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Capítulo X. Ataque a traición


 
D
isfrazados con un gorro de operario, una blusa rayada, un grosero pantalón y zapatos de cuero, extraídos de un arcón maloliente de la fonda de Darío, prendas mugrientas de clientes morosos que no pudieron pagar las habitaciones alquiladas, partimos Gerónimo y yo hacia el fumadero de opio.
La calle de acceso al antro no era tal, sino un sendero polvoriento y pedregoso, ajeno a las rutas de los carros de la limpieza y de los barrenderos. Tuve que reprimir una exclamación de sorpresa. Nada de lo que explicó mi compañero de andanzas me había preparado para lo que aparecía ante mis ojos en mi primera visita a aquel pudridero.
Sí, no exagero. Allí la miseria no se podía esconder. Asemejaba un vertedero humano, con despojos que antaño fueron personas, víctimas de los estragos que hacía en ellos la desdicha y la inmundicia, estiradas en el suelo o sentados con la espalda contra las paredes, cubiertos con arrapiezos, aguardando una nueva dosis de droga o esperando que un alma caritativa se apiadara y les devolviera a su hogar, si es que no lo habían perdido todo ya y malvivían en algunas cabañas construidas con ramas y barro en la zona de las trastiendas.
Un pobre desgraciado, cuya edad no podía adivinarse por su aspecto pues no se sabía si las desgracias o los años lo había demacrado y envejecido, permanecía acurrucado, abrazado a las rodillas, barboteando su desgracia. Estaba en cueros, supuse tras ser atacado por unos ladrones. Junto a él, como si nada, un anciano, arrugado como una pasa, de ojos hundidos y con un cerquillo de pelo alrededor de una calva resplandeciente, tostaba garbanzos en una sartén colocada sobre un hornillo.
Al lado se alzaba otro refugio de infelices, guarida de vagabundos y de una variada turbamulta que bullía por la ciudad de noche más que a la clara y honrada luz de del día. Se trataba de una de esas que se titulaban “Casas de Dormir”, cuando en realidad se conocían como Hoteles del Hampa, anunciada con unos farolillos de papel de color rojo colgados en la fachada y con rótulos de brocha gorda.
De un poco más allá, surgía un griterío atroz de un figón de mala muerte. En la puerta, una chiquilla con la cara estucada y pintarrajeada como una muñeca de porcelana, no tendría más de quince años, nos mostraba su cuerpo andrógino, casi tan desnudo como el de Eva en el Paraíso, y hacía signos procaces, ofreciéndose para lo que quisiéramos hacer con ella.
En la entrada del fumadero de opio, un cartel lo anunciaba como “Salón de Té”, un oriental preparaba una pipa del veneno procedente de las Indias presto a entregársela al primero que franqueara la puerta del tugurio, o a cualquier cliente que se la reclamara. Quienes no gustaban del opio, podían optar por la morfina.
Nada más acceder al interior, un tufo insoportable echaba de espaldas. Hasta se me revolvió el estómago tras la principesca comida que había degustado en casa de Darío.
El no iniciado, al entrar, se tapaba la nariz con un pañuelo para soportar el hedor nauseabundo, y caminaba a tientas para no tropezar con algún brazo o pierna colgantes de algún adicto medio desvanecido. Tuve que hacer de tripas corazón para soportar aquella hediondez sin despertar sospechas.
En el interior sombras chinescas danzaban en las paredes a causa de un grasiento quinqué que desprendía un siniestro resplandor. Allí, personas de la más variada condición, a las que les hermanaba su quebrantada moralidad, permanecían estiradas lamentablemente en andrajosos jergones y literas, donde el silencio solo se rompía con el crepitar de las velas y algún lamento perdido, embargadas la razón y la voluntad.
La parte trasera del antro daba al río y tenía un oportuno escotillón para la evacuación de cuerpos.
- ¡Candela! –pidió con voz estentórea el chino, un tipo de pómulos salientes y descarnados.
Un niño andrajoso se presentó de súbito con un cabo de cuerda ardiendo. Tomólo el asiático, encendió la pipa y devolvió la mecha al chico, en cuya mano cayó una chispa que le hizo soltar el cabo con un aspaviento dolorido. El oriental le chilló en su incomprensible idioma, arreándole una patada que lo envió rodando contra la pared.
De no estar sujeto por el disfraz de un drogadicto para introducirme en aquella covacha, le hubiera dado un buen escarmiento a aquel desalmado.
El encargado, un español con los antecedentes más viles, según se decía, permanecía oculto en la trastienda, separada del resto del establecimiento por una arpillera, de donde salían voces con cajas destempladas.
Para nuestra sorpresa, al fondo descubrimos a un viejo camarada, Santiago Noguerda, completamente apático, falto de energías, indolente, con el rostro abotargado, incapaz de mantener concentración alguna. Eso me revolvió el estómago más que la pestilencia y el ambiente cargado.
Había oído contar que se dejó embobar por una venus popular, una sirena de bajos vuelos que le embaucó hasta desplumarlo. Hasta al más listo se la podían pegar aquellas pelanduscas, me previne. 
Le susurré a Gerónimo que lo sacará a rastras para llevárselo a su casa, pues él conocía a su familia. Yo me quedaría para proseguir con nuestras pesquisas.
Pasándole un brazo por los hombros a Noguerda, Gerónimo se disponía a salir cuando el chino de la puerta empezó a reclamar a voz en grito por las deudas de nuestro colega. El escándalo hizo que saliera el encargado, un hombretón de mala traza con un par de patillas de hacha que casi le cerraban la barba y adornado con dos aretes de marinero en las orejas, acompañado de un gigantón chino que se golpeaba, indolente, la palma de una mano con una porra.
Con disimulo eché mano a la pistola oculta, no fuera a ser que el asunto se desmandara. Finalmente, Gerónimo sacó la cartera y arrojó unas monedas que tintinearon sobre la mesa, lo que tranquilizó los ánimos.
Una vez salieron, me relajé. Daba caladas esporádicas a la pipa, para que no se notaran demasiado mis intenciones, esperando conseguir alguna pista. Así pasaba el tiempo, cada vez más inquieto y exasperado. Creo que al final caí en un estado de duermevela a causa del opio.
De fondo, en un segundo plano como el rumor del mar, se oían las voces ásperas y desapacibles de los encargados, las maldiciones de los que eran rechazados en la puerta porque en ese sumidero del vicio execrable no se fiaba, las risas sardónicas y los quejidos de quienes ya tenían la mente extraviada por efecto del narcótico. Aquel era un placer grosero y vil, capaz de embrutecer al más noble de los hombres.
La voz artera de Valdivia me devolvió de golpe a la realidad. Sin perder un instante me giré, ocultando mi rostro para evitar ser reconocido.
- El amo quiere que traslademos la talla a la cueva… -dijo con tono altisonante.
¡Albricias! Se tenían que referir por fuerza a la estatua robada, pensé al punto.
Entraron en la trastienda y se me escapó el final de la frase. Agucé los sentidos, intentando captar algo más, sin éxito. Aparte de confirmar que el local estaba bajo control del portugués, viendo que el tal Valdivia era quien partía el bacalao con el jefe del fumadero, no descubrí nada más. Y poco más podía hacer allí sin arriesgarme a ser descubierto o a perder la razón por la mezcla de la droga y los efluvios que allí nos ahogaban.
Una vez marcharon del local, decidí salir, horrorizado por el pensamiento de ser prisionero de tan abyecto vicio. 
Necesitaba respirar, caminar bajo la bóveda celeste, abandonar aquella cueva opresiva y deprimente, reconciliarme con mi conciencia. Sentía la sangre aglomerada en la cabeza.
Miré hacia a la Alhambra. Subiría hasta allí. Me sentía mal, física y espiritualmente. Tal vez si no nos hubiéramos encontrado a un antiguo compañero allá...
No despreciaba a Noguerda, entiéndanme. Le compadecía y, sí, hasta le entendía. Algunos querían evadirse, otros eran amantes de lo prohibido. Todos tenían un motivo que les impulsaba a abismarse en la desgracia. Algunos deseaban destruirse. Ese debía ser su caso. No tenía valor para quitarse la vida, de manera que se mataba poco a poco.
Algunos relatan las batallas ganadas, pero sus ojos reflejan las penalidades sufridas. Para algunos, la licencia no supuso el inicio de una nueva vida, sino de un infierno distinto. En él padecía Santiago, y penaba cada segundo que pasaba en este valle de lágrimas.
Las almas fuertes se templan igual en la prosperidad que cuando la fortuna es adversa. Sin embargo, yo también podía haber seguido su triste sino. Si don Alejo no se hubiera presentado de improviso en aquel duelo para salvar al pobre imbécil del hijo de un amigo suyo, tampoco me hubiera salvado a mí. Entonces yo me dedicaba a la innoble tarea de duelista al servicio de caballeretes con escaso valor y menos puntería. Resultaba de lo más fácil provocar y retar a quien me ordenaban los que me contrataban para sustituirles en el campo del honor. Fácil y lucrativo.
- ¡Ventura, detente! –esa orden todavía resonaba en mi cabeza.
Me giré, ebrio, sin reconocerle, con el arma apuntándole. Avanzó lentamente hacia mí. Entorné los ojos. Al reconocer al tío de Leopoldo me tembló la mano. Sentí asco de mí mismo.
Sería necio especular sobre lo que pensó de mí en aquel momento. Sé de sobras lo que me pasó por la cabeza: “Mírate, Ventura, de oficial degradado a matón a sueldo. Siempre se puede caer más bajo”.
Mi oponente lloriqueaba. Creo que se había orinado encima a causa del miedo. Había malogrado su disparo. El turno era mío. Yo siempre acertaba. Su padrino le gritaba que se mantuviera firme, como un hombre. Le temblaban las piernas. Al final cayó de rodillas. Juntó las manos y empezó a rezar con fervor. Temiendo no encontrar clemencia en mí, la buscaba en Dios.
Disparé al aire. Don Alejo sonrió con tristeza y me pasó el brazo por los hombros.
- Vámonos. Este no es sitio para ti.
Entonces entré a su servicio, abandonando una vida tan azarosa como la de Zalacaín el Aventurero. Tuve suerte, mucha, la que le faltó a Santiago. Él no contó con una mano amiga que le sacará del pozo en el que estaba atrapado.
 A veces es muy fina la línea que separa la desgracia de la fortuna, lo sé bien.
Llegué a la Alhambra. Los rayos rojizos del sol poniente anticipaban la llegada de la oscuridad de la noche. Me pregunté en qué habíamos fallado yo y Los Numantinos, la sociedad a la que ambos pertenecíamos. Fuimos incapaces de evitar que un camarada cayera en las garras de la desesperación.
En qué había errado yo, me acusé con vergüenza, cuando un compañero encontraba consuelo en el opio antes que pedirme ayuda o consuelo.
Meneé la cabeza, intentado alejar aquellos pensamientos inculpatorios. Con los codos apoyados en la balaustrada, observé abajo los grandes astilleros en los que se construía el último y secreto proyecto de don Alejo. Había un par de edificios auxiliares, más pequeños, flanqueándolos. Estaban rodeados de vigilantes. Desde arriba semejaban hormiguitas. La Guardia Civil patrullaba los alrededores con el celo que le caracterizaba.
Se rumoreaba que construían un barco, no un vapor. ¿Cómo, si Granada no tenía salida al mar? Sonaba a chiste.
Decían que podía tratarse de una especie de Arca de Noé, uno de los extraños caprichos del rey, un monarca más preocupado por sus sueños de grandeza que en conseguir el bienestar de sus súbditos, de quien don Alejo era uno de sus servidores más leales.
Mientras contemplaba los movimientos gráciles de un pequeño dirigible, en cuyo globo figuraba la pintura de un dragón alado y cuya proa estaba rematada por un espolón con forma de cabeza puntiaguda de ese reptil, disponiéndose al aterrizaje en el atracadero próximo, oí unos ruidos a mi espalda.
Me sorprendió la voz rasposa de Valdivia. Entonces pensé, extraña mente la mía, que con ese apellido podíamos habernos sentado en el mismo pupitre de haber sido compañeros de escuela, y ahora la vida, sin saber porqué, nos convertía en acérrimos enemigos.
- ¡Mira a quién tenemos aquí! –se solazó Valdivia-. El impertinente que osa interponerse en el camino del señor Ferreira.
- ¡Vaya! Qué gran alegría encontrar por estos andurriales a unos amigos tan buenos. Una feliz casualidad, supongo –me amosqué.
- La misma casualidad que te condujo al fumadero, ¿verdad? Te gusta meter las narices donde no te llaman –el hombretón rió con acento rufianesco-. ¿No te enseñaron que es de mala educación presentarse en casa ajena sin invitación, caballerete? –el retintín al hablar de aquel tipo me exaltó.
- Un auténtico caballero siempre se preocupa de proteger la virtud de una dama en peligro. Y sabe respetar la propiedad ajena. Hasta un lerdo como tú debería entenderlo.
- Deja el campo libre, pisaverde.
- Ese campo y su señora ya tiene dueño, pelagatos. ¿O vuestro patrono se jacta de ser un quitahonras? –meneé la cabeza de forma reprobatoria-. Que un caballero se comporte con tal ruindad es algo que no alcanzo a comprender. Claro que no es un caballero español.
- Español o de la Luna, qué más da. El señor Ferreira está acostumbrado a hacer su santa voluntad.
- No soy cura para dar sermones, pero sus formas parecen más propias de un bruto más caliente que una estufa que de un buen cristiano. Claro que la chiquita bien lo vale, ¿verdad? –le guiñé, provocador, un ojo.
- ¿Te gustan los animales, metomentodo? –me regaló una sonrisa lobuna.
- Si están sabrosos y bien asados, sí –mi madre siempre me recomendó tener quieta esa lengua que en tantos problemas me había metido a lo largo de mi vida, y ahora no sería una excepción.
Aquel toma y daca no presagiaba nada bueno. Sobre todo porque estaba en minoría contra aquella horda.
- Primer y último aviso, bocazas. Si te obstinas en comportarte como un perro rabioso, husmeando donde nadie te llama, tendremos que sacrificarte. ¿No te has enterado del asesino que mantiene aterrorizada a Granada? A pesar de que no seas un bocado lo que se dice apetitoso, no creo que esa bestia surgida del submundo de los muertos desprecie tu carne reseca –sus secuaces le secundaron la risa-. Tu ruina está más cercana de lo que imaginas.
- Me tomáis por el mismísimo Marte cuando soy una persona de lo más pacífica –sonreí mientras intentaba acercar la mano a la pistola sin levantar sospechas-. En cambio, tú y tus amigotes salís de la Cafrería, mi querido hotentote.
- ¡Dadle una soba que le deje baldado! –les ordenó a sus secuaces al descubrir mis movimientos hacia el arma-. Este tapabocas va por cuenta de Júpiter, listillo.
Esta vez no me dio tiempo a proceder como en Cádiz, contra los dos hominicacos que me acusaron de estafador. Estos eran más y sabían cómo actuar.
Aunque tuve tiempo de repartir bastonazos y algún que otro puñetazo, no pude desenfundar la pistola. Al final consiguieron agarrarme por detrás.
No viene al caso consignar la somanta que recibí entre las risotadas de aquellos maleantes. Todavía me duele, aunque ahora solo sea en el orgullo.
- Llegó la hora del baile –anunció Valdivia, quien se refocilaba ante mi inminente desgracia, tan alegre que solo le faltaba hopear la cola como un perro-. Venga, enviadlo volando hacia bajo.
Cuando empezaban a balancearme para lanzarme por encima de la balaustrada de la Alhambra, varios estampidos interrumpieron sus burlas.
Caí de espaldas al suelo, dándome un buen costalazo. Los dos que me tenían agarrado de pies y brazos se derrumbaron a mi lado, entre ayes.
Retumbaron más detonaciones. Miré de dónde procedían. José Garza llegaba a la carrera en mi rescate, con un par de pistolas como compañía. Mis agresores huyeron a la desbandada, llevándose a sus compañeros heridos.
El americano se arrodilló a mi lado.
- Creo que he llegado justo a tiempo –asentí en silencio, con un rictus de dolor en la cara ensangrentada -. ¿Cómo se encuentra?
- Nunca me he encontrado mejor –respondí con voz trémula. Garza movió la cabeza. Debía pensar que estaba como una cabra por mis ganas de bromear en ese trance-. ¿Me ayuda a levantarme?
- Pues parece herido. Mañana le saldrán más cardenales que a un obispo. ¿Le duele? –me agarró bajo los brazos y tiró hacia arriba con cuidado.
- Solo un poco, especialmente cuando respiro –al hablar noté el sabor cuproso de la sangre en la lengua.
No pude reprimir un gesto de dolor cuando me alzó y solté un gemido.
- Si usted lo dice... Venga, le acompañaré a su casa. Necesita que le curen y descansar.
- Pues no diré que no. ¿También ha venido a contemplar las vistas?
Me ofreció una sonrisa melancólica, la primera que mostraba desde que arribara a España, me imaginé.
- El azar hizo que me encontrara con Gerónimo Garay. Me dijo dónde habían estado. También que venir aquí le relajaba. Pensé en llegarme para explicarle ciertas noticias. Venga, vamos a descansar, ya hablaremos mañana.
- Sí, mañana, mejor, cuando tenga le mente menos turbia –intenté a mi vez una sonrisa de compromiso, pero sentí un agudo pinchazo en las costillas que me dejó sin aliento.
Ya no me quedaban ni fuerzas ni ganas para bromear.

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