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uando uno tiene un oficio
tan peculiar como el mío, se hace indispensable conocer a mucha gente. Conocer,
no ser amigos, eso ya sería harina de otro costal. Y los conocidos a su vez
conocen a otros, y así sucesivamente.
Nunca he
sobresalido por mi natural simpatía. De hecho, poseo la discutible cualidad de
hacerme aborrecer por el común de los mortales. En cambio, sí destaco por el
valor de la palabra dada. La garantía de la palabra de un hombre reside en su
honor. ¿Si no tienes de esto último qué valor tiene entonces aquélla? Esa era
mi carta de crédito y mi tarjeta de presentación.
Gracias
a eso, supe dónde encontrar al escurridizo Nuño Sarriá, el reportero de El Día que cubría la noticia de los
macabros asesinatos en Granada. Digo bien escurridizo, pues sus escritos de
corte liberal no eran precisamente del agrado de los realistas ni tampoco de
las autoridades. Tanto era así que de vez en cuando le invitaban a los
calabozos de la policía o al presidio de Ceuta por “injurias a la Corona”.
Cuando
entré en el cafetín literario noté las miradas de soslayo, los cuchicheos a
hurtadillas. En aquel entonces, un desconocido podía ser tanto un miembro de la
policía secreta como de la Inquisición, a cual opción peor.
Mientras,
José Garza y la Lady inglesa, cada uno por su lado, se encargaban del robo de
la estatua. Por mi parte, seguía convencido de la conexión entre la irrupción
de Ferreira en la escena granadina con el inicio de los sangrientos crímenes.
De otra
manera, no tenían sentido las amenazas de Valdivia en la Alhambra sobre
sacrificarme al sádico asesino. El gigantón carecía de suficientes luces para
tomar ciertas iniciativas y esas atribuciones le venían muy grandes.
Tenía
claro quién ordenó el robo de la estatua, posible desencadenante de los
acontecimientos: Ferreira era el jefe de Valdivia, asesino de su portador. En
cuanto a desenmascararlo, no las tenía todas conmigo. Eso sí, me prometí
tomarme el desquite.
- ¿El
señor Sarriá? –el aludido, de rostro bien formado y pálido, ojos sagaces, y de
maneras distinguidas, asintió mirándome con curiosidad. Vestía un terno gris claro
que otrora debió ser elegante y reclamaba más de un remiendo-. Soy uno de sus
más fervorosos lectores. Quisiera pedirle a usted un señalado favor.
- Lo
siento. No escribo al pedido de nadie –no dejaba traslucir el menor asomo de
emoción por mi cumplido ni en sus palabras ni en su fisonomía.
- No van
los tiros por ahí. Se trata de El Desollador. Poseo información de interés al
respecto.
Se
envaró en la silla. Dejó con cuidado la taza de café en la mesa.
-
¿Quiere sentarse, por favor? Usted dirá, señor...
-
Ventura. Seguro que, por su singular oficio, está en el caso de mucho de lo que
se cuece en Granada. Tal vez le suene un nombre, el de Arnaldo Ferreira –como permanecía
inmutable como una esfinge, proseguí-. Se trata de un personaje portugués con
unos antecedentes de lo más dudoso.
- Eso es
no decir nada. Podríamos aplicar ese mismo rasero a media ciudad. ¿Cuáles son
las razones? Ahórreme las conjeturas, que tanto se agradecen en las novelas, y
expréseme los hechos sustentados por pruebas. Como periodista me veo sujeto al
imperio de la información veraz –remarcó con gesto inflexible.
- A
saber: su lugarteniente me amenazó con ser devorado por el asesino llamado El Desollador,
al que se refería como si fuera un siervo bajo su control –me callé un momento.
Estaba dispuesto a hacer un discurso con mis teorías, sospechas alentadas por
mi intuición, y al periodista le importaba un pimiento-. Nada más fácil que
descubrir basura cuando se empieza a remover el estercolero –dije de forma harto
imprecisa, pues carecía de pruebas concluyentes.
- Podría
ser una simple baladronada con el fin de asustarle. De ninguna manera le
relaciona de forma indubitable con El Desollador. ¿Qué interés tiene usted en
este asunto? –inquirió el periodista con aire suspicaz.
- El
mismo que usted, imagino. Saber la verdad. Librarnos de ese peligroso y
terrible criminal que campa a sus anchas en esta ciudad. ¿Acaso el origen
modesto de las víctimas las hace menos merecedoras de justicia? ¿O solo merecen
la atención de la justicia los llamados elementos de la perturbación social?
- No os
tenía por un liberal o un republicano, señor mío. ¿O solo son palabras?
- Os
contestaré con un verso antiguo –y recité:-
“Sufre el león y humilla su melena
bajo el peso del hierro que le liga.
¡Ay del que necio su paciencia hostiga,
si al fin se irrita y rompe la cadena.”
-
Trabajo, libertad, igualdad y fraternidad –replicó con entusiasmo el periodista
al reconocer el mensaje implícito en aquella oda.
- Y
mucha lectura y aplicación. Solo es servil el pueblo estúpido –nos dimos la
mano.
- El
oscurantismo es la negación de la cultura y el progreso. ¡Permitid que os
vuelva a estrechar la diestra! –exclamó lleno de júbilo-. Ay, pobre país
nuestro, cargado con el peso de la guerra de África, de la adopción de Santo
Domingo, de la necedad del Pacífico y de la destrucción de la Hacienda pública.
- Normal
en un país atrapado en el cieno monárquico –respondí vivamente.
- Ya
sabéis que para los realistas, mal llamados moderados, defensores del Altar y
del Trono, nosotros, liberales y republicanos, somos unos perdidos que
pretendemos convertir a nuestra poderosa nación en una horrible anarquía. ¡Que
el Supremo Artífice nos favorezca ante esos ignorantes y malvados!
-
Controlemos la lengua o seremos víctimas del encarcelamiento, el destierro o la
proscripción. Triste país aquel en el que profesar una opinión se convierte en
crimen.
- Pues
salgamos a dar un garbeo –Nuño, en tono confidencial, agregó:- Dicen que
nuestros incansables inquisidores se han aficionado a lanzar hechizos a las
paredes con objeto de capturar las conversaciones que presumen de su interés.
Apúntemelo, señor Aranda –pidió el periodista al patrón, señalando a la mesa.
- De
acuerdo, señor bachiller. Eso sí, tenga en consideración que si el viernes no
ha saldado la cuenta, apuntaré y dispararé –advirtió el dueño con tono
socarrón.
- Ya ve,
amigo Ventura, a qué estado de indigencia y falta de respeto nos vemos abocados
los hombres de letras en este ingrato país. Pero un día, no lo dude, a pesar de
los editores mezquinos, mi obra gozará del favor del público.
-
¿Entonces escribís? Quiero decir, además de vuestras tareas periodísticas y las
proclamas políticas.
- Lo
primero es lo que me da de comer. Lo segundo lo hago por deber cívico: las
sombras de los oprimidos demandan que se haga justicia. La literatura es mi
pasión. Ahora mismo tengo en cartelera una obrita, “La caja de pandora”, a pesar de ese maldito censor de novelas
sevillano de infausto nombre: Gustavo Adolfo Bécquer. Otro escritor de bajos
vuelos que lanza su bilis y paga su frustración con otros literatos mejores que
él –dijo con furia inusitada.
- En
este país cuando se da poder a un ser insignificante se le sube a la cabeza
como una bebida fuerte. ¡Ánimo, amigo mío! Las críticas del respetable hieren
agradablemente vuestros oídos. ¡De qué se queja, pues! –exclamé con
entusiasmo-. Hace nada la vi. Soy amigo de Coral Saldaña, la protagonista. La
corrala estaba llena a reventar. Un éxito espectacular. ¿Qué mejor presagio
quiere? ¿Está preparando una nueva obra o se dormirá en los laureles?
-
Excelente trabajo el de la primera actriz, sí. Sabe magnetizar a la platea cual
hipnotizadora –si supiera que era bruja... mas yo era de los que sabía guardar
un secreto-. Como intuís, me veo en el trance de preparar un nuevo libreto.
Ojalá tan solo se tratase de escribir, sin embargo incluye la búsqueda de un
mecenas. Hace falta un dineral para alquilar un teatro, contratar a los
actores, confeccionar los decorados y el vestuario, pagar licencias. Y quien
financia quiere asegurarse tanto de ganar fama como de no perder dinero.
-
Conociendo los antecedentes, la obra será buena –le animé.
Sabía
que los hombres de letras, como las gentes de la farándula en general, viven de
los halagos como los demás mortales necesitamos el aire para respirar.
- A
fuerza de trabajo se doma la fortuna. Pero qué voy a decir yo, siendo el autor
–hizo un mohín de desánimo.
Ahí
descubrí una grieta por la que podía conquistar esa plaza. El oro había rendido
más bastiones que las armas.
- De ser
así, dejad de preocuparos –dije con finura-. Creo conocer al inversor que
buscáis.
- ¡Qué
decís! ¡Sois mi padre, en ese caso! Me haríais el hombre más feliz del mundo.
¿Quién es ese santo varón?
- Mi
jefe, don Alejo García-Pedreño y Villaescusa. Gran amante de las letras, aunque
sea más reconocido como prócer de las ciencias.
-
¿Estáis intentando ganaros mi favor? –preguntó con gesto envarado.
- No
como insinuáis. Don Alejo solo se avendrá a financiar en el caso que el nuevo
proyecto sea tan prometedor como “La caja
de pandora”. Presentadle vuestro original. Él es un filántropo, sí, mas
ahora hablamos de negocios, no de una obra de caridad –expuse con toda
formalidad.
- Me
parece justo -aceptó con voz serena.
- Vamos
ahora a su casa. Os lo presentaré. Y más importante aún: allí guardo una foto
que demostrará que el lugarteniente de ese Ferreira es un asesino.
- Eso no
demuestra que su jefe lo sea –había que reconocerle que se mantenía inamovible
en cuanto a sus principios.
- ¿Me
permite hacerle una pregunta, Nuño? ¿Por qué bautizó al criminal como El
Desollador en sus crónicas?
- ¿La
verdad? –preguntó con una media sonrisa. Asentí en silencio-. Porque ese tipo
de nombre ayuda a vender más diarios y tenía cierta ligazón con el caso del
célebre criminal londinense por el modus
operandi.
-
Entiendo. ¿Pero, desde cuándo un muerto viviente desolla a sus víctimas?
- ¿Cómo
sabe usted que se trata de un muerto viviente? –se sorprendió.
Le
relaté con detalle mi incidente en la Alhambra, y cómo la bravata del rufián de
Valdivia me facilitó la información.
- ¿Qué clase
de hombre cometería tamaña carnicería en tan escaso tiempo? –razoné-. Además,
esos seres malditos no tienen por costumbre arrancar limpiamente la piel del
rostro de sus víctimas. Actúan como depredadores. Necesitan la sangre humana
para perpetuar su existencia.
- En
cambio, las incisiones y los cortes eran precisos, no obra de un carnicero
–murmuró empalideciendo, al evocar unos datos que conocía de primera mano como
cronista de los hechos-. De hecho, es posible incluso que esas incisiones que
rodean el rostro y acabaron seccionando los vasos sanguíneos de ambos lados del
cuello, fueran la causa de la muerte.
-
Primero un hombre. Luego entraría en acción la bestia... por pura perversidad o
por distraernos de los auténticos motivos –proseguí aquella cadena deductiva de
destino incierto-. Pero es imposible que coexistan a la vez el doctor Jekyll y
míster Hyde.
-
Ciertamente, el resto de las heridas inflingidas sí parecen causadas por esos
monstruos no-vivos, incluso por un animal carroñero. Como hombres modernos
debemos aplicar a ese asunto criterios propios de la ciencia. Aplicar sobre los
hechos el escalpelo de la razón, dejando al descubierto la verdad desnuda, sin
maquillajes.
- Un
escalpelo... ¡Demontre! El que arranca las caras no usa un cuchillo jamonero,
precisamente. Posee destreza y quizás conocimientos de anatomía. Tal vez no se
trate de un asesino, entonces, sino de dos –Nuño asintió con ademán pensativo-.
Alguien lo controla, pues. La bestia sacia su apetito salvaje. Y el otro...
¿qué pretende? ¿Quién actuaría tan despiadadamente?
-
Imagínese lo que responderían todos esos patanes de mente estrecha que nos
dirigen. ¿Un pervertido, un loco, un agente extranjero...? Los doctores de la
Universidad tendrán la feliz ocurrencia de declararlo endemoniado, con la
connivencia de las autoridades, deseosas de echar tierra sobre la verdad.
- Nada
inverosímil que así lo declararan, atendiendo a que nuestra querida patria
parece poseída por los diablos. No nos vendrá de un energúmeno más.
- Tengo
un amigo en la morgue. Tal vez el informe del forense nos ilumine sobre las
causas de la muerte y las heridas inflingidas. Además, están los últimos
avances de la criminología: los polvos de grafito permiten capturar las huellas
digitales. A veces lo importante no son los detalles, sino la perspectiva desde
la que contemplamos el asunto principal –Nuño pareció sumergirse un instante en
profundas reflexiones-. Espere, se me ha ocurrido... La respuesta podría
encontrarse en la desfiguración de la faz. ¿Y si implicara la destrucción de su
identidad como forma de apoderarse de su alma? Una especie de metempsicosis.
- Alimentarse
de almas implica adentrarse en asuntos de sectas y cultos paganos, alejados de
los dominios de la ciencia que antes propugnaba. Poderes del más allá –musité
con un punto de escepticismo, como si no acabara de tomar en consideración tal
posibilidad.
Caminamos
el resto del camino en silencio, madurando las consecuencias de lo que
acabábamos de hablar.
Al
llegar a la mansión de don Alejo, pedí a Peralta que avisara al señor si se
encontraba en sus dependencias. Deseaba presentarle a mi acompañante, de quien
esperaba fuera un aliado, consciente o no, directo o indirecto, en nuestras
pesquisas. Insistí en lo perentorio de su presencia.
Mientras
aguardábamos, le mostré la impresión fotográfica a Sarriá. Incluso le presté
una lupa para que pudiera estudiarla con el mayor detenimiento.
- Puedo
aseguraros, por mi honor, y jurarlo con la mano encima de una Biblia o ante un
tribunal, que este sujeto es el llamado Valdivia, un hampón al servicio de
Arnaldo Ferreira, lo que confirmaría mis sospechas sobre el extranjero.
- Esas
son acusaciones muy graves.
- Tengo
para asegurarlo razones poderosas: la verdad.
- En ese
caso la policía habrá tomado cartas en el asunto, me imagino.
- Se ha
remitido una copia a la de Cádiz, donde ese infame cometió el vil asesinato, y
se están llevando a cabo las diligencias correspondientes.
-
Entonces despacharán a Granada orden de detención para Valdivia.
- Confío
en ello, y que el dinero de su amo no contribuya a que la policía no sea
excesivamente celosa en sus pesquisas para localizarlo.
Entró
don Alejo y saludó a nuestro invitado de la forma más cordial. Peralta nos
sirvió unas copas de Jerez. De forma breve, puse en antecedentes a mi jefe
sobre lo tratado con el periodista.
- Ese
sujeto es asesino y ladrón, no le quepa la menor duda –afirmó con tono pausado,
pero no exento de energía-. Estoy dispuesto a ofrecer una generosa
gratificación a quien dé noticia cierta de su paradero y contribuya a ser
puesto a disposición de la justicia. El
Día me parece el medio adecuado para transmitir ese anuncio, con la foto del
criminal. Supongo que su director estará conforme, con las tarifas que sean
menester abonar.
- En
principio no veo dificultad alguna en lo que proponéis, aunque no es a mí a
quien corresponde tomar esa decisión.
- Sabéis
que estoy construyendo en los astilleros. Todavía no procede desvelarse la
naturaleza del proyecto. Cuando pueda anunciarse, os doy mi palabra que su
diario será el primero en publicar la imagen en portada. ¿Su director
renunciará a esa noticia en exclusiva?
- Pensad
también que ese tipo podía estar implicado en los crímenes sobre los que estáis
escribiendo, amigo Nuño. Imagínese si ello contribuyera a capturar los
culpables –yo seguía erre que erre en mis puntos de vista, dando la matraca
como un perro de presa.
-
Disculpe la insistencia, amigo Ventura, pero ¿qué pruebas fehacientes sustancian
tal afirmación?
-
Recordará lo que le expliqué antes. Si le parece, visitemos a la policía para
poner a su disposición todos los datos. Que sean ellos quienes actúen.
Nuño se
encogió de hombros, rumiando las consecuencias en su cabeza.
- Si
todo esto significa una mayor venta de diarios al parecer del director y no le
implica cantar la palinodia por una falsa noticia, supongo que no habrá
problema en atender su solicitud.
En aquel
entonces, muchos diarios solían tener dos directores. Uno que ejercía las
funciones propias del cargo y otro para batirse en duelo cuando se lo exigía quien
se sentía ofendido por algo publicado. Así que me adelanté a posibles
prevenciones.
- No
tendrá que retractarse públicamente, os lo aseguro. Y si el acero o un plomo lo
inhabilitan, ya sea de forma transitoria o permanente, con gusto asumiré su
puesto en el campo del honor –me ofrecí.
- A
veces la curiosidad es sana. Incluso piadosa –se sonrió el periodista.
-
Entonces se trataría de un deber cristiano, amparado así por las más altas
instancias de la nación –dije como una beata de altos vuelos.
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