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Capítulo XXI. El complot desbaratado



E
n El Día publicaron la interpretación de los extraños rituales de los que fuimos testigos. Cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía en mi relato es algo que no me atrevo a aventurar. Los hechos sucedieron tal como los he relatado. Entiendo, eso sí, que los vapores tóxicos inhalados en aquella cueva y la lógica excitación del momento pudieron haber distorsionado, en alguna medida, mi percepción de lo acontecido.
Vamos, pues, a un resumen de la crónica del periodista de El Día:
Triste, funesta, espantosa en grado sumo es la situación de inseguridad en la que nos ha situado la incapacidad de la ley para garantizar el orden y la seguridad de los probos ciudadanos de Granada. Igual que en Madrid y Barcelona, diríase que en Granada también padecemos una sociedad de malhechores, bien organizada para su objeto criminal. Los adelantos del siglo han refinado la maldad. No podemos asegurar que los forajidos antiguos sean peores a los de nuevo cuño; la existencia de todos ellos prueba algún defecto capital en la sociedad que sufre esta plaga terrible. Esta delincuencia demuestra que, en el fondo de esta sociedad, hay muchos elementos de destrucción que pueden acarrear terribles desgracias si no se conjura el mal a tiempo.
Es preciso atacar y destruir ese mal en su origen. Como medios eficaces señalaremos la instrucción moral y religiosa de las masas. Que se difunda la ilustración cuanto sea posible, y con la ignorancia desaparecerá la perversidad y la corrupción. Conviene además una administración diligente que fomente la industria, la agricultura y todas las artes y oficios, proporcionando trabajo y adecuado bienestar a todas las clases sociales.
Podría atribuirse el presente relato a una ardiente fantasía. Pues no, queridos lectores, se trata de la verdad fría, terrible, desnuda.
Mientras especulábamos sobre dónde se hallaría ahora el portugués y cuáles serían sus próximos pasos, llegó un soldado a la mansión buscando a don Alejo. Portaba un pliego con los sellos del Ministerio de Ultramar y las Armas de España. Todos le miramos expectantes.
El patrón rompió el lacre, sacó el oficio de su envoltorio y empezó a leer en voz alta, con tono solemne:
- Su Majestad Imperial, que Dios guarde muchos años, se ha servido convocar a V.E... –se calló durante unos instantes, supongo que asimilando el mensaje. Todos estábamos sobre ascuas. Sus ojos mostraban un destello fosfórico cuando levantó la vista hacia nosotros-. Me convocan a Madrid, al Ministerio de Ultramar en relación a la información que solicitamos al de Guerra.
Mi corazón casi dio un vuelco. ¡La foto descubierta en la habitación de Leopoldo nos daría las respuestas que esperábamos!
- Peralta, que preparen la “casa de vapor” de inmediato –ordenó a su mayordomo-. Partimos en dos horas.
En el plazo estipulado, don Alejo y un pequeño séquito nos subíamos a su tren privado. El viaje fue cómodo: la máquina casi alcanzaba la friolera de 80 kilómetros a la hora. El Rey poseía también un modelo de la casa de vapor patentada por don Alejo, pero más grande y lujoso, como no podía ser de otra manera tratándose de nuestro monarca.
Pasé el viaje dándole vueltas a todo lo acontecido, en particular a las explicaciones de Fermín Avellaneda, el ubicuo dueño de la Galería de los Mundos Lejanos, experto en todo tipo de cambalaches mistéricos.
Nos explicó que los animales simbolizaban el día y la noche, con su sacrificio intentaban obtener más poder sobre el mundo de los vivos. Tras el festín debían quemar los restos de los animales, y los celebrantes se embadurnarían todo el cuerpo con las cenizas resultantes de la pira. Luego se lavarían por completo con agua bendita.
Conseguimos, por tanto, abortar un herético complot. Al menos, sobre el papel. Seguían acumulándose, sin embargo, las dudas. ¿Y los restos hallados en la cueva? ¿Eran humanos o sacrificios de animales? El no-muerto que devolvimos al infierno, ¿era acaso El Desollador? Esa incertidumbre me reconcomía.
Se nos habían escapado de entre los dedos los sujetos más peligrosos del sur de España: Ferreira y su sirviente, el Desollador. Es decir, en definitiva habíamos avanzado más bien poco en nuestro empeño, más allá de demostrar al fin, de forma irrefutable, la infamia del mal llamado caballero portugués.
Al menos habíamos encontrado la estatua de Coatiplec… salvo por el no pequeño detalle que ahora descansaba bajo toneladas de roca. Don Alejo había contratado una cuadrilla de mineros a la orden un ingeniero encargado de colocar cargas explosivas en las primeras capas de la montaña para proceder de la forma más rápida al desescombro. Eso sí, resultaba imposible determinar cuánto tiempo llevaría rescatar la estatua… siempre y cuando no hubiera resultado destruida por los derrumbes.
Dejé de conjeturar, para volver la vista hacia la ventana de nuestro vagón. Tras dejar atrás los feraces campos de cultivo castellanos, la madera y el cereal cedían el terreno al ladrillo. Las chimeneas de las innumerables fábricas sustituyeron a los bosques al aproximarnos a Madrid. Arrojaban sin descanso columnas de humo negro como las calderas de Pedro Botero.
Me imaginé lo dura que sería la vida allí dentro, en las catedrales fabriles, donde ardía el carbón de piedra, el martillo golpeaba rítmicamente, los robots comenzaba a desplazar a los obreros humanos, y las máquinas de vapor movían sus enormes ruedas sin cesar.
Los suburbios donde se hacinaban los trabajadores crecían y crecían, como enormes colmenas de ladrillos. Trenes de mercancías entraban y salían constantemente de la capital del imperio.
Tras dejar en las cocheras de la estación de Atocha el tren, tomamos un auto alquilado hasta el Ministerio. Acompañábamos a don Alejo, Gerónimo Garay y yo como guardaespaldas. Madrid era un gran capital, sí, y también una ciudad que ocultaba múltiples peligros. Por si eso no fuera bastante, decían, otrosí, que las miasmas del Manzanares exhalaban un brote de tifus.
 De camino, contemplamos un enorme boquete en el empedrado del Paseo del Prado. Un ómnibus aparecía hundido de morro, como un barco que se fuera a pique. Salía del cráter una débil columna de agua. La muchedumbre se apiñaba alrededor, dándose codazos por alcanzar un puesto desde el que ver mejor el desastre y susurrando como una colmena de abejas, ávida de saber y de contar. Los dependientes del comercio, los manolos y los lacayos mantenían la posición a empujones, sin ceder el puesto ni a banqueros ni a funcionarios ministeriales, tal era el interés que suscitaba aquel incidente.
Desde nuestra posición no podíamos saber si se trataba de un hundimiento provocado por los ríos subterráneos que minaban Madrid o un atentando de los anarquistas, los movimientos independentistas de ultramar... Las posibilidades no eran pocas en Madrid, la moderna Babel.
Una reciente proclama real exigía a los dependientes de la autoridad no consentir las reuniones de más de tres personas en la calle una vez anochecido. Aquello revelaba a los leales habitantes de la Muy Heroica Villa la existencia de grupos de díscolos y mal avenidos con las instituciones públicas. Como si no lo hubieran inferido ya al ser de público conocimiento la presencia de dos regimientos de retén en Correos y la artillería dispuesta, además de un dirigible del Ejército del Aire que sobrevolaba sin descanso los cielos de Madrid y los globos cautivos que avizoraban desde las alturas en busca de cualquier peligro.
Me sentía incómodo en la capital, no tanto por la ciudad en sí sino por todo lo que la misma representaba. Unos decían que las máquinas, la electricidad, el vapor y la ciencia habían hecho inútiles a los hombres, que antes se tenían por imprescindibles, y ahora todos esos avances les tornaban desgraciados. En cambio, otros opinaban que esos mismos adelantos convertían al hombre en el auténtico rey de la creación. A eso lo llamaban progreso.
Sostenía a su vez don Alejo que esa maquinaria a vapor y la ciencia inoculada al pueblo harían libres a los hombres. Yo no lo tenía tan claro. No mientras siguiéramos padeciendo a todos esos dirigentes mezquinos, satélites del oscurantismo, mandarines de la corrupción, que crecían y se cebaban bajo la sombra del Rey y sus intrigas palaciegas; mientras prevaleciera la inmemorial costumbre de robar mucho y deprisa de los ministros y favoritos de esta tierra, mientras oprimían al pueblo con todos los medios que tenían a su alcance.
Me dije, extendiendo la mirada en derredor, que Rousseau se había inspirado en la capital de nuestra nación para escribir su “Contrato social”, otro libro prohibido por el Índice inquisitorial.
Se decía al pueblo que se le daba participación en los negocios públicos por medio de sus representantes en la Cortes, y todo no era más que una burla y una mentira. Al verdadero pueblo no le daban voto, sino cadenas. El sufragio universal era propiedad solo de aquellos contribuyentes que pagaban cierta cantidad, es decir, de las clases acomodadas. Y el Ejército sosteniendo a esos tiranos. Menuda Armada la nuestra, que tenía una escuadrilla de marineros destinada en el estanque grande del Buen Retiro madrileño.
Mientras haya monarcas los ejércitos serán siempre del Rey, no del pueblo que los paga, uniforma y arma; nunca del pueblo del que salieron y al que volverán. ¡Dónde quedó la España con honra! ¿Acaso puede haber un monarca que gobierne con leyes democráticas? Al parecer, no en nuestra nación.
Alguien repartía de forma clandestina pasquines de la Internacional de los Trabajadores. Había salido de la larga fila de obreros que estaba construyendo los túneles para el tren subterráneo, disimulado entre aquéllos.
- Ni dios, ni patria, ni amo, ni autómatas – me arengó tras entregarme un folleto y un librito antes que el auto pasara de largo. Era otro aspirante más a ocupar una celda en el pudridero de revolucionarios en el que se había convertido la tétrica cárcel del Saladero-. ¡Lean y abran los ojos a la verdad! ¡Jesús de Nazaret fue el primer anarquista!
Un poco más allá, un arlequín cuyo disfraz amenazaba con desbordarse a causa de la anchurosa humanidad que debía contener, repartía el programa del Circo Price, para delicia de pequeños y no tan niños.
Tales contrastes solo podían darse en Madrid.
A aquel obrero puede que le llevara a la revolución el deseo de justicia, de libertad y de moralidad que inspiraba a tantos buenos españoles. En cambio, a muchos políticos solo les movía su ambición, unos por no permanecer alejados del poder y otros por al ánimo de medrar aún más. A los altos funcionarios, conservar las prebendas y regalías con las que les colmó el monarca para asegurar su gratitud. Y el Ejército callaba y obedecía.
Todos olvidaban que no hay pueblo, por muy leal que sea, que no se revuelva tarde o temprano contra la tiranía y la injusticia, sobre todo si hay quien el recuerde su dignidad perdida. Causaba estupor, cuando no indignación, contemplar a tantos mendigos flacos y a tantos curas gordos, sin poder hacer nada para remediarlo. Para eso servía el diezmo.
Lo dicho, todo en Madrid hacía crecer en mi interior la indignación por la deriva que había tomado nuestra amada nación.
Eché un vistazo al folleto recibido. En grandes letras pedían la reducción de la jornada laboral de 12 a 10 horas, y un salario digno. Claro que Alfonso XII alentaba la libertad de expresión, como defendían sus leales seguidores. Siempre y cuando se ajustara a las directrices y los intereses de su régimen, recordé sin dilación.
Me desazonaba pensar en toda esa caterva de carroñeros: rey, cortesanos, y todos los que medraban bajo su sombra. Eran aves de rapiña que chupaban el jugo al pueblo, lanzaban a sus hijos a los campos de batalla, los uncían al yugo de un trabajo esclavo y miserable.
Aquel maltrato se traducía por parte de algunos descontentos en revueltas, atentados terroristas, secuestros y asesinatos sin cuento. Los empresarios, como respuesta, contrataban bajo cuerda pistoleros para eliminar o acobardar a los líderes sindicales y revolucionarios.
Recordé entonces una anécdota relatada por don Alejo, acontecida en su club de señorones. Un conocido prohombre granadino expuso su solución al desasosiego social.
 - Habría que matar a toda esa ralea de desagradecidos, pero entonces ¿quién trabajaría en las fábricas? –se alzó una risa estentórea entre los presentes.
Vivimos en una época de perfidia y maquiavelismo, me condolí.
El patrón tomó de mis manos el opúsculo. Resultó ser una selección de textos traducidos de “La vie de Jésus”.
- Joseph Renan, el filósofo francés. Muy interesante. –anunció don Alejo, mientras ojeaba las páginas-. Las verdades que revela la ciencia superan siempre a los sueños que destruye –citó con voz queda una máxima del autor.
Era de los que aprovechaba la menor ocasión para llevar el agua a su molino, pensé mientras yo seguía concentrado en el revuelo causado por el revolucionario en ciernes.
- Todos esos franchutes son una caterva de liberales –dijo el conductor, mirándonos de reojo-. ¡Un liberal no puede ser más que un jacobino y un impío! Incluso un carbonario disfrazado.
- ¿Alguien osará también cantar el himno de Riego? –no pude refrenar mi lengua al contemplar el eco que obtenía aquel hombre mientras repartía sus papeles y obcecado por aquel comentario que hablaba bien a las claras de la división de nuestra nación.
- ¡Por los mártires de Alcalá! Quién osaría si no algún demente que milite bajo la bandera de la Revolución, o un orate poseído por el demonio negro de la libertad, que Dios los confunda –exclamó con ímpetu colérico nuestro conductor. Tras escupir, prosiguió su diatriba:-. Si Dios quiere, la Primera República fue la primera y la última. De mil amores me liaba ahora a tiros con esa purria.
Pues los privilegios desaforados debían cesar aquí como acabaron en Francia, dije en mi interior. Más valía que ocultara esos pensamientos si no quería acabar denunciado a las autoridades, me previne. A los que la lengua perdía, los realistas los denunciaban por liberales perniciosos y se les deportaba a Filipinas o encerraba en algún presidio africano.
El panfletero, con barba de un palmo como la de un profeta, se perdió entre la multitud. Sonaron los silbatos de la policía, cada vez más cercanos, intentando poner orden en aquel jubileo.
Otro personaje atrapó mi atención. Un hombre de chata catadura y ojos de gato tocaba una campanilla a intervalos regulares, mientras con la otra mano mostraba un cepillo de latón a los transeúntes, por cuya abertura estos podían deslizar un triste ochavo. Se trataba de un miembro de la Cofradía de Paz y la Caridad, y su presencia anunciaba que ese día se iba a ejecutar a un criminal. Pocos días debía descansar aquella campaña petitoria en Madrid.
Avanzábamos con lentitud a causa de la mucha circulación. En las calles principales parecía difícil cruzar sin atropellar o ser atropellado por un sinfín de vehículos de vapor de todo tipo. Ante aquella acumulación de metal en movimiento no pude evitar preguntarme cuándo desapareció el olor a estiércol de caballo de las calles.
Solo se mostraban ociosos los hijos del rey, nombre dado a los incluseros en la Villa y Corte, cada vez más numerosos e ignorantes de la doctrina y el catón. Deambulaban en busca de limosna o de afanar alguna cartera al descuido, haciendo que Gerónimo y yo permaneciéramos alerta cuando veíamos que alguno se aproximaba a nuestro vehículo más de lo necesario.
Don Alejo estaba ajeno al guirigay circundante, absorto en la lectura de un diario. Atisbé el inicio de una noticia: “El gobierno se proponer fomentar el comercio, las artes, la industria, la agricultura, aliviándolas de los exorbitantes impuestos que las agobian, hijos del desconcierto de pasadas administraciones...” Y luego proseguía ponderando las delicias del paternal gobierno que disfrutábamos los españoles.
Las administraciones que vendrán dirán de esta administración lo mismo que dice ahí de las anteriores, mientras todas gastaban de forma inmoderada, ahogué un exabrupto en voz alta. Escupí al suelo por no poder mostrar mi malestar de ninguna manera razonable. Son los gobiernos que atropellan la justicia, siempre, y sin saberlo, los verdaderos revolucionarios del mundo, no el pueblo sojuzgado y oprimido.
El patrón alzó la vista hacia mí, y la volvió hacia el texto. Él sabía cuál era mi pensamiento político, tan diferente del suyo, por lo que intentó suavizar los efectos de la noticia.
- El Rey, a pesar de su poder, no dispone libérrimamente de su voluntad soberana. Por consiguiente, no siempre puede hacer sentir los efectos de su natural bondad. Su Majestad quiere asentar su gobierno sobre bases sólidas, benéficas e imperecederas, mas para ello necesita contar con hombres probos en todas las esferas de la Administración pública, y poder distinguir así a los buenos de los que no lo son.
Esa parrafada me sonó a salirse por la tangente. Asentí con circunspección, conocedor de que la prudencia formaba parte de las obligaciones de mi servicio hacia él. Comprendí que me tocaba callar y dar gusto a mi jefe, pues lo contrario sería como disputar sobre el sexo de los ángeles.
En España, a los “hombres probos”, como él los llamaba, jamás se les concedería el menor poder de decisión, y mientras el rey viviera encerrado entre oropeles se seguirían cometiendo injusticias en su nombre.
Por fin se nos anunció la ciclópea mole del Ministerio de Ultramar. Gerónimo, apoyado en un estribo del automóvil, saltó poco antes de llegar con el fin de controlar si nos seguía alguien. Tal vez don Alejo no tuviera tantos enemigos como otros, pero la sucesión de acontecimientos iniciados en Cádiz y agravados en Granada no nos invitaban a bajar la guardia.
Mi compañero se quedó de guardia en el auto mientras yo acompañaba al patrón como una sombra.
Al coronar las escalinatas, la entrada porticada estaba flanqueada por dos imponentes estatuas de bronce, cual atlantes: una de la deidad azteca Tezcatlipoca, la otra del dios íbero Netón. En nuestra muy católica, apostólica e hispánica patria el poder adoraba cualquier medio que le permitiera perpetuarse, tal y como demostraba la presencia de aquel par de dioses.
Don Alejo entró en el Ministerio con la dignidad que le era propia, luciendo en el lado izquierdo de la pechera de su chaqué una medalla de San Fernando y una escarapela que rezaba “Proveedor de la Casa Real”.
Yo le seguía pocos pasos por detrás, no tan elegante, pero vistiendo mis mejores galas dominicales: levita azul larga, corbata gris y botas de charol.
 En cuanto mostró la orden real, un edecán se apresuró a guiarnos por un sinfín de pasillos. Me pareció sentir un levísimo rumor procedente del suelo. Decían que las entrañas de ese ministerio guardaban enormes máquinas diferenciales, encargadas de procesar las ingentes cantidades de información procedentes de todo el imperio, los informes de las embajadas ubicadas a lo largo del globo, y los datos confidenciales de los agentes a sueldo de España recabados en las trastiendas de las cancillerías internacionales. Era un sonido sordo, como el del tren subterráneo al pasar bajo nuestros pies.
Sonido más agradable, eso sí, si lo comparáramos con el del Ministerio del Interior, donde residía la sede de la Dirección General de Asuntos Religiosos, Mágicos y Sobrenaturales. Se rumoreaba que de los sótanos se escapaban cacofonías, aullidos más bien, que ponían a prueba los nervios de los hombres más curtidos.
Tras aguardar cinco minutos en una salita, invitaron a entrar en un despacho a don Alejo. Me senté en una butaca, con aire aburrido, dispuesto a una larga espera.
A los pocos minutos el ordenanza vino a buscarme y me urgió a entrar en el mismo despacho que mi patrón. Enarqué las cejas, sorprendido.
El viceministro de Ultramar, consejero áulico del rey, quería conocerme.

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