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l llegar a la pensión, Garza
me ayudó a limpiarme las heridas y partió en cuanto me dejé caer exhausto sobre
el jergón. Mientras que para el común de los mortales lo anterior implicaría el
inicio de un reparador descanso, no siempre resultaba así en mi caso.
Tuve una
pesadilla, la de casi siempre. Rememoraba la emboscada que sufrimos en la otra
punta del mundo y motivó el estado actual de Leopoldo. Cuando me asaltaban esos
malos sueños, hasta el más mullido lecho parecía cubierto de erizadas espinas. Prefería
el dolor de la golpiza de los matones de Ferreira al de esa alucinación del
pasado.
No hay
castigo peor que revivir lo que más deseas olvidar. Por desgracia, no podía
elegir, atrapado por ese sueño de forma tan inexorable como Prometeo fue encadenado
por Zeus.
Relegaría
su recuerdo al más profundo de los olvidos, aunque conviene que el lector
conozca algunos pormenores, pues conociendo lo que sucedió en el pasado
entenderá mejor algunas circunstancias del presente relato.
En el
archipiélago de las Carolinas las cosas estaban tranquilas. La segunda compañía
del regimiento de infantería Legazpi nº 68, la nuestra, se bastaba para ello. Al
menos sobre la superficie.
Pero
llegaban rumores de las Islas Marianas. Para nuestros compañeros del regimiento
Magallanes nº 70 las cosas no eran tan plácidas. Comerciantes y balleneros
procedentes de allí contaban que las cosas no marchaban como debieran. El
ambiente con los nativos poco a poco se enrarecía. Los reyezuelos locales no se
avenían a razones con nuestros emisarios.
Sospechábamos
de influencias externas. En nuestras patrullas a veces avistábamos, demasiado
cerca para nuestro gusto, buques estadounidenses y alemanes. La nueva potencia germana
pretendía proteger a todos sus súbditos a toda costa desde la unificación de
los estados alemanes.
Aunque
esos malditos alemanes y los yankees
habían reconocido la soberanía española sobre aquellas tierras, seguían
intrigando en la sombra.
A pesar
de que ya se había aposentado la convicción de la inexistencia del continente
hundido tan buscado, Terra Australis, las grandes potencias seguían jugando a
su particular ajedrez en el lejano Pacífico.
La
pluralidad de islas facilitaba la implantación de bases de aprovisionamiento
para los vapores o para la instalación de cables telegráficos submarinos.
Además, la población era poca, el terreno resultaba pobre, y los intereses
comerciales escasos.
A despecho
del ridículo valor estratégico y económico de la región, las potencias no
estaban dispuestas a ceder ni un palmo, y el equilibrio y la paz pendían de un
hilo. Todo por mantener el prestigio internacional. Tal era la vanidad del
común de los gobernantes.
Recordé
el discurso del Capitán General en Manila, todos formados en el patio de armas,
antes de embarcar en el crucero de segunda clase “Velasco” con el fin de
afirmar nuestra soberanía en aquellos archipiélagos ante las instigaciones de
terceros países: “El Dios de los
Ejércitos bendecirá nuestras armas, y el valor de nuestros soldados y nuestra
Armada harán ver a nuestros enemigos que no se puede insultar impunemente a la
nación española sin que busquemos la más cumplida satisfacción”.
El padre
Maldonado, el misionero de nuestra expedición, como parte del personal
civilizador, tenía más problemas con los malditos misioneros protestantes
norteamericanos que con los propios naturales, quienes asociaban magia y
religión.
Todo
eran contrariedades con aquellos intrigantes herejes, que decían estar al
servicio de Dios, y más bien parecían estarlo al del presidente de los Estados
Unidos, pues soliviantaban a los nativos en nuestra contra desde que se hizo
efectiva la ocupación española.
Guam. Aquella
maldita isla, casi un islote... tan lejos de Filipinas, tan alejada de España,
incluso remota para el mismísimo Dios. Posiblemente, y a pesar nuestro, donde
más falta hacíamos en ese momento.
Un fatídico
día recibimos un cable del Teniente-Gobernador de las Islas Marianas. Había
estallado la revuelta. Estaban sitiados. Nos pedían ayuda. Leopoldo ordenó
telegrafiar a la Capitanía General de Filipinas solicitando refuerzos.
- ¿No lo habrán hecho ellos? -le pregunté con recelo.
- Tal
vez lo hicieran o tal vez los enemigos les cortaron las comunicaciones. No
podemos arriesgarnos.
- El
nuestro será un sacrificio estéril -le advertí.
Modestamente,
creo que no era ningún cobarde, mas no era plato de gusto meterse con los ojos
cerrados en la boca del lobo.
- No pueden
esperar. Cuando llegasen las tropas de Filipinas, probablemente todos habrían
muerto ya. Debemos ir en su rescate.
A los
jóvenes oficiales con buen apellido les costaba encontrar el camino hacia el
frente. En cambio, Leopoldo nunca rehuyó el peligro.
Menos el
telegrafista y una escuadra al mando de un cabo, Leopoldo ordenó que todos embarcáramos
en un viejo cañonero adaptado como transporte militar. Partimos hacia Guam.
Al
desembarcar en el puerto de Apra caímos en una emboscada. Se abalanzaron sobre
nosotros como una inesperada granizada de verano.
Al padre
Maldonado, que insistió en acompañarnos por si podía dialogar con los rebeldes,
le concedieron el mismo recibimiento que a los demás. Leopoldo fue herido por
un dardo que luego descubriríamos que estaba envenenado, nunca supimos con qué
sustancia.
Conseguimos
llegar a sangre y fuego hasta la fortificación, en medio de una lluvia de
flechas, piedras y maldiciones.
El
almacén del fortín estaba destruido, otro sabotaje. De la guarnición, ni
rastro. Solo contábamos con las limitadas provisiones y la munición que
habíamos traído con nosotros. Éramos una avanzadilla expedicionaria, no un
cuerpo de ocupación. Aquello no pintaba nada bien.
Nos
superaban en número, sí, en una proporción de veinte a uno, pero nos asaltaban
con la simple fuerza bruta de la cantidad, sin orden ni concierto. Las
descargas cerradas de nuestros fusiles Mauser causaban grandes bajas entre
aquellos salvajes. Podíamos esperar la arribada de los refuerzos de Filipinas
de haber contado con más suministros. Pero no tardaríamos en agotarlos.
Dicen
que quien se bate por su independencia es más bravo que quien se alquila para
defender la tiranía. Según se sabría más tarde, en su ignorancia los nativos
actuaban espoleados por agentes externos que nos acusaban de introducir las
enfermedades que los diezmaban, y les abastecían sobradamente de alcohol,
regalándoles los oídos con falsas promesas de libertad y la expulsión de
nuestra nociva influencia occidental.
Guerreaban
aquellos morenos con la ferocidad de los demonios del averno. Luchábamos sin
cuartel, los prisioneros se arrojaban degollados al río tal como hacían ellos,
para que los insurrectos fueran conscientes de nuestra determinación. Entre
ellos y nosotros ya no quedaba el menor resquicio para la misericordia.
Sus
emboscadas eran temibles, no nos arriesgábamos a salir del fortín por comida.
No solían usar armas de fuego, mas sus flechas envenenadas y sus sables eran
igualmente dañinos y mortales.
Sería
ingrato no reseñar semejante valentía por parte de los nativos al servicio de
nuestro glorioso ejército. Formaban la mayor parte de nuestra tropa, no lo
olvidemos, y se batían con heroico denuedo.
La
situación se tornó desesperada. A pesar de las matanzas que les causábamos,
siempre contaban con nuevas fuerzas, no sé si llegadas del interior de las
selvas o de otras islas. La ametralladora que nos habíamos traído del barco
quedó inutilizada por el constante uso y el calor.
Como si
intuyeran nuestra difícil situación, un día, de forma inesperada, dejaron de
acosarnos. Tal vez pretendían rendirnos por inanición.
La selva
circundante había enmudecido. Salí a explorar con una patrulla. Entre aquellos
árboles colosales y la maleza intransitable, solo se oía el dulce murmullo de la
brisa entre las pobladas ramas. Tuve la sensación de pisar la espesa hierba
donde jamás puso antes el pie el hombre blanco. Parecía que a los chamorros se
los hubiera tragado la tierra.
Al
volver, exploramos el poblado. Abandonado también. Apenas conseguimos un poco
de arroz para alimentarnos y llenamos las cantimploras. Se lo habían llevado
todo. Los malditos habían incendiado nuestro transporte en el ancladero, ahora
varado como una ballena moribunda.
En
aquellas tierras lejanas, la noche tenía un algo de pavoroso que aumentaba el
miedo de los cobardes. Y el miedo se transmite a la velocidad del fluido
eléctrico. O nos mataba el enemigo, o moríamos de hambre y sed, o la locura
plantaba la semilla de la destrucción en nuestras enfebrecidas mentes.
La
herida de Leopoldo se infectó. Me vi obligado a tomar el mando. Sabía que por
poco tiempo. El fin se acercaba.
Tal como
se habían marchado, los nativos regresaron. Un día volvieron a resonar sus
tambores batientes.
A pesar
de nuestras escasas fuerzas, no habíamos permanecido ociosos en su ausencia.
Cavamos un foso en torno a las murallas de adobe. Lo rellenamos de alquitrán y
combustible, pues ignorando los salvajes su utilidad no lo habían rapiñado,
cubriendo el mejunje negruzco con hojas de palmera.
Apuntando
a la entrada, colocamos la única pieza de artillería con la que contábamos. La
cebamos, agotada ya su munición, con todo elemento metálico y puntiagudo que
conseguimos recoger.
No
resistiríamos un asalto masivo, lo sabía. No podíamos defender el perímetro
completo. Teníamos que hacerles atacar por donde mejor nos conviniera a
nosotros. Ideé una estrategia desesperada. La idea, en verdad, fue gracias a la
preocupación del padre por los elementos sagrados que quedaban en la misión
extramuros.
No nos
aseguraba nada, cierto, pero tampoco podíamos perder mucho.
Daba por
descontado que no íbamos a salir de esta a no ser que llegaran los refuerzos de
Manila de forma inmediata.
Consulté
la maniobra con Leopoldo. A duras penas consiguió incorporarse, consumido por
la calentura del veneno.
-
Haremos una salida hasta la misión, el padre Maldonado a la cabeza. Les
desconcertará –los salvajes tenían la curiosa idea de que matar a un chamán, y
el padre era nuestro equivalente al suyo, acarreaba terribles maldiciones para
el responsable-. Son doscientos metros. El tiempo justo para recoger el cáliz y
retrocedemos de vuelta. Despacio, para que se envalentonen y nos persigan todos
hasta la entrada, donde el cañón les dispensará el recibimiento que se merecen.
Nos llevaremos por delante a todos los que podamos antes de morir.
- Os
dirigís hacia el infierno –esa advertencia con un hilo de voz de Leopoldo
permanecía grabada en mi mente, como la metralla me había dejado cicatrices en
la piel.
Le
sonreí con una falsa mueca de seguridad. Una sonrisa producto más bien de la
locura de la guerra.
- Cuando
lleguemos al infierno, seguiremos marchando. Mañana estaremos todos muertos.
Prefiero ser yo quien decida cómo irme de este mundo. Ahora toca repartir
bendiciones entre esos malditos. ¡Calen bayonetas! –ordené con la voz ronca por
culpa de la sed a la diezmada tropa.
El toque
de generala todavía me perforaba los tímpanos. A continuación sonó el toque a
oración justo antes de la última carga. Nos arrodillamos mientras el padre
Maldonado nos absolvía de nuestros pecados y repartía las postreras bendiciones
y los últimos sacramentos. Aunque no fuera muy cristiano, juramos por lo más
sagrado vengar a nuestros muertos.
El
clarín nos hizo hervir la sangre en las venas, enardecidos por el espíritu de
venganza y el ardor militar, mas no aturdió los oídos del enemigo como las
trompetas de Gedeón espantaron y vencieron a los Madianitas. Solo contábamos
con nuestro propio arrojo.
Dejamos
la empalizada erizada de antorchas a nuestras espaldas. El padre, portando el
crucifijo delante de él como un escudo, abría la marcha a paso ligero en fila
de a dos.
Aquella
bravata desesperada sorprendió al enemigo.
Oíamos
sus insultos, pero no reaccionaron. Llegamos a la iglesia. Los chamorros poco a
poco fueron abandonando la seguridad de la espesura.
-
¡Rápido, padre! No tenemos más tiempo.
Salió del
templo con el cáliz en una mano y el crucifijo en alto en la otra.
- En dos
filas. Retrocederemos en orden. Cuando la primera fila, de rodillas, dispare,
retrocede detrás de la otra y recarga, mientras la segunda dispara, y así
sucesivamente hasta llegar al fuerte. ¡Ánimo, estamos a un tiro de piedra!
Calculaba
que nos quedaban unas seis balas por hombre, lo justo para llegar a medio
camino entre la misión y el fortín.
Los
salvajes habían perdido el miedo. Se mostraban fieros con sus caras y cuerpos
embadurnados con pinturas rituales de guerra. Nos apuntaban con sus arcos y sus
hondas. Avanzaban lentamente hacia nosotros, a la expectativa.
Los que
sabían español nos amenazaban a gritos con rebanarnos la cabeza como una sandía
con las hojas de sus machetes. Había llegado la hora de la verdad.
Siempre
recordaré aquel grito, hijo de la rabia, como si hubiera sido otro el que lo
lanzara, mas fui yo, en un desesperado intento de infundir ánimos a nuestras
menguadas fuerzas.
-
¡Venid, salvajes! ¡Mi sable quiere mediros las costillas! –me giré hacia mis
hombres-. ¡Fuego la primera línea! ¡Preparada la segunda!
Se
desató el infierno. Ante aquel asalto, que parecía el último y definitivo,
sentí que un frío mortal circulaba por mis venas.
Agotada
la munición, solo quedaba defenderse a culatazos, con las bayonetas y con los
sables. Y, llegado el caso, con uñas y dientes.
La
entrada al fortín se nos ofrecía cercana.
-
¡Retirada! Trompeta, ¡toca retirada!
Huimos
en desbandada para atraerles hacia el campo de acción de la pieza de artillería,
trabada entre los escombros de parte de la muralla usados a modo de parapeto.
Unos
pasos antes de alcanzar la puerta, me detuve para desafiar a la turba de
salvajes, permitiendo así que nuestros rezagados se pusieran a salvo de la
próxima descarga del cañón.
Al
primero le desnorté al impactarle mi pistola, inservible a falta de balas, en
toda la cara. A los demás les enfrenté a sablazos. Parecía poseído por una
fuerza y una determinación demoniacos. No se lo esperaban, y se arremolinaban
en torno a mí, cayendo como moscas.
Finalmente
un garrotazo me impactó en la nuca. Caí de rodillas. Con la visión todavía
borrosa, alcé el sable. Vi una sombra a mi izquierda, acompañada del reflejo
metálico de la hoja curvada de un yagatán. Levanté el brazo izquierdo para
parar el golpe que suponía estaba por llegar. Sentí un estallido de dolor en la
mano y me derrumbé.
Sabiendo
que el jefe enemigo había caído, los nativos aullaron ebrios de odio, atisbando
la victoria al alcance de sus sucias manos. Se lanzaron como posesos hacia la
entrada franqueada.
Medio
desmayado, cubierto de mi sangre y de los chamorros que yacían a mi alrededor,
sonreí.
Imaginaba
el chisporroteo de la llama, cuando...
Oyóse
una espantosa detonación. El rugido de los asaltantes se trocó en un aullido de
dolor cuando la carga de metralla impactó en ellos.
El cielo
se oscureció momentáneamente por una nube de humo y polvo. Al mismo tiempo, la
cuerda que unía todas las antorchas debía soltarse y dejar caer las teas sobre
la mezcla explosiva del foso. Sentí el calor de las llamaradas y alcancé a oír
su crepitar antes de desmayarme, mezclado con los gritos de los que pretendían
escalar la empalizada, convertidos en antorchas humanas.
No
relataré aquí la dantesca matanza que produjo en los rebeldes. De igual manera,
el precio que nos tocó pagar fue excesivo. El ruido pronto enmudeció.
Fue tal
la escabechina que les causamos que los supervivientes se batieron en retirada.
Nunca regresaron.
Aquel
aciago día volví a defraudar a la Muerte. Después, reflexionando sobre lo
sucedido, he llegado a la conclusión de que, más bien, la Muerte me repudió.
Pensaría que vivo prestaba un mejor servicio a sus macabros intereses.
Poco
recuerdo de los días posteriores, más allá de los cuidados que nos dispensó el
padre Maldonado a los que sobrevivimos a aquel apocalíptico infierno, hasta que
llegaron un crucero y una corbeta desde Filipinas.
Por fin desperté
sobresaltado de aquel delirio, con los labios secos y abrasados por la fiebre.
La cabeza me ardía, el corazón palpitaba desatado.
Noté
como las lágrimas se me abismaban por las mejillas. Las pesadillas me atosigaban
de vez en cuando. El sueño era la imagen de la muerte.
A veces
deseaba que aquel día aciago hubiera sido el último para mí. Aquel infortunio
había desbaratado todos mis planes. Entonces me sentía el más desgraciado de
los hombres. Pero por poco tiempo: si algo había aprendido de todo aquello es
que lamerse las heridas no sirve para nada.
Me
acaricié el muñón instintivamente. Todavía notaba los dedos mutilados, pero de
repente me asaltó un dolor, más que físico producto de la desesperación por lo
que aquella pérdida implicó en su momento.
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