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Capítulo XI.- Pesadillas del pasado


 
 A
l llegar a la pensión, Garza me ayudó a limpiarme las heridas y partió en cuanto me dejé caer exhausto sobre el jergón. Mientras que para el común de los mortales lo anterior implicaría el inicio de un reparador descanso, no siempre resultaba así en mi caso.
Tuve una pesadilla, la de casi siempre. Rememoraba la emboscada que sufrimos en la otra punta del mundo y motivó el estado actual de Leopoldo. Cuando me asaltaban esos malos sueños, hasta el más mullido lecho parecía cubierto de erizadas espinas. Prefería el dolor de la golpiza de los matones de Ferreira al de esa alucinación del pasado.
No hay castigo peor que revivir lo que más deseas olvidar. Por desgracia, no podía elegir, atrapado por ese sueño de forma tan inexorable como Prometeo fue encadenado por Zeus.
Relegaría su recuerdo al más profundo de los olvidos, aunque conviene que el lector conozca algunos pormenores, pues conociendo lo que sucedió en el pasado entenderá mejor algunas circunstancias del presente relato.
En el archipiélago de las Carolinas las cosas estaban tranquilas. La segunda compañía del regimiento de infantería Legazpi nº 68, la nuestra, se bastaba para ello. Al menos sobre la superficie.
Pero llegaban rumores de las Islas Marianas. Para nuestros compañeros del regimiento Magallanes nº 70 las cosas no eran tan plácidas. Comerciantes y balleneros procedentes de allí contaban que las cosas no marchaban como debieran. El ambiente con los nativos poco a poco se enrarecía. Los reyezuelos locales no se avenían a razones con nuestros emisarios.
Sospechábamos de influencias externas. En nuestras patrullas a veces avistábamos, demasiado cerca para nuestro gusto, buques estadounidenses y alemanes. La nueva potencia germana pretendía proteger a todos sus súbditos a toda costa desde la unificación de los estados alemanes.
Aunque esos malditos alemanes y los yankees habían reconocido la soberanía española sobre aquellas tierras, seguían intrigando en la sombra.
A pesar de que ya se había aposentado la convicción de la inexistencia del continente hundido tan buscado, Terra Australis, las grandes potencias seguían jugando a su particular ajedrez en el lejano Pacífico.
La pluralidad de islas facilitaba la implantación de bases de aprovisionamiento para los vapores o para la instalación de cables telegráficos submarinos. Además, la población era poca, el terreno resultaba pobre, y los intereses comerciales escasos.
A despecho del ridículo valor estratégico y económico de la región, las potencias no estaban dispuestas a ceder ni un palmo, y el equilibrio y la paz pendían de un hilo. Todo por mantener el prestigio internacional. Tal era la vanidad del común de los gobernantes.
Recordé el discurso del Capitán General en Manila, todos formados en el patio de armas, antes de embarcar en el crucero de segunda clase “Velasco” con el fin de afirmar nuestra soberanía en aquellos archipiélagos ante las instigaciones de terceros países: “El Dios de los Ejércitos bendecirá nuestras armas, y el valor de nuestros soldados y nuestra Armada harán ver a nuestros enemigos que no se puede insultar impunemente a la nación española sin que busquemos la más cumplida satisfacción”.
El padre Maldonado, el misionero de nuestra expedición, como parte del personal civilizador, tenía más problemas con los malditos misioneros protestantes norteamericanos que con los propios naturales, quienes asociaban magia y religión.
Todo eran contrariedades con aquellos intrigantes herejes, que decían estar al servicio de Dios, y más bien parecían estarlo al del presidente de los Estados Unidos, pues soliviantaban a los nativos en nuestra contra desde que se hizo efectiva la ocupación española.
Guam. Aquella maldita isla, casi un islote... tan lejos de Filipinas, tan alejada de España, incluso remota para el mismísimo Dios. Posiblemente, y a pesar nuestro, donde más falta hacíamos en ese momento.
Un fatídico día recibimos un cable del Teniente-Gobernador de las Islas Marianas. Había estallado la revuelta. Estaban sitiados. Nos pedían ayuda. Leopoldo ordenó telegrafiar a la Capitanía General de Filipinas solicitando refuerzos.
- ¿No lo habrán hecho ellos? -le pregunté con recelo.
- Tal vez lo hicieran o tal vez los enemigos les cortaron las comunicaciones. No podemos arriesgarnos.
- El nuestro será un sacrificio estéril -le advertí.
Modestamente, creo que no era ningún cobarde, mas no era plato de gusto meterse con los ojos cerrados en la boca del lobo.
- No pueden esperar. Cuando llegasen las tropas de Filipinas, probablemente todos habrían muerto ya. Debemos ir en su rescate.
A los jóvenes oficiales con buen apellido les costaba encontrar el camino hacia el frente. En cambio, Leopoldo nunca rehuyó el peligro.
Menos el telegrafista y una escuadra al mando de un cabo, Leopoldo ordenó que todos embarcáramos en un viejo cañonero adaptado como transporte militar. Partimos hacia Guam.
Al desembarcar en el puerto de Apra caímos en una emboscada. Se abalanzaron sobre nosotros como una inesperada granizada de verano.
Al padre Maldonado, que insistió en acompañarnos por si podía dialogar con los rebeldes, le concedieron el mismo recibimiento que a los demás. Leopoldo fue herido por un dardo que luego descubriríamos que estaba envenenado, nunca supimos con qué sustancia.
Conseguimos llegar a sangre y fuego hasta la fortificación, en medio de una lluvia de flechas, piedras y maldiciones.
El almacén del fortín estaba destruido, otro sabotaje. De la guarnición, ni rastro. Solo contábamos con las limitadas provisiones y la munición que habíamos traído con nosotros. Éramos una avanzadilla expedicionaria, no un cuerpo de ocupación. Aquello no pintaba nada bien.
Nos superaban en número, sí, en una proporción de veinte a uno, pero nos asaltaban con la simple fuerza bruta de la cantidad, sin orden ni concierto. Las descargas cerradas de nuestros fusiles Mauser causaban grandes bajas entre aquellos salvajes. Podíamos esperar la arribada de los refuerzos de Filipinas de haber contado con más suministros. Pero no tardaríamos en agotarlos.
Dicen que quien se bate por su independencia es más bravo que quien se alquila para defender la tiranía. Según se sabría más tarde, en su ignorancia los nativos actuaban espoleados por agentes externos que nos acusaban de introducir las enfermedades que los diezmaban, y les abastecían sobradamente de alcohol, regalándoles los oídos con falsas promesas de libertad y la expulsión de nuestra nociva influencia occidental.
Guerreaban aquellos morenos con la ferocidad de los demonios del averno. Luchábamos sin cuartel, los prisioneros se arrojaban degollados al río tal como hacían ellos, para que los insurrectos fueran conscientes de nuestra determinación. Entre ellos y nosotros ya no quedaba el menor resquicio para la misericordia.
Sus emboscadas eran temibles, no nos arriesgábamos a salir del fortín por comida. No solían usar armas de fuego, mas sus flechas envenenadas y sus sables eran igualmente dañinos y mortales.
Sería ingrato no reseñar semejante valentía por parte de los nativos al servicio de nuestro glorioso ejército. Formaban la mayor parte de nuestra tropa, no lo olvidemos, y se batían con heroico denuedo.
La situación se tornó desesperada. A pesar de las matanzas que les causábamos, siempre contaban con nuevas fuerzas, no sé si llegadas del interior de las selvas o de otras islas. La ametralladora que nos habíamos traído del barco quedó inutilizada por el constante uso y el calor.
Como si intuyeran nuestra difícil situación, un día, de forma inesperada, dejaron de acosarnos. Tal vez pretendían rendirnos por inanición.
La selva circundante había enmudecido. Salí a explorar con una patrulla. Entre aquellos árboles colosales y la maleza intransitable, solo se oía el dulce murmullo de la brisa entre las pobladas ramas. Tuve la sensación de pisar la espesa hierba donde jamás puso antes el pie el hombre blanco. Parecía que a los chamorros se los hubiera tragado la tierra.
Al volver, exploramos el poblado. Abandonado también. Apenas conseguimos un poco de arroz para alimentarnos y llenamos las cantimploras. Se lo habían llevado todo. Los malditos habían incendiado nuestro transporte en el ancladero, ahora varado como una ballena moribunda.
En aquellas tierras lejanas, la noche tenía un algo de pavoroso que aumentaba el miedo de los cobardes. Y el miedo se transmite a la velocidad del fluido eléctrico. O nos mataba el enemigo, o moríamos de hambre y sed, o la locura plantaba la semilla de la destrucción en nuestras enfebrecidas mentes.
La herida de Leopoldo se infectó. Me vi obligado a tomar el mando. Sabía que por poco tiempo. El fin se acercaba.
Tal como se habían marchado, los nativos regresaron. Un día volvieron a resonar sus tambores batientes.
A pesar de nuestras escasas fuerzas, no habíamos permanecido ociosos en su ausencia. Cavamos un foso en torno a las murallas de adobe. Lo rellenamos de alquitrán y combustible, pues ignorando los salvajes su utilidad no lo habían rapiñado, cubriendo el mejunje negruzco con hojas de palmera. 
Apuntando a la entrada, colocamos la única pieza de artillería con la que contábamos. La cebamos, agotada ya su munición, con todo elemento metálico y puntiagudo que conseguimos recoger.
No resistiríamos un asalto masivo, lo sabía. No podíamos defender el perímetro completo. Teníamos que hacerles atacar por donde mejor nos conviniera a nosotros. Ideé una estrategia desesperada. La idea, en verdad, fue gracias a la preocupación del padre por los elementos sagrados que quedaban en la misión extramuros.
No nos aseguraba nada, cierto, pero tampoco podíamos perder mucho.
Daba por descontado que no íbamos a salir de esta a no ser que llegaran los refuerzos de Manila de forma inmediata.
Consulté la maniobra con Leopoldo. A duras penas consiguió incorporarse, consumido por la calentura del veneno.
- Haremos una salida hasta la misión, el padre Maldonado a la cabeza. Les desconcertará –los salvajes tenían la curiosa idea de que matar a un chamán, y el padre era nuestro equivalente al suyo, acarreaba terribles maldiciones para el responsable-. Son doscientos metros. El tiempo justo para recoger el cáliz y retrocedemos de vuelta. Despacio, para que se envalentonen y nos persigan todos hasta la entrada, donde el cañón les dispensará el recibimiento que se merecen. Nos llevaremos por delante a todos los que podamos antes de morir.
- Os dirigís hacia el infierno –esa advertencia con un hilo de voz de Leopoldo permanecía grabada en mi mente, como la metralla me había dejado cicatrices en la piel.
Le sonreí con una falsa mueca de seguridad. Una sonrisa producto más bien de la locura de la guerra.
- Cuando lleguemos al infierno, seguiremos marchando. Mañana estaremos todos muertos. Prefiero ser yo quien decida cómo irme de este mundo. Ahora toca repartir bendiciones entre esos malditos. ¡Calen bayonetas! –ordené con la voz ronca por culpa de la sed a la diezmada tropa.
El toque de generala todavía me perforaba los tímpanos. A continuación sonó el toque a oración justo antes de la última carga. Nos arrodillamos mientras el padre Maldonado nos absolvía de nuestros pecados y repartía las postreras bendiciones y los últimos sacramentos. Aunque no fuera muy cristiano, juramos por lo más sagrado vengar a nuestros muertos.
El clarín nos hizo hervir la sangre en las venas, enardecidos por el espíritu de venganza y el ardor militar, mas no aturdió los oídos del enemigo como las trompetas de Gedeón espantaron y vencieron a los Madianitas. Solo contábamos con nuestro propio arrojo.
Dejamos la empalizada erizada de antorchas a nuestras espaldas. El padre, portando el crucifijo delante de él como un escudo, abría la marcha a paso ligero en fila de a dos.
Aquella bravata desesperada sorprendió al enemigo.
Oíamos sus insultos, pero no reaccionaron. Llegamos a la iglesia. Los chamorros poco a poco fueron abandonando la seguridad de la espesura.
- ¡Rápido, padre! No tenemos más tiempo.
Salió del templo con el cáliz en una mano y el crucifijo en alto en la otra.
- En dos filas. Retrocederemos en orden. Cuando la primera fila, de rodillas, dispare, retrocede detrás de la otra y recarga, mientras la segunda dispara, y así sucesivamente hasta llegar al fuerte. ¡Ánimo, estamos a un tiro de piedra!
Calculaba que nos quedaban unas seis balas por hombre, lo justo para llegar a medio camino entre la misión y el fortín.
Los salvajes habían perdido el miedo. Se mostraban fieros con sus caras y cuerpos embadurnados con pinturas rituales de guerra. Nos apuntaban con sus arcos y sus hondas. Avanzaban lentamente hacia nosotros, a la expectativa.
Los que sabían español nos amenazaban a gritos con rebanarnos la cabeza como una sandía con las hojas de sus machetes. Había llegado la hora de la verdad.
Siempre recordaré aquel grito, hijo de la rabia, como si hubiera sido otro el que lo lanzara, mas fui yo, en un desesperado intento de infundir ánimos a nuestras menguadas fuerzas.
- ¡Venid, salvajes! ¡Mi sable quiere mediros las costillas! –me giré hacia mis hombres-. ¡Fuego la primera línea! ¡Preparada la segunda!
Se desató el infierno. Ante aquel asalto, que parecía el último y definitivo, sentí que un frío mortal circulaba por mis venas.
Agotada la munición, solo quedaba defenderse a culatazos, con las bayonetas y con los sables. Y, llegado el caso, con uñas y dientes.
La entrada al fortín se nos ofrecía cercana.
- ¡Retirada! Trompeta, ¡toca retirada!
Huimos en desbandada para atraerles hacia el campo de acción de la pieza de artillería, trabada entre los escombros de parte de la muralla usados a modo de parapeto.
Unos pasos antes de alcanzar la puerta, me detuve para desafiar a la turba de salvajes, permitiendo así que nuestros rezagados se pusieran a salvo de la próxima descarga del cañón.
Al primero le desnorté al impactarle mi pistola, inservible a falta de balas, en toda la cara. A los demás les enfrenté a sablazos. Parecía poseído por una fuerza y una determinación demoniacos. No se lo esperaban, y se arremolinaban en torno a mí, cayendo como moscas.
Finalmente un garrotazo me impactó en la nuca. Caí de rodillas. Con la visión todavía borrosa, alcé el sable. Vi una sombra a mi izquierda, acompañada del reflejo metálico de la hoja curvada de un yagatán. Levanté el brazo izquierdo para parar el golpe que suponía estaba por llegar. Sentí un estallido de dolor en la mano y me derrumbé.
Sabiendo que el jefe enemigo había caído, los nativos aullaron ebrios de odio, atisbando la victoria al alcance de sus sucias manos. Se lanzaron como posesos hacia la entrada franqueada.
Medio desmayado, cubierto de mi sangre y de los chamorros que yacían a mi alrededor, sonreí.
Imaginaba el chisporroteo de la llama, cuando...
Oyóse una espantosa detonación. El rugido de los asaltantes se trocó en un aullido de dolor cuando la carga de metralla impactó en ellos.
El cielo se oscureció momentáneamente por una nube de humo y polvo. Al mismo tiempo, la cuerda que unía todas las antorchas debía soltarse y dejar caer las teas sobre la mezcla explosiva del foso. Sentí el calor de las llamaradas y alcancé a oír su crepitar antes de desmayarme, mezclado con los gritos de los que pretendían escalar la empalizada, convertidos en antorchas humanas.
No relataré aquí la dantesca matanza que produjo en los rebeldes. De igual manera, el precio que nos tocó pagar fue excesivo. El ruido pronto enmudeció.
Fue tal la escabechina que les causamos que los supervivientes se batieron en retirada. Nunca regresaron.
Aquel aciago día volví a defraudar a la Muerte. Después, reflexionando sobre lo sucedido, he llegado a la conclusión de que, más bien, la Muerte me repudió. Pensaría que vivo prestaba un mejor servicio a sus macabros intereses.
Poco recuerdo de los días posteriores, más allá de los cuidados que nos dispensó el padre Maldonado a los que sobrevivimos a aquel apocalíptico infierno, hasta que llegaron un crucero y una corbeta desde Filipinas.
Por fin desperté sobresaltado de aquel delirio, con los labios secos y abrasados por la fiebre. La cabeza me ardía, el corazón palpitaba desatado.
Noté como las lágrimas se me abismaban por las mejillas. Las pesadillas me atosigaban de vez en cuando. El sueño era la imagen de la muerte.
A veces deseaba que aquel día aciago hubiera sido el último para mí. Aquel infortunio había desbaratado todos mis planes. Entonces me sentía el más desgraciado de los hombres. Pero por poco tiempo: si algo había aprendido de todo aquello es que lamerse las heridas no sirve para nada.
Me acaricié el muñón instintivamente. Todavía notaba los dedos mutilados, pero de repente me asaltó un dolor, más que físico producto de la desesperación por lo que aquella pérdida implicó en su momento.

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