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l viceministro pidió un
refrigerio para todos. Cualquiera diría que el relato, especialmente la parte
relativa a nuestras penalidades en Guam, le había secado la boca y abierto el
apetito. Un mayordomo apareció con una bandeja de plata bien surtida. Café,
chocolate con melindros, dulces variados. Otro criado portaba los licores.
Permanecimos
en silencio hasta que ambos abandonaron la estancia.
No era
el mejor momento para mostrar escrúpulos, mas no puede evitar el pensar en la
legión de pobres vistos en las calles de Madrid, que apenas tendrían para
llevarse a la boca un chusco de pan negro y roer un pedazo de carne dura y a
medio cocer, mientras nosotros nos deleitábamos con aquel pequeño festín.
-
Propongo un brindis por nuestros héroes –anunció el conde, a quien la pitanza
parecía que mejoraba el humor.
- Héroes
son los que cayeron por la patria y no volvieron a casa –repliqué con un tono
más agrio de lo que la conveniencia dictaba.
- ¡Ah!
La modestia siempre blasona al auténtico héroe –señaló el inquisidor, al tiempo
que me lanzaba una mirada sibilina que me intranquilizó. Al punto me arrepentí
de mi lengua impulsiva-. No crea usted que solo merecen considerarse héroes los
que dejan una Troya ardiendo a sus espaldas.
- No me
tenga por desagradecido, señor, pero no soy ningún héroe. ¡Qué más quisiera yo!
Carezco de sus virtudes. Solo soy un hombre que intenta hacer lo que debe. Nada
más. Para algunos soy un camarada; para otros, lo admito, un bastardo.
-
Precisamente son esas virtudes
–remarcó el inquisidor-, un corazón robusto y un espíritu limpio, las que necesitamos en el caso que nos ocupa.
- ¿Cómo
pudo soliviantar a los chamorros? –pregunté más por desviar la atención de mi
actitud desairada que por otra cosa-. Nada hacía presagiar esa reacción
desaforada por parte de los nativos.
- Las
fuerzas expedicionarias transportaron a los cabecillas de la revuelta a Manila,
donde fueron interrogados. Explicaron que Alfonso María, para ganarse su
confianza, se presentó como un mestizo de las Américas, infiltrado en el
ejército colonial español. Bajo la axila derecha llevaba grabada la triple K
del Katipunan. Por si fuera poco, les mostró la máscara roja con el borde
verde, indicativo de su posición como bayani
o héroe de la KKK –nos desveló el coronel-. Les persuadió de la inminencia del
alzamiento en las Filipinas, instándoles a prepararse. Como bien sabe, la
guarnición en las islas Carolinas y las Marianas era escasa. Testimonial, para
ser más exactos. Sería fácil proclamar la independencia cuando se levantase
Filipinas, les dijo. Estaríamos tan ocupados allí que no enviaríamos tropas a
aquellas diminutas y perdidas islas. Les convenció, sí, con las funestas consecuencias
que todos conocemos.
- ¿Y qué
fue de él? –si usaron los métodos de interrogatorio que conocía, los
prisioneros no hubieran callado nada.
- Los jefes
rebeldes lo ignoraban. Sospechamos que huyó de allí en un buque extranjero con
rumbo desconocido –elucubró el conde. Reprimí una mueca de decepción. Aquello
era lo mismo que seguir en la inopia-. Pero eso es el pasado. Concentrémonos en
el presente y en la forma de actuar para capturarlo.
- A ese
respecto y a la vista de los incidentes en Cádiz y Granada, también estimamos que
Alfonso María es un Calcu, considerando sus antecedentes maternos. Esto es, caballeros,
una persona
que utilizaría un poder espiritual para dedicarse principalmente a hacer el
daño al prójimo -explicó el
coronel, experto en esas materias-. El Calcu hereda un espíritu Wekufe, espíritu que
anteriormente le entregaba poder a un ancestro que también fue Calcu. Así, los
Calcus serían sirvientes de los Wekufe y obtendrían el poder de estos espíritus
–creo que en ese punto se percató de nuestros ceños fruncidos e intentó
aclararnos lo que significaba todo aquello-. En resumidas cuentas, utilizó un encantamiento para herir
a Leopoldo. Alfonso María
usará un muerto viviente para alimentar a su Wekufe con las almas de los
asesinados.
- ¿Ese
no-muerto podría ser aquel al que los diarios llaman El Desollador? –pregunté
con cautela.
- No
podemos descartarlo, por supuesto -aseveró el coronel-. Todos esos actos execrables
se realizan con el fin de alcanzar un gran poder personal, pero ¿con qué objeto?
¿Qué pretende conseguir con el caos que ha desatado?
- En
esta sala todos somos tan españoles como Bernardo Carpio –aseveré con fiereza-.
Sin embargo, ese infame conspira contra todo lo español.
- Mucho
nos tememos que ese bellaco haya puesto los ojos sobre vuestro último proyecto,
don Alejo –advirtió el viceministro-. Es prioritario salvaguardar el mismo,
cueste lo que cueste. El Rey nos ha pedido que le hagamos entrega de esta misiva
para usted –don Alejo enarcó las cejas. No se esperaba esto: órdenes directas
del propio monarca-. Ese avance vuestro de la ciencia, un nuevo capítulo de
nuestra ilustre y épica historia, nos confirmará como la mayor nación que Dios
puso sobre la tierra.
- Y,
como ya se sabe, Dios es español –apostilló el inquisidor a modo de
chascarrillo-. Después de Dios, el rey, y abajo del rey, ninguno…
- Por
supuesto, aumentaremos la seguridad en vuestras instalaciones –anunció el
político con tono menos festivo-. Mandaremos de inmediato un despacho para que
tropas de la guarnición local pasen a custodiarlas y otro al coronel de la
Guardia Civil con mando en la plaza. La Real Fábrica de Artillería de La Cavada
ha concluido una nueva sección de soldados mecánicos. Puede contar con una
escuadra a su entero servicio.
Torcí el
gesto. Esos guerreros de metal causarían el pánico en las calles de Granada de
salir a escena para algo que no fuera un desfile militar. Una vez más, mi mohín
no pasó desapercibido a los ojos del de Tárraga.
- ¿Sí,
capitán? –el grado usado y su tono revelaban que el coronel pretendía
halagarme.
Relaté
sucintamente cómo descubrí a la sombra del asesino, de El Desollador para más
señas, salvar un elevado muro en su huida sin la menor dificultad la noche que
visité a Coral Saldaña.
- Supongo
que nuestros soldados de metal podrían seguirlo… pasando a través de las paredes
y destruyendo todo a su paso. Me temo que los granadinos que se encuentren en
su camino no poseen siete vidas como los gatos.
- Entiendo
su preocupación –intervino el conde, quien se giró hacia su subordinado-. No
podemos arriesgarnos. La importancia de este proyecto exige el empleo de todos
los medios a nuestro alcance. Estimo necesaria y urgente la intervención de sus
agentes… especiales.
- Allá donde
la ciencia alcanza sus límites y no sirve a nuestros objetivos, nuestros
elementos sobrenaturales, con la ayuda de Dios, proveerán a ello. Pondré sobre
aviso a mis agentes en la zona sobre la peligrosidad de ese sujeto.
- ¿Realmente ese invento es el objetivo del traidor? –cuestioné
en voz alta.
- ¿Qué
quiere decir con eso? ¿Acaso no resulta evidente? ¡Se trata del Leviatán del
Aire! Un arma definitiva que nos dará la superioridad militar en las colonias y
sobre nuestros enemigos –para mi sorpresa, acababa de desvelarme la naturaleza
del proyecto de mi jefe-. Qué otro motivo podía explicar que ese traidor viniera
a meterse en la boca del lobo.
- No lo
sé. Ese es el problema, ¿me entiende? No paran de decir lo secreto y reservado
que es el trabajo de don Alejo. Entonces, ¿cómo pudo saber de él? Además, ¿no
hubiera sido más prudente, más inteligente, enviar a alguien al que no
conociéramos en vez de a una persona a la que podíamos descubrir, como así ha
sido?
- Déjese de circunloquios, sargento –ahora que el
conde me recordaba la graduación, me solivianté-. Díganos cuál es su teoría,
pues resulta obvio que algo está barruntando.
- Ha venido por algo o por alguien, lógicamente. De
ser algo, ya consiguió la estatua de don Alejo... aunque ahora descanse bajo toneladas
de roca. Pero todavía sigue aquí. La conclusión es que ha venido por alguien
–no me atrevía a referirles la confesión del gitano Mairena a ese respecto,
porque tampoco había concretado un nombre.
- ¿Quién, si puede saberse? –el viceministro se estaba
irritando, para mi satisfacción-. Su absurda teoría no desmiente de ninguna
manera nuestros temores sobre sus intenciones respecto al crucero del aire. ¿Y
qué pretende de esa desconocida persona?
- De saberlo no tardaríamos mucho en atraparlo, estoy
convencido –dije con más seguridad de la que en realidad sentía, por darme el
gusto de seguir incomodando al apoltronado-. Lo desconozco, por desgracia.
- ¿Vengarse de Leopoldo, acaso? –apuntó don Alejo-.
¿Con qué objeto? Está postrado en cama, con inciertas posibilidades de
recuperarse. ¿Iba a arriesgarse tanto por una empresa tan fútil? Máxime cuando
cualquiera de sus matones sería capaz de un atentado sin necesidad de que él
residiera en Granada, convirtiéndose así en el principal sospechoso. No tiene
sentido…
- Un ejercicio deductivo muy interesante el de ambos…
mas no nos conduce a ninguna parte. Resulta ocioso resaltar la capital
importancia de su proyecto, don Alejo. Vital para que en nuestro imperio siga
sin ponerse el sol. En eso nos centraremos. De existir cualquier otra
motivación por parte de ese rufián, confiamos en su destreza y en la de las
fuerzas del orden para ponerle coto.
- Sea
este traidor o quienes propiciaron la infección de cólera en Cádiz, hoy en
cuarentena, tras desembarcar un infectado de un buque extranjero, los enemigos
de España nunca descansan. Nosotros, tampoco. Sí, capitán, no me mire así –yo,
que había aprendido a no mover ni una ceja en las reuniones de oficiales, seguía
sorprendido por la perspicacia del alto funcionario al atisbar mi sorpresa en
un gesto nimio-. No es algo que esté al cabo de la calle, pero son constantes
las acometidas de los enemigos de las Españas. Unas notorias, como ese maldito
kraken, aún falta dilucidar si se trata de un monstruo darwinista o es en verdad
el Nautilus del maldito Julio Vernes. Otras amenazas las mantenemos ocultas a
la opinión pública. Por no hablar de los inagotables esfuerzos de esos herejes por
alentar la hidra revolucionaria en nuestra patria.
-
Permítame disentir –protestó con voz mesurada don Alejo-. Le proffesseur Vernes es un insigne y preclaro científico.
-
Entiendo su punto de vista. Lo ve como un colega. Sin embargo, para nosotros
sus ingenios son una fuente inagotable de preocupaciones en lo que atañe a la
seguridad nacional –expuso el inquisidor-. Por si fuera poco, todos esos
franceses, y su maldito Napoleón III, están contaminados con la peste de la
Filosofía, a la que el Santo Oficio, cual firme valladar, opone nuestros
cristianos e hispánicos argumentos.
-
Ciertas lecturas deberían desaparecer, quemarse como con los libros relatados
en el Quijote –abundó el viceministro-. Aquí no cundirá el volterianismo y la
democracia platónica de Rousseau, denlo por descontado. El libre albedrío ha
sido un permanente dolor de cabeza para la humanidad.
- ¿Cómo
piensan detener a ese criminal? –expuso con gesto preocupado el patrón,
volviendo al tema que nos ocupaba.
- Se van
a iniciar unas pesquisas secretas para preparar los trámites de un consejo de
guerra en rebeldía contra Alfonso María Ruiz de Arana Cominges en el Tribunal
Supremo de Guerra y Marina, bajo el cargo de convicto del crimen de alta
traición, conspiración contra los sagrados, legítimos y absolutos derechos del
Rey, y seguridad de sus plazas y dominios. De esa manera, una vez atrapado por
quien sea, pasará inmediatamente a custodia militar, a la espera de la
previsible e inevitable ejecución –expuso el coronel de forma tajante-. Nos
preocupa, no obstante, que el traidor esté sobre aviso y vuelva a desaparecer
sin dejar rastro.
- No
podemos seguir los cauces oficiales en este asunto. Neutralizar a ese agente
enemigo es cuestión de estado. Aunque no sea necesario, debo apelar a su
patriotismo. El éxito de esta misión les brindará hacerse merecedores del
reconocimiento de su país. En el caso de usted –se dirigió el viceministro a
mí- recuperará además su grado de capitán a efectos del cobro de haberes. Sabemos
de vuestro valor. También necesitamos que tengáis quieta la lengua sobre todo
lo aquí tratado –insistió por enésima vez.
Asentí
en silencio. Intenté que no me chirriaran los dientes por la rabia.
Los
mismos que estaban encantados de ser mis superiores en el campo de batalla o
compañeros de armas en los lances más arriesgados, no veían de buen grado mi
presencia en el club de oficiales ni me consideraban su igual. Yo no era un
señorito como ellos. Ni compré mi grado ni siquiera pasé por la Academia
Militar. Tuve la desfachatez de
ganarme los galones a base de valor.
Valentía
debida, no lo negaré, a lo poco que valoraba mi existencia. Había conocido el
hambre y las penurias, por lo que tenía muy poco que perder, a diferencia de
todos aquellos apellidos de copete, cuya existencia contaba con demasiados
atractivos como para jugársela así como así. Sus manos acostumbraban a calzar
guantes, no a empuñar una pistola o a desenvainar el sable.
Y ahora
el padre, tío, o tal vez abuelo, de algunos de esos señoritingos, me ofrecía
recobrar lo que ellos mismos me habían arrebatado. No, corrijo, incrementaba mi
pensión, no volver al servicio y recuperar mi honor mancillado.
Cállate,
me previne cuando me disponía a abrir la boca. Muérdete la lengua o serás capaz
de empeorarlo todo. Así que me limité a asentir con un gruñido y una leve
inclinación de cabeza, mientras me tragaba ese vaso de bilis.
- Para
intentar cazar al traidor sin
desvelar los verdaderos motivos ni poner en cuestión la seguridad nacional, podemos
publicar en la prensa una imagen de ese falso portugués, acusándole de ser sospechoso
de la estafa de los bonos de las Minas del Cuzco, escándalo del que siguen
hablando los diarios, ofreciendo a la par una sustanciosa recompensa por quien
pueda dar detalles de su paradero para ser puesto en manos de la justicia.
El conde
y el inquisidor asintieron en silencio ante el plan urdido por la mente
brillante de don Alejo.
Me mordí
los labios para ahogar una sonrisa. Aquella falsa acusación, hecha al azar por
la necesidad de colocar el foco público sobre nuestro enemigo, coincidía con lo
que me había expuesto el buen Darío en su taberna.
- Gran
idea. Seguro que ese malhechor no dará la cara para desmentir esa acusación
–convino el viceministro.
- Y con
el estímulo del dinero, y la ayuda de Nuestro Señor, hasta los desmemoriados
recordarán dónde se encuentra –sonrío mefíticamente el coronel.
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