N
|
os fuimos Nuño Sarriá y este,
su seguro servidor, a comisaría con la fotografía del asesino de Jesús Garza.
Un carabinero custodiaba la entrada. Nos lanzó una mirada de pocos amigos,
sobre todo al periodista. Con el revuelo montado a costa del Desollador, las
especulaciones de la prensa eran vistas por las autoridades como otro elemento
perturbador del orden público.
Llegamos
hasta el inspector Remigio Destral, encargado del caso, un hombre de mediana
edad, de aspecto grave y bondadoso. Con un torrente de palabras, le pedí la
detención de Valdivia como autor del asesinato del portador del paquete robado
a don Alejo. Casi solapando mis palabras, Nuño le expuso las dudas sobre
Arnaldo Ferreira.
Los ojos,
medio ocultos bajos unas espesas cejas, de aquel hombre que no tenía la
prototípica faz endurecida del detective, irradiaban tristeza.
-
Disculpen el malentendido, caballeros. Ese caso ha cambiado de manos –anunció
con aire resignado-. Ha venido expresamente desde la Villa y Corte, por orden
del Superintendente General de la Policía, el comisario Cástor Ramírez,
nombrado Subdelegado de policía en funciones, para hacerse cargo de esa
investigación. Si quieren acompañarme, por favor.
Se
levantó con parsimonia y nos llevó hasta uno de los despachos principales.
-
Comisario, dos personas quieren denunciar temas relacionadas con el asunto del homicida
en serie.
No había
levantado la vista de los legajos hasta oír las últimas palabras. Entonces
pareció descubrir la presencia de su subordinado.
- Que
pasen. Siéntense –nos ordenó con tono cuartelario en cuanto entramos.
El comisario
Ramírez llevaba impreso en su persona algo que no se podía explicar, pero que saltaba
a la vista y daba a entender el género de profesión en que se ocupaba, a
diferencia del inspector Destral.
Tras
volver a recitar nuestro catálogo de sospechas ante el concentrado silencio del
comisario, este me señaló con tono imperativo:
- Basta
ya, es suficiente. Hasta el momento, no han ofrecido ninguna prueba contra el
caballero portugués. Por no decir que sus teorías son más propias de un
folletín que de una investigación policial en toda regla. En cuanto a lo
relativo a ese tal Valdivia, el inspector Destral se encargará de investigarlo
y traerlo a estas dependencias para interrogarlo en relación a ese asesinato de
Cádiz. Llegado el caso, trasladaremos las diligencias al juez correspondiente.
- La
ciudad es un hervidero de teorías sobre el asesino en serie, señor comisario
–expuso Nuño con esa entonación enfática que gustan de usar los periodistas
cuando buscan un titular-. El temor de los granadinos se expande con cada nuevo
rumor.
- La
rumorología del ignorante populacho prende más rápido que la pólvora –el agente
de la ley meneó la cabeza con gesto disgustado-. Nosotros barajamos varias
pistas. La más probable nos conduce a una nueva campaña delictiva de La Mano
Negra. De sobras son conocidas sus incendiarias proclamas revolucionarias, sus
injurias a la Corona y al Ejército.
- Pues
la gente no piensa como usted. En muchas casas han colgado crucifijos en las
puertas o les han pintando cruces. Cuelgan ristras o flores de ajo en las
ventanas. Hasta los carpinteros han empezado a afilar estacas.
-
¡Paparruchas! –exclamó el comisario con tono de vivo descontento.
- La
opción revolucionaria me parece endeble –abundé en las dudas del periodista. El
policía enarcó las cejas ante aquel desprecio a su trabajo-. ¿Con qué objeto,
comisario? Matan a pobres desgraciados y muertos de hambre. ¿Los muertos no
engrosan las filas de sus teóricos aliados? ¿No son lo contrario de lo que, en
teoría, combaten? ¿No parecen, más bien, asesinatos rituales?
- Con la
criminal intención de causar el pánico en la población y cuestionar la
autoridad del Estado, por supuesto –aseveró Ramírez con una sonrisa
condescendiente-. Son unos malditos anarquistas. Bajo ningún concepto
consentiremos que los sucesos de la Comuna de París puedan reproducirse aquí. ¿Permitiremos
que, cual imitadores de Nerón, incendien la ciudad? ¿Correremos el riesgo de
que el fuego de la rebelión se extienda y abrase a toda España? –me miró
fijamente-. ¿Crímenes rituales, dice usted? Eso lo juzgaría más propio de
cualquiera de las múltiples comunidades extranjeras asentadas en esta ciudad,
auténticos nidos de rufianes y caterva de paganos del más variado pelaje –señaló
con un deje de desprecio-. Por lo que nos consta hasta la fecha, don Arnaldo
Ferreira es un distinguido caballero, un notable lingüista. Sus antecedentes
son intachables.
- Si
pregunta a dos personas sobre ese sujeto, no le extrañe recibir tres versiones
distintas sobre el mismo –respondí con impaciencia-. Además, en el caso del
londinense Jack el Descuartizador las pistas también apuntaban hacia un
caballero de buena cuna.
- ¿Más
habladurías? ¿Nos guiaremos por algo que sucedió al otro lado del Atlántico? –el
comisario me lanzó un mirada hostil-. Por cierto, siguiendo el hilo de sus
teorías fantásticas, cuando llegué a esta plaza me tomé la molestia de
comprobar el Catálogo de Ciudadanos Especiales local. ¿Sabe qué? Hay dos
inscritos en la categoría de licántropos, de los cuales uno siempre duerme en
comisaría las noches de luna llena. Eso nos deja un claro sospechoso, siempre
que nos guiemos tan solo por las heridas causadas por el asesino.
- ¿El Liber Homo Monstruorum granadino, dice?
¿No tendrá también otro volumen con los nombres de todos los elementos
indeseables de Granada? –replicó Nuño.
- Al
tiempo. Todo llegará… aunque tal vez fuera necesario más de un tomo para
acogerlos a todos –respondió con tono ladino Ramírez-. Totum igitur ordine includitur. O dicho en cristiano, de este modo,
el orden lo incluye todo –nos regaló una carcajada sarcástica que pondría los
pelos de punta hasta a un seguidor de Belcebú-. No obstante, sería ingrato por
mi parte no reconocer el mérito de su policía: una buena parte de los vagos y
pedigüeños aquí establecidos han abandonado la ciudad en las últimas fechas.
- ¿Abandonado,
así por la buenas? ¿No le parece un hecho insólito? ¿A dónde se ha trasladado
ese problema de orden público? –inquirió Nuño, atónito. El comisario se encogió
de hombros.
- Han
desaparecido. Tal vez hayan embarcado a las Américas, o decidido iniciar una
vida honrada en otro lugar. La autoridad podrá ser benigna, y hasta tolerante,
con quienes arrepentidos de sus faltas se enmiendan.
Tomé
aliento mientras los otros dos hablaban. Sabía a quién se refería el policía
con su mención al Catálogo. Lo que no tenía claro era si él sabía que Gerónimo
y yo éramos amigos.
Salí en
su defensa, intentando no delatarme.
- El
asesino despelleja la cara con la precisión de un cirujano. Tal habilidad no
parece propia de un lobisome –repuse.
- Esa
habilidad, como cualquier otra, puede adquirirse con la práctica. Además, sus
garras están tan afiladas como el más preciso de los bisturís. Nos consta que
ese sujeto cuenta, además, con estudios de Medicina –relató con acento
triunfal.
- Si
está tan claro, ¿a qué espera para detenerlo? –pregunté con aire retador.
- Todo a
su debido tiempo. Es otra pista más que estamos siguiendo. Goza de exención del
control público las noches de luna llena por tomarse la poción inhibidora. Por
otro lado, y de esto nada puede publicarse, señor periodista, al sospechoso le
avala una brillante hoja de servicios en el ejército… ensuciada en su recta
final.
- ¿Cómo?
–me envaré, estupefacto, en la silla. Nuño y yo nos miramos.
No
entendía nada. Gerónimo solicitó la baja voluntaria, eso lo sabía yo por su
boca, mas tocaba callarme y escuchar.
- Bien,
ya saben que todos esos sujetos con características “especiales” a la larga se vuelven inestables. Está en la propia
naturaleza de su especial condición. Un consejo de guerra le sugirió el pedir
la baja del servicio activo o sería licenciado con deshonor –el policía debió
tomar mi cara de estupefacción por un golpe maestro. Y así era, pero no como él
pensaba: aquella revelación me había sentado como si hubiera recibido un golpe
bajo en la boca del estómago-. Vengo de la capital con los deberes hechos,
caballeros, dispuesto a detener al culpable o culpables sin dilación ni más
derramamiento de sangre inocente.
- Debe
saber que hablo en nombre de don Alejo García-Pedreño y Villaescusa, señor
–expuse en tono firme con la intención de desviar el rumbo de la conversación.
- Permítame
dudarlo. No creo que ese brillante caballero le necesite a usted como portavoz –me cortó Ramírez en tono insolente. Tuve que
reprimir las ganas de arrearle un derechazo al comisario. Unos días en el calabozo
no serían de gran ayuda para nuestra misión-. Mezclar un asunto privado del
señor García-Pedreño con otro que concierne al interés público no ayudará en
nada a solucionar ninguno de los dos.
Entonces
Nuño, hasta el momento expectante ante la retahíla desabrida del comisario,
decidió entrar en acción. Alzó la libreta y preparó el lápiz para tomar notas.
-
Abundando en lo que se apuntaba antes, ¿realmente solo barajan la opción de La
Mano Negra? Nadie ha reivindicado los asesinatos, al menos no ha trascendido a
la opinión pública, cuando lo normal sería enviar una nota a la prensa. ¿Y
porqué ellos y no sus émulos de Los Desheredados o de La Plebe?
- Aunque
esos son también grupúsculos revolucionarios y subversivos, nuestra teoría es
la más plausible. Lo acredita su nutrido historial de robos, pillajes,
incendios y demás actos vandálicos.
- Con el debido respeto, en esos horribles
asesinatos no existe la menor connotación política –apostillé. Empezaba a
irritarme la cerrazón mental de aquel funcionario público-. ¿Acaso los muertos
eran sindicalistas, patrones, políticos, miembros de algún partido? De ser así
lo llevaban tan en secreto que era desconocido para todos, ¿no?
- Bien
es cierto que, como señaló antes su amigo el gacetillero –Nuño se envaró al recibir
ese epíteto que, en boca del comisario, sonó a despreciativo-, considerando el
origen de las víctimas, gentes de mal vivir por lo común, sin ningún respeto
por la leyes de Dios y del Rey, no podemos descartar por completo la autoría de
El Ángel Exterminador, esos agentes católicos tradicionalistas que se creen
herederos de la Inquisición medieval –ahora hablaba en un tono menos belicoso.
Hacía caso omiso a mis anteriores palabras; un sordo me habría prestado más
atención-. En fin, no hay nada del cierto todavía en esta investigación. Lo
único, porfiar para que Granada, y por ende España, queden tan tranquilas como
el mar en bonanza.
- En ese
caso le ruego no olvide mis advertencias acerca de ese sujeto portugués de la
más dudosa procedencia –volví a la carga.
Tenía la
impresión de que ese hurón no sabía rastrear, o más bien que solo husmeaba lo
que se acomodaba a su interés.
- En
estas nobles tierras meridionales los auténticos enemigos son los
revolucionarios de carne y hueso, no los fantasmas procedentes de Dios sabe
dónde. Ahora mismo estamos cerca de dar con la localización de la imprenta en
la que editan la Revista Social esos
malditos anarquistas –casi escupió la palabra-. ¿No quería una noticia para su
diario? Pues ya tiene una.
- Pero
señor mío, los miembros de El Ángel Exterminador, que usted acaba de sacar a
colación, precisamente son agentes del caos, cizañeros que buscan el
enfrentamiento entre partidos y facciones para alentar el absolutismo real –le
expuse, casi sin esperanzas de que me tomara en serio-. Se honran con títulos
como ministros del Salvador, como si el Divino Salvador, que predica la bondad
y la mansedumbre entre los hombres, mandase la desolación y la matanza.
- De
sobras es conocido el lema inscrito en la medalla de plata que cuelga de su
cuello y con la que se identifican: ¡Omnes
qui sicut nos non cogant, exterminentur! ¡Exterminemos a los que no piensan
como nosotros! –el periodista se estremeció al concluir aquella terrible
declaración de principios-. ¿Cómo puede una impía fracción del clero alentar
ideas y acciones tan poco cristianas, señor comisario?
-
Comprenderá que no podamos perder más tiempo con aquello que no afecte de forma
directa a la seguridad ciudadana ni voy a hacer elucubraciones de carácter
político –el comisario descartó con un gesto aburrido nuestras acusaciones-.
Nos enfrentamos a un terrible complot. Sí, nos consta que se conspira, y quizá
fraguan nuestra perdición en conciliábulos inmundos. Es bien conocido que los
liberales exacerbados, los sindicalistas del demonio, los francmasones, los
carbonarios, los comuneros y los amigos del anarquismo, impulsados y
financiados por potencias extranjeras, se valen de todos los medios posibles
para llevar a cabo sus siniestros fines –por un momento temí que se quedara sin
aliento al recitar aquella exhaustiva lista de enemigos-. Las sociedades
secretas no descansan. España está minada y, si no hacemos un heroico esfuerzo,
vamos a volar todos por los aires. La población desconoce el sinnúmero de
desvelos de quienes nos encargamos de garantizar el orden -se levantó, dando
por concluida la entrevista.
¿Qué no
iba a hacer elucubraciones de carácter político?, me indigné. Aquel sermón oficialista consiguió sacarme de
las casillas. Estaba claro que el comisario no era socialista: sabía hacer muy
bien distinción de las clases sociales.
Había
venido a Granada a velar por los intereses de sus superiores, nada más. Solo le
faltaba lanzarse a cantar hosannas al paternal gobierno de su idolatrado
monarca.
Hechos
posteriores acaecidos en Madrid, ajenos a la historia que nos ocupa y que no
vienen al caso, revelarían la iniquidad y la dureza de alma del comisario
Ramírez.
Me
levanté, sí, pero no iba a marcharme con el rabo entre las piernas.
- Es
decir, que la policía solo se ocupará de los hombres que muestren ideas
contrarias al gobierno. Claro, lo entiendo: si pensamos todos lo mismo no hay
cuestión posible ni discordia que valga –la mirada del burócrata me acuchilló
ante mis reproches.
- Dicen
que quien teme a la justicia, algo le debe –dijo con un aire de inocencia
admirable.
- Por
desgracia, se ha probado muchas veces que no siempre la inocencia es fuerte y
seguro escudo contra la espada inflexible de la ley –dije con tono sombrío.
- La
auténtica desgracia fue que las víctimas vivieran sumidas en el pecado y tal
vez su vida disoluta las condujo a tan triste fin, pero juzgarlas no es asunto
nuestro –el policía me aleteaba con la mirada-. ¿O acaso usted se cree más
sabio y más justo que Nuestro Señor?
- Que
Dios los tenga en su gloria. Los hombres ahora solo podemos proveer para que se
castigue a los culpables en este valle de lágrimas –Nuño me echó un capote con
sus palabras-. Para quienes consideran al pueblo como la plebe de la
antigüedad, somos invisibles, mobiliario a su servicio, e incluso con menos
valor que aquél para ellos. Aun así, merecemos justicia.
- Ante
los ojos de la ley todos somos iguales. Un noble y un mendigo valen lo mismo.
Hasta la palabra de Su Majestad tiene el mismo valor que la suya. Bueno, la
palabra del Rey precisamente no. El Rey tiene sus propias… particularidades –la
comisura de los labios del agente público formó un rictus sarcástico-. Entiéndanlo,
somos responsables de mantener el orden moral y social. Quien intente romperlo
deberá atenerse a las circunstancias. Es altamente reprensible la tendencia de
la juventud a discutirlo todo –su cara reflejaba el hastío que sentía ante la
deriva que había tomado nuestra entrevista-. Han de entender que el orden de
las cosas no puede cambiarse así como así. El orden, señores, no se cuestiona.
- ¿Por
eso hay que mantener, entonces, el hambre y el miedo? –el policía sostuvo mi
iracunda mirada con frialdad admirable-. Los muertos han sido unos pobres
desgraciados por los que el poder no perderá un segundo de su valioso tiempo.
Entendido –concluí con acento indignado, plantado como una estatua ante él.
- Parecéis
un libre pensador, como el boticario Homais descrito por Flaubert en “Madame Bovary” –me acusó con malhumorado
tono-. Preferirá usted, y los suyos, volver a los tiempos de Espartero, con el
terrible sitio de Sevilla, cuando el bombardeo de Barcelona…
- ¿Los
suyos, dice? ¡Que la Providencia nos ilumine! –exclamé rechinando los dientes-.
¿Acaso es usted de los que gritan “Vivan
las cadenas”? ¿O, a lo mejor, de los que ven en todo esto un pretexto para
remachar esas mismas cadenas? Con gente como usted los españoles seguiremos sumidos
en la barbarie y en la esclavitud moral los próximos cien años.
-
¡Caballero, está faltando a la autoridad! No toleraré por más tiempo sus calumnias
al gobierno ni sus desplantes hacia mí, representante del mismo. ¿Acaso es
usted republicano?
- ¿Y qué
si lo fuera? ¿No dicen que las ideas vienen de Dios?
-
Algunas proceden directamente del diablo –me recriminó secamente el comisario-.
Por eso debemos acabar con los sediciosos.
- El
problema tal vez estribe en que la verdadera ley de Jesucristo poco tiene en
común con la actual mezcla bastarda de devoción y perversidad, de hipocresía y
fanatismo –repliqué tan irritado como el león al que le arrebatan la pitanza. Aquel
policía había conseguido sacarme de mis casillas.
- ¿Cree
que si envío su perfil antropométrico al Ministerio de Gracia y Justicia
recibiré una respuesta afirmativa? –de las órbitas del comisario salían dos
llamaradas mientras deslizaba aquella sutil amenaza-. Quién sabe si los
expertos en bertillonaje del Ministerio lo incluirán en alguna categoría
criminal a partir de la forma de su cabeza.
- Yo
nunca he estado preso en España ni he sido sometido a un expediente de depuración
en mis tiempos de militar –repuse con ira contenida.
- En
España, no… entiendo. Tal vez lo mandaron en una cuerda fuera de nuestras
fronteras. Bien, lo tendré en cuenta –remarcó con tono suspicaz.
- ¡Caballeros!
¡Conténgase, por Dios, amigo Ventura, que nos pierde! ¡Serenidad! No es el
momento de hacer política y menos de discutir entre personas que deberían
situarse en el mismo bando, hombro con hombro, en este asunto –me rogó Nuño,
tomándome del brazo. A continuación se dirigió al comisario-. Discúlpele, está
sometido a mucha presión. No quería ofenderle. ¿Verdad que no? –me volvió a tirar
del brazo para arrastrarme fuera del despacho.
- No,
claro –dije con la boca pequeña-. Muchas preocupaciones, pocas esperanzas, y
ninguna solución a la vista –hablaba casi telegráficamente, pues alargar mi
discurso supondría nuevos insultos hacia el comisario, un auténtico adicto en
cuerpo y alma a la causa del altar y del trono. Tentación agradable, la de
insultar, cierto, pero no me apetecía acabar en el calabozo-. Siento haberme excedido
en mis apreciaciones.
En
realidad no lo sentía, ni mucho ni poco, acababa de decir lo que pensaba, pero
enemistarme con una autoridad policial no beneficiaba en nada a nuestra causa,
como había apuntado con tino mi compañero periodista.
- Acepto
sus excusas –dijo en tono agrio-. Un consejo: un hombre a quien se tache de
desafecto al régimen, es un mal amigo en los tiempos que corren.
- Gracias
por la valiosa información, señor comisario –se despidió con cordial hipocresía
Nuño, temiendo qué nueva barbaridad saldría de mi boca si me quedaba más tiempo
allí.
- En
atención al interés de don Alejo, un prócer de esta ciudad –me dijo lanzándome
una gélida mirada de despedida el comisario-, el inspector Destral se ocupará
de realizar de inmediato una investigación sobre el tal Valdivia, como antes le
ofrecí. Seguro que está implicado en un sinnúmero de los trapicheos que tienen
lugar en Granada. No lo olviden, caballeros: el brazo de la ley se puede
doblar, pero no torcer. A los culpables de crímenes tan abyectos no les queda
sino esperar el garrote vil. Buenos días, señores.
- Vaya
usted con Dios, comisario –se despidió con un deje de retintín Nuño.
Cacé al
vuelo la ironía, pero el policía, tan pagado de sí mismo, no podía saber si se estaba
burlando o lo decía formalmente.
La
pluma, o el talento, era más fuerte que la espada.
-
Granada espera que la conforten con la certeza de la verdad y la justicia.
Téngalo en cuenta, señor comisario – me despedí sin tantas diplomacias como mi
compañero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario