ras despedirme de Garza, de duelo por el asesinato de su hermano, decidí animarme un poco tras unos inicios tan desalentadores. Una de las lecciones aprendidas de la guerra es que llegar vivo al final de día resulta una victoria, y debe celebrarse como tal. Abrí El Día, doblado en un bolsillo de la chaqueta. En páginas interiores aparecía un breve sobre una obra de teatro, “La caja de pandora”, en una corrala. Actuaba Coral Saldaña, una vieja amiga. En tiempos mantuvimos una breve relación romántica, pero yo no soy ni he sido hombre de mantener compromisos sentimentales. En cambio, a ella le confiaba cuantas vicisitudes me deparaba la suerte. Le tenía más confianza en ciertos asuntos íntimos que a mis propios hermanos de armas. Decidí pasarme a verla, aunque ella tenía un prometido: un primer oficial de un vapor que hacía la ruta entre Málaga y las plazas norteafricanas españolas. El gachó debía ser duro de oído o simplemente un buena fe: la tomaba por modista en vez de por corista. Maliciaba en mi interior que aquel joven había tenido la debilidad de enamorarse a lo trovador. Debía ser un hombre cándido, sin más experiencia que la que permitía tener amores con ninfas del taller de costura. No era asunto mío desengañarlo. La actuación serviría para aligerarme la mente de tantas preocupaciones. Encima, ese maldito Avellaneda me había puesto la cabeza como un bombo con su sarta de insensateces. Llegué al último acto. Ser amigo de la protagonista me granjeó el paso entre bambalinas, pues tampoco quedaba una silla libre en el patio. Analizando la temática de la obra, una bella e inocente joven que causaba, sin proponérselo, la perdición a cuantos hombres se acercaban a ella, no me extrañaba ni su éxito ni que en la entrada no colgara la cédula con el beneplácito de la Junta de Censura de los Teatros del Reino. Claro que podría tratarse de algo tan prosaico como que el dueño no se hubiera molestado en solicitarla o, mejor aún, que hubiese sobornado a la persona adecuada. Tal vez a su público también le atraía, precisamente, ese incumplimiento de las normas. Mientras los espectadores atronaban con la ovación final, me dispuse a esperarla a la puerta de los camerinos, no fuera cuestión que llegara antes algún admirador para ofrecerle sus requiebros. A veces los pasillos se convertían en un bazar oriental, pero en vez de esclavos se exponían pretendientes con sus lisonjas y su surtido de presentes. Sí, estaba comprometida, tal como he dicho, pero eso no significaba que Coral se comportase en todo momento como una monja de clausura. - ¡Dichosos los ojos! –puso los brazos en jarras en cuanto me descubrió. La diáfana blancura de su piel destacaba unas mejillas sonrosadas y frescas-. Hacía semanas que no te dignabas regalarnos tu cara presencia. - Creí más conveniente guardar las formas y la distancia ahora que eres una mujer prometida. - Pues te prometo que mientras no me despose haré mi santa voluntad. Y si no le gusta, ¡carretera y manta! Entonces aceptaré gustosa las invitaciones que hoy rechazo de mis admiradores. Seguro que soy capaz de conseguir que alguno convenga en llevarme al altar. - Los pintas como peleles… o como idiotas. - No. Son hombres, simplemente. No lo pueden evitar –se chanceó mientras entraba en un pequeño vestidor-. Pasa mientras me cambio de ropa y me lavo el maquillaje. Y tú, ¿no te animas a pasar por la iglesia? - ¡Ah! El matrimonio es una trampa. No conoces de veras a la otra persona hasta que es demasiado tarde, y luego tienes que cargar con ella toda la vida. Además, el alma de una mujer es en exceso complicada para mí gusto. Yo soy demasiado simple para alcanzar tantos niveles de sutileza. Sería descortés hacer a una esposa víctima de mis malos hábitos... - Cómo me aflige tu discurso. ¡Serás desconsiderado e hipócrita! –se mofó-. ¿Te has convertido en aliado de los traductores de las comedias francesas, que ridiculizan el matrimonio e invitan a violar sus sagrados fueros? ¿O acaso prefieres una barragana a una esposa? - Hipócrita no. Precavido, más bien. Mírate, primero tu belleza atrae y desarma al hombre, luego tu sagacidad es capaz de convencerle como haría un sabio, y al final lo dominas cual serpiente hipnotizadora. Tú perderías a todos los santos de la corte celestial. - Eres muy cuco. ¡A eso se le llama ser un caballero galante y cumplido! Pues más vale que no te opongas a mis deseos o siempre dependerás de mi veneno -se rió, pizpireta-. Haces que parezca con el poder de una lamia. - Sacas las uñas, señorita. Tú vales un imperio, ese es tu auténtico poder. - ¿Te pones romántico? Lo nunca visto. ¿Sabes que mi novio siempre se despide en sus cables desde el barco con un “te llevo siempre en mi pensamiento”? - Le alabo el buen gusto. Eres una encantadora criatura. - Valiente tuno estás hecho. Qué caballeroso cuando quieres… Y tú, ¿quién ocupa tu pensamiento, querido? Te veo algo abstraído –alcé ligeramente las cejas. Me traspasaba con sus ojos grandes y provocativos-. Diría que he dado en el clavo. No soy un hombre que rinda un culto ciego a sus emociones. Más bien al contrario: sujeto con cálculo todas mis pasiones y sentimientos. A pesar de ello, Coral podía leer en mis gestos como en un libro abierto. - Nadie –respondí tajante y ella sonrió descreída. - Una mujer ocupa esa cabezota dura, pese a cargar contra el matrimonio. Te tiene sorbidos los sesos. A mí no me engañas. - Tú y tus trucos de hechicera –seguía esperando una respuesta. Cedí-. Nadie para quien yo sea algo más que un mueble, o un lacayo. En fin, lo propio para alguien de mal origen, fatal presente y oscuro porvenir. - Bajo tu apariencia fría, ese aspecto indiferente, me imaginé que se ocultaba alguna historia dramática. Y en las más dramáticas interviene el amor. En el fondo siempre has sido un soñador –sonrió con ternura-. ¿Necesitas un hechizo de amor para seducir a ese ángel encantador? - ¡No! ¿Y si saliera mal? No sería la primera vez que algo así ocurre... y las consecuencias... - Un pecho sin amor es como una noche sin estrellas, un campo sin flores, una lira sin cuerdas. ¿Acaso no arde un volcán en tu pecho? - Este volcán permanece inactivo por el bien de todos. - ¿No tienes corazón, entonces? - Lo tuve. Ahora lo guardo bien oculto... donde nadie le haga daño. - No te tenía por un temeroso. ¿Hasta cuándo podrás contener lo que sientes? ¿O te conformarás con un amor que llaman platónico? Creía que siempre te arriesgabas por conseguir lo que querías. El amor purifica todas las culpas que por él se cometen… Y mis hechizos siempre funcionan –insistió. - No es tan fácil, no en este caso. Además, aún me quedan en la vida muchos cartuchos sentimentales por disparar –me temo que parecía abatido, como si me hubieran arrancado las alas del corazón. Forcé una sonrisa de circunstancias-. Sé prudente, querida. Piensa en lo que te haría la Inquisición en el caso de descubrirte. No se contentarían con coserte unas Aspas de San Andrés en las ropas. La magia es peligrosa y prohibida sin la licencia real. Acusada de brujería –meneé la cabeza con preocupación-. Mal asunto. Y tampoco creo mucho en la bondad de esos poderes de birlibirloque. - La magia es preindustrial, sí, pero sus poderes son reales. Lo que la ciencia llama hoy dióxido de carbono, los antiguos lo conocían como aliento de dragón. No es un juego de bisbís, no te equivoques –me reconvino con seriedad-. Tú te lo pierdes. Bueno, tal vez prefieras que tu jefe te construya una novia robot –dijo con punzante burla-. Dicen que es la última moda en los refinados salones de París. - Quien sabe si no sería la solución. La gente no suele gustar de tratos con personas como nosotros. En particular, conmigo. - Sí. Quieren nuestros servicios. Mis hechizos prohibidos, tu arrojo militar sin medida. Los necesitan. Somos simples instrumentos para que otros alcancen sus objetivos. Una vez usados, les incomodamos. - Instrumentos de Lucifer, de atenernos al trato que, algunos puritanos y otros fariseos, nos dispensan. Y eso que se tienen por gentes ilustradas. Pero ya se sabe, los pobres olemos mal donde hay ricos. - Les recordamos sus debilidades y, por supuesto, nos recuerdan que no somos uno de los suyos. Por eso me hice actriz. Sé que nunca seré una María Guerrero en el escenario, pero no me importa. Les obligo a verme, nunca más me esconderé. - Por la misma razón me he cansado de arriesgar el pellejo a cuenta de otros. Sobre todo porque mi sangre ha servido para que otros se llevaran la gloria por mi cuenta. Se acabó. La herida en la mano me ha abierto los ojos. Cuando salde las cuentas pendientes marcharé. Lejos, sin mirar atrás. Aquí ya no me queda nada. Ella me apretó suavemente el antebrazo. La echaría de menos. A ella, sí. - Al menos tú tienes a alguien que te haga feliz. ¿Con o sin hechizo? – le guiñé un ojo. Giró sobre sí misma con coquetería para que pudiera admirarla. - ¿De verdad piensas que pueda necesitar algún tipo de ayuda sobrenatural para que los hombres me encuentren atractiva? - Más le vale a ese marino cuidarte bien, porque si no… Ya sabes que siempre estaré a tu lado. - Tú nunca estarás conmigo, él sí –replicó con tono avinagrado-. Eres un espíritu libre, tanto que te vas a quedar para vestir santos. Venga, vámonos a pasarlo bien –ordenó, mientras se colgaba de mi brazo. Tras tomar unos bocados en la fonda en la que solían cenar las gentes del teatro, fuimos a un cabaré. En el salón se fumaba, se blasfemaba, se reía, a veces hasta llovían bofetadas. Muchos perdían las formas cuando bebían. El cura del barrio decía que el chotis, la polka y el rigodón eran un extravío de la moral causantes del desconsuelo de algunas familias. Todo eso no evitaba que el local estuviera lleno hasta la bandera. - Este un establecimiento mal visto. Ninguna mujer respetable entraría allí –previne a mi pareja con toda la intención-. El cabaré es el casino de los pobres. Se bebe vino malo, se fuma tabaco asqueroso y se frecuentan las más dudosa compañías. - Pues es en los de esta calaña donde prefiero ser vista -rió a carcajada tendida. Allí, cogidos del talle, bailamos y bailamos al son de un piano mecánico y un organillo. La manivela la giraba un manco rostrituerto y barbirrucio. ¿Otro mutilado de guerra?, me pregunté. También el vendedor de periódicos, con su pata de palo, a quien compré El Día. La guerra, las guerras mejor dicho, habían llenado España de tullidos. Como yo, recordé. Aún podía bailar, me consolé. Deseché ese cenizo pensamiento y seguimos dando vueltas en mitad de la sala de baile. Hasta Coral me cantó al oído –no desvelaré aquí aquellas susurrantes estrofas pues, siendo inocentes, podrían llevar a malos entendidos si su novio leyera estas páginas- y ambos rememoramos nuestros sueños de un futuro mejor. Le expliqué mis deseos de partir a América con una patente de corso. - ¿Huyes? –esa única palabra desprendida de los labios de Coral cayó como una gota de plomo fundido en mi corazón. - Me aflige en extremo que saques esa conclusión precipitada. Busco iniciar una nueva vida. - A ti no te gusta hacer las cosas de la manera fácil. Hasta que no te hagas matar no pararás. ¿Esos judíos querrán financiarte el corso cuando el negocio que te encomendaron no llegó a buen puerto? - Eso confío. De no ser así, emigraré a California. Es una tierra de oportunidades, a pesar de los conflictos fronterizos con los Estados Unidos. Tal vez no pueda descubrir oro, pero trabajo de militar o mercenario seguro que no falta en los Tercios de Tejas. - ¿Y a qué esperas? Si has renunciado al amor de esa misteriosa mujer, ¿qué te retiene aquí? Ves a ver a esos Cohen y sal de dudas –sonrió maliciosa. - Todavía no ha sanado Leopoldo –dije con quejumbroso acento. Me avergonzaba confesarle que la mujer que me quitaba el sueño era su prometida. Se trataba de un deshonor y la peor de las traiciones-. Pidió el traslado de las Filipinas a las Marianas tras mi degradación de capitán a sargento por golpear a un comandante. Quería evitar que cometiera cualquier barbaridad en mi destierro. - ¡A quién se le ocurre atizar a un superior! ¿Se puede saber por qué lo hiciste? - Porque se lo merecía –su mirada chispeaba como el fuego entre cenizas. Al final desistió, convencida de que no soltaría prenda sobre los motivos de mi agresión. Confío, también, en que su generosidad y comprensión, amigo lector, me exima de exponer a la luz pública cuestiones que podrían afectar al honor de terceras personas no involucradas en la historia que aquí se relata. - Pues el calentón no te salió precisamente barato. - Sí. Por mi culpa Alejo está como está –concluí con un hilo de voz. - Así que te sientes culpable de su estado –sin darnos cuenta habíamos dejado de bailar-. Pero no eres culpable de lo que le pasó, Ventura. Los aplausos despidieron al organillero. Sirvieron para que nuestra conversación se apagara. El público se dirigió a sus sillas. Nosotros también volvimos hacia nuestra mesa. Era la señal de que iban a comenzar las actuaciones. El griterío se apoderó del local. - ¡Música! ¡Música de verdad! - ¡Que empiece! ¡Que empiece! El pianista se remangó las bocamangas de un ridículo frac azul marino y atacó la entrada de una canción. Al darle el pie, apareció una cantante de variedades para hacer su espectáculo en el escenario. La entrada en escena de la artista fue saludada con un guirigay: - ¡Guapa! ¡Salerosa! ¡Bravo! Un tipo vigilaba desde las bambalinas que ningún beodo quisiera tocar a la cabaretera. Con un palo alargado como un bichero espantaba a los moscones que osaban acercarse más de la cuenta. Alguien entró en el local pidiendo ayuda. Al principio la potente voz de la cantante, la música de la orquesta y la propia batahola generada de los parroquianos hizo que el portazo pasara desapercibido. - ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Por Dios…! –gritó una anciana desgreñada, con el rostro desencajado por el pánico. Cayó al suelo, como fulminada por un rayo. La orquesta se detuvo, la cantante enmudeció, a todos se nos encogió el corazón durante un instante. Un silencio tétrico se abatió sobre nosotros como una nube de tormenta. Muchos se quedaron estupefactos, algunos se abrazaron a sus parejas, otros nos acercamos para ver lo que pasaba. Entonces se oyeron afuera unos terribles chillidos de mujer, seguidos de unos rugidos guturales, más propios de las profundidades del Averno que del mundo de los vivos. Desenfundé la pistola y salí a la calle. Sonó el silbato de un sereno de forma insistente. Cuando me acerqué con paso cauteloso a la esquina para descubrir lo sucedido, una enorme sombra dejaba atrás las farolas moribundas. Detrás de ella, otra sombra, de menor tamaño, siguió sus pasos, como empujándola, si algo así fuera posible. Siendo aquello cuando menos peculiar, como también lo era el aura brillante que las envolvía, lo realmente extraordinario fue contemplar a las sombras saltar ¡hacia arriba! como impulsadas por un muelle gigante, para desaparecer tras una tapia erizada con cristales de botella, en un salto tan ágil que sería la envidia de un gato montés. En un callejón, sentado con la espalda recostada en unos sucios tablones, descansaba un cadáver sin cara, horriblemente mutilado, destrozado como si se hubieran dado un festín con su cuerpo. Un sereno contemplaba horrorizado la dantesca escena desde la entrada de la calleja. Aquello solo podía ser obra de aquel a quien los diarios habían bautizado como El Desollador. El chispazo de un escalofrío recorrió mi columna vertebral ante la contemplación de aquella salvajada. Alguien llamó a gritos a la policía. Una sirena resonó a lo lejos. Pasado el peligro, o eso les parecía, una bocanada de gente salió a ver lo sucedido. Un hombre avanzó con una libreta y un lápiz en ristre. Imaginé que un periodista se encontraba con la noticia de bruces. Me volví hacia el cabaré. Yo no podía hacer nada. Un grupo se arremolinaba en torno a la anciana que dio la alarma. Coral me esperaba en nuestra mesa, los brazos cruzados, cariacontecida. - Te acompaño a casa –le dije-. Las calles ya no son seguras –me quité el crucifijo de plata que siempre llevaba colgando del pecho y se lo puse a Coral. Me miró extrañada, pero no preguntó. Ella estaba más acostumbrada a los fenómenos sobrenaturales que yo-. A partir de ahora no te lo quites nunca. Un nuevo peligro campaba a sus anchas por la ciudad. Y, por una vez, la prensa no exageraba sobre la magnitud del mismo. |
Son tiempos de Alfonso XII en una España alternativa en la que la tecnología steampunk y la magia conviven en difícil armonía. El honor y la amistad harán que un aventurero se enfrente a grandes peligros, llegando a estar en cuestión incluso el imperio donde todavía no se pone el sol.
jueves
Capítulo VII. Una velada agradable
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