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ras la confesión del pobre
desgraciado de Ginés Mairena antes de expirar, decidimos infiltrarnos en la
zona del Albaycín, territorio de delincuentes y gentes de mal vivir, aunando las
fuerzas de la Lady y las nuestras. Ella y yo adoptamos el papel de pareja que iba
a disfrutar de un espectáculo flamenco, un divertimento propio de extranjeros
en busca del colorido local, en una de las cuevas de la montaña. Mientras, nuestros
hombres tomaban posiciones en las inmediaciones.
Ella vestía
como una auténtica dama, ya sin las ropas de aventurera. Además, había
sustituido el parche en el ojo por un monóculo.
La
británica provocaba sensaciones contradictorias. Como representante del sexo
femenino resultaba encantadora, no podía negar que me atraía. En cambio, como
aliada me generaba una desconfianza visceral. Tal vez, debo reconocerlo, porque
insistía en competir y situarse en un plano de igualdad conmigo, algo inapropiado
en una dama que se preciase de serlo. Ella no entendía que la vergüenza, en su
medida adecuada, era propia de mujeres con recato.
Aquello
me llevaba a maliciar que, a lo mejor, no era la dama que pretendía ser, por
mucho que dijera don Alejo, igual que el portugués no podía ser el noble que
anunciaba con sus tarjetas de visita.
Entramos
en una cueva con ella cogida de mi brazo. En el sarao, una salerosa gitana se movía
grácil al ejecutar maravillas coreográficas al compás de una guitarra que tañía
el Frasquito. En las paredes irregulares de la cueva resonaban los ecos de los
cantaores. Cantaban con tonos dulces, quejumbrosos y orientales.
El salón,
excavado en la roca, se veía atestado de gentes de la más diversa condición y
variadas fisonomías. Además de algunos propietarios de dorado porvenir, se
descubrían también estudiantes, artesanos, caballeros locales, y forasteros
atraídos por la gitanesca velada. Acudían allí a tomar parte en una función con
fama de amena y salpicada por los más graciosos incidentes.
A la
sazón acababa el primer baile, resonando nutridas palmadas en honor a la
bailaora Rocío, una hermosura meridional de labios muy rojos, sonrisa luminosa
y garbo picaresco. La gente bullía en la estancia, unos jaleando a la
gitanilla, mientras otros brindaban sus copas hacia la artista.
- ¡A la
salud de la bella Rocío! –exclamó un joven con pinta de estudiante.
- ¡A la
salud de los que vienen a honrar mi casa! –respondió el dueño del garito.
- Dudo
que ninguna bailarina de París iguale en galanura y gentileza a esta
incomparable flor. ¡Viva la Maja de Goya granaína!
Al fin encontramos
a la chica referida por nuestro fenecido prisionero. De pelo azulado de puro
negro, ojos árabes, y flaca como una víbora, servía las mesas. Era la novia del
gitano, nos informó el dueño.
Chasqueé
los dedos, llamando su atención.
Cuando
acudió solícita, le enseñé el anillo que le arranqué al moribundo. Aún tenía
restos de sangre reseca. Ella me miró con los ojos como platos, el gesto
demudado, sin saber cómo actuar.
- Si
quieres volver a verle vivo tendrás que darnos información sobre el escondrijo
de su banda. De lo contrario... -ella palideció ante mi amenaza.
Y más
que lo hubiera hecho de saber que nunca volvería a verlo vivo, pero en aquella
situación la mentira era un arma más valiosa que una pistola.
Como la chica
dudaba, la Lady también se inclinó hacia la gitanica. Le mostró una sonrisa
compasiva y le alzó con suavidad la barbilla.
- ¿Quieres
que tus hijos crezcan sin padre? Tu Ginés Mairena ya nos esbozó dónde podíamos
encontrar a sus compinches. Por eso estamos aquí. ¿Tendrás la bondad de
rellenar los huecos de su información?
La gitanilla
se llevó los puños a la boca, ahora sí conmocionada del todo al saber que
aquellas revelaciones solo podían haber salido de su hombre tras haberle
propinado la peor de las tundas.
Me
acerqué al oído de la Lady para susurrarle.
- ¿Cómo
lo sabías? ¿Eres bruja?
- Un
poco, sí.
La
gitana me tomó la palma de la mano derecha. Al lado de la mía, la mano de la
egipcia parecía una garra cobriza.
- Déjeme
desile la güenaventura, caballero.
Iba
combinando predicciones en voz alta con instrucciones en susurros sobre cómo
acceder a la entrada secreta que se encontraba en un pozo tras el tablao. Tras
concluir la confesión, el tono de la mujer varió, como si entonces sus augurios
fueran reales y no una mera distracción para posibles oídos curiosos.
- Unas
presonas le quieren mal a usté. En la prósima luna llena too se resolverá. ¡En
er nombre der Epíritu Zanto! –ya no miraba las líneas de la mano, sino
directamente a mis ojos-. Esta noshe el siervo se reunirá con su zeñó. A quien
creía aliao ha mudao su camino Una cosa
le igo: le toca guardase duna mujé. Deconfíe de...
La Lady,
no sé si al descubrir la diferente actitud de aquella mujer o, como había
confesado, por tener algo de bruja, se entrometió en el momento menos oportuno,
dejándome in albis.
-
¿Intentando robarme a mi pareja? Eso es porque no le conoce. No le arriendo la
ganancia –rió con voz cristalina.
Sonreí,
rumboso, pasando por alto aquella nueva pulla. Eso sí, empezaba a cansarme la
liberalidad con la que me trataba esa deslenguada mujer. Por el bien de la
misión, decidí no aumentar más nuestras desavenencias, y menos ante
desconocidos.
Deslicé
una moneda en la mano de la gitana, que se marchó con los ojos húmedos e
implorándonos piedad para su hombre.
Salimos
de aquel antro, tan caluroso como un baño turco a causa de la humanidad que en
ella se encerraba, añadida la combinación de los vapores etílicos y el humo del
tabaco.
Bajo la
luz de las estrellas alcancé a ver algunas sombras huidizas en un recodo del
camino que subía hacía la parte alta del Sacromonte. Sospeché que la banda de
malhechores había dispuesto vigías, lo que daría fe de que estábamos sobre la
pista correcta, mientras los nuestros les daban caza para evitar que dieran la
alarma.
Hice una
señal a Gerónimo y a Garza, quien me alcanzó un fusil. Iban acompañados de tres
hombres de confianza, que se habían parapetado tras uno de los lujosos
cabriolets dorados con pistones todavía al rojo, cual modernos Bucéfalos de
metal, seguramente propiedad de algún acaudalado extranjero que veía el
espectáculo en el interior de la cueva.
Cuando
se acercaron, les indiqué con un movimiento de cabeza el portal de una casa de
aspecto sombrío que se encontraba al albedo de un farol de gas. Con disimulo, y
aprovechando la madrugada, la algarabía del local cercano y el nulo tránsito de
la calleja, forzamos la puerta sin atisbos de perturbar a nadie.
Ya nos
advirtió la gitana que nadie nos barraría el camino en la casa, así que, a
tropezones con algunos muebluchos desvencijados, trapos y ajuar variado, aquí y
acullá, llegamos a la parte trasera. Allí se encontraba un abandonado patio,
lleno de tiestos que otrora estuvieron atiborrados de flores y en los que
apenas quedaban los restos de algunas azucenas marchitas.
En el
centro del patio, un pozo con brocal, fantasmagórico bajo la luz de la luna.
Miré a
la Lady. Su bello rostro captó mi mueca de preocupación. El pozo era asaz
estrecho y deberíamos superar cualquier atisbo de claustrofobia si queríamos
llevar a buen fin nuestra empresa. También observé sus ropajes; iba demasiado
acicalada para introducirse en ese agujero. Viendo el repaso que le hice sacó
pecho, se adelantó decidida, se arremangó, quitóse el monóculo -ocultándose
avergonzada el ojo vago con la mano- y se colocó presta el parche de nuevo.
Acto
seguido se calzó, con la ayuda de su fiel Singh, unos guantes de piel sin
dedos, que le llegaban hasta los codos, teniendo adheridos por la parte
exterior de los antebrazos una serie de ganchos y argollas, con una especie de
amortiguadores a la altura de las muñecas.
Apartando
un herrumbroso cubo apoyado en el brocal, lo depositó con cuidado en el suelo,
encendió un candil, echó un vistazo y cual pantera subióse a la pared del pozo
y se encajó en su interior, empezando el descenso seguida muy de cerca por
Singh. Bajaba rauda, cualquiera diría que sus piernas eran tan firmes como las
columnas del Partenón.
El resto
del grupo, tras mirarnos unos segundos con cara desconcertada, seguimos sus
pasos con cierta vergüenza por haber sido dejados atrás por una mujer.
Algo
perturbador fue percatarnos que no se veía el fondo. Tal era la oscuridad que
parecíamos haber entrado en el Tártaro. Tan sólo se distinguía la tenue luz de
la linterna de Lady, que entre una cosa y otra ya se encontraba bastante abajo.
Afortunadamente,
abriendo las piernas y apoyándose en los adoquines que jalonaban las paredes del
pozo se podía descender, pero siempre con el corazón encogido cuando veías que
quien tenías por encima trastabillaba. El descenso se hacía interminable.
Garza
cerraba la comitiva y cuando llevaba lo que se me antojó una eternidad bajando,
noté cómo me caían encima sus gotas de sudor desde lo alto.
Con
júbilo escuché que Lady había tocado suelo. Su alegre aviso quizás fuese peor,
porque aumentó nuestro nerviosismo y casi nos hizo caer en tropel. Al final,
sudorosos, nos encontramos todos abajo.
Se
trataba de una minúscula bóveda con un agujero en el techo correspondiente al
pozo por el que habíamos descendido. Las paredes aparecían cubiertas de
extraños dibujos y glifos, cuya interpretación nos resultaba imposible. El
suelo aparecía cubierto por una vegetación verduzca y resbaladiza.
Cuatro
pequeños huecos, no más altos para que pudiera pasar un niño de pie, se abrían
a la altura del suelo hacia otras tantas galerías. Una ascendía, otra
descendía, aquella iba a dar a otro pozo, esa otra se perdía en el horizonte...
Aquella mina podía llegar a las antípodas.
Empezamos
a sentirnos inquietos. ¿Qué camino debíamos tomar?
De
repente nos dimos cuenta que Singh estaba como ausente, es más, asemejaba
agarrotado. Se había sentado frente al túnel sin fin, y abismado en no sé qué
pensamientos, no atendía a nuestras conversaciones; los ojos abiertos como
platos, parecían observar las entrañas de algo perverso e invisible para los
demás, como si intuyera la inminente llegada de los Hecatónquiros.
Su
señora, percatándose al descubrir mi atención, se le acercó sin demora. Agachándose,
en una extraña lengua nativa le susurró algo al oído. Singh masculló, negando
con la cabeza, sin parpadear, mientras empezaba a temblar. Entonces la Lady le
dio un fuerte empujón contra la pared, volviéndole a la realidad con esas
formas bruscas.
La
británica no me quiso contar qué estaba ocurriendo, mas pude percibir que algo
ominoso se respiraba en el ambiente, y Singh debía saberlo. Su exótica
naturaleza a buen seguro le había proporcionado ese sexto sentido del que la
mayoría de los europeos carecen.
De todas
formas yo también podía sentir algo extraño. La angustia se instaló en la boca
de mi estómago cuando me sorprendí con la idea de que esa construcción no era
humana: había algo insano en su razón de ser, la cual no alcanzaba a entender.
Aparté
rápidamente estos pensamientos, ya que me podían arrastrar hacia el pánico, que
no quería transmitir a mis compañeros. Aunque sus rostros, sus silencios, y su
actitud taciturna también desvelaban una lóbrega impresión de desasosiego.
Garza, un
poco más despabilado, atisbaba los otros túneles a cuatro patas, y nos advirtió
que del que bajaba de forma progresiva arribaba un murmullo. Nos callamos, casi
ni respiramos, y sí, de lejos, como el reverbero de una pesadilla, se oían
algunas voces, incluso ruido de lo que imaginé animales removiéndose.
Esta vez
fui yo el que encabecé el grupo y me introduje en el angosto pasillo en declive
a gatas. El descenso fue lento y a medida que progresaba aumentaba el ruido de
fondo, y con ello nuestra excitación. Reverberaban en nuestros oídos voces
lascivas y carcajadas junto con gemidos agónicos salidos de gargantas
bestiales.
Mi larga
experiencia militar me había permitido asistir a hechos extraños, pero lo que nos
esperaba a continuación se salía por completo de la lógica cristiana y de la
razón occidental.
Pasamos por una especie de descansillos en los
que aparecían huesos humanos descarnados junto con los restos de animales,
amontonados y putrefactos, con vísceras aún humeantes que teníamos que apartar
del estrecho túnel para continuar, como si se trataran de señales para guiarnos
por el buen camino. Al poco, dependiendo de nuestra altura, podíamos avanzar de
pie o encorvados por aquellas angosturas.
Al fin
llegamos, no sin cierto asombro, a un palco excavado en la piedra.
Cavado
en la roca dura, el túnel desembocaba en el interior de un balcón que formaba
parte de un inmenso teatro rocoso iluminado por contadas teas aquí y allá.
Bailando al son de esas pobres llamas, saltaban las sombras proyectadas por restos
de troncos, telas y objetos desconocidos desperdigados por el anfiteatro. Asemejaba
una gruta caroniana, aquellas en las que reina un aire mefítico sicofante.
Y, lo
peor de todo, un espectáculo increíble se desarrollaba abajo, en el escenario.
Frente a
un decorado escueto aparecía una estatua pétrea, espantosa, de un ser
antediluviano o un dios primigenio.
-
¡Coatiplec! –exclamó con emoción incontenible José Garza.
Alumbrada
por algunos candelabros, imitando a las menorás
judías, que arrojaban un resplandor
tibio y triste sobre aquel altar de piedra, todo en ella desprendía un
inenarrable desprecio por la existencia humana. A sus pies se desarrollaba una
ceremonia que clamaba al Cielo y que hasta más tarde no entenderíamos.
Un
enorme toro blanco, con una enorme letra alpha tatuada en el lomo, se
encontraba inmovilizado entre un armazón metálico a modo de toril. Un matarife
lo degollaba en ese mismo instante. La sangre surgía a borbotones de la
profunda herida, mientras que una de las oficiantes del rito, en éxtasis,
esperaba desnuda de rodillas bajo su cuello para recoger, como un maná, el
líquido rojo con una vasija bruñida.
Muy
cerca, una oveja negra, tal vez la antítesis del Agnus Dei, sufría la misma
suerte sobre un altar de piedra. Los gemidos de ambos animales eran
sobrecogedores, acompañados además por las letanías de los celebrantes, cuyos
ecos sonaban a canto temeroso, como el Dies
irae. Aquellos eran un grupo de hombres y mujeres, trece, vestidos con
dalmáticas y tocados con bonetes.
Parecían
los miembros de un Colegio invisible que habitualmente formaban los seguidores
de ciertos ritos ocultistas, reunidos en esa particular Casa de Fe excavada
bajo tierra.
Sentados
alrededor de una mesa, cual parodia de la Santísima Cena, se daban un festín devorando
los trozos recién cortados del toro y de la oveja negra, mientras una mujer
desnuda embadurnaba a los comensales con la sangre de los animales sacrificados.
Percibí
que quien debía ocupar el que representaba el asiento de Nuestro Señor
Jesucristo era el hierofante o sumo sacerdote. Había degollado al toro, y
llevaba puesta una especie de casco coronado con una enorme cornamenta, tal era
su afán de blasfemar.
Era un hombre
de arrogante apostura, revestido con una especia de túnica blanca, en la cual
se veían bordados el sol, la luna, y otras figuras simbólicas.
Parecía
eufórico, porque movíase de arriba abajo gritando en una extraña lengua bajo aquella
descomunal testa mientras hacía gestos obscenos y procaces, insinuándose a las
oficiantes desnudas, susurrando al oído a los antiapóstoles.
Tan solo
una persona, supuse que el que hacía de antiJudas, permanecía asustado, con la
cara desencajada, mirando a un lado y otro como ajeno a lo que estaba
ocurriendo. Debían haberle suministrado un narcótico. Más tarde entendí que se
aprestaban a sacrificarlo en aquella ceremonia.
Estábamos
todos en el palco, tan sorprendidos ante aquel espectáculo impío que nos
encontrábamos apelotonados juntos en un rincón, alternándonos para asomarnos y
mirar unos segundos. Hubo unos momentos en que nadie dijo nada, tal era nuestra
estupefacción y nuestro temor a ser descubiertos.
Al
final, haciendo de tripas corazón, me dispuse a cargar mi fusil que con tanta
dificultad había llevado a cuestas todo el periplo y ajusté la mirilla. Me
asomé junto a una columna con mucho cuidado y escudriñé el escenario.
No di
crédito a mi suerte. Tenía un blanco fácil.
Tras
arrancarse el casco para arengar con más fuerza a sus seguidores, en el punto
de mira se me mostraba un sujeto conocido.
¡El de
la cornamenta era el maldito portugués!
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