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a cabeza me zumbaba como si
fuera una colmena poblada por furiosas abejas. Me afeité con los movimientos
mecánicos de un robot, casi sin verme en el espejo, empeñado en mostrarme un
rostro macilento. Solo los ignorantes y los cochinos sostienen que lavarse
debilita la resistencia del hombre.
De niño,
mi madre me inculcó que el aseo personal y la limpieza suplían la humildad de nuestras
ropas. Además, como militar en campaña, la pulcritud era un ritual, un ejercicio
imprescindible para mantener unos hábitos saludables y civilizados, y no
dejarse caer en la desidia que acababa contaminando a la tropa. No soy, pues,
de los que defienden la teoría que el hombre ha de oler a tabaco, a sudor, y,
tal vez, a alguna cosa peor.
Magullado
aún por la pelea y con jaqueca por la maldita pesadilla, acudí a la casa de don
Alejo maldiciendo las prisas. Aquella no era la mejor mañana para mantener mis
sentidos alerta.
Al
llegar, Peralta, el mayordomo, me informó de una reunión con una dama
extranjera, Lady Margaret Lytton-Hewit.
La
observé con detalle desde la distancia. Era de talla varonil, frente altiva,
mirada provocativa acentuada por sus largas pestañas doradas. El rostro parecía
habituado a las influencias del sol y los vientos, sus lustrosos cabellos caían
sobre unos hombros redondos y bien torneados. Vestía
una chaquetilla entallada de cuero, habitual en los pilotos aéreos.
Había acudido
a la llamada de Fermín Avellaneda, dueño de la Galería de los Mundos Lejanos,
para colaborar en la recuperación de la estatua.
Con esa
carta de presentación no podía resultarme simpática, por muy atractiva que
resultara su figura.
Allí estaba el marisabidillo, don Fermín, como
si nada. Repartía reverencias afectadas. Me saludó con una inclinación de
cabeza y una sonrisilla inocente, como si olvidara que hacía bien poco medio le
acusé de saber más de lo que confesaba sobre el robo. Menudo bazo tenía aquel
sujeto.
Don
Alejo departía con la dama, pues hablaba la lengua estropajosa de los
anglicanos como un almirante de la armada británica. Yo, en cambio, tuve la
escasa fortuna de que el marchante de arte se dirigiera hacia mí.
- ¡Ah!
¿Con que también usted aquí, querido señor Avellaneda? –pregunté con un deje de
malicia-. ¿Sus intereses convergen con los nuestros… todavía?
- ¿Cómo
está su querida esposa? –me espetó tal cual, ajeno a mis recelos.
- Yo no
estoy casado –respondí con tono acerbo.
- ¡Qué
inteligente! La mujer es culpable de todos los desvaríos del hombre.
- ¡Qué
dice usted! Se
referirá a las mujeres vulgares, sin pudor, insensibles –le desmentí-. Las
nocturnas evas.
El
fulgor de un pensamiento me iluminó. Aquel sujeto, experto en andarse por las
ramas y desviar la atención de los asuntos principales, era un amante de la
adulación. Así debía proceder con él con objeto de tirarle de la lengua.
- Una
eminencia como usted, seguro mantiene tratos con la flor y nata de Granada –le
dije con jubilosa entonación. Asintió con una enorme sonrisa de satisfacción-.
Conocéis a don Arnaldo Ferreira, sin duda.
- Por
supuesto –se ufanó-. Un caballero extraordinariamente refinado. Ha tenido el
buen gusto de comprarme bienes muy exquisitos.
- Caros,
querrá decir –apunté con tono mordaz-. ¿Por un casual no habrá mostrado interés
por los mismos objetos exclusivos que nuestro anfitrión? –su rostro se demudó-.
Vamos, hombre, estamos entre amigos –mostré una sonrisa más falsa que un duro
sevillano, pero no menos deslumbrante-. Discúlpeme por ser tan directo, pero ¿tanto
le molesta presumir de sus éxitos? Todo el mundo sabe el mucho dinero que mueve
el caballero portugués. Resulta, por tanto, obvio que habéis cobrado una pieza
de caza mayor. Le expreso mi mayor reconocimiento por vuestro éxito. La falsa
modestia es un pecado tan grave como el orgullo desmedido –expuse con voz
monjuna.
- Os
confesaré, ya que parece ser vox pópuli,
que es tal y como decís –pareció tomar aliento, como quien se apresta a
confesar que ha sido agraciado con el gordo de la Navidad-. El caballero
adquirió un rarísimo ejemplar del Necronomicón.
Alcé las
cejas. El galerista, por fortuna, confundió mi ignorancia, pues por aquel
entonces desconocía la importancia de aquel grimorio maldito, con una muestra
de escepticismo.
-
Auténtico. Lo garantizo al cien por cien. Escrito con sangre, las hojas son
pergaminos confeccionados con tiras de piel humana –dijo con total firmeza y
formalidad-. Se trata de una traducción al latín de Olaus Wormius que pude
localizar, tras muchos desvelos, en Simancas. El sello de las guardas indica
que fue editado en 1647 en Salamanca.
- ¿Y
para qué podría querer un libro de tales características? –le miré con
insolente curiosidad-. ¿Otro simple coleccionista de antigüedades? Lo dudo. Ese
caballero puede ser muchas cosas, pero nunca simple.
- Eso
pertenece a la esfera privada de mis clientes. No puedo desvelar nada más. Creo
que ya he dicho demasiado –se quedó lívido. Por una vez debió darse cuenta que
su vanidad le había jugado una mala pasada al aflojarle la lengua en demasía-. No
es apropiado ser tan curioso, querido amigo.
- Esa excusa
haría reír al espartano más recto. Por favor, no derroche saliva con nuevos pretextos.
¿Tiene claro de qué parte está? Porque yo no, y eso empieza a molestarme –al
ver que abría la boca para protestar, alcé la mano demandándole silencio-. Seguro
que en breve nos deleitará de nuevo con las flores de la lisonja, tan caras
para usted. Flores que, como las rosas, tal vez escondan algunas espinas
traidoras.
- El
páramo de la verdad es desolador. Árido y sin fragancia –declaró con yerta
indiferencia.
- Ya
tenemos al poeta con su verbo florido –le solté con acento áspero, mientras el
marchante de pedruscos partía raudo hacia el anfitrión, incapaz de sostener mi
mirada de pocos amigos.
A
proseguir con sus intrigas, pensé.
Si don
Alejo pretendía que ésta fuera una operación discreta y rápida, sería difícil
si cada vez se añadía más gente y tan poco fiable como el galerista. Me disgustaba
el curso que estaban tomando los acontecimientos. Acostumbrado a la libertad de
acción, temía que estas nuevas alianzas implicaran una falta de confianza del
patrón hacia mi persona debido a los últimos percances.
Me
acerqué al grupo. José Garza acudió al llamado de don Alejo. Con la
participación de Avellaneda, que asentía en silencio como un profesor ante la
lección bien aprendida por un discípulo, el mestizo ofrecía una descripción de
la figura desaparecida.
- La
estatua representa al dios Coatlipec. Su cabeza ha
sido cortada. De su cuello degollado salen chorros de sangre que, convertidos
en dos serpientes, se encuentran, como en un beso, formando una nueva cabeza.
Sobre sus desnudos pechos aparece un collar hecho de corazones y manos
cercenadas. Abajo, una falda de serpientes vivas y tejidas. Una de ellas le
sirve de cinturón, y un cráneo hace las veces de hebilla. Hasta sus brazos y
piernas se han convertido en víboras, cuyos colmillos ejercen de garras.
- En algunas
ceremonias se le cubría con una piel, arrancada a un joven elegido –apostilló
el galerista, incapaz de contener su lengua-. Fertilizado con la sangre del
sacrificado, el dios concedía sus frutos.
Quise hacerme una imagen mental, pero fui incapaz de imaginarme
como sería aquel engendro de piedra. Pero si aquello servía para curar a
Leopoldo, lo encontraría al precio que fuera, aunque pensar en sacrificios
humanos me resultara una idea repulsiva.
Al punto comprendí que aquella era una forma de pensar pacata. ¿Acaso
no se producían en la guerra un sinfín de muertes innecesarias? ¿Muchos no
conducen su vida como corderos camino del degolladero? Bien sabe Dios que no
fueron pensamientos muy piadosos, aunque tampoco se alejaban tanto de la
realidad.
- Ahora
que estamos todos, permítanme presentarles a una dama de alta alcurnia que
podrá ayudarnos decisivamente en la cruzada en la que estamos inmersos –anunció
con pompa Avellaneda-. Posee, además de su lengua materna, el alemán, el
francés, el italiano y, faltaría más, el español. Mujer valiente y ducha en
geografía, ha viajado por todo el mundo en su propio dirigible. Reconocida
buscadora de huevos de dragón en Mongolia, alumna de los lamas en Shangri-La...
- No
hace falta que se explaye más relatando mis méritos, mi querido don Fermín
–atajó la británica al locuaz Avellaneda con un disciplente movimiento de mano-.
Excelente este té con su nube de leche. Se nota que nos encontramos en un oasis
de la civilización entre tanta barbarie –dirigió una sonrisa encantadora a
nuestro anfitrión.
Aquella
insinuación sobre que en Granada estaba entre bárbaros me soliviantó. No
toleraba de buen grado que un extranjero, por muy miembro del género femenino
que fuera, se atreviera a faltarnos al respeto en nuestra propia casa.
Una cosa
era que los iberos denigráramos lo propio como deporte nacional; los más
mordaces hablaban de una Españita bufa, de tapiz de Goya o sainete de don Ramón
de la Cruz. Otra, tolerar lecciones de foráneos que no estaban en disposición
de darnos ejemplo.
- Hoy en
día las mujeres ejercen los oficios más extraños –no pude evitar mascullar.
Había algo de Mefistófeles en su rostro de ángel tentador que me repelía… a la
par que me hipnotizaba-. Además, una mujer ejerciendo una tarea propia de
hombres. ¡Jamás había visto una cosa igual!
- ¿Es
usted el señor Ventura?
- Más
bien lo que queda de él –sabía que mi aspecto no era de estar fresco como una
rosa debido a la pasada noche toledana-. ¿Me conoce?
- Claro,
usted era el responsable de recoger la estatua –aquellas palabras se me
clavaron en las entrañas como una espada. Todavía sorprendido, la dama
prosiguió su implacable avance hacia mis posiciones-. ¿Sabe? Incluso están
pensando en dejarnos ejercer el derecho de voto. Qué procacidad, ¿no le parece?
–replicó con enorme sonrisa de lo más seductora-. ¿Por qué os extraña, si este
país cuenta con Concepción Arenal, una destacada e ilustre defensora de los
derechos de las mujeres?
- Una
mujer debería adornarse de cualidades, como diríamos, menos viriles y tan propiamente
femeninas como la dulzura, la sumisión, la prudencia...
-
Supongo que podríais encontrarlas buscando en el lugar adecuado... dentro un
convento o en una virgen de la Edad Media. Creo que le escandalizo un poco, ¿cierto?
Puede que os sintáis más cómodo con mujeres algo más frágiles que yo, de esas
que ven el mundo a través de las inanes páginas de “El Correo de la Moda”.
- Estoy
acostumbrado a lidiar en todo tipo de plazas, señorita –contesté con tono frío.
Sabía
que mi rostro adusto y poco agraciado no podía competir con la gracia de su
perenne y arrebatadora sonrisa. Tocaba afilar el ingenio para enfrentarme a aquella
sufragista lenguaraz, que volvió a interrumpirme.
- No me
gustaría perturbaros, querido amigo –insistió, como si me tomara por un
babieca.
- Perded
cuidado, milady. ¿Es usted una aventurera? –en realidad pensé en la palabra
mercenaria, mas tampoco quería resultar tan brusco: sonaría demasiado a burla
adjudicarla una tarea tan lejos de su condición femenina-. No entiendo porqué
la ha contratado el señor Avellaneda –si las miradas mataran la mía le habría
fulminado en aquel momento- ni cuál es su interés en el asunto, más allá de una
cuestión puramente crematística.
Todos me
observaron, un tanto escandalizados por mi cruda franqueza.
- La
intuición de una mujer puede ser más valiosa que el más minucioso proceso
analítico -afirmó don Fermín, quien como promotor de la dama estaba dispuesto a
defenderla a capa y espada-. Y su experiencia en recuperación de objetos de
artes nos será de inestimable ayuda.
-
¿Recuperación, dice? –solté una ruidosa carcajada-. No dulcifique lo sucedido,
haga el favor.
- Tengo un
interés personal en este asunto –justificó la inglesa-. Creo que esa estatua servirá
para curar a mi madre. La herencia familiar está en juego. Si ella no se
recupera pasará todo a mi hermano... y yo me quedaré sin nada, o con la renta
anual que él tenga a bien concederme. Tengo una aeronave propia, proyectos
personales. Una mujer necesita fondos para mantener su independencia. Mi natural
interés en el caso está más que justificado.
Los
presentes parecían impresionados por su determinación y presencia. En cambio, yo
no me fiaba, y menos de una hija de la soberbia Albión. Confiaba tanto en la
bondad de esa mujer como en la del beso de un escorpión.
- ¡Independencia,
decís! ¡Otra de esas nocivas modas modernas y extranjerizantes! –exclamé con indisimulado
escepticismo-. Además, ¿una bella damisela será capaz de arrostrar todo tipo de
peligros para alcanzar el éxito en esta titánica misión, en la que apenas
contamos con pistas? ¿Cuenta usted con las cualidades de las legendarias
amazonas? –dudaba y quería que los demás compartieran esas dudas-. Mujer y con
la pragmática sangre inglesa corriendo por sus venas... –remaché el clavo de la
desconfianza.
- Os
garantizo que nunca estaré un paso por detrás de usted. Más al contrario, tal
vez sea al revés. He vertido más sangre, inglesa, española y de otros nacionalidades,
que posiblemente la vuestra esté aguada en comparación.
- Me
hacéis reír, señora –apreté los puños ante aquel nada velado insulto. Al punto
aflojé la mano izquierda, enmascarada con un guante: podía romper sin querer
los dedos mecánicos al no sentir dolor que me previniera del exceso de fuerza-.
El sufrimiento, el valor y la constancia jamás abandonan al soldado español,
cualquiera que sea la causa que defienda –dije con orgullo-. Mi sangre española
arde tanto en el África como en el glacial Polo. Y la que yo vertí fue en el
campo de batalla, no en un salón de esgrima.
- Por
cierto, ¿usted se dedica al boxeo? Parece que os ciega el coraje –casi me rozó
con un dedo enguantado un verdugón de la mejilla.
Su
mirada era la de una consumada apostante valorando si valía la pena o no
arriesgar unas monedas en un caballo desconocido o de pedigrí dudoso.
-
Practico el pugilato de forma ocasional. No soy un boxeador de paso atrás. No
tengo horchata de chufas en las venas, la lava hierve en ellas. Mi aspecto
destartalado lo debo a una caída con un motociclo –mentí por no admitir ante
ella y todos los demás mi derrota de anoche-. Ya sabe, son estos nuevos
artefactos de dos ruedas con un equilibrio inconstante. Lo mío son las cuatro
ruedas, un vehículo bien asentado en tierra firme.
- ¿No
seréis un jugador de ventaja? –miró de forma sibilina a mi mano enguantada.
Aquella mujer estaba demasiado bien informada-. Pues yo prefiero volar, moverme
por las alturas. En esto tampoco coincidimos –sonrió.
Bajo esa
deliciosa sonrisa me pareció atisbar las gélidas cumbres de Sierra Morena.
La miré
sin recatarme, como si estuviera loca.
- Sería
conveniente que tuvierais cierto respeto por el peligro y no asumierais riesgos
propios de varones. Sois mujer y deberíais comportaros como tal.
El resto
de los presentes contemplaba nuestro duelo dialéctico con muda estupefacción.
- Tales
riesgos, como usted los llama, son también un placer. Un placer que concede
interés a mi vida. ¿Por qué le sorprende? –parecía henchirse como un pavo
real-. ¿Y conveniente para quién, señor? Si yo fuera hombre no tendría miedo de
nada... como no lo tengo siendo mujer. No me doblego ante nadie. Eso sería
vergonzoso.
- Pero benéfico
para vuestra salud. No atino a comprender cómo vuestro marido –ella negó con la
cabeza-, vuestro prometido, ¿o tampoco?, vaya, no me extraña, estaría encantado
de llevar enaguas mientras usted se pone los pantalones –me burlé con tono
sarcástico.
- ¿Acaso
las mujeres no pueden educar a sus maridos, no pueden elevarse por encima de
ellos, llegado el caso?
- ¿Elevarse
en dirigible, como usted? Eso en nada honra al esposo y humilla a la esposa.
Esa conducta es perjudicial para ambos. Y el lugar de una dama es el hogar, no
pretendiendo usurpar un lugar que no le es propio. Al menos eso es así en
España, donde todavía impera la decencia. Tal vez en las islas de Albión, debido
a su confesión cismática, sea costumbre el comportamiento licencioso de la
mujer –ahora era mi turno para insultar.
-
Siempre me ha parecido la ingratitud el defecto más pernicioso en un caballero
–concluyó de forma cortante.
- Yo
tengo de caballero lo mismo que usted de dulce damisela.
-
¡Imperdonable! –protestó con voz melindrosa Avellaneda-. ¡Basta ya, señor mío!
Este ultraje ha llegado demasiado lejos. Don Alejo, ya sabe cómo es su
empleado. Por cualquier motivo se desboca como los hunos y le denigra en
público al faltar al respeto de forma flagrante a esta dama en su casa. Ante omnia, ella ha venido a ayudarnos.
Con esa actitud desdeñosa y poco colaborativa jamás conseguiremos nuestros
objetivos.
- ¡Por
favor! Haya paz –demandó don Alejo, alzando las manos con ánimo apaciguador-.
¿Será necesario recordar que todos estamos en el mismo barco? Las disensiones
entre nosotros solo benefician a nuestros enemigos.
- Que
Dios nos guarde de ciertos amigos, que yo ya me ocuparé de nuestros enemigos
–no soy de los que sabe callarse a tiempo, lo admito.
-
¡Ventura, basta ya! –insistió el patrón con voz inflexible-. No te comportes
como Belerofonte. La señorita decide por sí misma. Y ha elegido formar parte de
nuestra empresa.
Me
envaré ante la advertencia de mi jefe. Era la primera vez que veía enfadarse en
público a don Alejo. Recordé entonces su discurso sobre la necesidad de hacer
lo que fuera necesario por el bien de Leopoldo.
Ahogué
una replica cuando salía por la punta de la lengua. Por una vez la Prudencia me
iluminó, pues en aquellos momentos tenía la luz de la razón casi apagada, la
mente entre tinieblas, a causa de mi carácter levantisco. Al corregirme en
público mi patrón, había quedado a la altura del betún. No valía la pena
insistir y descender hasta la categoría de tonto de capirote.
Advertí,
con cierto pesar, que el malo y escaso descanso nocturno, añadido al dolor que
aún sentía por la paliza encajada, no había ayudado en nada a mejorar mi natural
mal humor.
Un
profundo suspiro me escapó del pecho, tras ese amargo trago de acíbar bebido
sin titubear del cáliz del sacrificio.
- Usted
manda –cedí en tono neutro-. Señorita, le pido disculpas si mis palabras han
podido ofenderla –la aludida inclinó levemente la cabeza a modo de asentimiento-.
Me he dejado llevar por una inmoderada pasión.
- Creo
en la sinceridad de su arrepentimiento. No esperaba otra cosa de usted, querido
–aceptó la inglesa.
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