martes

Capítulo XVIII. En la mansión del portugués


S
alí de la casa de don Alejo con el sombrero calado hasta las cejas para rehuir las miradas curiosas. Gerónimo y José Garza me acompañaban de la misma guisa. Aunque a aquellas horas apenas quedaba nadie por la calle, vivíamos tiempos complicados, en los que las paredes, como temía don Alejo, tenían ojos y oídos de lo más agudos y curiosos.
A pesar de lo intempestivo de la hora, una mujer muy entrada en días, de ojos hundidos y voz chillona, arrebujada en un mantón ceniciento, cubierta con un velo negro y con aspecto de ropavejera, pedía caridad en la esquina, bajo la luz de una farola que iluminaba con una luz tan alicaída como debía tener la pobre mujer su estado de ánimo.
Una desdichada viuda, imaginé, de las que tanto abundan en este país, un monstruo que pare hijos para que se sacrifiquen por él sin descanso. Me extrañó que no la acompañara un huérfano, auténticos maestros en el arte de la mendicidad.
La cabeza me bullía. La prensa, la policía y todo el mundo podían pensar lo que quisieran, más preocupados en perseguir conspiraciones políticas o sindicales, empero para mí resultaba obvio que Valdivia estaba metido en la trama hasta la médula. ¿Qué otro motivo tenía para asesinar al hermano de Garza en Cádiz?
Estuviera o no al tanto de los delitos de Valdivia, el portugués, su jefe, lo cual implicaba concederle un estado tanto de inocencia como de ignorancia que se me antojaba imposible, sabíamos dónde encontrarlos.
Íbamos de caza hacia su mansión. A por uno o el otro, mejor ambos. Gerónimo, como siempre en el papel de mi conciencia, expresaba sus dudas al respecto ante nuestra precipitada salida.
- ¿El plan? No hay –a mi amigo ya no le sorprendían mis arranques de genio-. Vamos a presentarles nuestros respetos. Se trata de coger el toro por los cuernos. Enfrentarnos al portugués directamente. Desenmascararlo. No nos importa que llamen a la policía –Gerónimo sonrió, sin articular objeciones. Sabía que cuando me encontraba así de encendido por el furor de mi ira no servían de mucho-. ¿Se atreverían, acaso? Con el favor de las sombras de la noche nos introduciremos en su mansión y les atraparemos desprevenidos.
Al llegar a su casa dimos una vuelta a su alrededor. No descubrimos ningún guarda. Todas las luces permanecían apagadas. Al fin, tras asegurarnos de nuestra soledad, saltamos la valla. Permanecimos unos minutos más esperando ver u oír algo, sin resultado.
Gerónimo hizo uso de una ganzúa. Entramos con cautela, pistolas en mano,  y cerramos con cuidado la puerta. Avanzamos lentamente, de puntillas, con tal sigilo que hasta a nuestras sombras les costaba localizarnos. Encendí entonces la linterna.
Todo el mobiliario había sido tapado con sábanas. Daba la impresión de que los habitantes habían huido a toda prisa.
Nos miramos, seguramente haciéndonos las mismas mudas preguntas. ¿Por qué? ¿Se habían mudado a otra mansión o tal vez querían esconderse porque nuestras sospechas eran fundadas?
En la chimenea se encontraban un montón de papeles quemados, pero no vimos madera ni carbón. Por tanto, no los habían quemado para encender fuego, sospeché. Tal vez querían deshacerse de algo, ¿que pudiera inculparlos?, me pregunté nuevamente.
Demasiadas preguntas sin una respuesta clara era una situación que me incomodaba y me daba dolores de cabeza.
Subimos al piso de arriba, con la esperanza de encontrar algo que nos iluminara entre aquellas tinieblas. Estábamos a punto de acabar las escaleras cuando oímos un ruido casi imperceptible.
Acababan de dejar la mansión, los ratones todavía no podían campar a sus anchas allí. Parecían pasos ahogados, pero no lo suficiente. No, debía de tratarse de otro tipo de “animal” bípedo, más semejante a nosotros. Les hice una seña a mis compañeros.
Caminamos de puntillas, como si atravesáramos las brasas de una hoguera de San Juan, con las pistolas a punto. De una puerta ligeramente entreabierta salía un haz de luz. Nos acercamos con el máximo sigilo. El corazón empezó a latirme con fuerza. Había llegado la hora de enfrentarnos a nuestros enemigos.
Nos colocamos a ambos lados de la puerta. Gerónimo agarró el pomo. Yo me coloqué ante la entrada. Garza nos guardaba las espaldas. En cuanto le hice la seña convenida, él me franqueó el paso y yo entré en la estancia como una exhalación.
Un tipo me miró con una expresión entre sorprendida y estúpida. Estaba rebuscando en unos cajones. Supuse que debía de tratarse de un ladronzuelo que se había colado.
- ¡Quieto! –le conminé, apuntándole con la pistola. Al fijar mi atención en él descubrí que no era un simple ratero.
Reconocí su gitanesco rostro. Aquel pelo negro y ensortijado, el bigote alargado y frondoso que partía su cara en dos, la nariz apapagayada, la mirada torva y patibularia.
 Era uno de los rufianes que me golpearon en la Alhambra.
Debió de darse cuenta de que lo había identificado, porque se puso en pie de un salto y corrió hacia la ventana.
- ¡Alto o disparo! –le previne.
Entonces sucedió lo último que esperaba. Con el impulso que llevaba se lanzó por la ventana, protegiéndose con los brazos por delante como escudo. El cristal, con el impacto, se astilló en mil pedazos.
- ¡Maldita sea su alma! –exclamé.
Garza nos sobrepasó, llegando a la ventana rota antes que nosotros. Cuando el émulo de los pájaros trataba de levantarse de su caída, medio cojeando, el mestizo le lanzó un cuchillo.
Alcanzó al fugitivo en el hombro derecho. Se volvió a caer.
- ¡Rápido, abajo! ¡Que no escape! –chillé con desazón.
Cuando llegamos al jardín, Garza, como un puma que acechara a su presa, había descendido por la fachada con mejor fortuna que el fugitivo.
- Metámosle adentro, no sea que alguien nos descubra rondando por aquí afuera y avise a la policía.
Una vez en el interior, empecé a interrogarlo. El gitano se negaba a hablar.
Temblaba preso del miedo vil que las almas bajas sienten ante los riesgos de la vida. Su mirada sanguinolenta denotaba que era víctima de unas costumbres relajadas.
- Te ha comido la lengua el gato, ¿no? Más te vale, porque de no ser así, te la cortaré –le mostré una navaja, ante la que no mostró la menor emoción.
Gerónimo le había registrado antes de atarlo como un fardo a una silla. El tipo debía estar allí por orden de sus jefes, posiblemente fue a por algo que, quien sabe si por la precipitación de la marcha, habían dejado atrás.
Y así debía ser porque mi compañero me entregó un Libro de Firmas, como los usados por los banqueros judíos. Como el que me entregó Baruch Cohen para llevar a Cádiz.
Me llevé a Gerónimo a un aparte.
- ¿Te has fijado en él? Está muerto de miedo, y no por mi navaja –le dije por lo bajo-. Un malaje de medio pelo como este no se hubiera jugado la vida saltando por un simple latrocinio, si no contara con un poderoso motivo.
- A quién se le ocurre saltar por los aires sin colocarse antes unas alas de Da Vinci. Este rufián no está en sus cabales. Pero me da que tu olfato da en el clavo. No sabía que produjéramos tanto espanto entre la chusma.
- ¿Nosotros? No debe saber nada de nuestras intenciones para lanzarse de cabeza en busca del Supremo Tribunal de Dios. 
Me guardé el libro como si fuera oro en paño. Tal vez Cohen me informara de la auténtica utilidad de este nuevo ejemplar.
El gitano, de cara pálida, flaca y cubierta de amarillentas pecas que le daban un aspecto enfermizo, era uno de los que me apalearon en la Alhambra, y no dejaría que se fuera de rositas.
- Tu nombre. Al menos eso sí me podrás decir –intervine con un tono de lo más reposado-. Tu jefe, Valdivia, mató a su hermano –señalé a Garza-. Cuéntanos algo, anda, porque este se está poniendo nervioso y diría que se muere de ganas de despellejarte.
- Y de arrancarle el corazón –la voz de Garza denotaba que no hablaba en broma.
- Zeñó, zoy Ginés Mairena, para zervir a zu mersé –respondió con voz asustada.
- Puedes servirme diciéndome por cuenta de quién estabas aquí robando. Arnaldo Ferreira Lopes, ¿verdad?
- Poco puedo dezí a su erzelenzia. Me va la vía en ello. Es tó un prínsipe der mal.
Agachó la cabeza. Temía más lo que podía pasarle por parte de su amo si confesaba que a nuestras amenazas para obligarlo a explicarse.
Se abrió entonces la puerta principal. Los tres nos giramos al punto, con las pistolas prestas a funcionar. Apareció insospechadamente Lady Margaret, seguida de sus hombres.
Vestía de luto. La viuda, me maldije por no ser más precavido. No obstante, ninguno de nosotros tres fue capaz de detectar su seguimiento.
Avanzó hasta nosotros con una sonrisa deslumbrante.
- No quería perderme la fiesta. Estábamos dispuestos a entrar en acción cuando ese hombre saltó por la ventana, hasta que vimos que se desempeñaban bien sin nuestra ayuda. ¿Ha dicho algo?
- Nada de interés –lo único de valor era el libro, del que ella no tenía porqué saber nada-. ¿Usted me dirá, al menos, cuál es su verdadero interés en todo este asunto? Me cuesta creer que el dinero de un imbécil como Avellaneda sea motivo de fuerza para motivarla a embarcarse en una empresa de este calibre.
- Es un motivo suficiente, no se engañe. Yo no trabajo de bóbilis, bóbilis. Empero hay otro más, cierto. Personal –suspiró la inglesa antes de comenzar su confesión-. En un levantamiento indígena en el Punjab mataron a mi padre, coronel de regimiento británico. Mi madre fue envenenada con la Flor del Sueño, un ejemplar perteneciente a una especie no clasificada del jatropha, de la familia de las curcas. Ahora está sumida en un letargo similar al del sobrino de don Alejo. ¿Entiende ahora?
Asentí en silencio. La muerte de su padre coincidía con la información recibida por don Alejo de sus contactos en Londres.
- Es un servidor de Roma. ¡Un hereje! –exclamó Gerónimo, que había descubierto y arrancado el sacrílego crucifijo de los católicos romanos al gitano.
- Esos son peores que las plagas de Egipto. Buscadle las marcas del diablo en el brazo –ordenó la Lady. Sus secuaces negaron con la cabeza al no hallarlas-. ¿Nada? Bueno, cuando el diablo compra un alma le hace una señal a la persona. Así podrá reconocerla. Pinchando sobre esa marca no saldrá sangre ni se producirá dolor. ¡Seguid pinchándolo! –el prisionero aullaba de dolor y sangraba como un cerdo.
Singh, el sirviente de la Lady, se había puesto manos a la obra con el mayor ahínco con sus agujas y cuchillos. Teniendo en cuenta que su séquito nos superaba ampliamente en número, no era cuestión recriminarles que asumieran el trabajo sucio.
De la boca del gitano no salían más que chillidos y palabras inconexas a causa del dolor.
- ¡Vaya! Parece que el maldito Satanás ha escondido bien su marca –los hombres de la inglesa recibieron las palabras de su jefa riéndose a mandíbula batiente.
Figúrese el sensible lector la escena. No es objetivo de este relato regodearse en el sufrimiento inflingido, aunque la causa fuese justa y el perjudicado un truhán de la peor calaña. Mucho menos jactarse del empleo de medidas ajenas a lo dispuesto en el campo del honor, por muy desesperada que entonces nos pareciera la situación. En las peores condiciones uno nunca sabe cómo acabarán reaccionando algunos hombres. Aquel infiel indio parecía un hijo de Satán y no su herética víctima.
Me incliné hacia el egipciaco. Movía la cabeza de forma agónica, negando con tozudez. Me pareció entender que decía algo sobre El Desollador, como si temiera algo de él. Aquello reforzó mi convicción de que ese miserable asesino estaba al servicio del portugués y de su secuaz Valdivia, quien ya me había amenazado con aquel atroz monstruo durante nuestro accidentado encuentro en la Alhambra.
- Imploro me conseda su amparo, zeñó –me suplicó con voz enronquecida.
- Ginés, de persistir en hacerte el desentendido, no seré capaz de detener la tortura que te está inflingiendo ese animal. Súmale las heridas de la caída y la puñalada, y acabarás muriendo sin remedio. ¿No quieres hablar, pues?
- Un día oí hablá, al’amo, digo, con un zeñó principá. Estaba en el almasén… trasteando –se justificó-. Le dijo que por fin lo había encontrao en Graná y había llegao l’hora de recogé lo fruto. Luego ordenó a Vardivia que no permitiera a naide entremetese en su negosio.
- ¿Cuál negocio? ¿Quién era ese señor?
El pobre desgraciado negó con la cabeza. Todo aquello escapaba a su escaso entendimiento.
- No dijo más ná y no pude ver bien la jeta del zeñó. Cuando me vieron mudaron de conversasión.
- ¿Dónde está la estatua robada? ¿No vas a hablar? Es tu última oportunidad de salvarte.
No podía salvaguardarle de su propia estupidez, me lamenté. Empero, su silencio también decía mucho… aunque no lo que necesitábamos saber.
- Si no estas al tanto de nada de lo que nos interesa, no nos sirves para nada –sentenció la inglesa. Hizo una seña a su sirviente.
Singh le pasó un lazo por el cuello. Al apretar, el rostro del gitano se tornó morado. Pataleaba al ahogarse.
- ¿Recuperas la memoria? Al menos podrás decirnos dónde se esconde el portugués. Te prometo una muerte rápida –ofreció la buena señora.
Me acerqué al oído del prisionero y le pedí que me dijera a quién quería que entregaran su cuerpo cuando muriese, por si quería recibir cristiana sepultura o que alguien se encargara de sus restos, a cambio del escondite del portugués.
El gitano me dio el nombre de una bailarina de las cuevas del Albaycín, mientras tenía los ojos preñados de lágrimas ante la certeza de su funesto destino.
- Está en una cueva der Albaycín –antes de exhalar su último aliento nos hizo un esbozo de cómo encontrar la entrada.
Por fin dejó de barbotear y de estremecerse en la silla. Singh se apartó de él como el obrero que se retira aburrido tras concluir su turno en la fábrica.
- ¿Era necesario matarlo? –protesté-. Y ahora qué. ¿Mandamos un anuncio a la sección de Pérdidas del Diario de Avisos para que alguien nos dé razón del paradero exacto de su banda y de la estatua?
- No iba a confesar nada, ya lo ha visto. Posiblemente tampoco supiera más –admitió con despreocupación-. Nos enfrentamos a gentes sin escrúpulos. Así sabrán que no nos arredramos ante nada –afirmó la Lady.
- Eso es obvio. No necesitamos demostrarlo, y menos de esa manera. ¿Vamos a convertirnos entonces en alguien tan despreciable como nuestros enemigos? ¿Combatiremos una injusticia con otra?
- No os tenía por una vieja remilgada y puntillosa ante la muerte. Tal vez el golpe en la cabeza tras vuestra caída del motociclo os ha alterado más de lo que os imagináis. ¿Tenéis claras vuestras prioridades?
- Entre gentes de buen tono me sorprende esa falta de humanidad en una mujer –dije con voz tonante.
- No soy digna de su vituperio, señor mío –rebatió sin siquiera tener el decoro de sonrojarse-. En vuestros años de servicio en tierras salvajes, ¿nunca usasteis una camisa de alambre u otros métodos alternativos para hacer hablar a un enemigo? Deje de predicar en el desierto. Sea honesto, por favor. Sino conmigo, que poco me importa, al menos con usted mismo –dicho lo cual me dio la espalda y se puso a parlamentar con sus hombres. Un par de ellos salieron de la casa.
No pude por menos que recordar, con cierto pesar, a todos los pobres tagalos a quienes atamos y tendimos desnudos boca arriba sobre dos palos en forma de X. Les abríamos la boca, forzándoles a tragar agua hasta que o se ahogaban o confesaban.
Sí, eran ellos o nosotros, todo valía en aquella guerra. No nos andábamos con remilgos. Mas aquello fue en el pasado, un pasado que intentaba superar y olvidar.
La miré con inquina. Tenía su parte de razón, y eso me dolía aún más. La contradictoria naturaleza humana... Somos capaces de convivir con los pensamientos más elevados y, al mismo tiempo, cometer los actos más ruines. Yo puedo dar fe de ello.
- Esto no se pude sufrir. ¡Pues también tiene buenas pulgas la gachí! Un gato montés podría recibir lecciones de esta mujer. Cada vez me gusta menos –dije entre dientes a Gerónimo.
- ¿Tú, un idólatra del bello sexo que jamás ha despreciado unas faldas? Nunca has sido indiferente a los encantos de las hijas de Eva –se burló de mí.
- Hablo en serio. No es trigo limpio. Nos estaba espiando cuando salimos de casa del patrón, disfrazada de pobre viuda. Por eso pudo seguirnos hasta aquí.
- Don Alejo parece confiar en ella –terció Garza, aún poco convencido por mis razonamientos.
- Él es un buenafé. Además, en la situación actual se agarrará a cualquier clavo ardiendo. Lo malo es que esta será la Eva que nos hará morder la manzana.
Los hombres de la inglesa regresaron con bidones. Empezaron a impregnar las cortinas y los muebles con petróleo. Querían borrar nuestras huellas y dejar en el anonimato la identidad del muerto con un incendio.
- No conocía esta vertiente tuya tan piadosa... ¿o debería decir filosófica? Una mujer que consigue volverte hacia la religión... –Gerónimo, siempre con ganas de broma hasta en los peores momentos.
- Precisamente, no soy yo el tipo de hombre que se dedicaría a enseñar el Catecismo del padre Ripalda a los niños. Es un ejemplo, nada más, de lo que nos espera con ella husmeando por aquí. Nada me gustaría más que estar equivocado en mis apreciaciones sobre esa inglesa.
- Eso el tiempo nos lo dirá –aventuró Garza.
Dicen que el tiempo a todos nos pone en nuestro lugar. Bajo las formas cortesanas de la Lady se escondía el aguijón de un escorpión, lo sabía en mi fuero interno.

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