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Capítulo XXIII. Las órdenes del Rey



E
l viceministro pidió un refrigerio para todos. Cualquiera diría que el relato, especialmente la parte relativa a nuestras penalidades en Guam, le había secado la boca y abierto el apetito. Un mayordomo apareció con una bandeja de plata bien surtida. Café, chocolate con melindros, dulces variados. Otro criado portaba los licores.
Permanecimos en silencio hasta que ambos abandonaron la estancia.
No era el mejor momento para mostrar escrúpulos, mas no puede evitar el pensar en la legión de pobres vistos en las calles de Madrid, que apenas tendrían para llevarse a la boca un chusco de pan negro y roer un pedazo de carne dura y a medio cocer, mientras nosotros nos deleitábamos con aquel pequeño festín.
- Propongo un brindis por nuestros héroes –anunció el conde, a quien la pitanza parecía que mejoraba el humor.
- Héroes son los que cayeron por la patria y no volvieron a casa –repliqué con un tono más agrio de lo que la conveniencia dictaba.
- ¡Ah! La modestia siempre blasona al auténtico héroe –señaló el inquisidor, al tiempo que me lanzaba una mirada sibilina que me intranquilizó. Al punto me arrepentí de mi lengua impulsiva-. No crea usted que solo merecen considerarse héroes los que dejan una Troya ardiendo a sus espaldas.
- No me tenga por desagradecido, señor, pero no soy ningún héroe. ¡Qué más quisiera yo! Carezco de sus virtudes. Solo soy un hombre que intenta hacer lo que debe. Nada más. Para algunos soy un camarada; para otros, lo admito, un bastardo.
- Precisamente son esas virtudes –remarcó el inquisidor-, un corazón robusto y un espíritu limpio,  las que necesitamos en el caso que nos ocupa.
- ¿Cómo pudo soliviantar a los chamorros? –pregunté más por desviar la atención de mi actitud desairada que por otra cosa-. Nada hacía presagiar esa reacción desaforada por parte de los nativos.
- Las fuerzas expedicionarias transportaron a los cabecillas de la revuelta a Manila, donde fueron interrogados. Explicaron que Alfonso María, para ganarse su confianza, se presentó como un mestizo de las Américas, infiltrado en el ejército colonial español. Bajo la axila derecha llevaba grabada la triple K del Katipunan. Por si fuera poco, les mostró la máscara roja con el borde verde, indicativo de su posición como bayani o héroe de la KKK –nos desveló el coronel-. Les persuadió de la inminencia del alzamiento en las Filipinas, instándoles a prepararse. Como bien sabe, la guarnición en las islas Carolinas y las Marianas era escasa. Testimonial, para ser más exactos. Sería fácil proclamar la independencia cuando se levantase Filipinas, les dijo. Estaríamos tan ocupados allí que no enviaríamos tropas a aquellas diminutas y perdidas islas. Les convenció, sí, con las funestas consecuencias que todos conocemos.
- ¿Y qué fue de él? –si usaron los métodos de interrogatorio que conocía, los prisioneros no hubieran callado nada.
- Los jefes rebeldes lo ignoraban. Sospechamos que huyó de allí en un buque extranjero con rumbo desconocido –elucubró el conde. Reprimí una mueca de decepción. Aquello era lo mismo que seguir en la inopia-. Pero eso es el pasado. Concentrémonos en el presente y en la forma de actuar para capturarlo.
- A ese respecto y a la vista de los incidentes en Cádiz y Granada, también estimamos que Alfonso María es un Calcu, considerando sus antecedentes maternos. Esto es, caballeros, una persona que utilizaría un poder espiritual para dedicarse principalmente a hacer el daño al prójimo -explicó el coronel, experto en esas materias-. El Calcu hereda un espíritu Wekufe, espíritu que anteriormente le entregaba poder a un ancestro que también fue Calcu. Así, los Calcus serían sirvientes de los Wekufe y obtendrían el poder de estos espíritus –creo que en ese punto se percató de nuestros ceños fruncidos e intentó aclararnos lo que significaba todo aquello-. En resumidas cuentas, utilizó un encantamiento para herir a Leopoldo. Alfonso María usará un muerto viviente para alimentar a su Wekufe con las almas de los asesinados.
- ¿Ese no-muerto podría ser aquel al que los diarios llaman El Desollador? –pregunté con cautela.
- No podemos descartarlo, por supuesto -aseveró el coronel-. Todos esos actos execrables se realizan con el fin de alcanzar un gran poder personal, pero ¿con qué objeto? ¿Qué pretende conseguir con el caos que ha desatado?
- En esta sala todos somos tan españoles como Bernardo Carpio –aseveré con fiereza-. Sin embargo, ese infame conspira contra todo lo español.
- Mucho nos tememos que ese bellaco haya puesto los ojos sobre vuestro último proyecto, don Alejo –advirtió el viceministro-. Es prioritario salvaguardar el mismo, cueste lo que cueste. El Rey nos ha pedido que le hagamos entrega de esta misiva para usted –don Alejo enarcó las cejas. No se esperaba esto: órdenes directas del propio monarca-. Ese avance vuestro de la ciencia, un nuevo capítulo de nuestra ilustre y épica historia, nos confirmará como la mayor nación que Dios puso sobre la tierra.
- Y, como ya se sabe, Dios es español –apostilló el inquisidor a modo de chascarrillo-. Después de Dios, el rey, y abajo del rey, ninguno…
- Por supuesto, aumentaremos la seguridad en vuestras instalaciones –anunció el político con tono menos festivo-. Mandaremos de inmediato un despacho para que tropas de la guarnición local pasen a custodiarlas y otro al coronel de la Guardia Civil con mando en la plaza. La Real Fábrica de Artillería de La Cavada ha concluido una nueva sección de soldados mecánicos. Puede contar con una escuadra a su entero servicio.
Torcí el gesto. Esos guerreros de metal causarían el pánico en las calles de Granada de salir a escena para algo que no fuera un desfile militar. Una vez más, mi mohín no pasó desapercibido a los ojos del de Tárraga.
- ¿Sí, capitán? –el grado usado y su tono revelaban que el coronel pretendía halagarme.
Relaté sucintamente cómo descubrí a la sombra del asesino, de El Desollador para más señas, salvar un elevado muro en su huida sin la menor dificultad la noche que visité a Coral Saldaña.
- Supongo que nuestros soldados de metal podrían seguirlo… pasando a través de las paredes y destruyendo todo a su paso. Me temo que los granadinos que se encuentren en su camino no poseen siete vidas como los gatos.
- Entiendo su preocupación –intervino el conde, quien se giró hacia su subordinado-. No podemos arriesgarnos. La importancia de este proyecto exige el empleo de todos los medios a nuestro alcance. Estimo necesaria y urgente la intervención de sus agentes… especiales.
- Allá donde la ciencia alcanza sus límites y no sirve a nuestros objetivos, nuestros elementos sobrenaturales, con la ayuda de Dios, proveerán a ello. Pondré sobre aviso a mis agentes en la zona sobre la peligrosidad de ese sujeto.
- ¿Realmente ese invento es el objetivo del traidor? –cuestioné en voz alta.
- ¿Qué quiere decir con eso? ¿Acaso no resulta evidente? ¡Se trata del Leviatán del Aire! Un arma definitiva que nos dará la superioridad militar en las colonias y sobre nuestros enemigos –para mi sorpresa, acababa de desvelarme la naturaleza del proyecto de mi jefe-. Qué otro motivo podía explicar que ese traidor viniera a meterse en la boca del lobo.
- No lo sé. Ese es el problema, ¿me entiende? No paran de decir lo secreto y reservado que es el trabajo de don Alejo. Entonces, ¿cómo pudo saber de él? Además, ¿no hubiera sido más prudente, más inteligente, enviar a alguien al que no conociéramos en vez de a una persona a la que podíamos descubrir, como así ha sido?
- Déjese de circunloquios, sargento –ahora que el conde me recordaba la graduación, me solivianté-. Díganos cuál es su teoría, pues resulta obvio que algo está barruntando.
- Ha venido por algo o por alguien, lógicamente. De ser algo, ya consiguió la estatua de don Alejo... aunque ahora descanse bajo toneladas de roca. Pero todavía sigue aquí. La conclusión es que ha venido por alguien –no me atrevía a referirles la confesión del gitano Mairena a ese respecto, porque tampoco había concretado un nombre.
- ¿Quién, si puede saberse? –el viceministro se estaba irritando, para mi satisfacción-. Su absurda teoría no desmiente de ninguna manera nuestros temores sobre sus intenciones respecto al crucero del aire. ¿Y qué pretende de esa desconocida persona?
- De saberlo no tardaríamos mucho en atraparlo, estoy convencido –dije con más seguridad de la que en realidad sentía, por darme el gusto de seguir incomodando al apoltronado-. Lo desconozco, por desgracia.
- ¿Vengarse de Leopoldo, acaso? –apuntó don Alejo-. ¿Con qué objeto? Está postrado en cama, con inciertas posibilidades de recuperarse. ¿Iba a arriesgarse tanto por una empresa tan fútil? Máxime cuando cualquiera de sus matones sería capaz de un atentado sin necesidad de que él residiera en Granada, convirtiéndose así en el principal sospechoso. No tiene sentido…
- Un ejercicio deductivo muy interesante el de ambos… mas no nos conduce a ninguna parte. Resulta ocioso resaltar la capital importancia de su proyecto, don Alejo. Vital para que en nuestro imperio siga sin ponerse el sol. En eso nos centraremos. De existir cualquier otra motivación por parte de ese rufián, confiamos en su destreza y en la de las fuerzas del orden para ponerle coto.
- Sea este traidor o quienes propiciaron la infección de cólera en Cádiz, hoy en cuarentena, tras desembarcar un infectado de un buque extranjero, los enemigos de España nunca descansan. Nosotros, tampoco. Sí, capitán, no me mire así –yo, que había aprendido a no mover ni una ceja en las reuniones de oficiales, seguía sorprendido por la perspicacia del alto funcionario al atisbar mi sorpresa en un gesto nimio-. No es algo que esté al cabo de la calle, pero son constantes las acometidas de los enemigos de las Españas. Unas notorias, como ese maldito kraken, aún falta dilucidar si se trata de un monstruo darwinista o es en verdad el Nautilus del maldito Julio Vernes. Otras amenazas las mantenemos ocultas a la opinión pública. Por no hablar de los inagotables esfuerzos de esos herejes por alentar la hidra revolucionaria en nuestra patria.
- Permítame disentir –protestó con voz mesurada don Alejo-. Le proffesseur Vernes es un insigne y preclaro científico.
- Entiendo su punto de vista. Lo ve como un colega. Sin embargo, para nosotros sus ingenios son una fuente inagotable de preocupaciones en lo que atañe a la seguridad nacional –expuso el inquisidor-. Por si fuera poco, todos esos franceses, y su maldito Napoleón III, están contaminados con la peste de la Filosofía, a la que el Santo Oficio, cual firme valladar, opone nuestros cristianos e hispánicos argumentos.
- Ciertas lecturas deberían desaparecer, quemarse como con los libros relatados en el Quijote –abundó el viceministro-. Aquí no cundirá el volterianismo y la democracia platónica de Rousseau, denlo por descontado. El libre albedrío ha sido un permanente dolor de cabeza para la humanidad.
- ¿Cómo piensan detener a ese criminal? –expuso con gesto preocupado el patrón, volviendo al tema que nos ocupaba.
- Se van a iniciar unas pesquisas secretas para preparar los trámites de un consejo de guerra en rebeldía contra Alfonso María Ruiz de Arana Cominges en el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, bajo el cargo de convicto del crimen de alta traición, conspiración contra los sagrados, legítimos y absolutos derechos del Rey, y seguridad de sus plazas y dominios. De esa manera, una vez atrapado por quien sea, pasará inmediatamente a custodia militar, a la espera de la previsible e inevitable ejecución –expuso el coronel de forma tajante-. Nos preocupa, no obstante, que el traidor esté sobre aviso y vuelva a desaparecer sin dejar rastro.
- No podemos seguir los cauces oficiales en este asunto. Neutralizar a ese agente enemigo es cuestión de estado. Aunque no sea necesario, debo apelar a su patriotismo. El éxito de esta misión les brindará hacerse merecedores del reconocimiento de su país. En el caso de usted –se dirigió el viceministro a mí- recuperará además su grado de capitán a efectos del cobro de haberes. Sabemos de vuestro valor. También necesitamos que tengáis quieta la lengua sobre todo lo aquí tratado –insistió por enésima vez.
Asentí en silencio. Intenté que no me chirriaran los dientes por la rabia.
Los mismos que estaban encantados de ser mis superiores en el campo de batalla o compañeros de armas en los lances más arriesgados, no veían de buen grado mi presencia en el club de oficiales ni me consideraban su igual. Yo no era un señorito como ellos. Ni compré mi grado ni siquiera pasé por la Academia Militar. Tuve la desfachatez de ganarme los galones a base de valor.
Valentía debida, no lo negaré, a lo poco que valoraba mi existencia. Había conocido el hambre y las penurias, por lo que tenía muy poco que perder, a diferencia de todos aquellos apellidos de copete, cuya existencia contaba con demasiados atractivos como para jugársela así como así. Sus manos acostumbraban a calzar guantes, no a empuñar una pistola o a desenvainar el sable.
Y ahora el padre, tío, o tal vez abuelo, de algunos de esos señoritingos, me ofrecía recobrar lo que ellos mismos me habían arrebatado. No, corrijo, incrementaba mi pensión, no volver al servicio y recuperar mi honor mancillado.
Cállate, me previne cuando me disponía a abrir la boca. Muérdete la lengua o serás capaz de empeorarlo todo. Así que me limité a asentir con un gruñido y una leve inclinación de cabeza, mientras me tragaba ese vaso de bilis.
- Para intentar cazar al traidor sin desvelar los verdaderos motivos ni poner en cuestión la seguridad nacional, podemos publicar en la prensa una imagen de ese falso portugués, acusándole de ser sospechoso de la estafa de los bonos de las Minas del Cuzco, escándalo del que siguen hablando los diarios, ofreciendo a la par una sustanciosa recompensa por quien pueda dar detalles de su paradero para ser puesto en manos de la justicia.
El conde y el inquisidor asintieron en silencio ante el plan urdido por la mente brillante de don Alejo.
Me mordí los labios para ahogar una sonrisa. Aquella falsa acusación, hecha al azar por la necesidad de colocar el foco público sobre nuestro enemigo, coincidía con lo que me había expuesto el buen Darío en su taberna.
- Gran idea. Seguro que ese malhechor no dará la cara para desmentir esa acusación –convino el viceministro.
- Y con el estímulo del dinero, y la ayuda de Nuestro Señor, hasta los desmemoriados recordarán dónde se encuentra –sonrío mefíticamente el coronel.

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