viernes

Capítulo XVII. El tiempo apremia


D
on Alejo acariciaba un alfil blanco y lo balanceaba suavemente entre sus dedos alargados y finos. Con la otra mano dejaba caer la ceniza de un auténtico habano en un braserillo de plata. Resultaba evidente que su cabeza estaba pendiente de asuntos más perentorios que una partida de ajedrez. De haber sido un hombre mecánico hubiera escuchado el sonido de los engranajes de su cerebro trabajando a la máxima potencia.
Le había explicado mi infructuosa conversación con el comisario de policía, por si mediante sus contactos podía conseguir una colaboración que yo no había sido capaz de conseguir. No pareció ni impresionado ni preocupado, tal era su grado de abstracción.
Decidí, pues, aprovechar su aparente desidia para intentar llevar el agua hacia mi molino.
- Sé de sus negocios con Fermín Avellaneda. Por eso le he tratado con más respeto del que le hubiera dispensado en otras circunstancias. Sin embargo, hora es que sepa el tipo de truhán con el que nos jugamos los cuartos –y le relaté sus falsas excusas durante nuestra visita a su Galería.
- ¿Y eso qué prueba? –respondió sin mirarme. Al fin se había decidido a mover el alfil.
- ¿Aparte de ser un mentiroso y un falsario? ¡Figúrese usted! –como viera que seguía en silencio, proseguí-. Usted encargó la recuperación de la estatua, él la importó como si fuera otro objeto a través de los hermanos Garza, y yo fui a buscarla  Avellaneda era el único que con nosotros estaba en el caso. Él ordenó el robo. No es un simple chisgarabís.
Detuvo el movimiento de una torre negra en seco. Por fin había captado su atención, me ufané.
- Entiendo, por las relaciones comerciales que ambos mantienen, que no sería recomendable implicarle a usted, pero si me lo permite, creo que ha llegado la hora de hacerle confesar… a mi manera.
- ¿Cómo dices? –me contempló con ojos mortecinos.
- No sabría que ha sido asunto nuestro –me apresuré a tranquilizarle-. Hay barbas, disfraces, incluso podría contratar a un tercero que le apretaría las clavijas y le haría hablar. Ese siempre cuenta de todo… menos la verdad. Sé que la violencia le repugna, mas se trata de salvar a Leopoldo.
- No, Ventura –dijo tajante, pasándose la mano por la frente como si intentara contener los problemas que amenazaban con desbordarle-. Hay que aprender a refrenar los impulsos. Además, si debemos considerarlo sospechoso, tú también deberías entrar dentro de esa categoría. Y los Garza.
- ¿Perdón? ¿Compararme con ese agibílibus mantecoso de Avellaneda? ¡La duda ofende! Eso es una locura –me levanté del sillón más firme que el asta de una bandera.
- Si no te conociera como te conozco, no lo sería. Tu lógica deductiva es correcta… salvo por el no pequeño detalle de que no conoces todos los hechos –me señaló el sillón y volví a sentarme-. Descartados los Garza, porque de querer apropiarse con el ídolo ya hubieran huido con él desde Italia, y tú, nos queda nuestro peculiar don Fermín, cierto. Sí, comercio con ese hombre, al igual que con otros muchos. Eso no lo convierte ni en mi amigo ni en receptor de mis confidencias. Soporto con disgusto, como tú, su compañía y su discurso cargantes. Es, en palabras del inmortal Quijote, un majagranzas. Sin embargo, en su caso concreto, posee unos conocimientos y unos medios que preciso, y sin los cuales mis planes sobre el empleo de Coatlipec para curar a Leopoldo se tornarían irrealizables.
Cruzó las piernas mientras una amarga sonrisa asomaba en sus labios.
- Entonces…
- Entonces resulta que los Garza, que trabajan para mí, me telegrafían avisándome que avanzan su viaje tres días sobre la fecha prevista, sin que nuestro buen Avellaneda, ese maestro de la impostura, sepa de la misa la media. Sí, Ventura, no me mires así. Dudo que el mismísimo Astrólogo del Rey adivinase cuándo llegaba la efigie de Coatlipec.
- Pues siempre tuve la sensación de ser seguido en Cádiz –repliqué en tono apagado.
- Y así sería. Jamás se me ocurriría cuestionar tus intuiciones. Lo que me cuesta entender es cómo podría tratarse de nuestro salado amigo.
Me llevé las manos a las sienes, desesperado. Todo lo que había creído plausible en el camino hacia la resolución del robo, acababa de desvanecerse como un espejismo.
- Esa maldita inglesa tiene que estar implicada de una manera u otra –me comportaba como un perro de caza que se resistía a soltar a su presa-. Esa tiene de dama lo que yo de noble cuna.
- Ventura, basta de dejarte dominar por tu mercurial temperamento. No te permite pensar con claridad. Cuando Avellaneda me ofreció su concurso para el rescate de la estatua, hice lo que muchas veces hago antes de trabajar con un nuevo asociado: pedir referencias, en este caso a mis contactos en Londres.
- Perdonadme si me tomo la libertad de contradeciros, pero ninguno de esos ingleses, herejes y enemigos de la patria, son de fiar y no existe leña en el mundo para quemarlos a todos en la hoguera.
Don Alejo exhaló un suspiro de resignación. Se levantó y paseó lentamente por la estancia, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
- Entiendo tu resquemor, has guerreado contra ellos. Eso no debería nublar tu entendimiento: hay ingleses tan caballerosos y decentes, como españoles bellacos y malvados. Otra cosa es que los intereses de ambos gobiernos entren periódicamente en colisión, obligándonos a situarnos en bandos distintos. Libérate de la carga de los prejuicios. No caigas en el maniqueísmo que propagan de forma interesada algunos de nuestros políticos.
- Usted manda, patrón –dije en el tono más neutro que fui capaz de articular.
En el fondo, aunque me doliera un poco admitirlo, solo un poco porque mi inteligencia brillaba como la luz de una vela al lado del fulgor eléctrico de la de don Alejo, sabía que tenía la razón.
- Por cierto, sí, en parte estás en lo cierto. Se trata de una aventurera. O una pirata del aire, si lo prefieres. Pero te equivocas en lo otro: sí es una dama. De hecho, está en litigios con su hermano menor a causa de la baronía que dejó su padre al morir en combate en la India. También yerras en sospechar de ella. Avellaneda no la contactó hasta que le comuniqué el robo. Para que te quedes más tranquilo: a través de Capitanía me han confirmado que su aeronave no atracó en Cádiz antes de llegar a Granada. Como ves, a mí también me gusta conocer el terreno por el que piso.
- Me alegra saber que estaba equivocado… para no perder más el tiempo en esa dirección. Eso sí, me hubiera alegrado más si me lo hubiera confiado antes –protesté con un ligero acento de sarcasmo.
- No te voy a obsequiar los oídos con excusas, Ventura. En realidad, nunca desconfié de ti. Eres un hombre de honradez a toda prueba y conducta ejemplar… además de poseer una obcecada tozudez y unos modales bruscos. Mi suspicaz reserva más bien temía los ojos y oídos que parecen habitar en tantas paredes. A diferencia de otros intentos por sanar a Leopoldo que solo servían para ese exclusivo fin, el empleo del gran poder de Coatlipec podía llamar la atención de algunos elementos deseosos de hacerse con el mismo en su propio beneficio. También acepté la colaboración de Lady Margaret porque ahora el tiempo es perentorio. Tal vez no sea del todo de fiar, de acuerdo, pero entonces mejor tenerla cerca para controlarla, que lejos campando a sus anchas.
Don Alejo lanzó una rápida mirada sobre el tablero de ajedrez, y meneó la cabeza con un gesto de disgusto.
- La partida de Leopoldo puede estar en su recta final. No solo por romperse el compromiso matrimonial. Los padres de Alicia me plantearon la ruptura del compromiso tras recibir una suculenta oferta de dote por la mano de su hija y asegurarles un emisario, no quisieron revelarme quién, que Leopoldo jamás se recuperaría, sino porque la salud de Leopoldo se está marchitando con el paso del tiempo, pudiendo conducirle a un… fatal desenlace.
Aquella revelación hizo que se me diera la vuelta el alma. Asentí en silencio. ¿Qué otra cosa podía hacer? El objetivo estaba muy claro. Curarlo antes que fuera demasiado tarde. La forma de alcanzarlo, tras el robo, no tanto.
No eran tiempos para paños calientes. Le confesé el incidente, primero con Alicia Falcón y luego con su padre en esta misma casa, durante su ausencia.
Mi ánimo estaba por los suelos. Viendo el rostro de don Alejo, un hombre que no dejaba traslucir sus sentimientos, me daba cuenta que el suyo no mejoraba mucho el mío. Aunque no lo tenía por costumbre, me acerqué al licorero y serví un par de generosas copas de coñac para ambos.
- He comentado el caso de mi sobrino con el insigne doctor Román y Cajal, una de las luminarias de la medicina patria. Sus recientes investigaciones le llevan a pensar que cuando una mente lleva cierto tiempo “desconectada”, resulta improbable que se recuperen todas las actividades cerebrales tras una posterior curación. Es decir, si queremos que Leopoldo vuelva a ser un hombre cabal e independiente, debemos conseguir que vuelva en sí a la mayor brevedad. Hasta he acudido a mis conocidos del Círculo Magnetológico-Espiritista, y estos a su vez pidieron ayuda a sus contactos versados en el ocultismo y a investigadores de lo paranormal. Sin resultados.
Se encogió de hombros, como queriendo decir que había llamado a todas las puertas. Y ya no quedaban más a las que acudir en busca de ayuda.
El licor no soluciona los problemas, los disfraza, pensé mientras daba cuenta de la copa de un solo trago. Pero al menos ese calorcillo que bajaba por la garganta me confortaba las entrañas, heladas por la interminable sucesión de malas nuevas.
- Saldremos de esta –anuncié con la falsa seguridad que concede el alcohol-. No pasamos tantos padecimientos en ultramar para rendirnos cuando nos birlan el remedio para nuestros problemas ante nuestras mismísimas narices.
- Ultramar… si mi hermana levantara la cabeza. Le prometí en su lecho de muerte que cuidaría de Leopoldo y no fui capaz de evitar que se alistara. ¿Qué necesidad tenía de arriesgar su vida cuando a mi lado le esperaba todo lo que deseara y más?
- Quería demostrar que no era un niño rico y malcriado, capaz de labrarse un buen porvenir por sí mismo.
- A mí no hacía falta que me demostrara nada. Y menos a los demás. Lo quería como si fuera mi propio hijo –por primera vez me pareció que don Alejo estaba al borde de las lágrimas. El corazón se me oprimió de dolor y compasión ante aquella escena.
- Tal vez se lo quisiera demostrar a sí mismo –expliqué con un hilo de voz-. La Muerte repudia a los cobardes. Prefiere cebarse con los valientes.
- ¿Qué hice mal, Dios mío? Dime la verdad, Ventura. ¿Tú hubieras rechazado, como hizo él, una renta anual de diez mil duros, además de ser mi secretario personal?
- No –sonreí débilmente, con vergüenza, todavía conmovido-. Pero es que carezco del carácter excepcional de su sobrino. Soy de más fácil conformar, y mis principios seguramente no son tan elevados como los suyos.
- Seguro. Supongo que por eso no quieres pedirme que financie tu marcha a América.
- Lo que usted ha hecho por mí no hay dinero que lo pague –dije con cierta sensación de bochorno-. ¿Cómo podría ser tan desconsiderado para abusar de su confianza pidiéndole también dinero para ese proyecto? Eso sí, me gustaría saber quién se ha ido de la lengua respecto a mis planes de futuro.
- Granada será una gran ciudad, pero muchos de sus habitantes son tan chismosos como los de una aldea. Y ahora déjame, hijo. Necesito reflexionar. El ajedrez es el reino de la lógica, no existe el azar. Cada movimiento comporta unas consecuencias. A lo mejor así descubro cuál es la siguiente jugada que tenemos que realizar.
Don Alejo sacó un precioso cronómetro del bolsillo de su chaleco y volvió a concentrarse en el tablero.
Subí a ver a Leopoldo, todavía con la angustia royéndome las entrañas tras el caudal de revelaciones ofrecido por su tío. Yo era un hombre que no acostumbraba a cejar fácilmente en lo que una vez me proponía, por grandes que fueran las dificultades. Y esta no sería la primera vez que me rindiera.
No estaba en la alcoba el padre Maldonado, quien últimamente daba la impresión de ser un ángel de la guarda del enfermo por su permanente presencia en aquella habitación.
- ¿Quién incitó la ruptura del compromiso? ¿El portugués de motu propio o inducido por la familia de Alicia? ¿Pero qué interés tiene ese hombre en todo esto? ¿Realmente conseguir la mano de Alicia justifica todos esos empeños más allá de lo razonable, o hay algo más? ¿Qué más podía ser, en ese caso? En este rompecabezas falta alguna pieza. Yo desbarataré tan inconcebible y odiosa trama. ¡Lo juro por mi honra!
Expuse todas aquellas dudas en voz alta, como tratando de encontrar así una respuesta.
Concluido mi desahogo, Leopoldo pareció experimentar uno de esos escasos periodos de extraña lucidez. Balbuceaba como un bebé. Movía la cabeza hacia la izquierda, como si quisiera señalar algo.
- ¡Ochoa! ¡Ochoa! -llamé al ayuda de cámara de Leopoldo, su antiguo ordenanza en el ejército. Al poco entró a la carrera ante mis voces-. ¿Qué le pasa? ¿A qué se debe su estado de excitación?
El criado se fijó en la dirección de las miradas de su señor. En la pared contraria a la cabecera de la cama, a un lado se encontraba el luminoso retrato de Alicia y al otro, un cuadro con una foto de varios jóvenes oficiales en Filipinas.
- Creo que está mirando el retrato de grupo. He observado que estos últimos días, cuanto está más activo, en vez de contemplar el retrato de su prometida, entra en un estado de excitación y mira concentradamente a la foto.
Me acerqué hasta la pared, descolgué la foto y, con dedos temblorosos, la saqué con cuidado de su marco.
Detrás, venían los nombres de todos los retratados, sin identificar quién era cada cuál. Nunca le había prestado la menor atención a aquella imagen, supongo que resentido por haber sido excluido de la misma.
Desde que me licenciaron, había intentado apartar de la mente mi pasada vida militar. Mentiría si dijera que no me dolió cómo me trataron después de años de servicio y penalidades en el Ejército.
No importan las proezas, ensalzadas por quienes fueron testigos de las mismas, porque en España no se suele premiar al soldado valiente. Puedes verter tu sangre, arrostrar mil peligros con bizarría, que a nadie le importan las calamidades padecidas, tu heroísmo, tu denuedo. En cambio, a cualquier general sin más méritos que el ejercicio de la adulación o la intriga se le colma de honores y riqueza.
Dado que no se premia como se debería el batirse por la patria, me alegro de tener que batirme ahora solo por mí mismo. Y todo por culpa de los malos gobernantes que nos esclavizan. Me sobra y me basta la conciencia como escribano que registra hasta el último detalle mi honroso comportamiento al servicio de la patria.
Pero basta ya de justificar mi forma de pensar y actuar,  y volvamos a aquel insospechado hallazgo.
Entorné los ojos. Había un oficial que guardaba una acusada familiaridad con el portugués. Sin las rizadas patillas y el bigote, eso sí, pues no se nos permitían a los militares. Yo lo había visto antes de conocerlo como Arnaldo Ferreira, me sorprendí ante el hallazgo, pero no recordaba con exactitud dónde.
La fotografía fue tomada en Filipinas, eso sí lo tenía claro. Tras reconocerlo en la foto, me vino su fisonomía a la cabeza, aunque no con la nitidez necesaria para recordar su auténtica identidad.
Bajé corriendo a pedir a don Alejo que mediante sus contactos en el Ministerio de Guerra averiguara los datos de ese oficial.
Lo que no había conseguido la inteligencia de don Alejo y mi pertinaz perseverancia, tal vez nos lo hubiera ofrecido el carácter luchador e indomable de Leopoldo.

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