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ras dejar a la dama en la
casa familiar, me fui a tomar algo a la bodega de Darío Márquez, punto de
encuentro para algunos veteranos como yo, sita en el Albaycín. Era una sólida taberna
de dos pisos con su correspondiente sótano, un abovedado subterráneo que servía
de bodega de excelentes caldos.
Según se
entraba, a la izquierda, se distinguían unos veladores. A la derecha había
mesas de pino, encima de las cuales campeaban platos con viandas: bacalao
frito, buñuelos, sardinas, y chorizos asados, intercalados con pepinos,
tomates, cebollas y pimientos. En la planta de arriba se encontraban
dormitorios a uno y otro lado; al fondo, un gran salón para reuniones privadas
y banquetes.
No sabría
decirles el porqué del presentimiento que me torturaba, pero no hacía más que darle
vueltas a que el portugués me resultaba vagamente familiar. Estaba convencido
de haberlo visto antes. Mas, ¿dónde? ¿Y bajo qué nombre? El de Ferreira, seguro
que no. Acontecimientos posteriores demostrarían que mis sospechas eran
fundadas.
Acodado
en la barra se encontraba mi compañero de armas Gerónimo Garay. Mantenía una
animada conversación con Darío, a cuya espalda un armario, que tapaba por
completo la pared, aparecía repleto de vinos y licores de las más diversas
añadas y procedencias.
Decidí
preguntar al bodeguero por el portugués. Con su red de informantes en la ciudad,
necesaria para el buen fin del contrabando y otros trapicheos ajenos a la
hacienda pública, se mantenía al día de lo que se cocía en Granada y sus alrededores.
- ¿Qué
se dice en el calle?
- Nada
nuevo. Maldiciones generalizadas por las malas cosechas. El runrún de siempre
contra los terratenientes de puño cerrado –el patrón, hombre de buen aspecto y
mejor fondo, llenaba su pipa con tabaco árabe, de ese que arrancaría a pedazos
los pulmones de un señoritingo-. Sorpresa relativa por la aprobación de Gobernación
civil del Comité Socialista de Granada…
- Darío,
abrevia. Ya sabes por qué te inquiero –a mi interlocutor, más fino que el oro y
más largo que la cuaresma, a veces le gustaba hacerse de rogar-. Seguro hay
algo que justifique mis recelos sobre ese mala sombra.
- En
Granada se cobija tanto desconocido que no es fácil averiguar la verdad. Eso
sí, conjeturas a miles sobre ese extranjero. Ninguna se puede tomar como un
artículo de fe.
- ¿Y qué
nos importa ese tío? –terció Gerónimo con un gesto de fastidio que le enrojeció
la corva cicatriz que desde la sien le atravesaba la cara hasta la comisura de
los labios-. Será un hombre como otro cualquiera.
- En
esta ciudad hay más noveleros que personajes tienen los dramas de Alejandro
Dumas. Unos dirían que es un personaje profundamente diestro y que sabe
manejarse con superior amabilidad; otros, que ese Ferreira es un auténtico
duende a quien pocas novedades se le ocultan –expuso Darío con tono incisivo-.
Certezas muy pocas en este caso, insisto.
-
Entonces poco progresamos. No podemos seguir a oscuras –les relaté lo
acontecido en la mansión del susodicho.
Darío
nos refirió a continuación, en tono confidencial, que nadie sabía a ciencia
cierta de dónde había salido: unos sostenían que era hijo de un hacendado
brasileño, pues de allí procedía, según sus documentos de identidad; otros, que
su fortuna la amasó con el tráfico de esclavos; algunos, que contaba con cédula
diplomática. Los más osados, que aún comerciaba con los indígenas de las costas
del Atlántico, intercambiando alcohol y cachivaches por oro y otros preciosos
minerales que los nativos no apreciaban en nada.
Lo realmente
cierto era que su dinero hacía que extendiera sus tentáculos en múltiples
negocios, no todos ellos honorables: tráfico de opio, de ébano vivo, negros que se cazaban en Guinea y luego transportaban a
las haciendas de los Estados Unidos, trata de blancas con el califato de Orán.
Historias a cual más variada y no menos imaginativa e incluso truculenta.
- A
saber cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en todas esas habladurías. En España,
ya se sabe: los rumores vuelan y la verdad se arrastra. Quienes han visto su
tarjeta de visita dicen que aparece la corona de un marqués –concluyó Darío
encogiéndose de hombros.
-
¡Infame falsario! ¿Ese pájaro de cuenta con un marquesado? –me exalté-. Será de
esos arrogantes que mandan tejer coronitas de Marqués en los calcetines, pero
nada más.
- Pues así
aparece inscrito en la Guía de Forasteros. Nada extraño, es de los que rinde
culto a sí mismo por medio de su engalanamiento exterior. Pocos en la corte
irán tan emperejilados como él. También puede tratarse de un rico de nuevo cuño
que, por darse tono, distribuye tarjetas aristocráticas –expuso Darío-. En
cualquier caso, si realmente está al servicio de su gobierno, con las
credenciales pertinentes, su persona es inviolable.
- Ha
sabido gastarse varios miles de duros con gran acierto. ¿Quién te dice que
parte de los mismos no los ha cambiado por un viejo pergamino nobiliario? España
es la nación de los hidalgos empobrecidos –explicó con tono didáctico Gerónimo,
que cuando hablaba parecía a veces más un maestro que un granadero, vista su
aventajada estatura y austera fisonomía-. Las onzas de oro allanan las
dificultades mejor que ninguna otra cosa. Así, con la curiosidad que despierta,
le conviene mucho que le vean no como ha sido, sino como quiere ser visto. Para
ello un título ayuda, y mucho.
- Tendrá
una nobilísima genealogía: alcanza hasta al rey Tolomeo por una parte, y hasta
Hércules por la otra. Un origen linajudo de calidad incontestable. ¿Será
descendiente de los príncipes de la Atlántida? ¿Y si también es hijo del
emperador del Brasil y embajador plenipotenciario? –me burlé-. Los defectos,
cuando se presentan cubiertos con barniz de oro, no se ven bien –protesté-. Ni
todo el oro de los Rodschild puede comprar ni la dignidad ni el honor.
- Alma
de Dios, el oro es un excelente consejero, igual que el vino: usado con
moderación resulta muy saludable –remarcó Gerónimo con mordacidad.
- En
ocasiones te comportas como un iluso, Ventura –rió con sorna Darío-. La
sociedad es servil por naturaleza. Busca cobijarse bajo la sombra del rico y
huye del pobre como de la peste.
Alcé una
ceja, sorprendido... hasta cierto punto. En ocasiones no podía evitar ciertos
arranques de absurdo idealismo. Algo paradójico por cuanto me consideraba un
hombre pragmático, y algunos incluso me tenían por un cínico.
- ¡Ah,
queridos amigos! La alta sociedad es la menos escrupulosa en materia de
examinar las cualidades morales, pues admitirán comportamientos reprobables al
hombre menos merecedor de alternar en sus círculos siempre que cuente con un
título nobiliario, mientras que sin esa cualidad le mirarían con profundo
desprecio. Los hombres de la aristocracia siempre se tratan con la mayor
afabilidad, aun con sus mayores enemigos, pues dicen que lo cortés no quita lo
valiente -remató Gerónimo con una media sonrisa que nos ofrecía sus dientes,
blancos como la nieve.
Mi amigo
era capaz de aportar siempre sentido común ante mis arranques de genio y
ofuscación.
- No
sabes lo mejor –anunció Darío, todo ufano, más feliz que un hambriento delante
de las viandas-. Incluso algunos le señalan como el cerebro que tramó el fraude
de los títulos de las Minas del Cuzco –me miró para apreciar qué reacción
provocaba en mí esa noticia.
- ¡Y
ahora me lo dices! –rugí-. Estuvieron a punto de darme una tunda en Cádiz por
culpa de ese asunto. Rediez, yo nunca traté con ese tío. Fue a otro al que
custodié, un empleado suyo, me imagino, sin conocer el real motivo del negocio.
Siempre
acababa excusándome por ese tema, algo que me irritaba sobremanera.
- Cabal.
Por eso se le considera el cerebro en la sombra de esa estafa.
- Si de
veras es rico, ¿para qué comete una estafa? –cuestionó Gerónimo.
- Bueno,
en este bendito país nuestro, pocos ricos han amasado una fortuna con su propia
iniciativa. Más bien las han obtenido por herencia o de forma ilícita. Y cuanto
más tienes, más quieres –respondí con voz exasperada.
-
Ventura, hijo, desengáñate –me amonestó Darío, quien se frotaba el índice
contra el pulgar en ademán expresivo y de significado más claro que la luz-. En
España el trabajo y la inteligencia están mal vistos. Solo cuenta el dinero.
Con influencias todo se consigue en este país nuestro. En ese campo, el tal
Ferreira parece todo un príncipe.
- ¿Y a
ti por qué te interesa ese sujeto? –inquirió con suspicacia Gerónimo-. Acabas
de enterarte de su posible participación en la estafa. Lo que nos has explicado
se reduce a un lío de faldas en el peor de los casos. ¿Entonces?
-
Ferreira no es trigo limpio. No puede serlo quien pretende seducir a la novia
de otro hombre, uno indefenso –me pasé la lengua por los labios, como si aquel
pensamiento puesto en palabras me quemara la boca-. Pero si solo fuera eso…
- ¿Solo le
has visto una vez y ya le has descubierto intenciones ocultas? ¿Tus miedos
sobre él no son infundados?
Gerónimo
ponía el dedo en la llaga. Yo mismo era consciente de la ausencia de datos
irrecusables que avalaran mis acusaciones.
- Hay
algo perverso, malvado, en ese hombre, te lo digo y te lo repito. Lo intuyo
–insistí de forma enérgica.
- Dicen
que el portugués se burla cruelmente de los santos misterios de la religión
–aseveró Darío-. Pero ser anticlerical en España no tiene nada de
extraordinario hoy en día. Los beatos incluso lo achacan a una moda
extranjerizante alentada para causar la disolución de nuestra patria.
- ¡Fíate
tú! A veces detrás de la cruz se esconde el mismo diablo –arguyó Gerónimo con
inquina-. En estos terribles días la desgracia no encuentra consuelo en la
religión. Sobre todo cuando no se tiene claro si los impuestos que nos sangran son
para el Rey o también para los curas con barriga de canónigo. No caben más
premios para los vicios públicos ni sustento para la vagancia y la molicie
eclesiásticas.
Como viera todavía un deje de duda en Gerónimo
proseguí con mi obcecada diatriba en contra del extranjero.
- Aunque
solo fuera un asunto de faldas, y robarle la prometida no es poca cosa, no
podemos fallarle a uno de los nuestros. Su honor está en juego. Y con el suyo,
el nuestro. ¿Necesitas más razones, aparte de ser un estafador como acaba de
relatarnos Darío? Es hora de convocar a los camaradas a capítulo.
- No te
preocupes, hombre. Nuestros correligionarios siempre acuden al llamado de un
hermano. Máxime cuando el interesado no puede defenderse por sí mismo. Seremos
una china en los zapatos de ese pérfido, si es menester.
- Tal
vez esa fuera la clave: el honor –barrunté en voz alta-. Si ese canalla quiere
un amor que no le corresponde, al no poder pedirle cuentas Leopoldo por razones
obvias, podría yo exigirle satisfacción por ese ultraje. Habría un desafío y el
consiguiente duelo –sonreí lobunamente sopesando esa posibilidad-. Hace falta
coraje para defender el honor y de eso a mí nunca me faltó. Hay tachas que solo
se lavan con sangre.
- No es
necesario tanto entusiasmo. Hablas como Robespierre cuando iba a cortar la
cabeza a María Antonieta. Además, si tiene esa elevada posición de la que
presume, excuso recordarte que podría exigir batirse con alguien de su clase,
no contigo –advirtió Darío.
- Lo que
demostraría que además de falsario nos encontramos ante un cobarde. Una sola
acción, como una sola palabra, da a veces la medida de un hombre. No, no creo
que con su carácter altanero rehusara el lance tras mi reciente visita a su
casa. El escozor por lo sucedido le acompañará un tiempo –me congratulé-.
Además, ¿qué clase de caballero renunciaría a la reputación que proporciona
realizar un desafío y salir victorioso?
-
Alguien que no tiene honra y a quien su reputación le importara una soberana higa
–apuntó Gerónimo con la lógica de la que siempre solía hacer gala.
- Lo que
no parece el caso de ese señor –concluyó Darío.
- No nos
encontramos ante una ridícula causa, sino una ofensa de lo más grave. Por
tanto, insisto, estoy en mi derecho de exigirle una satisfacción cumplida. Un
duelo a muerte –expuse con solemnidad.
El
silencio se instaló ante esa descabellada declaración de principios. Creían que
estaba llevando el desafío demasiado lejos.
- Te
echarás a perder por culpa de tu carácter. Eres más soberbio que don Rodrigo en
la horca –replicó Gerónimo con energía-. Tú eres muy diestro, pero seguro que
él tampoco se queda corto.
- ¿Cómo
dijiste que se llamaba el Goliat de su secuaz? –Darío se acarició la barbilla
de forma pensativa a la espera de mi respuesta.
-
Valdivia –el bodeguero asintió con ademán pensativo-. ¿Por qué?
- Es una
buena pieza procedente del lumpen sevillano. Frecuenta compañías muy dudosas. Perdió
la chaveta, mató a quien no debía y tuvo que poner pies en polvorosa de tierras
del Guadalquivir. Si ese Ferreira lo domina y a la cuadrilla que le sigue, de
la peor calaña, está claro que es un hombre de lo más peligroso. Y no menos
diestro que tú en el manejo de las armas, me temo. Ahora sí me creo que se esté
gestando una peligrosa sociedad de delincuentes en Granada –anunció con acento
preocupado.
- ¿Qué
pintan estos aquí? Hay ciudades más jugosas en España para los cambalaches de
altos vuelos. ¿Cuáles son sus objetivos? –me cuestioné con tono de vivo
descontento.
Quedaron
las preguntas en el aire. Ninguno de nosotros contaba con la menor pista al
respecto.
Entonces
Gerónimo nos sorprendió. Tenía la virtud de desmadejar los hilos más
embrollados cuando los demás permanecíamos sumidos entre tinieblas.
- Estaba
pensando… Hay un fumadero de opio a orillas del Darro. Dicen que lo controla
una bestia parda. Concuerda con la descripción de ese Valdivia.
- Sería
interesante hacer una visita a ese antro, ¿no te parece? –le propuse-. Si nos
hacemos de miel, nos comerán las moscas.
- Bueno,
bueno. No saquemos las cosas de quicio. Permaneceremos recatados en la sombra, alerta
ante las actividades de ese sujeto y sus secuaces. Luego decidiremos el rumbo a
tomar. Ahora quiero que probéis un néctar de mi reserva personal –anunció el
bodeguero con acento benevolente.
- Tus
palabras suenan como el mismísimo Evangelio –aplaudió Gerónimo.
Darío se
agachó tras la barra. Cuando se incorporó le acompañaba una gruesa botella sin
etiquetas. Sirvió con cuidadosos aspavientos tres vasos de láudano.
- Vale
un Potosí, ¿eh? –ambos asentimos en respetuoso silencio tras beberlo-. También
puedo ofreceros un añejo que no lo resiste un Sansón. Ese vino resucita hasta a
los muertos. Una vez bien servidos de bebida, ¿queréis algo de comer para hacer
lastre? Aquí nada de cocina a la francesa o a la italiana. Hoy tenemos taza de
caldo y chuleta. O puedo hablar con la señora a ver si quedan caracoles o
callos.
- Hoy
comeremos como unos príncipes –me felicité, haciéndoseme la boca agua.
- Ya no
nos toca ser sobrios en el yantar, como cuando estábamos de campaña.
Aprovechemos, no sabemos cuándo nos tocará volver a comer pan duro –me secundó
Gerónimo-. Alabado sea el Señor por habernos regalado tan excelentes quijadas.
- Con el
estómago lleno y agradecido, los problemas siempre parecen un poco más
asequibles –sentenció Darío mientras nos preparaba una mesa.
Ay, esos
problemas. Sin alejarme ni un ápice de la verdad puedo afirmar que las velas de
nuestros deseos pocas veces son henchidas y bendecidas por el propicio viento
del destino.
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