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Capítulo XIX. Misterio en el corazón de la montaña



T
ras la confesión del pobre desgraciado de Ginés Mairena antes de expirar, decidimos infiltrarnos en la zona del Albaycín, territorio de delincuentes y gentes de mal vivir, aunando las fuerzas de la Lady y las nuestras. Ella y yo adoptamos el papel de pareja que iba a disfrutar de un espectáculo flamenco, un divertimento propio de extranjeros en busca del colorido local, en una de las cuevas de la montaña. Mientras, nuestros hombres tomaban posiciones en las inmediaciones.
Ella vestía como una auténtica dama, ya sin las ropas de aventurera. Además, había sustituido el parche en el ojo por un monóculo.
La británica provocaba sensaciones contradictorias. Como representante del sexo femenino resultaba encantadora, no podía negar que me atraía. En cambio, como aliada me generaba una desconfianza visceral. Tal vez, debo reconocerlo, porque insistía en competir y situarse en un plano de igualdad conmigo, algo inapropiado en una dama que se preciase de serlo. Ella no entendía que la vergüenza, en su medida adecuada, era propia de mujeres con recato.
Aquello me llevaba a maliciar que, a lo mejor, no era la dama que pretendía ser, por mucho que dijera don Alejo, igual que el portugués no podía ser el noble que anunciaba con sus tarjetas de visita.
Entramos en una cueva con ella cogida de mi brazo. En el sarao, una salerosa gitana se movía grácil al ejecutar maravillas coreográficas al compás de una guitarra que tañía el Frasquito. En las paredes irregulares de la cueva resonaban los ecos de los cantaores. Cantaban con tonos dulces, quejumbrosos y orientales.
El salón, excavado en la roca, se veía atestado de gentes de la más diversa condición y variadas fisonomías. Además de algunos propietarios de dorado porvenir, se descubrían también estudiantes, artesanos, caballeros locales, y forasteros atraídos por la gitanesca velada. Acudían allí a tomar parte en una función con fama de amena y salpicada por los más graciosos incidentes.
A la sazón acababa el primer baile, resonando nutridas palmadas en honor a la bailaora Rocío, una hermosura meridional de labios muy rojos, sonrisa luminosa y garbo picaresco. La gente bullía en la estancia, unos jaleando a la gitanilla, mientras otros brindaban sus copas hacia la artista.
- ¡A la salud de la bella Rocío! –exclamó un joven con pinta de estudiante.
- ¡A la salud de los que vienen a honrar mi casa! –respondió el dueño del garito.
- Dudo que ninguna bailarina de París iguale en galanura y gentileza a esta incomparable flor. ¡Viva la Maja de Goya granaína!
Al fin encontramos a la chica referida por nuestro fenecido prisionero. De pelo azulado de puro negro, ojos árabes, y flaca como una víbora, servía las mesas. Era la novia del gitano, nos informó el dueño.
Chasqueé los dedos, llamando su atención.
Cuando acudió solícita, le enseñé el anillo que le arranqué al moribundo. Aún tenía restos de sangre reseca. Ella me miró con los ojos como platos, el gesto demudado, sin saber cómo actuar.
- Si quieres volver a verle vivo tendrás que darnos información sobre el escondrijo de su banda. De lo contrario... -ella palideció ante mi amenaza.
Y más que lo hubiera hecho de saber que nunca volvería a verlo vivo, pero en aquella situación la mentira era un arma más valiosa que una pistola.
Como la chica dudaba, la Lady también se inclinó hacia la gitanica. Le mostró una sonrisa compasiva y le alzó con suavidad la barbilla.
- ¿Quieres que tus hijos crezcan sin padre? Tu Ginés Mairena ya nos esbozó dónde podíamos encontrar a sus compinches. Por eso estamos aquí. ¿Tendrás la bondad de rellenar los huecos de su información?
La gitanilla se llevó los puños a la boca, ahora sí conmocionada del todo al saber que aquellas revelaciones solo podían haber salido de su hombre tras haberle propinado la peor de las tundas.
Me acerqué al oído de la Lady para susurrarle.
- ¿Cómo lo sabías? ¿Eres bruja?
- Un poco, sí.
La gitana me tomó la palma de la mano derecha. Al lado de la mía, la mano de la egipcia parecía una garra cobriza.
- Déjeme desile la güenaventura, caballero.
Iba combinando predicciones en voz alta con instrucciones en susurros sobre cómo acceder a la entrada secreta que se encontraba en un pozo tras el tablao. Tras concluir la confesión, el tono de la mujer varió, como si entonces sus augurios fueran reales y no una mera distracción para posibles oídos curiosos.
- Unas presonas le quieren mal a usté. En la prósima luna llena too se resolverá. ¡En er nombre der Epíritu Zanto! –ya no miraba las líneas de la mano, sino directamente a mis ojos-. Esta noshe el siervo se reunirá con su zeñó. A quien creía aliao ha mudao su camino  Una cosa le igo: le toca guardase duna mujé. Deconfíe de...
La Lady, no sé si al descubrir la diferente actitud de aquella mujer o, como había confesado, por tener algo de bruja, se entrometió en el momento menos oportuno, dejándome in albis.
- ¿Intentando robarme a mi pareja? Eso es porque no le conoce. No le arriendo la ganancia –rió con voz cristalina.
Sonreí, rumboso, pasando por alto aquella nueva pulla. Eso sí, empezaba a cansarme la liberalidad con la que me trataba esa deslenguada mujer. Por el bien de la misión, decidí no aumentar más nuestras desavenencias, y menos ante desconocidos.
Deslicé una moneda en la mano de la gitana, que se marchó con los ojos húmedos e implorándonos piedad para su hombre.
Salimos de aquel antro, tan caluroso como un baño turco a causa de la humanidad que en ella se encerraba, añadida la combinación de los vapores etílicos y el humo del tabaco.
Bajo la luz de las estrellas alcancé a ver algunas sombras huidizas en un recodo del camino que subía hacía la parte alta del Sacromonte. Sospeché que la banda de malhechores había dispuesto vigías, lo que daría fe de que estábamos sobre la pista correcta, mientras los nuestros les daban caza para evitar que dieran la alarma.
Hice una señal a Gerónimo y a Garza, quien me alcanzó un fusil. Iban acompañados de tres hombres de confianza, que se habían parapetado tras uno de los lujosos cabriolets dorados con pistones todavía al rojo, cual modernos Bucéfalos de metal, seguramente propiedad de algún acaudalado extranjero que veía el espectáculo en el interior de la cueva.
Cuando se acercaron, les indiqué con un movimiento de cabeza el portal de una casa de aspecto sombrío que se encontraba al albedo de un farol de gas. Con disimulo, y aprovechando la madrugada, la algarabía del local cercano y el nulo tránsito de la calleja, forzamos la puerta sin atisbos de perturbar a nadie.
Ya nos advirtió la gitana que nadie nos barraría el camino en la casa, así que, a tropezones con algunos muebluchos desvencijados, trapos y ajuar variado, aquí y acullá, llegamos a la parte trasera. Allí se encontraba un abandonado patio, lleno de tiestos que otrora estuvieron atiborrados de flores y en los que apenas quedaban los restos de algunas azucenas marchitas.
En el centro del patio, un pozo con brocal, fantasmagórico bajo la luz de la luna.
Miré a la Lady. Su bello rostro captó mi mueca de preocupación. El pozo era asaz estrecho y deberíamos superar cualquier atisbo de claustrofobia si queríamos llevar a buen fin nuestra empresa. También observé sus ropajes; iba demasiado acicalada para introducirse en ese agujero. Viendo el repaso que le hice sacó pecho, se adelantó decidida, se arremangó, quitóse el monóculo -ocultándose avergonzada el ojo vago con la mano- y se colocó presta el parche de nuevo.
Acto seguido se calzó, con la ayuda de su fiel Singh, unos guantes de piel sin dedos, que le llegaban hasta los codos, teniendo adheridos por la parte exterior de los antebrazos una serie de ganchos y argollas, con una especie de amortiguadores a la altura de las muñecas.
Apartando un herrumbroso cubo apoyado en el brocal, lo depositó con cuidado en el suelo, encendió un candil, echó un vistazo y cual pantera subióse a la pared del pozo y se encajó en su interior, empezando el descenso seguida muy de cerca por Singh. Bajaba rauda, cualquiera diría que sus piernas eran tan firmes como las columnas del Partenón.
El resto del grupo, tras mirarnos unos segundos con cara desconcertada, seguimos sus pasos con cierta vergüenza por haber sido dejados atrás por una mujer.
Algo perturbador fue percatarnos que no se veía el fondo. Tal era la oscuridad que parecíamos haber entrado en el Tártaro. Tan sólo se distinguía la tenue luz de la linterna de Lady, que entre una cosa y otra ya se encontraba bastante abajo.
Afortunadamente, abriendo las piernas y apoyándose en los adoquines que jalonaban las paredes del pozo se podía descender, pero siempre con el corazón encogido cuando veías que quien tenías por encima trastabillaba. El descenso se hacía interminable.
Garza cerraba la comitiva y cuando llevaba lo que se me antojó una eternidad bajando, noté cómo me caían encima sus gotas de sudor desde lo alto.            
Con júbilo escuché que Lady había tocado suelo. Su alegre aviso quizás fuese peor, porque aumentó nuestro nerviosismo y casi nos hizo caer en tropel. Al final, sudorosos, nos encontramos todos abajo.
Se trataba de una minúscula bóveda con un agujero en el techo correspondiente al pozo por el que habíamos descendido. Las paredes aparecían cubiertas de extraños dibujos y glifos, cuya interpretación nos resultaba imposible. El suelo aparecía cubierto por una vegetación verduzca y resbaladiza.
Cuatro pequeños huecos, no más altos para que pudiera pasar un niño de pie, se abrían a la altura del suelo hacia otras tantas galerías. Una ascendía, otra descendía, aquella iba a dar a otro pozo, esa otra se perdía en el horizonte... Aquella mina podía llegar a las antípodas.
Empezamos a sentirnos inquietos. ¿Qué camino debíamos tomar?
De repente nos dimos cuenta que Singh estaba como ausente, es más, asemejaba agarrotado. Se había sentado frente al túnel sin fin, y abismado en no sé qué pensamientos, no atendía a nuestras conversaciones; los ojos abiertos como platos, parecían observar las entrañas de algo perverso e invisible para los demás, como si intuyera la inminente llegada de los Hecatónquiros.
Su señora, percatándose al descubrir mi atención, se le acercó sin demora. Agachándose, en una extraña lengua nativa le susurró algo al oído. Singh masculló, negando con la cabeza, sin parpadear, mientras empezaba a temblar. Entonces la Lady le dio un fuerte empujón contra la pared, volviéndole a la realidad con esas formas bruscas.
La británica no me quiso contar qué estaba ocurriendo, mas pude percibir que algo ominoso se respiraba en el ambiente, y Singh debía saberlo. Su exótica naturaleza a buen seguro le había proporcionado ese sexto sentido del que la mayoría de los europeos carecen.
De todas formas yo también podía sentir algo extraño. La angustia se instaló en la boca de mi estómago cuando me sorprendí con la idea de que esa construcción no era humana: había algo insano en su razón de ser, la cual no alcanzaba a entender.
Aparté rápidamente estos pensamientos, ya que me podían arrastrar hacia el pánico, que no quería transmitir a mis compañeros. Aunque sus rostros, sus silencios, y su actitud taciturna también desvelaban una lóbrega impresión de desasosiego.
Garza, un poco más despabilado, atisbaba los otros túneles a cuatro patas, y nos advirtió que del que bajaba de forma progresiva arribaba un murmullo. Nos callamos, casi ni respiramos, y sí, de lejos, como el reverbero de una pesadilla, se oían algunas voces, incluso ruido de lo que imaginé animales removiéndose.
Esta vez fui yo el que encabecé el grupo y me introduje en el angosto pasillo en declive a gatas. El descenso fue lento y a medida que progresaba aumentaba el ruido de fondo, y con ello nuestra excitación. Reverberaban en nuestros oídos voces lascivas y carcajadas junto con gemidos agónicos salidos de gargantas bestiales.
Mi larga experiencia militar me había permitido asistir a hechos extraños, pero lo que nos esperaba a continuación se salía por completo de la lógica cristiana y de la razón occidental.
 Pasamos por una especie de descansillos en los que aparecían huesos humanos descarnados junto con los restos de animales, amontonados y putrefactos, con vísceras aún humeantes que teníamos que apartar del estrecho túnel para continuar, como si se trataran de señales para guiarnos por el buen camino. Al poco, dependiendo de nuestra altura, podíamos avanzar de pie o encorvados por aquellas angosturas.
Al fin llegamos, no sin cierto asombro, a un palco excavado en la piedra.
Cavado en la roca dura, el túnel desembocaba en el interior de un balcón que formaba parte de un inmenso teatro rocoso iluminado por contadas teas aquí y allá. Bailando al son de esas pobres llamas, saltaban las sombras proyectadas por restos de troncos, telas y objetos desconocidos desperdigados por el anfiteatro. Asemejaba una gruta caroniana, aquellas en las que reina un aire mefítico sicofante.
Y, lo peor de todo, un espectáculo increíble se desarrollaba abajo, en el escenario.
Frente a un decorado escueto aparecía una estatua pétrea, espantosa, de un ser antediluviano o un dios primigenio.
- ¡Coatiplec! –exclamó con emoción incontenible José Garza.
Alumbrada por algunos candelabros, imitando a las menorás judías, que arrojaban un resplandor tibio y triste sobre aquel altar de piedra, todo en ella desprendía un inenarrable desprecio por la existencia humana. A sus pies se desarrollaba una ceremonia que clamaba al Cielo y que hasta más tarde no entenderíamos.
Un enorme toro blanco, con una enorme letra alpha tatuada en el lomo, se encontraba inmovilizado entre un armazón metálico a modo de toril. Un matarife lo degollaba en ese mismo instante. La sangre surgía a borbotones de la profunda herida, mientras que una de las oficiantes del rito, en éxtasis, esperaba desnuda de rodillas bajo su cuello para recoger, como un maná, el líquido rojo con una vasija bruñida.
Muy cerca, una oveja negra, tal vez la antítesis del Agnus Dei, sufría la misma suerte sobre un altar de piedra. Los gemidos de ambos animales eran sobrecogedores, acompañados además por las letanías de los celebrantes, cuyos ecos sonaban a canto temeroso, como el Dies irae. Aquellos eran un grupo de hombres y mujeres, trece, vestidos con dalmáticas y tocados con bonetes.
Parecían los miembros de un Colegio invisible que habitualmente formaban los seguidores de ciertos ritos ocultistas, reunidos en esa particular Casa de Fe excavada bajo tierra.
Sentados alrededor de una mesa, cual parodia de la Santísima Cena, se daban un festín devorando los trozos recién cortados del toro y de la oveja negra, mientras una mujer desnuda embadurnaba a los comensales con la sangre de los animales sacrificados.
Percibí que quien debía ocupar el que representaba el asiento de Nuestro Señor Jesucristo era el hierofante o sumo sacerdote. Había degollado al toro, y llevaba puesta una especie de casco coronado con una enorme cornamenta, tal era su afán de blasfemar.
Era un hombre de arrogante apostura, revestido con una especia de túnica blanca, en la cual se veían bordados el sol, la luna, y otras figuras simbólicas.
Parecía eufórico, porque movíase de arriba abajo gritando en una extraña lengua bajo aquella descomunal testa mientras hacía gestos obscenos y procaces, insinuándose a las oficiantes desnudas, susurrando al oído a los antiapóstoles.
Tan solo una persona, supuse que el que hacía de antiJudas, permanecía asustado, con la cara desencajada, mirando a un lado y otro como ajeno a lo que estaba ocurriendo. Debían haberle suministrado un narcótico. Más tarde entendí que se aprestaban a sacrificarlo en aquella ceremonia.
Estábamos todos en el palco, tan sorprendidos ante aquel espectáculo impío que nos encontrábamos apelotonados juntos en un rincón, alternándonos para asomarnos y mirar unos segundos. Hubo unos momentos en que nadie dijo nada, tal era nuestra estupefacción y nuestro temor a ser descubiertos.
Al final, haciendo de tripas corazón, me dispuse a cargar mi fusil que con tanta dificultad había llevado a cuestas todo el periplo y ajusté la mirilla. Me asomé junto a una columna con mucho cuidado y escudriñé el escenario.
No di crédito a mi suerte. Tenía un blanco fácil.
Tras arrancarse el casco para arengar con más fuerza a sus seguidores, en el punto de mira se me mostraba un sujeto conocido.
¡El de la cornamenta era el maldito portugués!

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