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Capítulo XIII. Navegando en un mar de dudas


G
erónimo, tal y como le pedí cuando nos encontramos en la fonda de Darío, convocó a capítulo a los miembros de nuestra sociedad. El centro de reunión de Los Numantinos era un sótano habilitado en dicha venta, nuestro peculiar cuarto de banderas, donde se juntaba la plana mayor de nuestra fraternidad.
Arriba se aglomeraban hombres de todas condiciones, alegres, horteras y bulliciosos colegiales, que jugaban al billar en una mesa que se ponía en el centro o pedían un dominó o las cartas, bebían y comían, entreteniéndose sin desórdenes de ningún género. Así pasábamos desapercibidos.
Abajo nos reuníamos un grupo de veteranos, compartiendo recuerdos y sueños quiméricos, ajenos a la algarabía despreocupada de los parroquianos. Un mozo que estaba al tanto de lo que allí se cocía y guardaba el secreto, nos bajaba unas bandejas con tazas de café y copas de marrasquino.
Fue inevitable que se comenzara hablando de los recientes asesinatos, que mantenían conmovida a Granada.
- Esos crímenes parecen obra del mismo diablo –exclamó Ortega, un hombre de buena traza, de cuya frente semicalva caían algunos cabellos grises.
- Pongamos más bien nuestra fe en lo conocido –argüí-. Nadie ha visto a Lucifer en persona realizar esos trabajos sucios. Será alguno de sus embajadores en la tierra.
- Les chupa la sangre, dicen. Pero, ¿un vampiro en Granada?el tono de Fanjul era de incredulidad. Enjuto de carnes, lo disimulaba con un muy decente porte.
- ¿Quién puede creer en los vampiros? –rebatió Ydiáquez, cuya negra barba crecida y ensortijada le confería un aspecto de feroz berberisco.
- ¿Quién no lleva encima una bala o una daga de plata… por si acaso? –terció Ramoneda con aire vivaz y alegre, muy conforme con su picaresca faz-. ¿O balas bendecidas o empapadas en agua bendita?
- No hace falta creer en ellos para temerlos. Sobre todo, si te has enfrentado a algún engendro de esa jaez –les dije-. Algunos sirven en el ejército alemán, como bien sabéis. Sin embargo, esos malditos chupasangres no tienen la costumbre de desollar o despellejar a sus víctimas. Los muertos no mostraban marcas de colmillos, algo que los periódicos hubieran anunciado a bombo y platillo, sino mordiscos desgarradores, como los de un depredador. Les habían seccionado la yugular. Así es inevitable que se produzca una gran pérdida de sangre.
- Un depredador, un nosferatu… o un hombre lobo –todos se giraron hacia Gerónimo. Su fuerza como lobizón le había valido numerosas medallas en combate.
- O un muerto viviente –respondió él con voz calma-. Además, yo no sería tan imbécil como para darme el gusto de matar en la ciudad en la que vivo.
O un muerto viviente”. Entonces pensé en la descripción dada de la estatua de Coatlipec. “Vestido con piel humana”, resonaron esas palabras en mi mente.
En la primera entrevista con Fermín Avellaneda nos dijo que el poder de la efigie podía usarse para el bien o para el mal. Don Alejo lo quería para sanar a Leopoldo. ¿Qué pretendían los que la robaron?
No pudo ser una ratería al azar, debían conocer el valor mágico de lo que se llevaban, cada vez estaba más convencido de ello.
- Los crímenes, entonces, pueden estar relacionados con ese mal uso de la estatua –reflexioné en voz alta lo que estaba rumiando mi cabeza. Todos me miraron, sin entender.
Les expliqué a mis conmilitones los asuntos en que andaba metido, ya  conocidos por el lector a través de los capítulos anteriores. Con la colaboración de Gerónimo, contaba con que estuvieran dispuestos a echarnos una mano para desentrañar tanto el robo de la estatua como el misterio que envolvía al portugués Ferreira, cuestiones ambas que concernían a nuestro hermano Leopoldo.
- ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? –dudó Ortega.
- Todo. Nada. Son demasiadas casualidades, ¿no os parece? –porfié.
- Casualidades, tú lo has dicho. ¿Cómo relacionar el robo de la estatua con esas terribles muertes? ¿Y al portugués ese con todo lo anterior? Hace años ya se produjeron los secuestros de unas niñas y su horrible asesinato en el Albaycín. Nunca se descubrió al culpable.
- Se habló de los sin alma. Bestias, monstruos, chupasangres, hombres lobo, el Fantasma del Darro… La lista de candidatos es extensa. Quién sabe. Y si alguien lo sabe ha mantenido el secreto.
- No seamos tan cándidos. El hombre del saco sigue trabajando a destajo. ¿Acaso no hay brujas que chupan la sangre de niños para elaborar pócimas milagrosas que luego venden a los burgueses para curarse de la sífilis o la hemofilia? ¿No se dice también que comercian con niñas vírgenes para curar enfermedades venéreas de gentes con posibles? Aquellas pobres niñas que mencionaste importaron porque sus padres no eran unos cualquiera. Hoy siguen desapareciendo hijos de obreros y huérfanos, y a nadie le importa una higa –se horrorizó Gerónimo.
Nadie osó rebatirle. Algunos bajaron los párpados en señal de asentimiento.
- Tú mismo, Gerónimo, eres un lobisome. Y se queda contigo, Ventura, a pesar de ofrecerle venirse con nosotros en busca de fortuna. Mejor aliado contra ese engendro del averno no encontrarás –afirmó Ortega.
- Cabal –admitió el aludido. Sus ojos relampaguearon con fiereza-. No siento la menor simpatía por esa raza de malditos. Me enfrenté con algunos de sus parientes en Filipinas. No les fue muy bien –sonrió con desdén.
- Bien es cierto –palmeé el hombro de Gerónimo-. Mas aunque no existiera la menor relación entre esos misterios, ¿permaneceremos sentados mientras un asesino campa a sus anchas por la ciudad?
- No te aflijas por eso. Quedan suficientes hermanos en Granada para apoyarte. Estamos tan unidos como los dedos de una mano –dijo Ramoneda.
- La fortuna hace amigos, pero la desgracia crea hermanos –corroboró Ortega-. Las acciones de guerra enaltecieron nuestras hojas de servicio y asegurarán nuestra tranquilidad de conciencia en la vejez, aunque por desgracia no llenaron nuestros bolsillos de duros. ¡Nos vamos de aventura!
Sabía que algunos se preparaban para embarcar en la expedición que partiría en busca de la mítica entrada de la Tierra Hueca.
Querían encontrar las grandes cavernas bajo la Tierra. Decían que ocultaban enormes y doradas ciudades con inmensos tesoros, donde los dinosaurios eran el mayor peligro para los hombres subterráneos, una especie preadanita.
Solicité y recibí el apoyo de los que se quedaban. Resultó, para mi sorpresa, que casi todos se embarcaban en aquel viaje.
- ¡Dios misericordioso, Ventura! Tú eres el primero que debería entenderlo –protestó Fanjul-. Somos hombres de acción. Aquí estamos como animales enjaulados. Nos es más grato el ruido de las olas del océano, que el de los hombres en las ciudades. No nos hacemos a la vida civil, ni a trabajar como mulas por un sueldo de hambre.
- Donde el patrón hasta regatea agua, jabón y toalla cuando acaba el turno en la fábrica para arrancarnos la costra formada por el sudor, el humo y el hollín. Donde muchas obreras deben mendigar porque las pocas pesetas que ganan en la fábrica no les alcanzan para alimentar a su prole. ¿Ese es el premio que recibimos por todos nuestros años de servicio militar, trabajar como unos negros por unos sueldos de miseria? –un murmullo de aprobación recibió las palabras de Ydiáquez.
- Pues busca otro oficio –repliqué con tono moderado.
- Están tan malos, según dicen, todos los oficios... –apuntó Ramoneda.
- Sí, sobre todo para los que tienen poca afición al trabajo –las risas respondieron a mi aseveración.
- Son malos tiempos, Ventura. Estamos obsoletos. Los soldados de vapor nos están sustituyendo. Además, los hombres de nuestras condiciones no acabamos de encajar en esta España mojigata y caduca.
- ¿Malos tiempos, dices? –me chanceé-. Los de infantería siempre vamos a pie.
- ¡Rediez! Eres el rey de los empecinados –se burló Ortega-. La paga de esa expedición es buena, Ventura. Tenga éxito o no. De tenerlo, dicen que ahí abajo los subterráneos acumulan montones de riquezas. ¿A quién no le gustaría vivir como un marajá? Por fin arriesgaremos la piel por una buena causa: la nuestra. Estamos cansados de sacar de donde no hay, de no aspirar más que a sobrevivir.
- ¿Te acuerdas de Santiago Noguerda? ¿Sabes lo que es de él? –asentí con gesto apesadumbrado ante la pregunta de Fanjul-. Ten, lee la nota de suicidio que llevaba cuando evitamos que se pegara un tiro –como viera que no hacía ademán de cogerla, la leyó él-: “Yo no diré, como otros desgraciados, que a nadie se culpe de mi muerte. El suicidio es el único recurso que me dejan los hombres”. La llevo siempre encima, para tenerla presente y evitar el acabar como Noguerda. Aquí ya no pintamos nada, amigo.
- ¿A qué conduce tanta precipitación? –les incité.
- No la vemos por ningún lado. También nos pedirás que te acompañemos en tus aventuras como corsario del aire cuando tengas la patente de corso, ¿verdad? Ya lo haremos cuando llegue el momento. Ahora toca esta aventura –afirmó Ramoneda.
- ¿No os parece muy llamativo que aparezca ahora un desconocido explorador francés, con la bolsa llena? Gastón Devauchelle, ¿no? ¿Quién lo había oído nombrar antes? Otro extranjero, como el portugués, y tan embaucador como él –quería hacer hincapié en todo lo que no me cuadraba.
- ¿Por qué? ¿Acaso tienes pruebas de ello, Ventura? Nos ha pagado la mitad de la soldada por anticipado. Ves fantasmas donde no los hay. Será uno de esos nobles o burgueses podridos de dinero, ávidos de escapar de su ociosidad.
- Tú desconfías de todo, Ventura, hasta de tu propia sombra.
- ¡Rayos y culebrinas! La desventura me hizo desconfiado. Gracias a eso he sobrevivido a trampas y emboscadas.
- Y nosotros también, rediós. No le eches más cuentas. No busques conspiraciones estrambóticas donde solo hay el simple deseo de alcanzar la gloria de un ricacho, de contar con un extraordinario relato que explicar en los salones de la alta sociedad a la vuelta. También el anhelo de arramblar con un buen caudal, claro está, al menos por nuestra parte.
- ¿Cómo ha averiguado la ignota entrada? Hace siglos que se buscaba...
- Hace poco se descubrió el famoso mapa Nova et Incognita Universi Orbis Descriptio, de Oronce Finé. Lo compró por un potosí y además ha sido capaz de desentrañar las pistas ocultas. Voilà tout.
- Hay negocios en los que se corre a todo vapor por una pendiente resbaladiza hacia el falso templo de la fortuna –seguía recelando, algo innato a mi carácter.
- ¿Sabes qué dicen de los hombres como nosotros en el Parlamento? “Hay quien prefiere manejar el fúsil a mover el martillo o el arado. Quien se juega la vida en los azares de la guerra a sujetarse al trabajo cotidiano de jornalero u operario. La única idea de esos hombres se contrae a sustraerse al trabajo, tal es la vagancia de los españoles” –eran palabras hirientes para todos nosotros-. Damos nuestra sangre, incluso la vida, por este país ¡y nos acusan de vagancia! –se dolió Ramoneda-. ¡Un señoritingo diputado que no habrá vertido ni una gota de sudor por nuestro país! Permite al menos que demos esa misma sangre haragana y, llegado el caso, nuestra infame vida, por nuestro propio interés.
Tenían razón. Lo sabía del cierto. Pero yo no era hombre que cejara con facilidad en su empeño... incluso cuando no tenía la razón.
- ¿Habéis pensando en como burlar al kraken que navega por el Estrecho? Ya ha hundido un barco.
- Monsieur Devauchelle ha pensado en todo. La expedición cuenta con sus propios exorcistas y hombres-medicina indígenas para combatir los engendros darwinistas y a cualquier otra magia que se nos oponga. Dios abrirá camino. Y donde Él nos deje a nuestro albur, nosotros vamos bien guarnecidos de armas.
- Por no mencionar el submarino Peral de primera clase que ha partido de la base de Santa Cruz de Tenerife en su búsqueda. Sus setenta y cinco metros de eslora lo convierten en un rival del que ese engendro haría bien en huir.
Levanté los brazos, rindiéndome. Nada de lo que dijera les haría cambiar de opinión. Hasta en los matrimonios más felices se producen conflictos y seguir esa disputa conducía a un callejón sin salida, tuve que reconocer.
- De acuerdo, para vosotros la perra gorda –admití con tono derrotado-. Contar con el apoyo de los que no emprendéis tamaña aventura me servirá de inestimable ayuda.
- Tienes que entenderlo, amigo. Tus filípicas carecen de razón de ser.
- Tenéis razón. Os pido disculpas por mi vehemencia. No quise obligaros a hacer nada en contra de vuestra voluntad. Igual que los seguidores de los apóstoles, entre nosotros nadie tiene mando sobre los demás, y todos somos tan iguales como los primeros cristianos. Pobre iglesia cuando sucumbió a sus interminables jerarquías, y pobres de nosotros si cayéramos en el mismo error.
Nos despedimos entre abrazos, deseándonos la mejor de las suertes para nuestras respectivas misiones.

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