or fin reapareció José
Garza, el mestizo, en casa de don Alejo. Esperaba que sus indagaciones hubieran
rendido frutos. Se introdujo en los círculos de americanos residentes en la
ciudad, también en los de seguidores de ritos antiguos, ocultos o foráneos. En
vano, según confesó con disgusto. Estábamos dando palos de ciego.
Le
pregunté por Coatlipec. Si lo había descrito, a fuerza debía conocer los auténticos
poderes de aquel dios prehispánico. Me fiaba más de sus explicaciones que de la
grandilocuencia de Avellaneda.
- Se
desuella a los inmolados. Alimentando con sangre al dios, éste da vida a la
tierra, concede deseos. Eso debe saberlo don Alejo. Nos financió y dio las pistas
para rescatar la estatua de quienes la habían expoliado a nuestros antepasados.
Un acto de justicia para mi pueblo. En agradecimiento, unos chamanes aztecas
usarían sus poderes para intentar curar a don Leopoldo. Pero necesitan el poder
de la estatua para que sus conjuros surtan efecto.
Me
sorprendía sobremanera que el patrón se mostrara predispuesto a sacrificar una
vida humana, aunque si se trataba de salvar a Leopoldo tal vez hubiera relajado
sus rígidos principios, no le encontraba otra explicación. Así se lo expuse a
Garza, quien me tranquilizó.
- Hoy en
día se sacrifican animales. Solo se recurre al sacrificio humano cuando se
cuenta con algún condenado a muerte.
Prosiguió
con el relato de sus pesquisas, que no resultaron gratuitas. Sospechaba que le
seguían y tomaba todo tipo de precauciones. No quería acabar asesinado como su
hermano. Todavía no he conocido a nadie a quien esa perspectiva le resultara
agradable.
Me
extrañó que se moviera en el sillón como si una compañía de hormigas le
recorriera el cuerpo.
- ¿Os
encontráis indispuesto?
- ¡Bah!
Un pequeño alfilerazo.
- ¿Un
alfilerazo? –le miré al soslayo.
- Sí,
aquí –se señaló el pecho-. Penetró media pulgada, y no se atrevió a interesar
las entrañas.
-
Comprendo. Como a mí, no os gusta mostrar vuestras debilidades. ¿Picadura de navaja,
sable, puñal?
- Eso primero
fue. No les gustaron mis preguntas, me temo –me dirigió una mirada dolorida,
pero aquella era más una pena del espíritu, no física-. Tal vez seamos víctimas
de una maldición. Robamos la estatua.
- Por una
buena causa –justifiqué de inmediato.
- Sí. Por
partida doble, además. Mas nadie sabe cuáles pueden ser los designios de los
dioses antiguos, tan cambiantes y volubles como nuestro propio humor... –como
eso no admitía discusión, asentí en silencio.
- Los
malditos serán los rufianes que se han interpuesto en nuestro camino cuando les
pongamos las manos encima. No lo dude.
- La
sangre de mi sangre exige venganza. Mi hermano no descansará en paz hasta que
se haya hecho justicia. Mejor por mi mano que por la ley –al pronto sus ojos
mostraron una expresión esperanzada, como si acabara de recordar algo vital-.
Mire, tuve la prevención de tomar una impresión fotográfica ampliada de sus
retinas, justo después de encontrar su cuerpo. Acabo de recibirla por correo de
Cádiz –me mostró un sobre de tamaño medio-. Lo último que vio fue a su asesino.
Me la
alcanzó. Entonces fui yo quien se removió en el canapé como un culo de mal
asiento. Me puse de pie, incapaz de contenerme.
- ¡Es Valdivia,
el matón al servicio del portugués! ¡Lo sabía! –bramé-. Sabía que de alguna
manera esa gentuza estaba implicada.
Recordé
entonces lo oído en el fumadero de opio: su patrón le había pedido llevar una
talla a cierto lugar que, terrible desgracia, no pude escuchar cuál era. ¡La
estatua, sin duda!
Los
gritos dados en aquel estado de excitación ante tan reveladora pista, atrajeron
la atención de Herr Emmanuel Planck, el
científico contratado por don Alejo, un hombre enjuto con barbita de chivo y
anteojos dorados.
Acababa
de bajar de la habitación de Alejo con gesto circunspecto. Decía que con sus
aparatosos instrumentos eléctricos, que había estado calibrando, intentaría
estimular la actividad cerebral del enfermo. Ya se sabe que los germánicos
suelen ser tan misteriosos como los espectros de sus baladas.
Al
conocer sus planes comprendí, con desaliento, que todavía no contábamos con un
antídoto para el mal de Leopoldo. Mi alegría se aplacó de inmediato.
-¿Me
perrmite? –adelantó una mano.
Agarraba
la imagen como si acabara de recibir el Santo Grial. Viéndole a la espera, con
la mano en el aire, aflojé mi presa y se la entregué. Poco daño podía causarnos
sus opiniones.
- Interresante.
¿Están ustedes familiarrisados con los estudios de mícer Lombroso? Fíjense en la
estructurra craneal, caballerros. ¡Sí, esa asimetría! ¿La ven? –clamó con su
fuerte acento alemán, señalando a lo que parecía ser la coronilla-. Vean la morrfología
de la carra -la resiguió con el índice-. Fíjense en los arrcos supersiliarres.
Creo que entre los volúmenes que me acompañan está la “Physiognomonica”, de Arristóteles.
¿Tal ves la hayan leído?
- Pues ahora
mismo no lo recuerdo –solté veloz por no admitir mi ignorancia.
- Sabrán
ustedes que hay siertos carracteres de nuestros rostros que llevan en ellos imprresa
la naturalesa de nuestras almas, en los cuales se puede leerr como en un librro
abierrto.
- ¿Y qué
le dice este libro en cuestión? –señalé con la barbilla hacia la fotografía.
- Una
fisonomía repleta de líneas bien poco regulares. Otra prueba de la relasión
existente entre el interrior y el exterrior de un individuo. Sin duda, un
hombre predestinado hasia el crimen. Alguien incapasitado para acatarr las
normas de una sosiedad honrrada y cabal.
- No
puedo por menos que darle en todo la razón –convine con la mayor seriedad.
- Ningún
hombre nace malvado –terció Garza de forma inesperada-. Todo lo contrario. Los
hombres son básicamente buenos. Solo la sociedad y las circunstancias los
tornan malvados.
- Toda
perrsonalidad humana puede dividirrse en varrias fasetas –el germano lanzó una
mirada cargada de ojeriza al americano.
- Vuestras
ideas son más peligrosas que las del doctor Freud de Viena –insistió mi
compañero.
- ¡Bah! –el
doctor ahogó un bostezo despreciativo-. La esensia de la sivilisasión es la restricsión
de los apetitos humanos.
- ¿En
qué se diferencia vuestro método para curar al señorito de la magia? –expuso
Garza. Seguro que confiaba más en los métodos de sus chamanes, supuse, aunque
me abstuve de hacer el comentario en voz alta.
El
científico se subió los anteojos con el índice, y nos observó como a alumnos
noveles.
- Todo
lo que no se entiende parrese mágico... hasta que se comprrende y se domina.
- Puede
ser. Hace unas décadas nuestra Inquisición le hubiera dispensado un tratamiento
especial por brujo. Incluso hoy en
día, aunque esos venerables padres de la Iglesia no lo entiendan, según usted, en
caso de no utilizar ciertos poderes en su beneficio.
- No
imporrta lo que esa gente crrea, sino que yo lo entienda todo, señorres. Para
eso soy Herr Doktor en Medisina,
Física y Leyes –anunció con tono arrogante-. Háganme caso. Detengan a ese
sujeto. Prresto. Parra los crriminales natos adultos no caben muchos remedios:
o se les aparrta parra siempre, en el caso de los incorregibles, o bien se les elimina
cuando su incorregibilidad los torrna demasiado peligrrosos.
- En esa
tarea ya nos afanamos. Nada me producirá más placer que detenerle, créame.
- Bien.
Esperro que tengan la bondad de mantenerrme inforrmado al respecto. Interrés prrofesional
–inclinó mecánicamente la cabeza y volvió a sus quehaceres en el sótano.
- Yo
también me retiro –anunció Garza-. Debo reunirme con algunos de los míos.
También
me disponía a salir cuando, de forma inesperada, se presentó cuellierguido y
con aire altivo don Arturo Francisco María Falcón Núñez de Osorio, conde de
Esteruelas, padre de Alicia, la prometida de Leopoldo. Mucha prosapia para unas
rentas más bien escasas. Un enlace ventajoso, pues, entre unos nobles venidos a
menos y un apellido que compensaba su falta de abolengo con unas nutridas arcas,
pensé.
Venía a
saber si las buenas nuevas que anuncié a su hija eran ciertas.
- El
señorito necesita reposo absoluto –Peralta fue cómplice de mi engaño-. Nadie,
excepto el señor y el médico pueden visitarlo.
- Exijo
una respuesta. No me moveré de aquí hasta saber del cierto qué es lo que está
pasando.
Al no
estar don Alejo y Peralta negarse a ofrecerle información y a dejarle subir a
las habitaciones de Leopoldo para ver cómo se encontraba, me vi obligado a
aparecer en escena ante las exigencias de aquel caballero, de una fisonomía tan
poco expresiva como la de un cadáver.
-
¿Estará usted contento con la hazaña de ayer? –exclamó en cuanto me vio entrar.
- Soy
hombre que raras veces experimenta satisfacción ni disgusto con nada –fingí una
sangre fría que distaba mucho de poseer en ese momento.
- ¡La
vuestra ha sido una infamia en toda regla!
- No
dramatice, hágame el favor. Y cuidad vuestras palabras, porque mi sangre se
calienta cuando se me falta al respeto.
- ¡Ah!
Me parece que usted tiene que explicar muchas cosas, señor mío –el conde de Esteruelas
sacaba pecho como si llevara colgando la orden de comendador de Montesa. Era el
típico que pretendía ser el águila que lucía en su escudo de armas y en
realidad volaba como un triste cuervo.
- ¿Solo
yo? Bien, empecemos, pues. Dios me perdone y no me castigue duramente por
mentir en un tema tan grave, pero lo hice -los ojos del señor Falcón centelleaban
con desprecio enconado-. Déjeme terminar. Mentí, y lo volvería a hacer... para
rescatar a su hija de las garras libidinosas de aquel infame portugués.
- ¡Por
los clavos de Cristo! Tamaña bellaquería no puede quedar sin respuesta - me miró con
renovada furia, como un jabalí acosado.
-
Entiendo que se refiere a la bellaquería del portugués, ¿verdad? ¿O no se ha
indignado al saber que ella se encontró con un hombre, uno que no era su
prometido? ¿Sabía, además, que estaban a solas? Le tenía por alguien puntilloso
en cuestiones de honra, en particular cuando se trata de la propia -el otro se
enfureció-. ¿Acaso quiere vender a su hija cual si fuera una ramera babilónica?
–le azucé sin piedad.
- ¡Tiene
la lengua y toda la boca podridas! -Arturo Falcón explotó-. ¿Quién osará
sostener esa insidia?
- Inútil
es preguntarlo. Todos y ninguno. Deducir el resultado de los hechos recién
expuestos resulta tan claro como que dos y dos suman cuatro.
Levantó
la mano, en un amago de soltarme un puñetazo o una bofetada. Permanecí inmóvil,
a la espera. Al final se contuvo.
Yo no
habría aguantado con esa cobarde resignación, pensé con desprecio.
- Mancháis
con una sospecha infundada la inmaculada pureza de su honor. ¡Me dais asco!
¿Quién os creéis que sois para juzgarme, para juzgarnos? Un don nadie salido
del arroyo, apenas un empleaducho. Un vulgar matón a sueldo, a tenor de lo que
se dice por ahí –alzó la barbilla desdeñosamente hacia mí.
Por muy
caballero que fuera no permitiría que siguiera faltándome. Me ofusqué, lo
admito.
Le
agarré de las solapas de la chaqueta de lino, típica de los indianos, y le
arrinconé contra la pared.
- ¡Qué
obcecación, Dios de Israel! –repliqué con asco-. No soy un felpudo al que
pisotear. O encierra de una vez esa lengua tan suelta que tiene o se la corto.
Por su propio interés, más le vale escucharme. El enemigo no soy yo… todavía
–siseé como una serpiente a punto de saltar-. ¿Quién en su sano juicio querría
casarse con una dama deshonrada, soportar la befa y el escarnio de la sociedad?
Para un hombre de honor no es plato de gusto aceptar a una mujer que ha estado
con otros hombres. ¿Dónde habéis perdido el amor a los sagrados vínculos de la
familia? ¡Irresponsable, mal padre! –le solté, empujándolo, y retrocedió
atemorizado.
- ¡Mi
hija es un ángel de virtud acrisolada y espíritu más limpio que el trono de
Dios!
- Eso
está bien... pero los maledicentes interpretan de forma siniestra y retorcida
las cosas más sencillas. Sirve de bien poco a la mujer pasarse la vida sobre
aviso si se descuida una sola hora. La honra y la virtud se diferencian en que
a ésta le basta la conciencia propia, y aquélla necesita de la conciencia
ajena. ¿Será infructuoso recordarle que honra que no lo parece es honra a
medias? Tenedlo en cuenta –no pude reprimir una sonrisa lobuna.
Por un
instante, en el fragor de aquel acalorado diálogo, sentí la tentación de acabar
de provocarle para que me retara a un duelo, mas me contuve. Un incidente así
al final provocaría un daño irreparable al compromiso matrimonial todavía
vigente.
Decidí seguir
atacando por el lado de la honorabilidad. Ahí no iba a pinchar en hueso.
- ¿Qué
pensaría don Alejo, sus cofrades de la Real Maestranza de Caballería de
Granada, Granada entera, de alguien que conspiró para romper un enlace matrimonial
mediante la muerte del novio convaleciente, héroe de guerra? Sí, no me mire
así, ¡provocando su muerte!
Le
expliqué, sin entrar en detalles, la intervención de Valdivia, mano derecha del
portugués, en el robo de un posible remedio para la cura de Leopoldo, adquirido
por don Alejo, y el vil asesinato de su portador.
Falcón palideció. Se veía entre la espada y la
pared. Entonces comprendí que su lealtad para con don Alejo se hallaba
comprometida. Le preocupaba el honor, sí. Mis golpes habían alcanzado de lleno
el cuerpo de mi adversario.
- ¡Eso
es falso! Yo no sabía nada de...
- ¡No
sabía, dice! ¿Es más sincero engañarse a uno mismo que a los demás? Mucho
dinero debió ofreceros el señor Ferreira para conseguir cegaros, recelarán. Una
dote principesca. Porque os ha pedido su mano, ¿verdad?
El
silencio le delató. Fue incapaz de aguantarme la mirada. Ese timorato era tan
mezquino como Espartero.
- No
será el primer americano de buena posición que se queda en España contrayendo
un enlace ventajoso –se defendió con tono de excusa.
- ¿Ventajoso
para quién? Solo teníais que decirle que ya estaba prometida, ¡por Dios! No
importa cuánto estáis implicado en el tejemaneje, si mucho o poco, ni siquiera
nada. Vale lo que pensará la buena sociedad de Granada. Sobre todo cuando sepan
que el portugués y vuestra bella hija hacían manitas a solas, con vuestra
connivencia. Bonita forma de comportarse para que don Alejo, custodio del honor
de la familia, se viera en la obligación de romper el compromiso.
- ¡Mida
sus palabras! No os creerán... –su tono delataba el temor ante mi
argumentación.
-
¿Seguro? ¡Apostad cuanto queráis! ¿Queréis arriesgaros a hacer la prueba y
cargar con ese baldón para vuestro honor? Para mí será pan comido seguir el
juego –me callé un momento para que la duda cimentara en su mente-. ¿Quién
despertará más simpatías, un héroe de guerra patrio o un extranjero advenedizo
e intrigante? Porque si vuestra hija no hubiera sido seducida por ese
aventurero, pensad bien en lo que os digo, sería como admitir que es un poco
ligera de cascos.
Sentí un
nudo en la garganta al decir esto último. Alicia Falcón era capaz de provocar
en mí sentimientos contradictorios y turbadores. Sentimientos, en cualquier
caso, que no tenían razón de ser ni podían permitirse.
- ¡Es un
atropello! Sería un escándalo –el conde se llevó las manos a la cabeza, intimidado
al imaginarse las consecuencias de todo aquello-. Os lo ruego, por caridad...
–permanecí impasible a sus súplicas-. ¿Dejaréis que un inocente cargue con una
culpa que no es suya?
- ¿Inocente?
No me hagáis reír... Además, eso sucede en el mundo a diario, guste o no. Se
trata de valorar el alcance de las consecuencias.
- De
hace unos días para acá mi hija está como cambiada: más levantisca, inquieta
–confesó el de Esteruelas con voz quebrada-. Ese no es su carácter, ella
siempre fue una dulce joven… ¿La habrán hechizado? Tal vez deberíamos llamar a
un exorcista –expuso derrotado, con semblante abrumado por la preocupación-. ¡Compadeceos
de mí!
No tenía
claro si decía la verdad o intentaba excusarse para salvarse de la quema. Sin
embargo, el cuadro sobre Alicia que acababa de bosquejarme el conde había
conseguido sobresaltarme. Decidí que no podía correr el riesgo de desechar
ninguna posibilidad. No por piedad hacia él, sino por ella.
-
Debíais haber pensado antes un poquito más en el amor que se profesaban los
novios y un poco menos en el interés económico –le reconvine con tono
admonitorio-. Haced lo que sea menester para que nadie eche el menor borrón
sobre su honra, tan limpia y pura como el cristal antes que ese portugués
bellaco pusiera sus sucios ojos sobre ella.
Me
resultó ingrato recordar, con un estremecimiento, la extraña intensidad en la
mirada de Alicia cuando salió de la mansión de Ferreira.
El
primer paso que la mujer da hacia el camino del mal, lo da siempre con la
imaginación, me dije con espanto.
Mis
temores se exasperaron ante aquella certeza.
- Esta
situación me gusta tan poco como a usted –le aseguré-. Encerradla en casa.
Llamad a médicos; a sacerdotes, incluso. No permitáis que el veneno de la
corrupción la emponzoñe… antes que el mal sea irreparable o pronto llegará el
día que deplore los extravíos de su razón. Hay pecados que nunca quedan lavados
como tras darse un baño en el río Jordán.
|
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
martes
Capítulo XIV. Cuestión de honor
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