martes

Capítulo XVI. La policía desconfía


N
os fuimos Nuño Sarriá y este, su seguro servidor, a comisaría con la fotografía del asesino de Jesús Garza. Un carabinero custodiaba la entrada. Nos lanzó una mirada de pocos amigos, sobre todo al periodista. Con el revuelo montado a costa del Desollador, las especulaciones de la prensa eran vistas por las autoridades como otro elemento perturbador del orden público.
Llegamos hasta el inspector Remigio Destral, encargado del caso, un hombre de mediana edad, de aspecto grave y bondadoso. Con un torrente de palabras, le pedí la detención de Valdivia como autor del asesinato del portador del paquete robado a don Alejo. Casi solapando mis palabras, Nuño le expuso las dudas sobre Arnaldo Ferreira.
Los ojos, medio ocultos bajos unas espesas cejas, de aquel hombre que no tenía la prototípica faz endurecida del detective, irradiaban tristeza.
- Disculpen el malentendido, caballeros. Ese caso ha cambiado de manos –anunció con aire resignado-. Ha venido expresamente desde la Villa y Corte, por orden del Superintendente General de la Policía, el comisario Cástor Ramírez, nombrado Subdelegado de policía en funciones, para hacerse cargo de esa investigación. Si quieren acompañarme, por favor.
Se levantó con parsimonia y nos llevó hasta uno de los despachos principales.
- Comisario, dos personas quieren denunciar temas relacionadas con el asunto del homicida en serie.
No había levantado la vista de los legajos hasta oír las últimas palabras. Entonces pareció descubrir la presencia de su subordinado.
- Que pasen. Siéntense –nos ordenó con tono cuartelario en cuanto entramos.
El comisario Ramírez llevaba impreso en su persona algo que no se podía explicar, pero que saltaba a la vista y daba a entender el género de profesión en que se ocupaba, a diferencia del inspector Destral.
Tras volver a recitar nuestro catálogo de sospechas ante el concentrado silencio del comisario, este me señaló con tono imperativo:
- Basta ya, es suficiente. Hasta el momento, no han ofrecido ninguna prueba contra el caballero portugués. Por no decir que sus teorías son más propias de un folletín que de una investigación policial en toda regla. En cuanto a lo relativo a ese tal Valdivia, el inspector Destral se encargará de investigarlo y traerlo a estas dependencias para interrogarlo en relación a ese asesinato de Cádiz. Llegado el caso, trasladaremos las diligencias al juez correspondiente.
- La ciudad es un hervidero de teorías sobre el asesino en serie, señor comisario –expuso Nuño con esa entonación enfática que gustan de usar los periodistas cuando buscan un titular-. El temor de los granadinos se expande con cada nuevo rumor.
- La rumorología del ignorante populacho prende más rápido que la pólvora –el agente de la ley meneó la cabeza con gesto disgustado-. Nosotros barajamos varias pistas. La más probable nos conduce a una nueva campaña delictiva de La Mano Negra. De sobras son conocidas sus incendiarias proclamas revolucionarias, sus injurias a la Corona y al Ejército.
- Pues la gente no piensa como usted. En muchas casas han colgado crucifijos en las puertas o les han pintando cruces. Cuelgan ristras o flores de ajo en las ventanas. Hasta los carpinteros han empezado a afilar estacas.
- ¡Paparruchas! –exclamó el comisario con tono de vivo descontento.
- La opción revolucionaria me parece endeble –abundé en las dudas del periodista. El policía enarcó las cejas ante aquel desprecio a su trabajo-. ¿Con qué objeto, comisario? Matan a pobres desgraciados y muertos de hambre. ¿Los muertos no engrosan las filas de sus teóricos aliados? ¿No son lo contrario de lo que, en teoría, combaten? ¿No parecen, más bien, asesinatos rituales?
- Con la criminal intención de causar el pánico en la población y cuestionar la autoridad del Estado, por supuesto –aseveró Ramírez con una sonrisa condescendiente-. Son unos malditos anarquistas. Bajo ningún concepto consentiremos que los sucesos de la Comuna de París puedan reproducirse aquí. ¿Permitiremos que, cual imitadores de Nerón, incendien la ciudad? ¿Correremos el riesgo de que el fuego de la rebelión se extienda y abrase a toda España? –me miró fijamente-. ¿Crímenes rituales, dice usted? Eso lo juzgaría más propio de cualquiera de las múltiples comunidades extranjeras asentadas en esta ciudad, auténticos nidos de rufianes y caterva de paganos del más variado pelaje –señaló con un deje de desprecio-. Por lo que nos consta hasta la fecha, don Arnaldo Ferreira es un distinguido caballero, un notable lingüista. Sus antecedentes son intachables.
- Si pregunta a dos personas sobre ese sujeto, no le extrañe recibir tres versiones distintas sobre el mismo –respondí con impaciencia-. Además, en el caso del londinense Jack el Descuartizador las pistas también apuntaban hacia un caballero de buena cuna.
- ¿Más habladurías? ¿Nos guiaremos por algo que sucedió al otro lado del Atlántico? –el comisario me lanzó un mirada hostil-. Por cierto, siguiendo el hilo de sus teorías fantásticas, cuando llegué a esta plaza me tomé la molestia de comprobar el Catálogo de Ciudadanos Especiales local. ¿Sabe qué? Hay dos inscritos en la categoría de licántropos, de los cuales uno siempre duerme en comisaría las noches de luna llena. Eso nos deja un claro sospechoso, siempre que nos guiemos tan solo por las heridas causadas por el asesino.
- ¿El Liber Homo Monstruorum granadino, dice? ¿No tendrá también otro volumen con los nombres de todos los elementos indeseables de Granada? –replicó Nuño.
- Al tiempo. Todo llegará… aunque tal vez fuera necesario más de un tomo para acogerlos a todos –respondió con tono ladino Ramírez-. Totum igitur ordine includitur. O dicho en cristiano, de este modo, el orden lo incluye todo –nos regaló una carcajada sarcástica que pondría los pelos de punta hasta a un seguidor de Belcebú-. No obstante, sería ingrato por mi parte no reconocer el mérito de su policía: una buena parte de los vagos y pedigüeños aquí establecidos han abandonado la ciudad en las últimas fechas.
- ¿Abandonado, así por la buenas? ¿No le parece un hecho insólito? ¿A dónde se ha trasladado ese problema de orden público? –inquirió Nuño, atónito. El comisario se encogió de hombros.
- Han desaparecido. Tal vez hayan embarcado a las Américas, o decidido iniciar una vida honrada en otro lugar. La autoridad podrá ser benigna, y hasta tolerante, con quienes arrepentidos de sus faltas se enmiendan.
Tomé aliento mientras los otros dos hablaban. Sabía a quién se refería el policía con su mención al Catálogo. Lo que no tenía claro era si él sabía que Gerónimo y yo éramos amigos.
Salí en su defensa, intentando no delatarme.
- El asesino despelleja la cara con la precisión de un cirujano. Tal habilidad no parece propia de un lobisome –repuse.
- Esa habilidad, como cualquier otra, puede adquirirse con la práctica. Además, sus garras están tan afiladas como el más preciso de los bisturís. Nos consta que ese sujeto cuenta, además, con estudios de Medicina –relató con acento triunfal.
- Si está tan claro, ¿a qué espera para detenerlo? –pregunté con aire retador.
- Todo a su debido tiempo. Es otra pista más que estamos siguiendo. Goza de exención del control público las noches de luna llena por tomarse la poción inhibidora. Por otro lado, y de esto nada puede publicarse, señor periodista, al sospechoso le avala una brillante hoja de servicios en el ejército… ensuciada en su recta final.
- ¿Cómo? –me envaré, estupefacto, en la silla. Nuño y yo nos miramos.
No entendía nada. Gerónimo solicitó la baja voluntaria, eso lo sabía yo por su boca, mas tocaba callarme y escuchar.
- Bien, ya saben que todos esos sujetos con características “especiales” a la larga se vuelven inestables. Está en la propia naturaleza de su especial condición. Un consejo de guerra le sugirió el pedir la baja del servicio activo o sería licenciado con deshonor –el policía debió tomar mi cara de estupefacción por un golpe maestro. Y así era, pero no como él pensaba: aquella revelación me había sentado como si hubiera recibido un golpe bajo en la boca del estómago-. Vengo de la capital con los deberes hechos, caballeros, dispuesto a detener al culpable o culpables sin dilación ni más derramamiento de sangre inocente.
- Debe saber que hablo en nombre de don Alejo García-Pedreño y Villaescusa, señor –expuse en tono firme con la intención de desviar el rumbo de la conversación.
- Permítame dudarlo. No creo que ese brillante caballero le necesite a usted como portavoz –me cortó Ramírez en tono insolente. Tuve que reprimir las ganas de arrearle un derechazo al comisario. Unos días en el calabozo no serían de gran ayuda para nuestra misión-. Mezclar un asunto privado del señor García-Pedreño con otro que concierne al interés público no ayudará en nada a solucionar ninguno de los dos.
Entonces Nuño, hasta el momento expectante ante la retahíla desabrida del comisario, decidió entrar en acción. Alzó la libreta y preparó el lápiz para tomar notas.
- Abundando en lo que se apuntaba antes, ¿realmente solo barajan la opción de La Mano Negra? Nadie ha reivindicado los asesinatos, al menos no ha trascendido a la opinión pública, cuando lo normal sería enviar una nota a la prensa. ¿Y porqué ellos y no sus émulos de Los Desheredados o de La Plebe?
- Aunque esos son también grupúsculos revolucionarios y subversivos, nuestra teoría es la más plausible. Lo acredita su nutrido historial de robos, pillajes, incendios y demás actos vandálicos.
-  Con el debido respeto, en esos horribles asesinatos no existe la menor connotación política –apostillé. Empezaba a irritarme la cerrazón mental de aquel funcionario público-. ¿Acaso los muertos eran sindicalistas, patrones, políticos, miembros de algún partido? De ser así lo llevaban tan en secreto que era desconocido para todos, ¿no?
- Bien es cierto que, como señaló antes su amigo el gacetillero –Nuño se envaró al recibir ese epíteto que, en boca del comisario, sonó a despreciativo-, considerando el origen de las víctimas, gentes de mal vivir por lo común, sin ningún respeto por la leyes de Dios y del Rey, no podemos descartar por completo la autoría de El Ángel Exterminador, esos agentes católicos tradicionalistas que se creen herederos de la Inquisición medieval –ahora hablaba en un tono menos belicoso. Hacía caso omiso a mis anteriores palabras; un sordo me habría prestado más atención-. En fin, no hay nada del cierto todavía en esta investigación. Lo único, porfiar para que Granada, y por ende España, queden tan tranquilas como el mar en bonanza.
- En ese caso le ruego no olvide mis advertencias acerca de ese sujeto portugués de la más dudosa procedencia –volví a la carga.
Tenía la impresión de que ese hurón no sabía rastrear, o más bien que solo husmeaba lo que se acomodaba a su interés.
- En estas nobles tierras meridionales los auténticos enemigos son los revolucionarios de carne y hueso, no los fantasmas procedentes de Dios sabe dónde. Ahora mismo estamos cerca de dar con la localización de la imprenta en la que editan la Revista Social esos malditos anarquistas –casi escupió la palabra-. ¿No quería una noticia para su diario? Pues ya tiene una.
- Pero señor mío, los miembros de El Ángel Exterminador, que usted acaba de sacar a colación, precisamente son agentes del caos, cizañeros que buscan el enfrentamiento entre partidos y facciones para alentar el absolutismo real –le expuse, casi sin esperanzas de que me tomara en serio-. Se honran con títulos como ministros del Salvador, como si el Divino Salvador, que predica la bondad y la mansedumbre entre los hombres, mandase la desolación y la matanza.
- De sobras es conocido el lema inscrito en la medalla de plata que cuelga de su cuello y con la que se identifican: ¡Omnes qui sicut nos non cogant, exterminentur! ¡Exterminemos a los que no piensan como nosotros! –el periodista se estremeció al concluir aquella terrible declaración de principios-. ¿Cómo puede una impía fracción del clero alentar ideas y acciones tan poco cristianas, señor comisario?
- Comprenderá que no podamos perder más tiempo con aquello que no afecte de forma directa a la seguridad ciudadana ni voy a hacer elucubraciones de carácter político –el comisario descartó con un gesto aburrido nuestras acusaciones-. Nos enfrentamos a un terrible complot. Sí, nos consta que se conspira, y quizá fraguan nuestra perdición en conciliábulos inmundos. Es bien conocido que los liberales exacerbados, los sindicalistas del demonio, los francmasones, los carbonarios, los comuneros y los amigos del anarquismo, impulsados y financiados por potencias extranjeras, se valen de todos los medios posibles para llevar a cabo sus siniestros fines –por un momento temí que se quedara sin aliento al recitar aquella exhaustiva lista de enemigos-. Las sociedades secretas no descansan. España está minada y, si no hacemos un heroico esfuerzo, vamos a volar todos por los aires. La población desconoce el sinnúmero de desvelos de quienes nos encargamos de garantizar el orden -se levantó, dando por concluida la entrevista.
¿Qué no iba a hacer elucubraciones de carácter político?, me indigné.  Aquel sermón oficialista consiguió sacarme de las casillas. Estaba claro que el comisario no era socialista: sabía hacer muy bien distinción de las clases sociales.
Había venido a Granada a velar por los intereses de sus superiores, nada más. Solo le faltaba lanzarse a cantar hosannas al paternal gobierno de su idolatrado monarca.
Hechos posteriores acaecidos en Madrid, ajenos a la historia que nos ocupa y que no vienen al caso, revelarían la iniquidad y la dureza de alma del comisario Ramírez.
Me levanté, sí, pero no iba a marcharme con el rabo entre las piernas.
- Es decir, que la policía solo se ocupará de los hombres que muestren ideas contrarias al gobierno. Claro, lo entiendo: si pensamos todos lo mismo no hay cuestión posible ni discordia que valga –la mirada del burócrata me acuchilló ante mis reproches.
- Dicen que quien teme a la justicia, algo le debe –dijo con un aire de inocencia admirable.
- Por desgracia, se ha probado muchas veces que no siempre la inocencia es fuerte y seguro escudo contra la espada inflexible de la ley –dije con tono sombrío.
- La auténtica desgracia fue que las víctimas vivieran sumidas en el pecado y tal vez su vida disoluta las condujo a tan triste fin, pero juzgarlas no es asunto nuestro –el policía me aleteaba con la mirada-. ¿O acaso usted se cree más sabio y más justo que Nuestro Señor?
- Que Dios los tenga en su gloria. Los hombres ahora solo podemos proveer para que se castigue a los culpables en este valle de lágrimas –Nuño me echó un capote con sus palabras-. Para quienes consideran al pueblo como la plebe de la antigüedad, somos invisibles, mobiliario a su servicio, e incluso con menos valor que aquél para ellos. Aun así, merecemos justicia.
- Ante los ojos de la ley todos somos iguales. Un noble y un mendigo valen lo mismo. Hasta la palabra de Su Majestad tiene el mismo valor que la suya. Bueno, la palabra del Rey precisamente no. El Rey tiene sus propias… particularidades –la comisura de los labios del agente público formó un rictus sarcástico-. Entiéndanlo, somos responsables de mantener el orden moral y social. Quien intente romperlo deberá atenerse a las circunstancias. Es altamente reprensible la tendencia de la juventud a discutirlo todo –su cara reflejaba el hastío que sentía ante la deriva que había tomado nuestra entrevista-. Han de entender que el orden de las cosas no puede cambiarse así como así. El orden, señores, no se cuestiona.
- ¿Por eso hay que mantener, entonces, el hambre y el miedo? –el policía sostuvo mi iracunda mirada con frialdad admirable-. Los muertos han sido unos pobres desgraciados por los que el poder no perderá un segundo de su valioso tiempo. Entendido –concluí con acento indignado, plantado como una estatua ante él.
- Parecéis un libre pensador, como el boticario Homais descrito por Flaubert en “Madame Bovary” –me acusó con malhumorado tono-. Preferirá usted, y los suyos, volver a los tiempos de Espartero, con el terrible sitio de Sevilla, cuando el bombardeo de Barcelona…
- ¿Los suyos, dice? ¡Que la Providencia nos ilumine! –exclamé rechinando los dientes-. ¿Acaso es usted de los que gritan “Vivan las cadenas”? ¿O, a lo mejor, de los que ven en todo esto un pretexto para remachar esas mismas cadenas? Con gente como usted los españoles seguiremos sumidos en la barbarie y en la esclavitud moral los próximos cien años.
- ¡Caballero, está faltando a la autoridad! No toleraré por más tiempo sus calumnias al gobierno ni sus desplantes hacia mí, representante del mismo. ¿Acaso es usted republicano?
- ¿Y qué si lo fuera? ¿No dicen que las ideas vienen de Dios?
- Algunas proceden directamente del diablo –me recriminó secamente el comisario-. Por eso debemos acabar con los sediciosos.
- El problema tal vez estribe en que la verdadera ley de Jesucristo poco tiene en común con la actual mezcla bastarda de devoción y perversidad, de hipocresía y fanatismo –repliqué tan irritado como el león al que le arrebatan la pitanza. Aquel policía había conseguido sacarme de mis casillas.
- ¿Cree que si envío su perfil antropométrico al Ministerio de Gracia y Justicia recibiré una respuesta afirmativa? –de las órbitas del comisario salían dos llamaradas mientras deslizaba aquella sutil amenaza-. Quién sabe si los expertos en bertillonaje del Ministerio lo incluirán en alguna categoría criminal a partir de la forma de su cabeza.
- Yo nunca he estado preso en España ni he sido sometido a un expediente de depuración en mis tiempos de militar –repuse con ira contenida.
- En España, no… entiendo. Tal vez lo mandaron en una cuerda fuera de nuestras fronteras. Bien, lo tendré en cuenta –remarcó con tono suspicaz.
- ¡Caballeros! ¡Conténgase, por Dios, amigo Ventura, que nos pierde! ¡Serenidad! No es el momento de hacer política y menos de discutir entre personas que deberían situarse en el mismo bando, hombro con hombro, en este asunto –me rogó Nuño, tomándome del brazo. A continuación se dirigió al comisario-. Discúlpele, está sometido a mucha presión. No quería ofenderle. ¿Verdad que no? –me volvió a tirar del brazo para arrastrarme fuera del despacho.
- No, claro –dije con la boca pequeña-. Muchas preocupaciones, pocas esperanzas, y ninguna solución a la vista –hablaba casi telegráficamente, pues alargar mi discurso supondría nuevos insultos hacia el comisario, un auténtico adicto en cuerpo y alma a la causa del altar y del trono. Tentación agradable, la de insultar, cierto, pero no me apetecía acabar en el calabozo-. Siento haberme excedido en mis apreciaciones.
En realidad no lo sentía, ni mucho ni poco, acababa de decir lo que pensaba, pero enemistarme con una autoridad policial no beneficiaba en nada a nuestra causa, como había apuntado con tino mi compañero periodista.
- Acepto sus excusas –dijo en tono agrio-. Un consejo: un hombre a quien se tache de desafecto al régimen, es un mal amigo en los tiempos que corren.
- Gracias por la valiosa información, señor comisario –se despidió con cordial hipocresía Nuño, temiendo qué nueva barbaridad saldría de mi boca si me quedaba más tiempo allí.
- En atención al interés de don Alejo, un prócer de esta ciudad –me dijo lanzándome una gélida mirada de despedida el comisario-, el inspector Destral se ocupará de realizar de inmediato una investigación sobre el tal Valdivia, como antes le ofrecí. Seguro que está implicado en un sinnúmero de los trapicheos que tienen lugar en Granada. No lo olviden, caballeros: el brazo de la ley se puede doblar, pero no torcer. A los culpables de crímenes tan abyectos no les queda sino esperar el garrote vil. Buenos días, señores.
- Vaya usted con Dios, comisario –se despidió con un deje de retintín Nuño.
Cacé al vuelo la ironía, pero el policía, tan pagado de sí mismo, no podía saber si se estaba burlando o lo decía formalmente.
La pluma, o el talento, era más fuerte que la espada.
- Granada espera que la conforten con la certeza de la verdad y la justicia. Téngalo en cuenta, señor comisario – me despedí sin tantas diplomacias como mi compañero.

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