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isfrazados con un gorro de
operario, una blusa rayada, un grosero pantalón y zapatos de cuero, extraídos de
un arcón maloliente de la fonda de Darío, prendas mugrientas de clientes
morosos que no pudieron pagar las habitaciones alquiladas, partimos Gerónimo y
yo hacia el fumadero de opio.
La calle
de acceso al antro no era tal, sino un sendero polvoriento y pedregoso, ajeno a
las rutas de los carros de la limpieza y de los barrenderos. Tuve que reprimir
una exclamación de sorpresa. Nada de lo que explicó mi compañero de andanzas me
había preparado para lo que aparecía ante mis ojos en mi primera visita a aquel
pudridero.
Sí, no
exagero. Allí la miseria no se podía esconder. Asemejaba un vertedero humano,
con despojos que antaño fueron personas, víctimas de los estragos que hacía en
ellos la desdicha y la inmundicia, estiradas en el suelo o sentados con la
espalda contra las paredes, cubiertos con arrapiezos, aguardando una nueva
dosis de droga o esperando que un alma caritativa se apiadara y les devolviera
a su hogar, si es que no lo habían perdido todo ya y malvivían en algunas
cabañas construidas con ramas y barro en la zona de las trastiendas.
Un pobre
desgraciado, cuya edad no podía adivinarse por su aspecto pues no se sabía si
las desgracias o los años lo había demacrado y envejecido, permanecía
acurrucado, abrazado a las rodillas, barboteando su desgracia. Estaba en cueros,
supuse tras ser atacado por unos ladrones. Junto a él, como si nada, un anciano,
arrugado como una pasa, de ojos hundidos y con un cerquillo de pelo alrededor
de una calva resplandeciente, tostaba garbanzos en una sartén colocada sobre un
hornillo.
Al lado
se alzaba otro refugio de infelices, guarida de vagabundos y de una variada
turbamulta que bullía por la ciudad de noche más que a la clara y honrada luz
de del día. Se trataba de una de esas que se titulaban “Casas de Dormir”, cuando
en realidad se conocían como Hoteles del
Hampa, anunciada con unos farolillos de papel de color rojo colgados en la
fachada y con rótulos de brocha gorda.
De un poco
más allá, surgía un griterío atroz de un figón de mala muerte. En la puerta,
una chiquilla con la cara estucada y pintarrajeada como una muñeca de
porcelana, no tendría más de quince años, nos mostraba su cuerpo andrógino,
casi tan desnudo como el de Eva en el Paraíso, y hacía signos procaces,
ofreciéndose para lo que quisiéramos hacer con ella.
En la
entrada del fumadero de opio, un cartel lo anunciaba como “Salón de Té”, un
oriental preparaba una pipa del veneno procedente de las Indias presto a entregársela
al primero que franqueara la puerta del tugurio, o a cualquier cliente que se
la reclamara. Quienes no gustaban del opio, podían optar por la morfina.
Nada más
acceder al interior, un tufo insoportable echaba de espaldas. Hasta se me
revolvió el estómago tras la principesca comida que había degustado en casa de
Darío.
El no
iniciado, al entrar, se tapaba la nariz con un pañuelo para soportar el hedor
nauseabundo, y caminaba a tientas para no tropezar con algún brazo o pierna
colgantes de algún adicto medio desvanecido. Tuve que hacer de tripas corazón
para soportar aquella hediondez sin despertar sospechas.
En el
interior sombras chinescas danzaban en las paredes a causa de un grasiento
quinqué que desprendía un siniestro resplandor. Allí, personas de la más
variada condición, a las que les hermanaba su quebrantada moralidad, permanecían
estiradas lamentablemente en andrajosos jergones y literas, donde el silencio
solo se rompía con el crepitar de las velas y algún lamento perdido, embargadas
la razón y la voluntad.
La parte
trasera del antro daba al río y tenía un oportuno escotillón para la evacuación
de cuerpos.
-
¡Candela! –pidió con voz estentórea el chino, un tipo de pómulos salientes y descarnados.
Un niño
andrajoso se presentó de súbito con un cabo de cuerda ardiendo. Tomólo el asiático,
encendió la pipa y devolvió la mecha al chico, en cuya mano cayó una chispa que
le hizo soltar el cabo con un aspaviento dolorido. El oriental le chilló en su incomprensible
idioma, arreándole una patada que lo envió rodando contra la pared.
De no
estar sujeto por el disfraz de un drogadicto para introducirme en aquella covacha,
le hubiera dado un buen escarmiento a aquel desalmado.
El
encargado, un español con los antecedentes más viles, según se decía, permanecía
oculto en la trastienda, separada del resto del establecimiento por una arpillera,
de donde salían voces con cajas destempladas.
Para
nuestra sorpresa, al fondo descubrimos a un viejo camarada, Santiago Noguerda,
completamente apático, falto de energías, indolente, con el rostro abotargado, incapaz
de mantener concentración alguna. Eso me revolvió el estómago más que la
pestilencia y el ambiente cargado.
Había
oído contar que se dejó embobar por una venus popular, una sirena de bajos
vuelos que le embaucó hasta desplumarlo. Hasta al más listo se la podían pegar
aquellas pelanduscas, me previne.
Le
susurré a Gerónimo que lo sacará a rastras para llevárselo a su casa, pues él conocía
a su familia. Yo me quedaría para proseguir con nuestras pesquisas.
Pasándole
un brazo por los hombros a Noguerda, Gerónimo se disponía a salir cuando el
chino de la puerta empezó a reclamar a voz en grito por las deudas de nuestro
colega. El escándalo hizo que saliera el encargado, un hombretón de mala traza con
un par de patillas de hacha que casi le cerraban la barba y adornado con dos
aretes de marinero en las orejas, acompañado de un gigantón chino que se golpeaba,
indolente, la palma de una mano con una porra.
Con
disimulo eché mano a la pistola oculta, no fuera a ser que el asunto se
desmandara. Finalmente, Gerónimo sacó la cartera y arrojó unas monedas que
tintinearon sobre la mesa, lo que tranquilizó los ánimos.
Una vez
salieron, me relajé. Daba caladas esporádicas a la pipa, para que no se notaran
demasiado mis intenciones, esperando conseguir alguna pista. Así pasaba el
tiempo, cada vez más inquieto y exasperado. Creo que al final caí en un estado
de duermevela a causa del opio.
De
fondo, en un segundo plano como el rumor del mar, se oían las voces ásperas y
desapacibles de los encargados, las maldiciones de los que eran rechazados en
la puerta porque en ese sumidero del vicio execrable no se fiaba, las risas
sardónicas y los quejidos de quienes ya tenían la mente extraviada por efecto
del narcótico. Aquel era un placer grosero y vil, capaz de embrutecer al más
noble de los hombres.
La voz
artera de Valdivia me devolvió de golpe a la realidad. Sin perder un instante
me giré, ocultando mi rostro para evitar ser reconocido.
- El amo
quiere que traslademos la talla a la cueva… -dijo con tono altisonante.
¡Albricias!
Se tenían que referir por fuerza a la estatua robada, pensé al punto.
Entraron
en la trastienda y se me escapó el final de la frase. Agucé los sentidos, intentando
captar algo más, sin éxito. Aparte de confirmar que el local estaba bajo
control del portugués, viendo que el tal Valdivia era quien partía el bacalao
con el jefe del fumadero, no descubrí nada más. Y poco más podía hacer allí sin
arriesgarme a ser descubierto o a perder la razón por la mezcla de la droga y
los efluvios que allí nos ahogaban.
Una vez
marcharon del local, decidí salir, horrorizado por el pensamiento de ser
prisionero de tan abyecto vicio.
Necesitaba
respirar, caminar bajo la bóveda celeste, abandonar aquella cueva opresiva y
deprimente, reconciliarme con mi conciencia. Sentía la sangre aglomerada en la
cabeza.
Miré
hacia a la Alhambra. Subiría hasta allí. Me sentía mal, física y
espiritualmente. Tal vez si no nos hubiéramos encontrado a un antiguo compañero
allá...
No despreciaba
a Noguerda, entiéndanme. Le compadecía y, sí, hasta le entendía. Algunos
querían evadirse, otros eran amantes de lo prohibido. Todos tenían un motivo
que les impulsaba a abismarse en la desgracia. Algunos deseaban destruirse. Ese
debía ser su caso. No tenía valor para quitarse la vida, de manera que se
mataba poco a poco.
Algunos
relatan las batallas ganadas, pero sus ojos reflejan las penalidades sufridas. Para
algunos, la licencia no supuso el inicio de una nueva vida, sino de un infierno
distinto. En él padecía Santiago, y penaba cada segundo que pasaba en este
valle de lágrimas.
Las
almas fuertes se templan igual en la prosperidad que cuando la fortuna es
adversa. Sin embargo, yo también podía haber seguido su triste sino. Si don
Alejo no se hubiera presentado de improviso en aquel duelo para salvar al pobre
imbécil del hijo de un amigo suyo, tampoco me hubiera salvado a mí. Entonces yo
me dedicaba a la innoble tarea de duelista al servicio de caballeretes con
escaso valor y menos puntería. Resultaba de lo más fácil provocar y retar a
quien me ordenaban los que me contrataban para sustituirles en el campo del
honor. Fácil y lucrativo.
- ¡Ventura, detente! –esa orden todavía resonaba en
mi cabeza.
Me giré,
ebrio, sin reconocerle, con el arma apuntándole. Avanzó lentamente hacia mí.
Entorné los ojos. Al reconocer al tío de Leopoldo me tembló la mano. Sentí asco
de mí mismo.
Sería
necio especular sobre lo que pensó de mí en aquel momento. Sé de sobras lo que me
pasó por la cabeza: “Mírate, Ventura, de
oficial degradado a matón a sueldo. Siempre se puede caer más bajo”.
Mi
oponente lloriqueaba. Creo que se había orinado encima a causa del miedo. Había
malogrado su disparo. El turno era mío. Yo siempre acertaba. Su padrino le
gritaba que se mantuviera firme, como un hombre. Le temblaban las piernas. Al
final cayó de rodillas. Juntó las manos y empezó a rezar con fervor. Temiendo
no encontrar clemencia en mí, la buscaba en Dios.
Disparé
al aire. Don Alejo sonrió con tristeza y me pasó el brazo por los hombros.
-
Vámonos. Este no es sitio para ti.
Entonces
entré a su servicio, abandonando una vida tan azarosa como la de Zalacaín el
Aventurero. Tuve suerte, mucha, la que le faltó a Santiago. Él no contó con una
mano amiga que le sacará del pozo en el que estaba atrapado.
A veces es muy fina la línea que separa la
desgracia de la fortuna, lo sé bien.
Llegué a
la Alhambra. Los rayos rojizos del sol poniente anticipaban la llegada de la
oscuridad de la noche. Me pregunté en qué habíamos fallado yo y Los Numantinos,
la sociedad a la que ambos pertenecíamos. Fuimos incapaces de evitar que un
camarada cayera en las garras de la desesperación.
En qué
había errado yo, me acusé con vergüenza, cuando un compañero encontraba
consuelo en el opio antes que pedirme ayuda o consuelo.
Meneé la
cabeza, intentado alejar aquellos pensamientos inculpatorios. Con los codos apoyados
en la balaustrada, observé abajo los grandes astilleros en los que se construía
el último y secreto proyecto de don Alejo. Había un par de edificios auxiliares,
más pequeños, flanqueándolos. Estaban rodeados de vigilantes. Desde arriba semejaban
hormiguitas. La Guardia Civil patrullaba los alrededores con el celo que le
caracterizaba.
Se
rumoreaba que construían un barco, no un vapor. ¿Cómo, si Granada no tenía
salida al mar? Sonaba a chiste.
Decían
que podía tratarse de una especie de Arca de Noé, uno de los extraños caprichos
del rey, un monarca más preocupado por sus sueños de grandeza que en conseguir
el bienestar de sus súbditos, de quien don Alejo era uno de sus servidores más
leales.
Mientras
contemplaba los movimientos gráciles de un pequeño dirigible, en cuyo globo
figuraba la pintura de un dragón alado y cuya proa estaba rematada por un
espolón con forma de cabeza puntiaguda de ese reptil, disponiéndose al
aterrizaje en el atracadero próximo, oí unos ruidos a mi espalda.
Me
sorprendió la voz rasposa de Valdivia. Entonces pensé, extraña mente la mía,
que con ese apellido podíamos habernos sentado en el mismo pupitre de haber
sido compañeros de escuela, y ahora la vida, sin saber porqué, nos convertía en
acérrimos enemigos.
- ¡Mira
a quién tenemos aquí! –se solazó Valdivia-. El impertinente que osa
interponerse en el camino del señor Ferreira.
- ¡Vaya!
Qué gran alegría encontrar por estos andurriales a unos amigos tan buenos. Una feliz casualidad, supongo
–me amosqué.
- La
misma casualidad que te condujo al fumadero, ¿verdad? Te gusta meter las
narices donde no te llaman –el hombretón rió con acento rufianesco-. ¿No te
enseñaron que es de mala educación presentarse en casa ajena sin invitación,
caballerete? –el retintín al hablar de aquel tipo me exaltó.
- Un
auténtico caballero siempre se preocupa de proteger la virtud de una dama en
peligro. Y sabe respetar la propiedad ajena. Hasta un lerdo como tú debería
entenderlo.
- Deja
el campo libre, pisaverde.
- Ese
campo y su señora ya tiene dueño, pelagatos. ¿O vuestro patrono se jacta de ser
un quitahonras? –meneé la cabeza de forma reprobatoria-. Que un caballero se
comporte con tal ruindad es algo que no alcanzo a comprender. Claro que no es
un caballero español.
-
Español o de la Luna, qué más da. El señor Ferreira está acostumbrado a hacer
su santa voluntad.
- No soy
cura para dar sermones, pero sus formas parecen más propias de un bruto más
caliente que una estufa que de un buen cristiano. Claro que la chiquita bien lo
vale, ¿verdad? –le guiñé, provocador, un ojo.
- ¿Te
gustan los animales, metomentodo? –me regaló una sonrisa lobuna.
- Si
están sabrosos y bien asados, sí –mi madre siempre me recomendó tener quieta
esa lengua que en tantos problemas me había metido a lo largo de mi vida, y
ahora no sería una excepción.
Aquel
toma y daca no presagiaba nada bueno. Sobre todo porque estaba en minoría
contra aquella horda.
- Primer
y último aviso, bocazas. Si te obstinas en comportarte como un perro rabioso,
husmeando donde nadie te llama, tendremos que sacrificarte. ¿No te has enterado
del asesino que mantiene aterrorizada a Granada? A pesar de que no seas un
bocado lo que se dice apetitoso, no creo que esa bestia surgida del submundo de
los muertos desprecie tu carne reseca –sus secuaces le secundaron la risa-. Tu
ruina está más cercana de lo que imaginas.
- Me
tomáis por el mismísimo Marte cuando soy una persona de lo más pacífica –sonreí
mientras intentaba acercar la mano a la pistola sin levantar sospechas-. En
cambio, tú y tus amigotes salís de la Cafrería, mi querido hotentote.
- ¡Dadle
una soba que le deje baldado! –les ordenó a sus secuaces al descubrir mis
movimientos hacia el arma-. Este tapabocas va por cuenta de Júpiter, listillo.
Esta vez
no me dio tiempo a proceder como en Cádiz, contra los dos hominicacos que me
acusaron de estafador. Estos eran más y sabían cómo actuar.
Aunque
tuve tiempo de repartir bastonazos y algún que otro puñetazo, no pude
desenfundar la pistola. Al final consiguieron agarrarme por detrás.
No viene
al caso consignar la somanta que recibí entre las risotadas de aquellos
maleantes. Todavía me duele, aunque ahora solo sea en el orgullo.
- Llegó
la hora del baile –anunció Valdivia, quien se refocilaba ante mi inminente
desgracia, tan alegre que solo le faltaba hopear la cola como un perro-. Venga,
enviadlo volando hacia bajo.
Cuando
empezaban a balancearme para lanzarme por encima de la balaustrada de la
Alhambra, varios estampidos interrumpieron sus burlas.
Caí de
espaldas al suelo, dándome un buen costalazo. Los dos que me tenían agarrado de
pies y brazos se derrumbaron a mi lado, entre ayes.
Retumbaron
más detonaciones. Miré de dónde procedían. José Garza llegaba a la carrera en
mi rescate, con un par de pistolas como compañía. Mis agresores huyeron a la
desbandada, llevándose a sus compañeros heridos.
El
americano se arrodilló a mi lado.
- Creo
que he llegado justo a tiempo –asentí en silencio, con un rictus de dolor en la
cara ensangrentada -. ¿Cómo se encuentra?
- Nunca
me he encontrado mejor –respondí con voz trémula. Garza movió la cabeza. Debía
pensar que estaba como una cabra por mis ganas de bromear en ese trance-. ¿Me
ayuda a levantarme?
- Pues
parece herido. Mañana le saldrán más cardenales que a un obispo. ¿Le duele? –me
agarró bajo los brazos y tiró hacia arriba con cuidado.
- Solo
un poco, especialmente cuando respiro –al hablar noté el sabor cuproso de la
sangre en la lengua.
No pude
reprimir un gesto de dolor cuando me alzó y solté un gemido.
- Si
usted lo dice... Venga, le acompañaré a su casa. Necesita que le curen y
descansar.
- Pues
no diré que no. ¿También ha venido a contemplar las vistas?
Me
ofreció una sonrisa melancólica, la primera que mostraba desde que arribara a
España, me imaginé.
- El
azar hizo que me encontrara con Gerónimo Garay. Me dijo dónde habían estado. También
que venir aquí le relajaba. Pensé en llegarme para explicarle ciertas noticias.
Venga, vamos a descansar, ya hablaremos mañana.
- Sí,
mañana, mejor, cuando tenga le mente menos turbia –intenté a mi vez una sonrisa
de compromiso, pero sentí un agudo pinchazo en las costillas que me dejó sin
aliento.
Ya no me
quedaban ni fuerzas ni ganas para bromear.
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