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erónimo, tal y como le pedí
cuando nos encontramos en la fonda de Darío, convocó a capítulo a los miembros
de nuestra sociedad. El centro de reunión de Los Numantinos era un sótano
habilitado en dicha venta, nuestro peculiar cuarto de banderas, donde se
juntaba la plana mayor de nuestra fraternidad.
Arriba
se aglomeraban hombres de todas condiciones, alegres, horteras y bulliciosos
colegiales, que jugaban al billar en una mesa que se ponía en el centro o
pedían un dominó o las cartas, bebían y comían, entreteniéndose sin desórdenes
de ningún género. Así pasábamos desapercibidos.
Abajo nos
reuníamos un grupo de veteranos, compartiendo recuerdos y sueños quiméricos,
ajenos a la algarabía despreocupada de los parroquianos. Un mozo que estaba al
tanto de lo que allí se cocía y guardaba el secreto, nos bajaba unas bandejas
con tazas de café y copas de marrasquino.
Fue
inevitable que se comenzara hablando de los recientes asesinatos, que mantenían
conmovida a Granada.
- Esos crímenes
parecen obra del mismo diablo –exclamó Ortega, un hombre de buena traza, de
cuya frente semicalva caían algunos cabellos grises.
-
Pongamos más bien nuestra fe en lo conocido –argüí-. Nadie ha visto a Lucifer en
persona realizar esos trabajos sucios. Será alguno de sus embajadores en la
tierra.
- Les
chupa la sangre, dicen. Pero, ¿un vampiro en Granada? –el tono de Fanjul era de incredulidad.
Enjuto de carnes, lo disimulaba con un muy decente porte.
- ¿Quién
puede creer en los vampiros? –rebatió Ydiáquez, cuya negra barba crecida y
ensortijada le confería un aspecto de feroz berberisco.
- ¿Quién
no lleva encima una bala o una daga de plata… por si acaso? –terció Ramoneda
con aire vivaz y alegre, muy conforme con su picaresca faz-. ¿O balas
bendecidas o empapadas en agua bendita?
- No
hace falta creer en ellos para temerlos. Sobre todo, si te has enfrentado a
algún engendro de esa jaez –les dije-. Algunos sirven en el ejército alemán,
como bien sabéis. Sin embargo, esos malditos chupasangres no tienen la
costumbre de desollar o despellejar a sus víctimas. Los muertos no mostraban
marcas de colmillos, algo que los periódicos hubieran anunciado a bombo y
platillo, sino mordiscos desgarradores, como los de un depredador. Les habían
seccionado la yugular. Así es inevitable que se produzca una gran pérdida de
sangre.
- Un
depredador, un nosferatu… o un hombre
lobo –todos se giraron hacia Gerónimo. Su fuerza como lobizón le había valido
numerosas medallas en combate.
- O un
muerto viviente –respondió él con voz calma-. Además, yo no sería tan imbécil
como para darme el gusto de matar en la ciudad en la que vivo.
“O un muerto viviente”. Entonces pensé en
la descripción dada de la estatua de Coatlipec. “Vestido con piel humana”, resonaron esas palabras en mi mente.
En la
primera entrevista con Fermín Avellaneda nos dijo que el poder de la efigie
podía usarse para el bien o para el mal. Don Alejo lo quería para sanar a
Leopoldo. ¿Qué pretendían los que la robaron?
No pudo
ser una ratería al azar, debían conocer el valor mágico de lo que se llevaban,
cada vez estaba más convencido de ello.
- Los
crímenes, entonces, pueden estar relacionados con ese mal uso de la estatua
–reflexioné en voz alta lo que estaba rumiando mi cabeza. Todos me miraron, sin
entender.
Les
expliqué a mis conmilitones los asuntos en que andaba metido, ya conocidos por el lector a través de los
capítulos anteriores. Con la colaboración de Gerónimo, contaba con que estuvieran
dispuestos a echarnos una mano para desentrañar tanto el robo de la estatua
como el misterio que envolvía al portugués Ferreira, cuestiones ambas que
concernían a nuestro hermano Leopoldo.
- ¿Qué
tiene que ver una cosa con otra? –dudó Ortega.
- Todo.
Nada. Son demasiadas casualidades, ¿no os parece? –porfié.
-
Casualidades, tú lo has dicho. ¿Cómo relacionar el robo de la estatua con esas
terribles muertes? ¿Y al portugués ese con todo lo anterior? Hace años ya se
produjeron los secuestros de unas niñas y su horrible asesinato en el Albaycín.
Nunca se descubrió al culpable.
- Se
habló de los sin alma. Bestias, monstruos, chupasangres, hombres lobo, el
Fantasma del Darro… La lista de candidatos es extensa. Quién sabe. Y si alguien
lo sabe ha mantenido el secreto.
- No
seamos tan cándidos. El hombre del saco sigue trabajando a destajo. ¿Acaso no
hay brujas que chupan la sangre de niños para elaborar pócimas milagrosas que
luego venden a los burgueses para curarse de la sífilis o la hemofilia? ¿No se
dice también que comercian con niñas vírgenes para curar enfermedades venéreas
de gentes con posibles? Aquellas pobres niñas que mencionaste importaron porque
sus padres no eran unos cualquiera. Hoy siguen desapareciendo hijos de obreros
y huérfanos, y a nadie le importa una higa –se horrorizó Gerónimo.
Nadie
osó rebatirle. Algunos bajaron los párpados en señal de asentimiento.
- Tú
mismo, Gerónimo, eres un lobisome. Y se queda contigo, Ventura, a pesar de
ofrecerle venirse con nosotros en busca de fortuna. Mejor aliado contra ese engendro
del averno no encontrarás –afirmó Ortega.
- Cabal
–admitió el aludido. Sus ojos relampaguearon con fiereza-. No siento la menor
simpatía por esa raza de malditos. Me enfrenté con algunos de sus parientes en
Filipinas. No les fue muy bien –sonrió con desdén.
- Bien
es cierto –palmeé el hombro de Gerónimo-. Mas aunque no existiera la menor
relación entre esos misterios, ¿permaneceremos sentados mientras un asesino
campa a sus anchas por la ciudad?
- No te
aflijas por eso. Quedan suficientes hermanos en Granada para apoyarte. Estamos
tan unidos como los dedos de una mano –dijo Ramoneda.
- La
fortuna hace amigos, pero la desgracia crea hermanos –corroboró Ortega-. Las
acciones de guerra enaltecieron nuestras hojas de servicio y asegurarán nuestra
tranquilidad de conciencia en la vejez, aunque por desgracia no llenaron
nuestros bolsillos de duros. ¡Nos vamos de aventura!
Sabía
que algunos se preparaban para embarcar en la expedición que partiría en busca
de la mítica entrada de la Tierra Hueca.
Querían
encontrar las grandes cavernas bajo la Tierra. Decían que ocultaban enormes y
doradas ciudades con inmensos tesoros, donde los dinosaurios eran el mayor
peligro para los hombres subterráneos, una especie preadanita.
Solicité
y recibí el apoyo de los que se quedaban. Resultó, para mi sorpresa, que casi
todos se embarcaban en aquel viaje.
- ¡Dios
misericordioso, Ventura! Tú eres el primero que debería entenderlo –protestó
Fanjul-. Somos hombres de acción. Aquí estamos como animales enjaulados. Nos es
más grato el ruido de las olas del océano, que el de los hombres en las
ciudades. No nos hacemos a la vida civil, ni a trabajar como mulas por un
sueldo de hambre.
- Donde
el patrón hasta regatea agua, jabón y toalla cuando acaba el turno en la
fábrica para arrancarnos la costra formada por el sudor, el humo y el hollín. Donde
muchas obreras deben mendigar porque las pocas pesetas que ganan en la fábrica
no les alcanzan para alimentar a su prole. ¿Ese es el premio que recibimos por
todos nuestros años de servicio militar, trabajar como unos negros por unos
sueldos de miseria? –un murmullo de aprobación recibió las palabras de
Ydiáquez.
- Pues
busca otro oficio –repliqué con tono moderado.
- Están
tan malos, según dicen, todos los oficios... –apuntó Ramoneda.
- Sí,
sobre todo para los que tienen poca afición al trabajo –las risas respondieron a
mi aseveración.
- Son
malos tiempos, Ventura. Estamos obsoletos. Los soldados de vapor nos están
sustituyendo. Además, los hombres de nuestras condiciones no acabamos de
encajar en esta España mojigata y caduca.
- ¿Malos
tiempos, dices? –me chanceé-. Los de infantería siempre vamos a pie.
- ¡Rediez!
Eres el rey de los empecinados –se burló Ortega-. La paga de esa expedición es
buena, Ventura. Tenga éxito o no. De tenerlo, dicen que ahí abajo los
subterráneos acumulan montones de riquezas. ¿A quién no le gustaría vivir como
un marajá? Por fin arriesgaremos la piel por una buena causa: la nuestra.
Estamos cansados de sacar de donde no hay, de no aspirar más que a sobrevivir.
- ¿Te
acuerdas de Santiago Noguerda? ¿Sabes lo que es de él? –asentí con gesto
apesadumbrado ante la pregunta de Fanjul-. Ten, lee la nota de suicidio que
llevaba cuando evitamos que se pegara un tiro –como viera que no hacía ademán
de cogerla, la leyó él-: “Yo no diré,
como otros desgraciados, que a nadie se culpe de mi muerte. El suicidio es el
único recurso que me dejan los hombres”. La llevo siempre encima, para
tenerla presente y evitar el acabar como Noguerda. Aquí ya no pintamos nada,
amigo.
- ¿A qué
conduce tanta precipitación? –les incité.
- No la
vemos por ningún lado. También nos pedirás que te acompañemos en tus aventuras
como corsario del aire cuando tengas la patente de corso, ¿verdad? Ya lo
haremos cuando llegue el momento. Ahora toca esta aventura –afirmó Ramoneda.
- ¿No os
parece muy llamativo que aparezca ahora un desconocido explorador francés, con
la bolsa llena? Gastón Devauchelle, ¿no? ¿Quién lo había oído nombrar antes?
Otro extranjero, como el portugués, y tan embaucador como él –quería hacer
hincapié en todo lo que no me cuadraba.
- ¿Por
qué? ¿Acaso tienes pruebas de ello, Ventura? Nos ha pagado la mitad de la
soldada por anticipado. Ves fantasmas donde no los hay. Será uno de esos nobles
o burgueses podridos de dinero, ávidos de escapar de su ociosidad.
- Tú
desconfías de todo, Ventura, hasta de tu propia sombra.
- ¡Rayos
y culebrinas! La desventura me hizo desconfiado. Gracias a eso he sobrevivido a
trampas y emboscadas.
- Y
nosotros también, rediós. No le eches más cuentas. No busques conspiraciones
estrambóticas donde solo hay el simple deseo de alcanzar la gloria de un
ricacho, de contar con un extraordinario relato que explicar en los salones de
la alta sociedad a la vuelta. También el anhelo de arramblar con un buen caudal,
claro está, al menos por nuestra parte.
- ¿Cómo
ha averiguado la ignota entrada? Hace siglos que se buscaba...
- Hace
poco se descubrió el famoso mapa Nova et
Incognita Universi Orbis Descriptio, de Oronce Finé. Lo compró por un
potosí y además ha sido capaz de desentrañar las pistas ocultas. Voilà tout.
- Hay
negocios en los que se corre a todo vapor por una pendiente resbaladiza hacia
el falso templo de la fortuna –seguía recelando, algo innato a mi carácter.
- ¿Sabes
qué dicen de los hombres como nosotros en el Parlamento? “Hay quien prefiere manejar el fúsil a mover el martillo o el arado.
Quien se juega la vida en los azares de la guerra a sujetarse al trabajo
cotidiano de jornalero u operario. La única idea de esos hombres se contrae a
sustraerse al trabajo, tal es la vagancia de los españoles” –eran palabras
hirientes para todos nosotros-. Damos nuestra sangre, incluso la vida, por este
país ¡y nos acusan de vagancia! –se dolió Ramoneda-. ¡Un señoritingo diputado
que no habrá vertido ni una gota de sudor por nuestro país! Permite al menos
que demos esa misma sangre haragana y, llegado el caso, nuestra infame vida,
por nuestro propio interés.
Tenían
razón. Lo sabía del cierto. Pero yo no era hombre que cejara con facilidad en
su empeño... incluso cuando no tenía la razón.
- ¿Habéis
pensando en como burlar al kraken que navega por el Estrecho? Ya ha hundido un
barco.
- Monsieur Devauchelle ha pensado en todo.
La expedición cuenta con sus propios exorcistas y hombres-medicina indígenas
para combatir los engendros darwinistas y a cualquier otra magia que se nos
oponga. Dios abrirá camino. Y donde Él nos deje a nuestro albur, nosotros vamos
bien guarnecidos de armas.
- Por no
mencionar el submarino Peral de primera clase que ha partido de la base de
Santa Cruz de Tenerife en su búsqueda. Sus setenta y cinco metros de eslora lo
convierten en un rival del que ese engendro haría bien en huir.
Levanté
los brazos, rindiéndome. Nada de lo que dijera les haría cambiar de opinión.
Hasta en los matrimonios más felices se producen conflictos y seguir esa
disputa conducía a un callejón sin salida, tuve que reconocer.
- De
acuerdo, para vosotros la perra gorda –admití con tono derrotado-. Contar con
el apoyo de los que no emprendéis tamaña aventura me servirá de inestimable
ayuda.
- Tienes
que entenderlo, amigo. Tus filípicas carecen de razón de ser.
- Tenéis
razón. Os pido disculpas por mi vehemencia. No quise obligaros a hacer nada en
contra de vuestra voluntad. Igual que los seguidores de los apóstoles, entre
nosotros nadie tiene mando sobre los demás, y todos somos tan iguales como los
primeros cristianos. Pobre iglesia cuando sucumbió a sus interminables
jerarquías, y pobres de nosotros si cayéramos en el mismo error.
Nos
despedimos entre abrazos, deseándonos la mejor de las suertes para nuestras respectivas
misiones.
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