on Alejo acariciaba un alfil
blanco y lo balanceaba suavemente entre sus dedos alargados y finos. Con la
otra mano dejaba caer la ceniza de un auténtico habano en un braserillo de
plata. Resultaba evidente que su cabeza estaba pendiente de asuntos más
perentorios que una partida de ajedrez. De haber sido un hombre mecánico
hubiera escuchado el sonido de los engranajes de su cerebro trabajando a la
máxima potencia.
Le había
explicado mi infructuosa conversación con el comisario de policía, por si
mediante sus contactos podía conseguir una colaboración que yo no había sido
capaz de conseguir. No pareció ni impresionado ni preocupado, tal era su grado
de abstracción.
Decidí,
pues, aprovechar su aparente desidia para intentar llevar el agua hacia mi
molino.
- Sé de
sus negocios con Fermín Avellaneda. Por eso le he tratado con más respeto del que
le hubiera dispensado en otras circunstancias. Sin embargo, hora es que sepa el
tipo de truhán con el que nos jugamos los cuartos –y le relaté sus falsas
excusas durante nuestra visita a su Galería.
- ¿Y eso
qué prueba? –respondió sin mirarme. Al fin se había decidido a mover el alfil.
-
¿Aparte de ser un mentiroso y un falsario? ¡Figúrese usted! –como viera que
seguía en silencio, proseguí-. Usted encargó la recuperación de la estatua, él
la importó como si fuera otro objeto a través de los hermanos Garza, y yo fui a
buscarla Avellaneda era el único que con
nosotros estaba en el caso. Él ordenó el robo. No es un simple chisgarabís.
Detuvo
el movimiento de una torre negra en seco. Por fin había captado su atención, me
ufané.
-
Entiendo, por las relaciones comerciales que ambos mantienen, que no sería
recomendable implicarle a usted, pero si me lo permite, creo que ha llegado la
hora de hacerle confesar… a mi manera.
- ¿Cómo
dices? –me contempló con ojos mortecinos.
- No
sabría que ha sido asunto nuestro –me apresuré a tranquilizarle-. Hay barbas,
disfraces, incluso podría contratar a un tercero que le apretaría las clavijas
y le haría hablar. Ese siempre cuenta
de todo… menos la verdad. Sé que la violencia le repugna, mas se trata de
salvar a Leopoldo.
- No,
Ventura –dijo tajante, pasándose la mano por la frente como si intentara
contener los problemas que amenazaban con desbordarle-. Hay que aprender a
refrenar los impulsos. Además, si debemos considerarlo sospechoso, tú también
deberías entrar dentro de esa categoría. Y los Garza.
-
¿Perdón? ¿Compararme con ese agibílibus mantecoso de Avellaneda? ¡La duda
ofende! Eso es una locura –me levanté del sillón más firme que el asta de una
bandera.
- Si no
te conociera como te conozco, no lo sería. Tu lógica deductiva es correcta…
salvo por el no pequeño detalle de que no conoces todos los hechos –me señaló
el sillón y volví a sentarme-. Descartados los Garza, porque de querer
apropiarse con el ídolo ya hubieran huido con él desde Italia, y tú, nos queda
nuestro peculiar don Fermín, cierto. Sí, comercio con ese hombre, al igual que
con otros muchos. Eso no lo convierte ni en mi amigo ni en receptor de mis
confidencias. Soporto con disgusto, como tú, su compañía y su discurso
cargantes. Es, en palabras del inmortal Quijote, un majagranzas. Sin embargo,
en su caso concreto, posee unos conocimientos y unos medios que preciso, y sin los
cuales mis planes sobre el empleo de Coatlipec para curar a Leopoldo se
tornarían irrealizables.
Cruzó
las piernas mientras una amarga sonrisa asomaba en sus labios.
-
Entonces…
-
Entonces resulta que los Garza, que trabajan para mí, me telegrafían avisándome
que avanzan su viaje tres días sobre la fecha prevista, sin que nuestro buen
Avellaneda, ese maestro de la impostura, sepa de la misa la media. Sí, Ventura,
no me mires así. Dudo que el mismísimo Astrólogo del Rey adivinase cuándo
llegaba la efigie de Coatlipec.
- Pues
siempre tuve la sensación de ser seguido en Cádiz –repliqué en tono apagado.
- Y así
sería. Jamás se me ocurriría cuestionar tus intuiciones. Lo que me cuesta
entender es cómo podría tratarse de nuestro salado amigo.
Me llevé
las manos a las sienes, desesperado. Todo lo que había creído plausible en el
camino hacia la resolución del robo, acababa de desvanecerse como un espejismo.
- Esa
maldita inglesa tiene que estar implicada de una manera u otra –me comportaba
como un perro de caza que se resistía a soltar a su presa-. Esa tiene de dama
lo que yo de noble cuna.
-
Ventura, basta de dejarte dominar por tu mercurial temperamento. No te permite
pensar con claridad. Cuando Avellaneda me ofreció su concurso para el rescate
de la estatua, hice lo que muchas veces hago antes de trabajar con un nuevo
asociado: pedir referencias, en este caso a mis contactos en Londres.
-
Perdonadme si me tomo la libertad de contradeciros, pero ninguno de esos
ingleses, herejes y enemigos de la patria, son de fiar y no existe leña en el
mundo para quemarlos a todos en la hoguera.
Don
Alejo exhaló un suspiro de resignación. Se levantó y paseó lentamente por la
estancia, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
-
Entiendo tu resquemor, has guerreado contra ellos. Eso no debería nublar tu
entendimiento: hay ingleses tan caballerosos y decentes, como españoles
bellacos y malvados. Otra cosa es que los intereses de ambos gobiernos entren
periódicamente en colisión, obligándonos a situarnos en bandos distintos.
Libérate de la carga de los prejuicios. No caigas en el maniqueísmo que
propagan de forma interesada algunos de nuestros políticos.
- Usted
manda, patrón –dije en el tono más neutro que fui capaz de articular.
En el
fondo, aunque me doliera un poco admitirlo, solo un poco porque mi inteligencia
brillaba como la luz de una vela al lado del fulgor eléctrico de la de don
Alejo, sabía que tenía la razón.
- Por
cierto, sí, en parte estás en lo cierto. Se trata de una aventurera. O una
pirata del aire, si lo prefieres. Pero te equivocas en lo otro: sí es una dama.
De hecho, está en litigios con su hermano menor a causa de la baronía que dejó
su padre al morir en combate en la India. También yerras en sospechar de ella.
Avellaneda no la contactó hasta que le comuniqué el robo. Para que te quedes
más tranquilo: a través de Capitanía me han confirmado que su aeronave no
atracó en Cádiz antes de llegar a Granada. Como ves, a mí también me gusta
conocer el terreno por el que piso.
- Me
alegra saber que estaba equivocado… para no perder más el tiempo en esa
dirección. Eso sí, me hubiera alegrado más si me lo hubiera confiado antes
–protesté con un ligero acento de sarcasmo.
- No te
voy a obsequiar los oídos con excusas, Ventura. En realidad, nunca desconfié de
ti. Eres un hombre de honradez a toda prueba y conducta ejemplar… además de
poseer una obcecada tozudez y unos modales bruscos. Mi suspicaz reserva más
bien temía los ojos y oídos que parecen habitar en tantas paredes. A diferencia
de otros intentos por sanar a Leopoldo que solo servían para ese exclusivo fin,
el empleo del gran poder de Coatlipec podía llamar la atención de algunos
elementos deseosos de hacerse con el mismo en su propio beneficio. También acepté
la colaboración de Lady Margaret porque ahora el tiempo es perentorio. Tal vez
no sea del todo de fiar, de acuerdo, pero entonces mejor tenerla cerca para
controlarla, que lejos campando a sus anchas.
Don
Alejo lanzó una rápida mirada sobre el tablero de ajedrez, y meneó la cabeza
con un gesto de disgusto.
- La
partida de Leopoldo puede estar en su recta final. No solo por romperse el
compromiso matrimonial. Los padres de Alicia me plantearon la ruptura del
compromiso tras recibir una suculenta oferta de dote por la mano de su hija y
asegurarles un emisario, no quisieron revelarme quién, que Leopoldo jamás se
recuperaría, sino porque la salud de Leopoldo se está marchitando con el paso
del tiempo, pudiendo conducirle a un… fatal desenlace.
Aquella
revelación hizo que se me diera la vuelta el alma. Asentí en silencio. ¿Qué
otra cosa podía hacer? El objetivo estaba muy claro. Curarlo antes que fuera
demasiado tarde. La forma de alcanzarlo, tras el robo, no tanto.
No eran
tiempos para paños calientes. Le confesé el incidente, primero con Alicia
Falcón y luego con su padre en esta misma casa, durante su ausencia.
Mi ánimo
estaba por los suelos. Viendo el rostro de don Alejo, un hombre que no dejaba
traslucir sus sentimientos, me daba cuenta que el suyo no mejoraba mucho el
mío. Aunque no lo tenía por costumbre, me acerqué al licorero y serví un par de
generosas copas de coñac para ambos.
- He
comentado el caso de mi sobrino con el insigne doctor Román y Cajal, una de las
luminarias de la medicina patria. Sus recientes investigaciones le llevan a
pensar que cuando una mente lleva cierto tiempo “desconectada”, resulta
improbable que se recuperen todas las actividades cerebrales tras una posterior
curación. Es decir, si queremos que Leopoldo vuelva a ser un hombre cabal e
independiente, debemos conseguir que vuelva en sí a la mayor brevedad. Hasta he
acudido a mis conocidos del Círculo Magnetológico-Espiritista, y estos a su vez
pidieron ayuda a sus contactos versados en el ocultismo y a investigadores de
lo paranormal. Sin resultados.
Se
encogió de hombros, como queriendo decir que había llamado a todas las puertas.
Y ya no quedaban más a las que acudir en busca de ayuda.
El licor
no soluciona los problemas, los disfraza, pensé mientras daba cuenta de la copa
de un solo trago. Pero al menos ese calorcillo que bajaba por la garganta me
confortaba las entrañas, heladas por la interminable sucesión de malas nuevas.
-
Saldremos de esta –anuncié con la falsa seguridad que concede el alcohol-. No
pasamos tantos padecimientos en ultramar para rendirnos cuando nos birlan el remedio
para nuestros problemas ante nuestras mismísimas narices.
-
Ultramar… si mi hermana levantara la cabeza. Le prometí en su lecho de muerte
que cuidaría de Leopoldo y no fui capaz de evitar que se alistara. ¿Qué
necesidad tenía de arriesgar su vida cuando a mi lado le esperaba todo lo que
deseara y más?
- Quería
demostrar que no era un niño rico y malcriado, capaz de labrarse un buen
porvenir por sí mismo.
- A mí
no hacía falta que me demostrara nada. Y menos a los demás. Lo quería como si
fuera mi propio hijo –por primera vez me pareció que don Alejo estaba al borde
de las lágrimas. El corazón se me oprimió de dolor y compasión ante aquella
escena.
- Tal
vez se lo quisiera demostrar a sí mismo –expliqué con un hilo de voz-. La
Muerte repudia a los cobardes. Prefiere cebarse con los valientes.
- ¿Qué
hice mal, Dios mío? Dime la verdad, Ventura. ¿Tú hubieras rechazado, como hizo
él, una renta anual de diez mil duros, además de ser mi secretario personal?
- No
–sonreí débilmente, con vergüenza, todavía conmovido-. Pero es que carezco del
carácter excepcional de su sobrino. Soy de más fácil conformar, y mis
principios seguramente no son tan elevados como los suyos.
-
Seguro. Supongo que por eso no quieres pedirme que financie tu marcha a
América.
- Lo que
usted ha hecho por mí no hay dinero que lo pague –dije con cierta sensación de
bochorno-. ¿Cómo podría ser tan desconsiderado para abusar de su confianza
pidiéndole también dinero para ese proyecto? Eso sí, me gustaría saber quién se
ha ido de la lengua respecto a mis planes de futuro.
-
Granada será una gran ciudad, pero muchos de sus habitantes son tan chismosos
como los de una aldea. Y ahora déjame, hijo. Necesito reflexionar. El ajedrez
es el reino de la lógica, no existe el azar. Cada movimiento comporta unas
consecuencias. A lo mejor así descubro cuál es la siguiente jugada que tenemos
que realizar.
Don
Alejo sacó un precioso cronómetro del bolsillo de su chaleco y volvió a
concentrarse en el tablero.
Subí a
ver a Leopoldo, todavía con la angustia royéndome las entrañas tras el caudal
de revelaciones ofrecido por su tío. Yo era un hombre que no acostumbraba a
cejar fácilmente en lo que una vez me proponía, por grandes que fueran las
dificultades. Y esta no sería la primera vez que me rindiera.
No
estaba en la alcoba el padre Maldonado, quien últimamente daba la impresión de
ser un ángel de la guarda del enfermo por su permanente presencia en aquella
habitación.
- ¿Quién
incitó la ruptura del compromiso? ¿El portugués de motu propio o inducido por
la familia de Alicia? ¿Pero qué interés tiene ese hombre en todo esto?
¿Realmente conseguir la mano de Alicia justifica todos esos empeños más allá de
lo razonable, o hay algo más? ¿Qué más podía ser, en ese caso? En este
rompecabezas falta alguna pieza. Yo desbarataré tan inconcebible y odiosa
trama. ¡Lo juro por mi honra!
Expuse todas
aquellas dudas en voz alta, como tratando de encontrar así una respuesta.
Concluido
mi desahogo, Leopoldo pareció experimentar uno de esos escasos periodos de
extraña lucidez. Balbuceaba como un bebé. Movía la cabeza hacia la izquierda,
como si quisiera señalar algo.
- ¡Ochoa!
¡Ochoa! -llamé al ayuda de cámara de Leopoldo, su antiguo ordenanza en el
ejército. Al poco entró a la carrera ante mis voces-. ¿Qué le pasa? ¿A qué se
debe su estado de excitación?
El criado
se fijó en la dirección de las miradas de su señor. En la pared contraria a la
cabecera de la cama, a un lado se encontraba el luminoso retrato de Alicia y al
otro, un cuadro con una foto de varios jóvenes oficiales en Filipinas.
- Creo
que está mirando el retrato de grupo. He observado que estos últimos días, cuanto
está más activo, en vez de contemplar el retrato de su prometida, entra en un
estado de excitación y mira concentradamente a la foto.
Me
acerqué hasta la pared, descolgué la foto y, con dedos temblorosos, la saqué
con cuidado de su marco.
Detrás,
venían los nombres de todos los retratados, sin identificar quién era cada cuál.
Nunca le había prestado la menor atención a aquella imagen, supongo que resentido
por haber sido excluido de la misma.
Desde
que me licenciaron, había intentado apartar de la mente mi pasada vida militar.
Mentiría si dijera que no me dolió cómo me trataron después de años de servicio
y penalidades en el Ejército.
No
importan las proezas, ensalzadas por quienes fueron testigos de las mismas,
porque en España no se suele premiar al soldado valiente. Puedes verter tu
sangre, arrostrar mil peligros con bizarría, que a nadie le importan las calamidades
padecidas, tu heroísmo, tu denuedo. En cambio, a cualquier general sin más
méritos que el ejercicio de la adulación o la intriga se le colma de honores y
riqueza.
Dado que
no se premia como se debería el batirse por la patria, me alegro de tener que
batirme ahora solo por mí mismo. Y todo por culpa de los malos gobernantes que
nos esclavizan. Me sobra y me basta la conciencia como escribano que registra
hasta el último detalle mi honroso comportamiento al servicio de la patria.
Pero
basta ya de justificar mi forma de pensar y actuar, y volvamos a aquel insospechado hallazgo.
Entorné
los ojos. Había un oficial que guardaba una acusada familiaridad con el
portugués. Sin las rizadas patillas y el bigote, eso sí, pues no se nos
permitían a los militares. Yo lo había visto antes de conocerlo como Arnaldo
Ferreira, me sorprendí ante el hallazgo, pero no recordaba con exactitud dónde.
La
fotografía fue tomada en Filipinas, eso sí lo tenía claro. Tras reconocerlo en
la foto, me vino su fisonomía a la cabeza, aunque no con la nitidez necesaria
para recordar su auténtica identidad.
Bajé
corriendo a pedir a don Alejo que mediante sus contactos en el Ministerio de
Guerra averiguara los datos de ese oficial.
Lo que
no había conseguido la inteligencia de don Alejo y mi pertinaz perseverancia,
tal vez nos lo hubiera ofrecido el carácter luchador e indomable de Leopoldo.
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Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
viernes
Capítulo XVII. El tiempo apremia
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