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l viceministro del
Ministerio de Ultramar, don Esteban Freyre Benjumea, conde de Campo Sagrado, grande
de España de primera clase, con un monóculo que le confería un cierto aire prusiano
y arrogante apostura, estaba sentado tras un enorme escritorio pulcramente
ordenado.
A su
lado, de pie, un coronel. Era don Félix Tárraga Argüelles, cuyos ojos vivaces y
brillantes denotaban astucia y valor. Golpeaba rítmica y suavemente una fusta
contra la pierna. Combinaba su guerrera negra con alzacuellos, con pantalones y
botas de montar. Se trataba, ni más ni menos, que del famosísimo oficial al
mando del Real Cuerpo de Inquisidores, Brujos y Artes Mágicas, dependiente del
Ministerio de Interior. Aquel sacerdote-soldado despachaba directamente con el
Rey, y tan solo a él y al Papa Borgia rendía cuentas.
Al
entrar sentí la tentación de cuadrarme. Recordé al punto que ahora yo pertenecía
a la clase de los paisanos, una vez licenciado del servicio, así que adopté una
especie de posición de descanso, más informal que la de un militar, un paso por
detrás de don Alejo, sentado cómodamente en un sillón Luis XIV.
El conde
me miró con intensidad, como si me valorara en silencio. Con dedos finos movió
de forma casi imperceptible una carpeta marrón. En casi todos los documentos
que tenía a mano figuraba el sello rojo de “Secreto” en su portada.
Por fin
se decidió a hablar. Se dirigió a mí.
- ¿Está
absolutamente seguro de que el conocido como Arnaldo Ferreira Lopes do
Nascimento es el oficial que aparece en la foto que nos enviaron al Ministerio
de Guerra?
- Sin
lugar a dudas, vuecencia –asentí con una firme convicción.
- Bien
–esa confianza pareció tranquilizarle-. Siéntese, haga el favor –me solicitó-. Les
pido a ambos su palabra de que todo lo que se trate en esta reunión sea
considerado de carácter confidencial. Nada debe salir de estas cuatro paredes.
- Cuente
con ello –aseveró don Alejo-. Por supuesto –se volvió hacia mí-, hablo por los
dos. Su fidelidad se halla al abrigo de toda prueba.
- Confío
en su buen juicio y su discreción, por supuesto. Cuento, por tanto, con su
palabra de honor de guardar secreto sobre todo lo aquí tratado. In sigilo confidencia –el viceministro
volvía a insistir en el mismo punto, también con latinajos, lo que me irritó un
poco-. Patria y Progreso – volvió a mirarme con un deje de ironía. No moví ni
un músculo al oír el lema de Los Numantinos, aunque debo admitir que me pilló
por sorpresa-. ¿No faltan las palabras Dios y Rey en esa rúbrica? –sonrió
levemente, pero sin el menor atisbo de humor-. Su pertenencia a esa… sociedad
secreta, ¿supondrá algún problema a ese respecto?
- No
tiene nada de secreta. Sus estatutos fueron legalizados. Nuestra fraternidad está
abierta a todo militar que sirviera en ultramar –intenté buscar las palabras
adecuadas, como el funambulista se balancea para conservar el equilibrio.
Me daba
cuenta, tal vez un poco tarde, que trataba con auténticas serpientes, más
venenosas que las de las selvas filipinas.
- Sabrá
usted que bajo la apariencia de cofradías, gremios y otros pretextos, legales o
no, se enmascaran sociedades que osan desafiar al orden establecido. Al
gobierno de Su Majestad le disgustan en particular aquellos que se entrometen
en sus intereses. Sería ocioso recordar revueltas cometidas so pretexto de
defender la figura real, como el motín de Esquilache. El Rey no permitirá otra revolución
como La Gloriosa que conduzca a su derrocamiento, tal como sucedió con su
madre. Está inoculado contra los revolucionarios y sus instigadores.
- Yo
solo formo parte de una sociedad benéfica de apoyo a los veteranos de guerra...
aquellos que por su origen humilde no son admitidos en el Círculo Militar. Y no,
no tendría que suponer el menor problema. ¿Por qué? –dije con tono candoroso,
al menos todo lo cándido que alguien como yo era capaz de entonar sin sonar a
ridículo o a impostado. Eso sí, me escamó que estuvieran tan bien informados
sobre mí-. Si incumpliera mi palabra de guardar secreto sé que acabaría preso
en el Saladero... o algo peor.
- Con
precisión ineluctable, sería conducido al cadalso –dijo con un matiz de
gazmoñería-. Distinguido con una charretera en recompensa de varios osados
asaltos y tres honrosas cicatrices en combate –leía en mi expediente-.
Ascendido a capitán a los veinticinco años. Degradado a sargento dos años
después. ¿Contaremos con su primera versión o sigue entre las sombras de la
segunda?
- Estoy
al servicio de don Alejo. A mí me asusta el deshonor, pero no el patíbulo. Decida usted –repliqué con sequedad.
- De
acuerdo –se conformó tras sopesar la cuestión unos segundos-. Parte de la
historia le es conocida. Permita que no le ahorre algunos detalles en beneficio
de don Alejo –no dije ni mu. Tampoco se esperaba que respondiera.
El conde
comenzó su relato. Alfonso María Ruiz de Arana Cominges, el oficial de la foto
hasta ahora conocido con el alias de Arnaldo Ferreira, fue en realidad un joven
comandante destinado en el Estado Mayor de Filipinas. Así que de eso me sonaba,
pensé aliviado al ubicar por fin aquella maldita cara.
En algún
momento debimos cruzarnos en el archipiélago. Nada más allá de saludos formales
y de compromiso, pues muchos oficiales de buena familia me veían como a un
advenedizo por ser culpable del terrible pecado de ascender a fuerza de valor,
y no de contactos y dinero. A ese punto de bajeza se había rebajado nuestro
otrora honorable ejército en lo que atañe a sus mandos, pensé con tristeza.
El padre
del objeto de nuestro interés era un rico criollo cubano. Este hizo un buen
matrimonio con una heredera chilena, proseguía su narración el viceministro con
voz monocorde. En aquel país sudamericano vivió sus primeros años.
Cuando
murió el abuelo cubano, se trasladaron a la isla para que su padre se hiciera
cargo de las propiedades familiares. Sospechaban que la madre del disfrazado de
caballero portugués mantenía contactos con la brujería autóctona, mapuche para
más señas, de donde el joven Alfonso María podría haber conseguido sus primeros
poderes sobrenaturales.
De
hecho, su conocimiento de ciertas artes malignas fue valorado positivamente por
el mando militar a la hora de concederle destino, según constaba en su ficha,
nos confesó el conde.
El joven
destacaba por su gran capacidad de convicción y confianza en sí mismo, además
de contar con un envidiable don de gentes, lo que permitía manipular a los
demás con relativa facilidad. Según los informes, en Cuba se integró en la
Logia Masónica local de la mano de su padre.
Viajó a
España y compró el cargo de capitán. Su facilidad para las lenguas y para
congeniar con otros pueblos hizo que, desde su puesto en el Estado Mayor, se le
encargará de los contactos con los grupos locales de disidentes en Filipinas,
lo que logró ayudado por su origen no peninsular y sus conocimientos de
brujería, que impresionaron a los nativos. Luego resultaría ser una especie de
agente doble.
A la vez
que espiaba para el Ejército español, al menos eso era lo que se creía, impulsaba
el independentismo filipino como miembro destacado de la organización secreta
Katipunan.
Allí
hizo un alto en la exposición el viceministro, incapaz de decir el impronunciable nombre completo del Katipunan.
- Kataastaasan kagalanggalang Katipunan Nag
Mga Anak ng Bayan, que se suele traducir como Suprema y Venerable
Asociación de los Hijos del Pueblo, aunque otros lo traducen como Suprema
Liberal Asociación de los Hijos del Pueblo, formada por indígenas y mestizos
–puntualizó el Inquisidor General.
Me
admiró su impecable pronunciación del tagalo. Su mirada era más penetrante y
aguda que la del conde. Aunque, teóricamente, solo era un coronel, su
importancia y, sobre todo, su poder iban más allá de ese mero rango.
– Gracias,
coronel. Menudo jeroglífico –el conde prosiguió con la narración de los hechos
y suposiciones alrededor de nuestro “amigo” común.
Capitanía
General decidió concederle el mando militar sobre las Islas Marianas, conocidas
históricamente con las Islas de los Ladrones, nombre que a la postre resultaría
premonitorio, mientras que Leopoldo recibía el control sobre las Islas
Carolinas, ambos archipiélagos motivo de disputa con estadounidenses y alemanes,
para afirmar la soberanía patria sobre las mismas.
Como se
sospechaba que podía estar al servicio de alguna de esas dos potencias, por sus
devaneos con las fuerzas independentistas, se le envió allí para ver cómo
actuaba. Leopoldo le controlaría a través del ordenanza de Alfonso María,
encargado de vigilarle y enviar informes sobre él.
Aquella
revelación, por completa desconocida para mí hasta ese instante, hizo que
sintiera una bola de hielo pegada a las paredes de mi estómago.
Leopoldo
siempre me hizo creer que el motivo de concederle esa autoridad había sido
otro.
Entendí entonces
que lo hizo obligado por el secreto de su misión.
- Y ahora
abandonamos las certezas y entramos en el terreno de las hipótesis: no sabemos
cómo pero debió descubrir que le vigilaban. Nuestras dudas estriban en si halló
algún tesoro escondido en aquellas ignotas islas, pues no eran pocas las
expediciones que buscaban riquezas ocultas en aquella región refugio de piratas,
o percibió unos generosos emolumentos de una potencia extranjera por alentar la
rebelión en nuestra contra –se encogió ligeramente de hombros-. Lo cierto es que
decidió, al fin, no servir a nadie más que a sus propios intereses. A partir de
ahí soliviantó a los chamorros, nativos de las Marianas, haciendo que estos se
rebelarán. Ya les digo, no sabemos todavía si para cubrir su huida o a cuenta
de alemanes o estadounidenses. Las consecuencias de su traición las conocen
sobradamente: masacraron a la pequeña fuerza española, mientras Alfonso María
pedía refuerzos a Leopoldo, su sobrino, por telégrafo para sofocar la revuelta,
enviándole de cabeza a una trampa.
Por
primera vez vi removerse a don Alejo en su asiento con cierta inquietud. Ese
recordatorio del pasado le hizo volver el pensamiento hacia su sobrino enfermo.
Bastante
tenía yo también con mis propias pesadillas para que aquel político gordinflón,
que no había visto más batallas que las de los cuadros que decoraban su
despacho, me siguiera importunando con lo que más deseaba olvidar. Pero, claro,
ese era un peaje que debíamos pagar en nuestro camino en busca de la verdad.
Tras
aquella breve pausa del viceministro, aprovechada para observar el efecto que
causaba su relato en nosotros, juntó los dedos de las manos en un gesto monjil,
y se dispuso a encarar la parte final de la historia.
- Ante
el temor que Alfonso María huyera o tramara alguna nueva traición, y
contraviniendo la lógica que sería esperar refuerzos de las Filipinas, a cuya
Capitanía inmediatamente pidió socorro, su sobrino decidió embarcar a sus
hombres hacia Guam. Él sabía lo que estaba en juego y se comportó como un
héroe. Allí, bien… resulta ocioso recordar hechos tan dolorosos para todos.
- Fue un
milagro que sobrevivieran –dijo el coronel con aire de admiración.
No
respondí. Para qué. Eso mismo nos lo habían dicho innumerables veces los
voceros del patrioterismo. Luego fue una desagradable sorpresa que aquellos mismos
fariseos nos pagaran esa sangrienta gesta con el más ignominioso de los olvidos.
Me lo
callé, por supuesto. No me apetecía escuchar más falsas excusas de aquellos
jerifaltes.
- Desde
entonces se le perdió la vista. De hecho, al no encontrar su cuerpo, se le daba
oficialmente por desaparecido.
- Hasta
ahora –no pude callarme-. ¿Y ahora qué? ¿Qué hace aquí ese traidor?
- Ojalá
lo supiéramos –dijo el conde-. De eso se trata ahora. De averiguar qué pretende
en realidad ese bellaco.
- Y de
capturarlo –afirmó con tono tajante el inquisidor-. Sin importar a qué precio.
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