viernes

Capítulo VIII. Una dama en apuros


E
ra media mañana cuando bajé a la cocina de doña Angustias. La elegancia de sus formas iba desapareciendo bajo una obesidad que revelaba salud y bienestar. Canturreaba mientras preparaba el aperitivo para tenerlo listo tras volver de misa. Una buena mujer, sí, pero de costumbres tan inflexibles como el hacha del verdugo, pensé.
La dueña de la pensión se apiadó de mí, sobre todo tras mi sucinto y jugoso relato del susto que nos llevamos anoche, y me sirvió un pequeño refrigerio.
Compartía mesa con un cochero, compañero de pensión y trasnochador como yo. Si viviera en el campo me recogería con las gallinas, madrugando como los aldeanos. Mas viviendo en Granada, y no en la bíblica Belén, no apreciaba la ponderada quietud del dulce hogar doméstico.
- Mi relato es más modesto, me temo –advirtió el cochero, cariaguileño y gallardo como un roble, con voz festiva. La señora Angustias se giró, abandonando momentáneamente sus quehaceres; yo levanté la vista del tazón-. Fíjense la de gente rara que hoy en día vive en nuestra querida Granada. A un músico, conocido mío, le ha contratado un adinerado señor portugués para que toque en una fiesta por una buena suma de dinero… a cambio de no mirar a los invitados.
- Más rumboso que las pesetas, ese caballero… –doña Angustias, tan beata como cotilla, sonreí para mis adentros.
- Arnaldo Ferreira Lopes, creo que se llama –aclaró el cochero con la boca llena.
- Ahí seguro que no se fragua nada bueno –advirtió nuestra devota casera.
- No puedo por menos que daros la razón –apostillé también escamado-. Curiosa velada.
- ¡Quiá! Nada de velada. Matinal poética. ¡Ahí es nada! No hace mucho han sonado los cuartos en el reloj de Santo Tomás. Debe estar por empezar, si esos señoritingos no han comenzado ya su audición de “poesía” –se burló con tono almibarado y gestos aflamencados con las manos.
- Un ricachón, cuando paga tanto dinero a unos músicos, no por su música, que también, si no sobre todo por participar en una charada y prestarse a guardar el secreto, algo malicia. Extrañas costumbres las de los potentados –comenté con tono distraído mientras apuraba los últimos restos de mi suculento desayuno. Con los carrillos abultados desmentía aquello de que el buen español era sobrio en el yantar.
- Y poco cristianas, tratándose, además, de un extranjero –insistió doña Angustias con desenvoltura.
- Sí, la ciudad acoge a un nuevo magnate –asintió el cochero con aire de satisfacción al haber atraído nuestra atención con su relato.
- ¿De dónde ha salido ese gachó? –pregunté con un deje suspicaz.
El cochero encogió los hombros con displicencia, asumiendo su ignorancia al respecto.
- Por el dinero que mueve podría salir de la mismísima cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
- ¡Vaya! De esos hay muchos aquí y en el resto de España –me reí.
- Creo que los invitados son vecinos –remachó el hombretón.
- ¡Toma! Vecinos nuestros más bien no –ahora quien reía era doña Angustias.
- Es cierto. De Granada, me refería, no forasteros. Entre ustedes y yo, les ruego no suelten prenda –el cochero bajó el tono de voz, mirando a ambos lados como si temiera que nos espiaran-, puedo decirles la identidad de uno de los invitados. La señorita Alicia Falcón.
Di un respingo en la silla al oír el nombre de la novia de Leopoldo.
- Cómo puedes saber tú que doña Alicia va a esa fiesta –argüí en tono seco. No me cuadraba esa información.
- Pues porque a este, su seguro servidor, le han contratado para que al mediodía recoja a la dama en cuestión. A mí me da que no quiere que sus padres se enteren. ¿Para qué llamarme, si no, en vez de usar el coche de su señor padre? –se ufanó por sus dotes deductivas.
Sentí un pálpito preocupante. Las malas noticias dadas por don Alejo relacionadas con su familia y el compromiso matrimonial, no acaban de casar bien con la asistencia en esa fiesta. Esa no era una celebración al uso, barrunté.
Le pedí la dirección al cochero. Se mostró remiso hasta que un par de duros y el recordatorio de que era amigo del prometido de la muchacha ablandaron sus volubles escrúpulos. Con otros dos duros acordamos que en una hora esperaría en la esquina de la mansión.
Subí a la habitación para armarme, recoger el bastón y el sombrero, y vestirme con algo parecido a la decencia para presentarme en una buena casa.
Llegué resoplando por la carrera. Busqué la parte trasera del patio. Vigilé que no hubiera testigos y salté con cuidado la tapia. Allí, emboscado en el jardín, sintiéndome como un vulgar ladrón a la espera de una oportunidad para cometer sus fechorías, espié a los invitados.
Desde afuera se veía un salón espacioso, adornado con elegantes colgaduras damasquinadas color de rosa, con profusión de bordados de plata, que brillaban al resplandor de millares de luces simétricamente colocadas en arañas y globos de cristal. Las pinturas del techo representaban cupidos y ninfas jugueteando en el aire, y escondiéndose tras nubes de rosa y nácar.
En una galería lateral la orquesta tocaba con los ojos vendados, como relatara nuestro cochero. Varias parejas enmascaradas, conté cinco, como en una fiesta carnavalesca, ejecutaban una danza con movimientos lánguidos mientras entonaban una letanía con reminiscencias religiosas.
Unas máscaras iban de dominó negro, otros vestían heroicos trajes de helenos y romanos. Más que una fiesta, aquella puesta en escena me pareció más propia de una ceremonia iniciática. Pero, ¿de qué tipo? Admito que era un ignorante en cuestiones de nigromancia o cultos arcanos. Lo que sí sabía era que aquel espectáculo me daba muy mala espina.
Apartados de las otras cinco, otra pareja, con máscaras más lujosas que las de sus compañeros, realizaba un baile de cortejo envuelto en un aura de irresistible sensualidad. A pesar del antifaz, de la parte del rostro que podía verse, creí reconocer la hermosura de primer orden de Alicia. El hombre intentaba seducirla, eso me dijo la intuición o, mejor dicho, los celos que sentí al punto, debo admitir no sin vergüenza por lo que tenían de pecaminoso y prohibido aquellos pensamientos.
Decidí entrar en acción antes que esa fiesta degenerase en una auténtica bacanal pagana y no hubiera forma de detener los instintos desatados de aquellos libertinos. Noté como me sofocaba por momentos ante ese temor.
A grandes zancadas me plantifiqué en la puerta de la mansión, donde apreté con insistencia el timbre.
- Se equivoca –me espetó un lacayo tal cual abrió la puerta con gesto de fastidio.
- El equivocado es usted. Busco con urgencia a la señorita Alicia Falcón.
- Lo siento. No conozco a nadie que responda a ese nombre. El señor está ocupado –el portero, un enano gibudo y patizambo, de mezquina apariencia, hizo ademán de cerrar la puerta.
Sus esfuerzos fueron en vano. Metí el pie en el vano de la puerta para que le resultara imposible cerrarla.
- Insisto. Sentiría tener que emplear otros medios que los de la súplica para que me atendiesen.
- ¡No se puede molestar al señor!
- ¡Apártate, engendro del demonio!
Me deshice de él con un empujón. Al instante llegó un forzudo cejijunto de horrible catadura. Me detuve en seco. Con aquel bigardo no bastaría con un único arreón.
- Nadie le ha dado vela en este entierro. ¿Por qué no tratáis con alguien de vuestro tamaño? –me hubiera gustado, pero aquel bruto me sacaba un palmo, su espalda hacía dos como la mía, y yo no soy lo que se dice pequeño-. Márchese ahora que puede, cascaciruelas, o empezaré a romperle los huesos.
Tragué saliva, mientras pensaba en cómo salir del embrollo sin perder la dignidad. Maldije mi impulsividad. Esto no es un campo de batalla, me sosegué. Carraspeé intentando ganar tiempo para aclarar mis ideas.
El Goliat confundió el silencio momentáneo producido por mis dudas con cobardía.
- ¿Desde cuándo se permite a la gente perdida hollar con su inmunda planta los salones de las personas elevadas por su clase y por su rango? ¿Habéis visto qué pinta traéis, gañán? –insistió con socarronería.
Venir corriendo mientras el foco solar ardía implacable, tal como si una legión de fogoneros lo alimentara sin descanso, escalar una pared, subirme a un árbol y corretear por la tierra fresca del jardín, hacían que mi aspecto dejara un poco que desear, cierto era.
Eso no hizo que me doliera menos la burla y su digestión fuera más ligera.
- He venido sin demora para ver a la señorita Falcón –intenté usar un tono melifluo, sin gran resultado por la falta de costumbre. Para no cometer una barbaridad que comprometiera el buen nombre de la dama, al fin ideé una excusa-. Traigo una noticia de suma importancia.
Nos medimos con las miradas. Él sospechaba que no era de fiar, mas, seguro cavilaba en ese instante cómo podía saber yo que ella estaba allí.
- ¿Una noticia? Espero que sea buena –apareció en la puerta del salón el señor de la casa, de belleza olímpica como un Adonis, con la máscara en la mano. Tenía una boca ancha y de finos labios, señales casi infalibles de dureza de corazón y violencia de carácter, cuando van unidas a un cráneo ancho en la línea que pasa de oreja a oreja como era el caso-. ¿Y las voces de reyerta de hace unos momentos? Incomodan a mis invitados –en sus ojos brillaba un relámpago de cólera-. ¿Qué noticia puede requerir una urgencia tan desmedida y unos modales tan vergonzosos, propios de una barraca de feria? Abrevie, haga el favor.
- Una que solo atañe a la interesada... o a alguien de la familia –dije con voz firme, recuperando de nuevo el aplomo.
Su faz me sonaba vagamente, de una manera familiar y a la par indefinida, como ese cuadro colocado en el recibidor de la casa de un amigo al que de vez en cuando visitamos y que contemplamos de pasada sin reparar en los detalles.
- ¿Sois su padre? ¿Tampoco su hermano? No creo… por vuestro desaliño –dijo con sorna. No me quedó más que negar con la cabeza-. Un bergante, más bien. Entonces, recadero, ¿qué pretendéis con vuestra inoportuna presencia? ¿Matarnos de aburrimiento?
El dueño de la casa dedicó una sonrisa deslumbrante a Alicia, que había aparecido detrás de él y me observaba con una extraña intensidad. Me había reconocido y no se explicaba mi presencia allí, deduje en aquel momento.
- No pretenderíais aprovecharos de la candidez de la dama, ¿verdad? –le apremié, sin poder reprimirme al verla tan radiante.
El aplomo había dejado paso al descaro. Siempre me ha costado resignarme y las afrentas del portugués me sacaron de las casillas. La lengua, esa maldita lengua mía…
Leí la perturbación en el rostro de Alicia, aunque al punto lo disimuló.
El forzudo, que parecía un oso de los Pirineos, avanzó un paso hacia mí, hasta quedar a un palmo de mi cara. Un gesto de su señor le detuvo en seco.
- Déjalo, Valdivia. ¡Tened la lengua, petrimetre! No sé porqué se atreve usted a presentarme en mi casa de esta suerte. Le digo desde ahora que se marche. Nadie me insulta impunemente y sale indemne… pero el respeto que me merece esta bella dama os protege de mi furia -me calibró con la mirada, como antes había hecho su guardián-. Idos antes que me arrepienta por haber impedido a mi sirviente haceros escabeche.
Entonces lancé la estocada definitiva. No podía marcharme sin cumplir mi objetivo ni devolver los insultos sufridos. Por Leopoldo… y por mí.
- Permitid que me explique –ofrecí con tono conciliador y la mejor de mis sonrisas-. Me es sumamente grato participarles que el prometido de la señorita ha experimentado una inesperada y esperanzadora mejoría de su enfermedad -la cara del caballero portugués reflejó entonces la ira de Dios o, mejor dicho, la del diablo. Proseguí con la mayor sangre fría-. ¿Le conocíais, señor?
A su lado, ella había empalidecido. Se llevó el dorso de la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa. Su mirada se había oscurecido como cubierta por los nubarrones de una tormenta.
- No, no, solo de oídas –la voz del portugués se había vuelto ronca por la rabia, su rostro tornado bermejo.
- Se trata de un gran caballero, os lo aseguro. Solo espero que tengáis la oportunidad de conocerlo en persona. Parecéis conmovido por la buena nueva.
Mi acento era calculadamente moderado.
- No tengo más interés que el de una cristiana preocupación por una persona enferma –masculló como si le costara pronunciar aquellas palabras.
- Aplaudo vuestros caritativos sentimientos, caballero. ¿Me acompañáis? –ofrecí el brazo a la dama. Durante un instante pareció dudar, de forma que lo retiré y me hice atrás para dejarla pasar-. Caballeros, que ustedes lo pasen bien –me despedí con tono formal.
En aquellas deliciosas pupilas se adivinaba el rayo. Había visto ese fulgor en otras ocasiones, no muy felices, aunque entonces no supe captar su auténtico significado. Así de ciego me encontraba ante su presencia.
Ella enrojeció y se despidió, escoltada por mí hasta el coche alquilado, mientras el portugués lo observaba todo desde la puerta de la mansión, confundido seguramente por el curso que habían tomado los acontecimientos desde mi llegada. Al punto nos dio la espalda para disimular la ira que ardía en su pecho y destellaba en sus ojos.
- Disculpadme, Alicia. Os he sacado de esa casa con una mentira –le susurré mientras le abría la portezuela del vehículo.
- ¿Cómo decís? –un fuego repentino inflamó sus ojos, que ya no parecían angelicales-. ¿De qué mentira habláis?
- Subid, señora, os lo ruego –demoré la respuesta hasta que el vehículo se puso en marcha-. Por desgracia, las buenas nuevas sobre Leopoldo son falsas.
- ¡Estáis loco! –casi chilló, perdidas las formas. Un estremecimiento voluptuoso la agitó-. ¿A qué se debe vuestro indigno comportamiento?
- Soy el primero que debería rendir cuentas por todos mis errores y flaquezas. En lo que a mí concierne, no soy quien para juzgar ni la ropa que vestís –me excusé con matiz amansador, incapaz de confesarle mis auténticas razones y de declararle mi devoción.
Presto con las armas, nunca he sido, ni de lejos, la mitad de ducho con las palabras.
- ¿A qué viene esta farsa, pues? –su voz cortaba como una bayoneta.
- Lo hice por el bien de todos. Por vuestro bien –articulé no sin esfuerzo.
No tuve arrestos para confesar que, a través de la ventana, me pareció dispuesta a acabar en los brazos de aquel galán.
- ¿Por mi bien? No diga sandeces –me cortó con tono agrio-. Os ruego que la próxima vez me permitáis que eso lo decida yo, no usted. De esta broma de mal gusto tendrá noticias mi señor padre y, por supuesto, don Alejo.
A veces las palabras duelen más que los golpes. Esa amenaza resonó como un latigazo en toda mi cara, sacándome del apocamiento al que sus reproches me habían inducido.
- Supongo que ellos no os demandarán explicaciones por vuestra presencia sin la compañía adecuada en una fiesta de máscaras. Cualquiera podría decir que no tenéis ni un ápice de decencia –ahora era yo el que usaba un tono glacial para aguijonearla.
Con suma tranquilidad se desnudó un guante, se quitó el anillo de pedida de Leopoldo y me propinó una sonora bofetada. Con igual parsimonia procedió a vestir su mano.
Me dejó azorado y pálido como la cera por la sorpresa. Con la lengua me limpié un hilo de sangre de los labios.
- Luciré este premio con satisfacción –gruñí mientras intentaba aplacar mi mal genio.
No volvió a dirigirme la palabra ni me miró en todo el trayecto hasta su casa. Esa cínica indiferencia me exaltó el ánimo y contribuyó a excitar mis sospechas sobre su conducta, muy a mi pesar.
 Así me quedé en mi orgullo humillado y con el amor propio resentido por aquel maltrato. Pero con la satisfacción de haberla salvado... o al menos a su honor.

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