y todos
los que medraban bajo su sombra. Eran aves de rapiña que chupaban el jugo al
pueblo, lanzaban a sus hijos a los campos de batalla, los uncían al yugo de un
trabajo esclavo y miserable.
Aquel
maltrato se traducía por parte de algunos descontentos en revueltas, atentados
terroristas, secuestros y asesinatos sin cuento. Los empresarios, como
respuesta, contrataban bajo cuerda pistoleros para eliminar o acobardar a los
líderes sindicales y revolucionarios.
Recordé
entonces una anécdota relatada por don Alejo, acontecida en su club de
señorones. Un conocido prohombre granadino expuso su solución al desasosiego social.
- Habría que matar a toda esa ralea de
desagradecidos, pero entonces ¿quién trabajaría en las fábricas? –se alzó una
risa estentórea entre los presentes.
Vivimos
en una época de perfidia y maquiavelismo, me condolí.
El
patrón tomó de mis manos el opúsculo. Resultó ser una selección de textos
traducidos de “La vie de Jésus”.
- Joseph
Renan, el filósofo francés. Muy interesante. –anunció don Alejo, mientras
ojeaba las páginas-. Las verdades que revela la ciencia superan siempre a los
sueños que destruye –citó con voz queda una máxima del autor.
Era de
los que aprovechaba la menor ocasión para llevar el agua a su molino, pensé
mientras yo seguía concentrado en el revuelo causado por el revolucionario en
ciernes.
- Todos
esos franchutes son una caterva de liberales –dijo el conductor, mirándonos de
reojo-. ¡Un liberal no puede ser más que un jacobino y un impío! Incluso un
carbonario disfrazado.
- ¿Alguien
osará también cantar el himno de Riego? –no pude refrenar mi lengua al
contemplar el eco que obtenía aquel hombre mientras repartía sus papeles y
obcecado por aquel comentario que hablaba bien a las claras de la división de
nuestra nación.
- ¡Por
los mártires de Alcalá! Quién osaría si no algún demente que milite bajo la
bandera de la Revolución, o un orate poseído por el demonio negro de la
libertad, que Dios los confunda –exclamó con ímpetu colérico nuestro conductor.
Tras escupir, prosiguió su diatriba:-. Si Dios quiere, la Primera República fue
la primera y la última. De mil amores me liaba ahora a tiros con esa purria.
Pues los
privilegios desaforados debían cesar aquí como acabaron en Francia, dije en mi
interior. Más valía que ocultara esos pensamientos si no quería acabar
denunciado a las autoridades, me previne. A los que la lengua perdía, los
realistas los denunciaban por liberales perniciosos y se les deportaba a
Filipinas o encerraba en algún presidio africano.
El
panfletero, con barba de un palmo como la de un profeta, se perdió entre la
multitud. Sonaron los silbatos de la policía, cada vez más cercanos, intentando
poner orden en aquel jubileo.
Otro
personaje atrapó mi atención. Un hombre de chata catadura y ojos de gato tocaba
una campanilla a intervalos regulares, mientras con la otra mano mostraba un
cepillo de latón a los transeúntes, por cuya abertura estos podían deslizar un
triste ochavo. Se trataba de un miembro de la Cofradía de Paz y la Caridad, y
su presencia anunciaba que ese día se iba a ejecutar a un criminal. Pocos días
debía descansar aquella campaña petitoria en Madrid.
Avanzábamos
con lentitud a causa de la mucha circulación. En las calles principales parecía
difícil cruzar sin atropellar o ser atropellado por un sinfín de vehículos de
vapor de todo tipo. Ante aquella acumulación de metal en movimiento no pude
evitar preguntarme cuándo desapareció el olor a estiércol de caballo de las
calles.
Solo se
mostraban ociosos los hijos del rey, nombre
dado a los incluseros en la Villa y Corte, cada vez más numerosos e ignorantes
de la doctrina y el catón. Deambulaban en busca de limosna o de afanar alguna
cartera al descuido, haciendo que Gerónimo y yo permaneciéramos alerta cuando
veíamos que alguno se aproximaba a nuestro vehículo más de lo necesario.
Don
Alejo estaba ajeno al guirigay circundante, absorto en la lectura de un diario.
Atisbé el inicio de una noticia: “El
gobierno se proponer fomentar el comercio, las artes, la industria, la
agricultura, aliviándolas de los exorbitantes impuestos que las agobian, hijos
del desconcierto de pasadas administraciones...” Y luego proseguía
ponderando las delicias del paternal gobierno que disfrutábamos los españoles.
Las
administraciones que vendrán dirán de esta administración lo mismo que dice ahí
de las anteriores, mientras todas gastaban de forma inmoderada, ahogué un
exabrupto en voz alta. Escupí al suelo por no poder mostrar mi malestar de
ninguna manera razonable. Son los gobiernos que atropellan la justicia,
siempre, y sin saberlo, los verdaderos revolucionarios del mundo, no el pueblo
sojuzgado y oprimido.
El
patrón alzó la vista hacia mí, y la volvió hacia el texto. Él sabía cuál era mi
pensamiento político, tan diferente del suyo, por lo que intentó suavizar los
efectos de la noticia.
- El Rey,
a pesar de su poder, no dispone libérrimamente de su voluntad soberana. Por
consiguiente, no siempre puede hacer sentir los efectos de su natural bondad. Su
Majestad quiere asentar su gobierno sobre bases sólidas, benéficas e imperecederas,
mas para ello necesita contar con hombres probos en todas las esferas de la
Administración pública, y poder distinguir así a los buenos de los que no lo
son.
Esa
parrafada me sonó a salirse por la tangente. Asentí con circunspección, conocedor
de que la prudencia formaba parte de las obligaciones de mi servicio hacia él.
Comprendí que me tocaba callar y dar gusto a mi jefe, pues lo contrario sería
como disputar sobre el sexo de los ángeles.
En
España, a los “hombres probos”, como él los llamaba, jamás se les concedería el
menor poder de decisión, y mientras el rey viviera encerrado entre oropeles se
seguirían cometiendo injusticias en su nombre.
Por fin
se nos anunció la ciclópea mole del Ministerio de Ultramar. Gerónimo, apoyado
en un estribo del automóvil, saltó poco antes de llegar con el fin de controlar
si nos seguía alguien. Tal vez don Alejo no tuviera tantos enemigos como otros,
pero la sucesión de acontecimientos iniciados en Cádiz y agravados en Granada
no nos invitaban a bajar la guardia.
Mi
compañero se quedó de guardia en el auto mientras yo acompañaba al patrón como
una sombra.
Al
coronar las escalinatas, la entrada porticada estaba flanqueada por dos imponentes
estatuas de bronce, cual atlantes: una de la deidad azteca Tezcatlipoca, la
otra del dios íbero Netón. En nuestra muy católica, apostólica e hispánica
patria el poder adoraba cualquier medio que le permitiera perpetuarse, tal y
como demostraba la presencia de aquel par de dioses.
Don
Alejo entró en el Ministerio con la dignidad que le era propia, luciendo en el
lado izquierdo de la pechera de su chaqué una medalla de San Fernando y una
escarapela que rezaba “Proveedor de la
Casa Real”.
Yo le
seguía pocos pasos por detrás, no tan elegante, pero vistiendo mis mejores
galas dominicales: levita azul larga, corbata gris y botas de charol.
En cuanto mostró la orden real, un edecán se
apresuró a guiarnos por un sinfín de pasillos. Me pareció sentir un levísimo
rumor procedente del suelo. Decían que las entrañas de ese ministerio guardaban
enormes máquinas diferenciales, encargadas de procesar las ingentes cantidades
de información procedentes de todo el imperio, los informes de las embajadas
ubicadas a lo largo del globo, y los datos confidenciales de los agentes a
sueldo de España recabados en las trastiendas de las cancillerías
internacionales. Era un sonido sordo, como el del tren subterráneo al pasar
bajo nuestros pies.
Sonido
más agradable, eso sí, si lo comparáramos con el del Ministerio del Interior,
donde residía la sede de la Dirección General de Asuntos Religiosos, Mágicos y
Sobrenaturales. Se rumoreaba que de los sótanos se escapaban cacofonías,
aullidos más bien, que ponían a prueba los nervios de los hombres más curtidos.
Tras aguardar
cinco minutos en una salita, invitaron a entrar en un despacho a don Alejo. Me
senté en una butaca, con aire aburrido, dispuesto a una larga espera.
A los
pocos minutos el ordenanza vino a buscarme y me urgió a entrar en el mismo
despacho que mi patrón. Enarqué las cejas, sorprendido.
El
viceministro de Ultramar, consejero áulico del rey, quería conocerme.
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