martes

Capítulo XXII. Llegan las primeras respuestas



E
l viceministro del Ministerio de Ultramar, don Esteban Freyre Benjumea, conde de Campo Sagrado, grande de España de primera clase, con un monóculo que le confería un cierto aire prusiano y arrogante apostura, estaba sentado tras un enorme escritorio pulcramente ordenado.
A su lado, de pie, un coronel. Era don Félix Tárraga Argüelles, cuyos ojos vivaces y brillantes denotaban astucia y valor. Golpeaba rítmica y suavemente una fusta contra la pierna. Combinaba su guerrera negra con alzacuellos, con pantalones y botas de montar. Se trataba, ni más ni menos, que del famosísimo oficial al mando del Real Cuerpo de Inquisidores, Brujos y Artes Mágicas, dependiente del Ministerio de Interior. Aquel sacerdote-soldado despachaba directamente con el Rey, y tan solo a él y al Papa Borgia rendía cuentas.
Al entrar sentí la tentación de cuadrarme. Recordé al punto que ahora yo pertenecía a la clase de los paisanos, una vez licenciado del servicio, así que adopté una especie de posición de descanso, más informal que la de un militar, un paso por detrás de don Alejo, sentado cómodamente en un sillón Luis XIV.
El conde me miró con intensidad, como si me valorara en silencio. Con dedos finos movió de forma casi imperceptible una carpeta marrón. En casi todos los documentos que tenía a mano figuraba el sello rojo de “Secreto” en su portada.
Por fin se decidió a hablar. Se dirigió a mí.
- ¿Está absolutamente seguro de que el conocido como Arnaldo Ferreira Lopes do Nascimento es el oficial que aparece en la foto que nos enviaron al Ministerio de Guerra?
- Sin lugar a dudas, vuecencia –asentí con una firme convicción.
- Bien –esa confianza pareció tranquilizarle-. Siéntese, haga el favor –me solicitó-. Les pido a ambos su palabra de que todo lo que se trate en esta reunión sea considerado de carácter confidencial. Nada debe salir de estas cuatro paredes.
- Cuente con ello –aseveró don Alejo-. Por supuesto –se volvió hacia mí-, hablo por los dos. Su fidelidad se halla al abrigo de toda prueba.
- Confío en su buen juicio y su discreción, por supuesto. Cuento, por tanto, con su palabra de honor de guardar secreto sobre todo lo aquí tratado. In sigilo confidencia –el viceministro volvía a insistir en el mismo punto, también con latinajos, lo que me irritó un poco-. Patria y Progreso – volvió a mirarme con un deje de ironía. No moví ni un músculo al oír el lema de Los Numantinos, aunque debo admitir que me pilló por sorpresa-. ¿No faltan las palabras Dios y Rey en esa rúbrica? –sonrió levemente, pero sin el menor atisbo de humor-. Su pertenencia a esa… sociedad secreta, ¿supondrá algún problema a ese respecto?
- No tiene nada de secreta. Sus estatutos fueron legalizados. Nuestra fraternidad está abierta a todo militar que sirviera en ultramar –intenté buscar las palabras adecuadas, como el funambulista se balancea para conservar el equilibrio.
Me daba cuenta, tal vez un poco tarde, que trataba con auténticas serpientes, más venenosas que las de las selvas filipinas.
- Sabrá usted que bajo la apariencia de cofradías, gremios y otros pretextos, legales o no, se enmascaran sociedades que osan desafiar al orden establecido. Al gobierno de Su Majestad le disgustan en particular aquellos que se entrometen en sus intereses. Sería ocioso recordar revueltas cometidas so pretexto de defender la figura real, como el motín de Esquilache. El Rey no permitirá otra revolución como La Gloriosa que conduzca a su derrocamiento, tal como sucedió con su madre. Está inoculado contra los revolucionarios y sus instigadores.
- Yo solo formo parte de una sociedad benéfica de apoyo a los veteranos de guerra... aquellos que por su origen humilde no son admitidos en el Círculo Militar. Y no, no tendría que suponer el menor problema. ¿Por qué? –dije con tono candoroso, al menos todo lo cándido que alguien como yo era capaz de entonar sin sonar a ridículo o a impostado. Eso sí, me escamó que estuvieran tan bien informados sobre mí-. Si incumpliera mi palabra de guardar secreto sé que acabaría preso en el Saladero... o algo peor.
- Con precisión ineluctable, sería conducido al cadalso –dijo con un matiz de gazmoñería-. Distinguido con una charretera en recompensa de varios osados asaltos y tres honrosas cicatrices en combate –leía en mi expediente-. Ascendido a capitán a los veinticinco años. Degradado a sargento dos años después. ¿Contaremos con su primera versión o sigue entre las sombras de la segunda?
- Estoy al servicio de don Alejo. A mí me asusta el deshonor, pero no el patíbulo. Decida usted –repliqué con sequedad.
- De acuerdo –se conformó tras sopesar la cuestión unos segundos-. Parte de la historia le es conocida. Permita que no le ahorre algunos detalles en beneficio de don Alejo –no dije ni mu. Tampoco se esperaba que respondiera.
El conde comenzó su relato. Alfonso María Ruiz de Arana Cominges, el oficial de la foto hasta ahora conocido con el alias de Arnaldo Ferreira, fue en realidad un joven comandante destinado en el Estado Mayor de Filipinas. Así que de eso me sonaba, pensé aliviado al ubicar por fin aquella maldita cara.
En algún momento debimos cruzarnos en el archipiélago. Nada más allá de saludos formales y de compromiso, pues muchos oficiales de buena familia me veían como a un advenedizo por ser culpable del terrible pecado de ascender a fuerza de valor, y no de contactos y dinero. A ese punto de bajeza se había rebajado nuestro otrora honorable ejército en lo que atañe a sus mandos, pensé con tristeza.
El padre del objeto de nuestro interés era un rico criollo cubano. Este hizo un buen matrimonio con una heredera chilena, proseguía su narración el viceministro con voz monocorde. En aquel país sudamericano vivió sus primeros años.
Cuando murió el abuelo cubano, se trasladaron a la isla para que su padre se hiciera cargo de las propiedades familiares. Sospechaban que la madre del disfrazado de caballero portugués mantenía contactos con la brujería autóctona, mapuche para más señas, de donde el joven Alfonso María podría haber conseguido sus primeros poderes sobrenaturales.
De hecho, su conocimiento de ciertas artes malignas fue valorado positivamente por el mando militar a la hora de concederle destino, según constaba en su ficha, nos confesó el conde.
El joven destacaba por su gran capacidad de convicción y confianza en sí mismo, además de contar con un envidiable don de gentes, lo que permitía manipular a los demás con relativa facilidad. Según los informes, en Cuba se integró en la Logia Masónica local de la mano de su padre.
Viajó a España y compró el cargo de capitán. Su facilidad para las lenguas y para congeniar con otros pueblos hizo que, desde su puesto en el Estado Mayor, se le encargará de los contactos con los grupos locales de disidentes en Filipinas, lo que logró ayudado por su origen no peninsular y sus conocimientos de brujería, que impresionaron a los nativos. Luego resultaría ser una especie de agente doble.
A la vez que espiaba para el Ejército español, al menos eso era lo que se creía, impulsaba el independentismo filipino como miembro destacado de la organización secreta Katipunan.
Allí hizo un alto en la exposición el viceministro, incapaz de decir el  impronunciable nombre completo del Katipunan.
- Kataastaasan kagalanggalang Katipunan Nag Mga Anak ng Bayan, que se suele traducir como Suprema y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo, aunque otros lo traducen como Suprema Liberal Asociación de los Hijos del Pueblo, formada por indígenas y mestizos –puntualizó el Inquisidor General.
Me admiró su impecable pronunciación del tagalo. Su mirada era más penetrante y aguda que la del conde. Aunque, teóricamente, solo era un coronel, su importancia y, sobre todo, su poder iban más allá de ese mero rango.
– Gracias, coronel. Menudo jeroglífico –el conde prosiguió con la narración de los hechos y suposiciones alrededor de nuestro “amigo” común.
Capitanía General decidió concederle el mando militar sobre las Islas Marianas, conocidas históricamente con las Islas de los Ladrones, nombre que a la postre resultaría premonitorio, mientras que Leopoldo recibía el control sobre las Islas Carolinas, ambos archipiélagos motivo de disputa con estadounidenses y alemanes, para afirmar la soberanía patria sobre las mismas.
Como se sospechaba que podía estar al servicio de alguna de esas dos potencias, por sus devaneos con las fuerzas independentistas, se le envió allí para ver cómo actuaba. Leopoldo le controlaría a través del ordenanza de Alfonso María, encargado de vigilarle y enviar informes sobre él.
Aquella revelación, por completa desconocida para mí hasta ese instante, hizo que sintiera una bola de hielo pegada a las paredes de mi estómago.
Leopoldo siempre me hizo creer que el motivo de concederle esa autoridad había sido otro.
Entendí entonces que lo hizo obligado por el secreto de su misión.
- Y ahora abandonamos las certezas y entramos en el terreno de las hipótesis: no sabemos cómo pero debió descubrir que le vigilaban. Nuestras dudas estriban en si halló algún tesoro escondido en aquellas ignotas islas, pues no eran pocas las expediciones que buscaban riquezas ocultas en aquella región refugio de piratas, o percibió unos generosos emolumentos de una potencia extranjera por alentar la rebelión en nuestra contra –se encogió ligeramente de hombros-. Lo cierto es que decidió, al fin, no servir a nadie más que a sus propios intereses. A partir de ahí soliviantó a los chamorros, nativos de las Marianas, haciendo que estos se rebelarán. Ya les digo, no sabemos todavía si para cubrir su huida o a cuenta de alemanes o estadounidenses. Las consecuencias de su traición las conocen sobradamente: masacraron a la pequeña fuerza española, mientras Alfonso María pedía refuerzos a Leopoldo, su sobrino, por telégrafo para sofocar la revuelta, enviándole de cabeza a una trampa.
Por primera vez vi removerse a don Alejo en su asiento con cierta inquietud. Ese recordatorio del pasado le hizo volver el pensamiento hacia su sobrino enfermo.
Bastante tenía yo también con mis propias pesadillas para que aquel político gordinflón, que no había visto más batallas que las de los cuadros que decoraban su despacho, me siguiera importunando con lo que más deseaba olvidar. Pero, claro, ese era un peaje que debíamos pagar en nuestro camino en busca de la verdad.
Tras aquella breve pausa del viceministro, aprovechada para observar el efecto que causaba su relato en nosotros, juntó los dedos de las manos en un gesto monjil, y se dispuso a encarar la parte final de la historia.
- Ante el temor que Alfonso María huyera o tramara alguna nueva traición, y contraviniendo la lógica que sería esperar refuerzos de las Filipinas, a cuya Capitanía inmediatamente pidió socorro, su sobrino decidió embarcar a sus hombres hacia Guam. Él sabía lo que estaba en juego y se comportó como un héroe. Allí, bien… resulta ocioso recordar hechos tan dolorosos para todos.
- Fue un milagro que sobrevivieran –dijo el coronel con aire de admiración.
No respondí. Para qué. Eso mismo nos lo habían dicho innumerables veces los voceros del patrioterismo. Luego fue una desagradable sorpresa que aquellos mismos fariseos nos pagaran esa sangrienta gesta con el más ignominioso de los olvidos.
Me lo callé, por supuesto. No me apetecía escuchar más falsas excusas de aquellos jerifaltes.
- Desde entonces se le perdió la vista. De hecho, al no encontrar su cuerpo, se le daba oficialmente por desaparecido.
- Hasta ahora –no pude callarme-. ¿Y ahora qué? ¿Qué hace aquí ese traidor?
- Ojalá lo supiéramos –dijo el conde-. De eso se trata ahora. De averiguar qué pretende en realidad ese bellaco.
- Y de capturarlo –afirmó con tono tajante el inquisidor-. Sin importar a qué precio.

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