martes

Capítulo XXVII. La trampa


V
olví a toda velocidad a la mansión. Allí Peralta, el mayordomo, me informó que don Alejo había partido hacía un rato presurosamente. Dos hombres se presentaron en la casa pidiendo con urgencia por él. Le dijeron que si quería recuperar la estatua debía acompañarlos de inmediato. Los mineros que había asalariado para barrenar y desescombrar la montaña habían descubierto indicios de la efigie enterrada, explicaron, lo que hizo que algunos planearan vendérsela al mejor postor en vez de cumplir su contrato.
Peralta le recomendó que me esperase, acostumbrado como yo estaba a enfrentarme a lides similares, pero los sicarios le amenazaron con un ahora o nunca.
- Ya sabe que el señor es muy demócrata en su trato con el prójimo, sin importar su condición social –se justificó el sirviente.
Se fueron en el auto de don Alejo, aunque a los pocos metros de partir lo detuvieron, golpearon al chófer y lo arrojaron fuera del vehículo.
Ahora el pobre conductor estaba acostado, con la cabeza vendada y conmocionado. No recordaba nada de los secuestradores.
Para mi desasosiego tampoco teníamos ni idea de su escondite.
- ¿Pero no estaba aquí el señor Gerónimo Garay? –protesté con voz estentórea.
- Desde que volvimos de Madrid no ha parado por esta casa.
- ¿Quiénes han sido los autores de esa iniquidad? Don Alejo es el mejor y más sabio de los hombres que he conocido –en aquel momento funestos presentimientos vagaban por mi mente.
El portugués, Alfonso María, mejor dicho, una vez más me había ganado por la mano. Lo peor era la sensación de no saber cuál era el antídoto para derrotarlo.
Sentí un acceso de rabia. Mi patrón, entonces me di cuenta cabal, se comportó conmigo tan hidalgamente dándome amparo cuando la desgracia se abatió sobre mí, como el padre que nunca tuve. Con ojos humedecidos, me reproché, me aborrecí por haberle fallado al permitir su captura por nuestros enemigos.
- Ahora nos queda confiar en Dios… y en la policía –concluyó Peralta con voz queda.
- Hace demasiado que Dios no se acuerda de esta casa como debiera. Y de la policía… mejor no hablar. No, ahora nos toca confiar en nuestras propias fuerzas –le di una palmada amistosa en el antebrazo.
Me senté ante la escribanía de plata donde redactaba sus cartas don Alejo para escribir a José Garza, a Gerónimo y a Nuño Sarriá, pidiéndoles que vinieran en cuanto recibieran la nota para preparar el intercambio del patrón por los documentos secretos. Incluso escribí una nota a la Lady pues, como dijo don Alejo en su momento, si realmente era una enemiga cuanto más cerca nuestro estuviera mejor podríamos controlar sus planes.
- Amigo Peralta, encargaos que los destinatarios reciban estas cartas a la mayor brevedad. Ahora tengo otro asunto pendiente que requiere mi presencia inmediata. Si alguno de ellos llega antes de mi regreso, acomodadlo. Confío en no demorarme demasiado –antes de salir me volví de nuevo hacia el mayordomo-. Pensándolo bien, enviad también aviso al inspector de policía Remigio Destral.
Aunque no soy de los que se dejan abatir por los reveses de la suerte, me encaminé a la casa de Coral Saldaña con el corazón encogido.
Supuse que me seguirían, no sabía quién, si las gentes del traidor o de la Lady, pero llegados a ese extremo, perder tiempo en rodeos carecía del menor sentido, sobre todo considerando que Coral estaba en el punto de mira por mi culpa.
Todavía ignoraba la forma de hacernos con los planos demandados para la liberación de mi patrón. Suponía que se guardarían en la caja fuerte, cuya combinación desconocía. ¿Acaso tendría que volarla para hacerme con su contenido?
Caminaba embebido en estas reflexiones cuando llegué ante el edificio donde vivía mi amiga.
Una vez en el portal me guarecí entre las sombras durante unos minutos. Esperé por si alguien asomaba la nariz por allí, preparado para agradecerle a mi manera por sus atenciones hacia mi humilde persona. Cuando me convencí que nadie aparecería ya, subí hasta su piso.
Golpeé la puerta con los nudillos sintiendo la impaciencia roerme las entrañas.
- ¡Ventura! ¿Me has echado de menos? -yo no soy popular por la intensidad de mis afectos, pero sé apreciarlos en los demás. Y lo detecté en la sentida entonación de mi nombre. Ella lo debió advertir, pues prosiguió en un tono más ligero-. Esta breve separación me ha parecido una larga condena.
- Más vale que te echen de menos a que se cansen de ti, me ha tocado aprenderlo a las malas. Chiquilla, tu silueta airosa, la sonrisa luminosa y esos ojos inmensos, criatura celestial, son un regalo para la vista. Suponen un canto de sirena ante el que resulta difícil resistirse, gloria mía –la alegría de encontrarla bien me hizo ser más vehemente, bajando las defensas que guarnecían mis sentimientos.
- Pues tu indiferencia me hacía pensar que me tomabas por una mujer luciferina.
A pesar de las terribles circunstancias que me traían a su casa, no pude reprimir una sonrisa socarrona ante sus palabras.
- No me eches tú de menos. Construyo mi vida sobre arenas movedizas y en ellas me hundo –dije algo turbado-. Coral, entre un hombre y una mujer no puede existir una noble amistad.
- ¡Pamplinas! Eso dependerá de la nobleza del corazón del hombre -me tomó del antebrazo y me hizo entrar.
- Y respecto la mujer, ¿no hay nada qué decir? –repuse con un leve acento de truhanería, intentando olvidar por un momento el motivo de mi visita-. Me alegro de volver a verte, aunque sea a causa de tan macabras circunstancias.
- ¿A qué te refieres? –sus ojos penetrantes pretendían leer en lo más recóndito de mi corazón-. Esto es Granada. Las macabras circunstancias, como tú las llamas, son el pan nuestro de cada día desde que se aposentó aquí El Desollador. Lamento el peligro que se cierne sobre todos nosotros, aunque bienvenido sea porque hace que te preocupes por mí como nunca antes lo has hecho –dijo con la mayor expresión de ternura.
- Fuiste un oasis salvador en mi desierta vida. Jamás permitiré que nadie te haga daño –me concedió una mirada embelesada ante aquella inusitada y sucesiva demostración de sentimiento por mi parte, ajena a la hosquedad con la que amortajaba a mi persona-. ¿Alguien te ha seguido últimamente? ¿Has notado algo extraño? ¿Alguna invitación fuera de lo común?
- Te agradezco el aviso, mas si alguien viene a por mí me encontrará preparada -señaló a un pequeño ser que correteaba por la pared como una lagartija. Salió por una ventana para hacer las veces de vigía-. Ese homúnculo me avisará. Soy una bruja, recuérdalo –me sonrío-. Los inquisidores tienen sus armas; nosotras, las nuestras.
- Conseguirás que la mal llamada Santa inquisición te mande quemar viva.
- Lo tendré a mucho honor… si los clerizontes de la Cruz Verde son capaces de atraparme. Tengo una nota que tal vez te interese.
Abrió el bolso y me la entregó. Leí el texto con suma atención: “El señor Arnaldo Ferreira, marqués de Villamayor de Lerín, le envía sus más atentos y respetuosos saludos y solicita el honor de visitarla a su alojamiento, y de dispensarle el homenaje de su compañía y protección”.
El corazón se me encabritó. La miré buscando una respuesta.
- Mi sexto sentido me previno contra ese hombre. Desdeñé su oferta.
Al punto me relajé, felicitándome de que poseyera esa clarividencia sobrenatural.
- Estás en peligro. Uno de mis enemigos ha amenazado con hacerte daño si no me avengo a razones. A las suyas, claro. Siento haberte arrastrando a tan miserable drama –me excusé por una imprecación arrancada de mis labios por la más justa ira.
- ¿Se puede saber en qué lío te has enredado? Merezco una explicación –demandó toda seria-. No me explicó porqué me puedes poner en peligro.
- Me gustaría que alguien con sentido común arrojara un poco de luz sobre todos misterios que entenebrecen mi vida -accedí tras cavilar si mis revelaciones podían ponerla en una situación más delicada de la que mi inconsciencia la había colocado.
No distraeré al lector con preámbulos y descripciones engorrosas ya conocidas por los capítulos anteriores, pero ignoradas por Coral: le referí la delicada salud de Leopoldo, el robo de la estatua, el incidente en la montaña, los poderes malignos de quien le había hecho llegar la nota de invitación y que porfiaba por destruirnos, la compra de un libro mágico por su parte, la traición de la inglesa. Concluí con que nos chantajeaban con asuntos relativos a la seguridad nacional para liberar a don Alejo.
- La madeja está muy embrollada. Debemos buscar un extremo libre por el que podamos empezar a tirar antes de la próxima luna llena –dije cuando terminé mi relato.
Ella se estremeció, mirándome con ojos escrutadores, acostumbrados a leer en el rostro lo que pasaba en el interior de un hombre.
- Y una vez descubierto el hilo, se viniera a parar al punto donde se encuentra el ovillo, como vulgarmente se dice. Para empezar la búsqueda de ese hilo de Ariadna, ¿de qué libro se trata? –preguntó con aire escamado.
- Solo es un libro –respondí con gesto inseguro-. Creo que se llama Necronomicón –el rostro se le demudó al oír aquel nombre.
- Te estás metiendo en aguas muy profundas. Me pregunto si en verdad sabes cuánto y, sobre todo, cómo volver a salir a flote. Estás al tanto de la epidemia de Cádiz, ¿verdad? –asentí, sin entender la relación-. Algunos muertos fueron mutilados.
- Unos cuerpos infectados… ¿mutilados? Dudo que eso guarde la menor relación con la lucha contra la infección –sus ojos irradiaban espanto, lo que no contribuyó a tranquilizarme-. ¿Necrófagos?
- De alguna manera, sí está relacionado. Con otro tipo de infección, por cierto. En verdad los decapitaron. Afirmaron que esos cadáveres se habían levantado de la tumba –carraspeó enfáticamente- y les habían atacado. En el Libro de Job se dice: “¿Si un hombre muere, volverá a vivir?”. Han dispuesto guardia armada en todos los cementerios. ¿Entiendes?
Recordé entonces cómo en Mindanao se habilitaron camposantos dentro de los acuartelamientos para evitar que los rebeldes arrebataran el alma y convirtieran en muertos vivientes a los caídos por la patria tras recibir cristiana sepultura.
Empezaba a comprender sus temores.
- No debemos temer a los muertos, sino a los vivos –el plácido semblante de Coral se alteró al escuchar aquellas palabras.
- En algunos lugares tan peligrosos son los unos como los otros. Recibí una carta de una amiga gaditana. La revuelta gaditana de la que hablaba hace poco la prensa en realidad fue una masacre para evitar la expansión de la plaga de esos muertos vivientes por la ciudad. El regimiento de artillería que llegó desde Sevilla se empleó a fondo con sus cañones Plasencia para limpiar la zona infectada –calló por un momento antes de declamar como si se encontrara encima de un escenario:-. Y vi en la mano izquierda de quien estaba sentado en el altar el Gran Libro, cerrado por la parte de atrás con siete sellos. También vi a un ángel preguntar con voz potente: ¿alguien se cree digno de desprender los sellos y abrir el libro? Y ningún hombre, en el cielo o en la tierra, o debajo de ella, fue capaz de abrir el libro o tan siquiera de mirarlo. El fin del mundo llegará cuando se abra la Puerta a los Dioses Proscritos –entonó con tono resuelto-. El Necronomicón es la llave de esa puerta.
Sus palabras me provocaron un efecto particular, no tanto por el significado de las mismas, que se me escapaba en buena parte, cuanto por el acento con que fueron pronunciadas.
- Esa información es… terrible. Disculpa mis objeciones, mas todo me suena a superstición. ¿No abultarás los peligros a que nos exponemos?
- Pues yo sí creo en la fuerza de la superstición. El poder de la superstición ha sido uno de los motores de la humanidad. Toma este brazalete –sin darme opción me lo colocó en la muñeca izquierda-. No te lo quites. Este brazo ahora está unido al corazón.
Intenté sacármelo, sin éxito. Estaba sujeto con un encantamiento. El brazalete tomaba la forma de una serpiente de plata. Por un momento me recordó el tatuaje que decoraba mi brazo izquierdo. Era un símbolo defensivo contra maldiciones.
- ¿Para qué sirve?
- Te protegerá. La serpiente es un símbolo de la tierra, el arcoiris del cielo. Entre ambos todas las criaturas deben vivir y morir. Pero el hombre, por tener alma, puede quedar atrapado en un terrible lugar, donde la muerte solo es el principio.
- Ojalá sea capaz de protegerme contra las furias del infierno que se van a desatar sobre todos nosotros.
- ¿No irás a buscar el Necronomicón, verdad? Prométemelo –pidió con voz entrecortada. Ante mi silencio adivinó la verdad.
- Más bien quiero poner las manos encima del infame que lo posee.
- Para el caso es lo mismo. Es peligroso buscar refugio y consuelo en el reino de lo desconocido. ¡Abandona esta empresa! –exclamó con una entonación de temor indescriptible ante mi determinación-. Los Proverbios dicen largo y difícil es el camino que te lleva del infierno a la Luz. Muchos, la inmensa mayoría, se pierden en ese vano intento.
- Jamás creí escuchar de tu boca nada parecido al temor de Dios.
- Siendo capaz como soy de invocar a un homúnculo y a otro tipo de seres, ¿cómo no voy a creer en ángeles y demonios?
Se dirigió a una mesita ubicada en una esquina del comedor. Apartó un jarrón coronado por claveles y geranios, levantó un paño bordado, y quedó al descubierto una piedra pulida. Empezó a acariciarla, a frotarla con movimientos circulares de la yema los dedos.
Al poco unas diminutas hebras de luz azul destellaban a intervalos por las vetas de aquel mineral. Ella se inclinaba levemente sobre el mismo, cambiaba de posición como si viera o buscara algo en su interior. Lo que fuera que buscase resulta invisible para mí.
- Es un cristal predictor, un espejo especial hecho de obsidiana. Lo heredé de una adivina que lo adquirió a costa de su alma, en una noche de truenos, a un espíritu que se le metió por la chimenea –respondió a mi muda pregunta tras levantar la vista de la obsidiana-. Todos los presagios son malos. Habrá una alineación de planetas negativos en el lugar incorrecto y a la hora equivocada -hizo unos signos con los dedos para espantar el mal de ojo-. Si tienes cierta sensibilidad, estarás notando crujir el aire como el papel de fumar, tal vez una presión en los oídos. Las auras también son malas. Abandona, querido, y salva la vida ahora que todavía estás a tiempo. Te lo ruego.
- Yo no tengo más que una palabra y una vida. Y soy esclavo de mi honor. Aunque quisiera, que no es el caso, no puedo. Si muero es porque no era el hombre adecuado para esta misión… pero soy el único dispuesto a enfrentarla.
- ¡Orgullo! ¡Soberbia! El hombre se inmola por vosotros, sin poder escapar de vuestras garras. Monstruos insaciables del averno, ¿qué queréis de nosotros? -con rabia ocultó una lágrima-. No te retirarás, ¿verdad?
- Cuando un hombre está comprometido, sale adelante con su empresa... o muere. Lo que va en ello vale la pena.
Coral salió de la habitación con un suspiro compungido. Al regresar me entregó un papel con una invocación secreta en un lenguaje mágico.
- Es magia negra, escrita con sangre. La mía –llevaba vendado un dedo-. Recaerá un maleficio a aquel a quien entregues esa nota y ponga sus ojos sobre su contenido. Ese malvado al que pretendes oponerte será el rey del mundo cuando abra la Puerta a los Dioses Proscritos. Ese es el pago prometido a quien les franquee la vuelta a la tierra.
- ¿Rey? –cada vez me espantaban más las palabras de Coral-. ¿Rey de qué clase de mundo?
- El de los muertos insepultos, el de los cielos oscuros, de las tierras cubiertas de ceniza –repuso con auténtica congoja-. Un mundo de tinieblas, sí, que regirá acompañado de su reina.
¿Una reina?, me sorprendí para mis adentros. ¿Y si hubiera cortejado a Alicia Falcón con ese fin? ¿Entonces realmente fue él quién se la llevó de casa de sus padres?
Tantos sucesos, y de tal magnitud, ocurridos en tan corto periodo de tiempo, abrumaban mi cabeza.
La vi tan conmocionada que decidí transmitirle una confianza que tampoco yo sentía.
- Esto acabará mal, cierto, pero para ese maldito pecador. Tenlo por seguro. Todo va a ir bien –dije con voz trémula. Nunca se me había dado bien mentir.
- Cuídate, querido... hasta que encuentres a alguien que lo haga –me deseó a modo de despedida.
De repente el homúnculo entró en la estancia. Emitía graznidos espantados. Coral escuchó con sombrío recogimiento aquel idioma gutural.
- Tenemos que salir de aquí. Estamos en peligro.
- ¿Cuál? ¿Qué pasa? –sin perder ni un segundo empuñaba la pistola.
Una piedra impactó con la ventana, astillando los cristales. Estaba envuelta en un papel atado con un bramante.
Una persona giró con rapidez en cuanto me asomé por los restos de la ventana, perdiéndose tras la esquina de la calle.
A pesar de la distancia, sus ojos brillaban con fulgor metálico mientras escrutaban en nuestra dirección. Me pareció descubrir algo familiar en aquella mirada…
Me agaché para recoger el envoltorio del proyectil y ver su contenido.
- Si aprecias en algo tu vida, retírate. Es un consejo de amigo. Último aviso –leí en voz alta la nota.
Tan pronto enmudecí, resonó una explosión en la escalera. Corrí hasta la puerta. Una nube de fuego ascendía por el hueco de la escalera.
Coral me observaba desde el zaguán.
- ¡Sacristi! –las ventanas de su casa eran del tipo ajimez: la columna en medio del arco nos impediría deslizarnos por la fachada. Solo nos quedaba subir-. ¡Vamos! –dije con premura mientras extendía la mano hacia ella.

miércoles

Capítulo XXVI. Ultimátum



L
legué casi echando el befo a la Bodega de Darío, el lugar de la cita consignado en el billete ensangrentado. El dueño, al verme entrar, me hizo una seña alzando la barbilla mientras secaba vasos. Me remitía a un cenador del fondo, en una zona de penumbra, separado de las demás mesas por unos biombos.
Un tipo malcarado me esperaba acompañado por dos jarras de vino y un par de cangilones para acomodar nuestras libaciones. Inclinó la cabeza hacia mí. Me presenté ante él tocándome el ala de sombrero.
Al acercarme su cara me resultó conocida. Se había afeitado la barba y recortado el cabello, pero era el hombre que me contrató para escoltarlo con motivo de las dichosas acciones, que luego resultaron ser falsas. Me lo confirmó la expresión desdeñosa de sus gruesos labios, de los cuales el inferior se veía habitualmente caído, revelando un cinismo a toda prueba.
Antes de sentarme enfrente de él ya me había llenado con generosidad un cangilón de vino. Tras beber se limpió la boca con el dorso de la mano.
- ¿Le importa si le acompaño? –pregunté con tono mordaz.
- ¡Por favor! Está en su casa –sonrió con aire sutil.
- Cualquiera diría que tratáis de achisparme –protesté sin mucha fuerza.
- ¡Bah! El patrón me ha asegurado que se trata de vino de su propia reserva y como tal me lo ha cobrado. Dos botellas me trasiego yo con cada comida. Pero si no puede, traiga acá…
- ¿Pues no de he poder? –dije antes de empinar el codo y sin quitar el ojo de encima a aquel tunante, que respondía a mi interés por su persona con una sonrisa de desdén.
- ¿Tiene lumbre? –un cigarrillo esperaba ocioso entre sus dedos.
- ¿Cómo ha dicho que se llama? No me resulta grato discutir con un borracho desconocido –pregunté mientras le acercaba una cerilla al cigarro-. Si no recuerdo mal, cuando os conocí vuestra gracia era Claudio Barboza. ¿Qué pasaría si me levantara y dijera a voz en grito quién es en realidad? O mejor, que le entregara para cobrar la recompensa que ofrecen por los autores de la estafa con las falsas acciones de las Minas del Cuzco.
- Mi nombre no le interesa –me sirvió de nuevo de una jarra de vino especiado-. Cierto tipo de detalles son irrelevantes por completo. Nada de preguntas… ni de buscar respuestas. No le importan un ardite. Y no insista en sus amenazas. Descubrirá no solo que resultan inservibles, sino que pueden volverse en contra de sus intereses como en breve le explicaré –contempló despreciativo a su alrededor-. ¿Así que es en este notable establecimiento donde se reúne su banda? –preguntó con maliciosa entonación.
De sobras debía saberlo, no obstante, cuando su osadía le llevaba a citarnos aquí. Una provocación y una muestra de su fuerza, entendí.
- Para qué me habéis hecho venir aquí –tampoco yo le iba a dar el gusto de satisfacer su curiosidad.
- ¿Por la calidad de esta bodega, tal vez? –rió con regocijo-. La nota ha surtido efecto. Luego debéis imaginarlo.
- El estrecho recinto de mi cerebro me impide usar la imaginación. Seguro sabréis iluminarla con vuestra sabiduría –sus ojos adquirieron una expresión burlona ante mis excusas.
- Mi principal está impresionado por cómo descubrieron su autoría en el negocio que antes mencionasteis –dijo formalmente. Callé que, a veces, la casualidad es madre de grandes acontecimientos-. Se ve a la legua que sois un superviviente, un buscavidas. Vuestro sitio está con vuestros iguales. Nosotros. Abandone el bando equivocado.
- Entonces no hay cuidado: el señor portugués está en el negocio.
- ¿Cuál negocio? ¿De quién me habla? Si usted no se explica... –añadió fingiendo la mayor sorpresa y la más completa ignorancia.
- Pero, hijo, si usted no me entiende, perdemos el tiempo pegando la hebra. No andemos con andróminas entre nosotros –repliqué e hice ademán de levantarme. El otro hizo un signo con la mano para que aguardase-. ¿A quién deberé rendir pleitesía? Ah, sí, un tal marqués de…
- Eso es mucho suponer sobre algo que no os incumbe –me cortó con tono hostil.
- Pues lamento inmiscuirme. Será porque creo que sí me incumbe y también me importa.
- Cada uno es dueño de hacer de su capa un sayo. Alguien que mostrará una honrada comprensión hacia vuestras debilidades y proveerá para complacerlas. Con eso tenéis más que de sobra. ¿Qué más se puede pedir?
- Si tanto os interesan mis asuntos y lealtades, primero limpiaos las legañas. Con sus antecedentes, no me inspira usted ninguna confianza. Y menos, quien usted representa.
- El sentimiento es mutuo. Pensadlo bien –insistió con tono meloso y zalamero-. ¿Tenéis la entrada a mano? No quisiera ensombrecer vuestra vida y sé que lo que os diré romperá vuestro noble corazón –se chanceaba de mí-. Disgustarnos acarreará consecuencias poco agradables… como desfigurar a vuestra concubina Coral Saldaña con aceite de vitriolo. No, no la tenemos prisionera –sonrió como un ladino-. No hace falta. En cualquier momento podemos ejecutar nuestras advertencias.
- Es una mujer de mala vida que vende su cuerpo a cualquiera –mentí con la intención de salvaguardarla de aquellas malas bestias-. Esa clase de chicas son aves de paso y carecen de carácter. Tengo todas las costumbres… menos las buenas –solté una desapacible carcajada.
- Se me olvidaba, por cierto… a vuestro amo en estos momentos se le están prodigando todas las atenciones de nuestra hospitalidad –anunció con un aire de satisfacción semejante al de un banquero que cuenta la última pila de duros.
- ¿Quiere jarana? Pues le juro que la va a tener –le amenacé con voz reconcentrada y los labios contraídos por la ira. Aquella noticia me había caído como una bomba.
- El suplicio de Cristo no fue nada en comparación con lo que le espera a usted y sus amigos en caso de negarse a satisfacer nuestras exigencias. Puede obedecer a la fuerza o a la simpatía. Usted elige.
- Yo asumo mis responsabilidades sin miedo alguno.
- Pues a veces conviene tener miedo. Sobre todo si le interesa conservar la vida.
Por el camino del enfrentamiento no llegaría muy lejos, raciociné. Decidí proceder como él. Entre gente de su ralea no cabía más lealtad que la dictada por la propia conveniencia. Esos bastardos se toleraban y convivían en la armonía que les imponía la mutua necesidad. Él podía cambiar de amo con la misma facilidad que otros mudaban la camisa.
Como otros seres de su especie, reunía a la bajeza de sentimientos una ambición desenfrenada. Por ahí incidiría, decidí.
- Sin duda conocéis el prestigio de don Alejo, así como su relajada posición. Os ofrezco en su nombre quedar limpio de todo delito cometido hasta ahora y una espléndida suma de dinero si le ayudáis a escapar. Con vuestros actuales amigos solo os espera un futuro aciago.
- Ya os he dicho que el señor García-Pedreño está en nuestro poder. Es divertido veros jugar una partida de cartas sin ningún triunfo en la mano.
Sentí la tentación de infiltrarme entre aquellas gentes. Me contuvo el temor a que mi traición fuera pronto descubierta y las consecuencias de ello derivadas, en particular para don Alejo, terribles.
- Os lo advierto. No acepto jugar con las cartas marcadas y nunca voy de farol -le advertí.
- La compañía es grata, pero a este paso de aquí no vamos a sacar nada, más allá de una cabeza espesa a causa del vino –sacó un sobre de un bolsillo interior de la chaqueta y lo depositó ante mí-. Abridlo. Descubriréis que nosotros tampoco jugamos de farol.
Me quedé pasmado. En un papel aparecía escrito mi nombre completo. En Granada solo conocían mi auténtica identidad don Alejo, Leopoldo y Gerónimo.
O habían torturado al patrón para que lo desvelara o contaban con contactos en los ministerios.
- Me gustan los hombres que anteponen el dinero a los principios. Son fáciles de entender y más fáciles todavía de manejar –sonrió como un ladino.
- Dicen que la fe quebranta las rocas –repuse con tono jocoso, aunque por dentro empezaba a acosarme un temor vehemente.
- Ahora se trata de quebrar sus absurdos escrúpulos para que se pliegue a nuestros intereses. Espero que no le parezca vulgar que le sugiera que encuentre alguna forma de vencerlos.
- ¿Me toma por un vulgar ratero? Pondré todo lo posible y lo imposible de mi parte para defraudaros.
- Os mostráis poco razonable. Pero cada hombre tiene su precio, y mi señor posé el dorado talismán a cuya fuerza nadie se resiste. Escriba una suma –me alcanzó un papelito-. Os será pagado en el plazo máximo de dos días.
La rabia convirtió mi estómago en una caldera ardiente.
- ¿Me ofrecéis un enjuage? –me encrespé ante aquella componenda-. ¡No, y mil veces no, por cierto! O senhor Ferreira desconhece as leis da honra? Por cierto, ese no es su apellido, ¿verdad? Don Alfonso María Ruiz de Arana Cominges, ahora estamos a la par, no tiene dinero suficiente para comprarme –el otro no pudo ocultar su sorpresa al descubrir que la identidad de su jefe no era un secreto para mí-. No desde lo que sucedió en las Islas Marianas –me quité el guante, lo arrojé en la mesa y le mostré los dedos mecánicos que me fabricó don Alejo para recuperar la mano mutilada-. Intentó matarme una vez. Tenemos una cuenta pendiente. No perdono. Y tampoco olvido. Dígaselo tal cual.
El maldito dolor de la mano, de esa extremidad inexistente aunque el dolor que sentía era del todo real, me recordaba que las heridas del pasado seguían sin cicatrizar.
- Ya veo que usted no nació para la carrera diplomática. No solo habéis hecho una elección equivocada. Además, es peligrosa. Incluso mortal. Os previne –concluyó mi rival con tono de decepción.
- Tal vez creyera vuestro amo que el tiempo transcurrido le concedería la impunidad que anhelaba. ¡La férrea mano del Destino o de la Providencia lo ha conducido hasta mí de nuevo! –sentí circular por mis venas un caudal de fuego.
- Esto os sobrepasa, iluso. Tenéis las mismas oportunidades que una rata en una tina de alquitrán.
- Hasta al mejor cazador se le escapa alguna pieza –le advertí mientras me levantaba-. Y algunas hasta se revuelven y derriban al cazador. Os prevengo.
- A la postre el ratón será comido por el gato. Siempre. Antes de la próxima luna llena las campanas tocarán a muerto. No lo dude.
Recordé entonces la profecía de la gitana: todo concluiría en la siguiente luna llena.
- Tiene usted mucha cachaza para amenazarme así. Todavía no está todo perdido para nuestra causa ni tienen la victoria asegurada.
- Esa es su opinión –sonrió con escepticismo-. Una opinión errónea. La vana ilusión de un orate.
- No. Es un hecho –repliqué con severidad glacial-. No dudéis tampoco que la próxima vez que nos encontremos os despellejaré como a un conejo. Yo me tomaré cumplida venganza. Esto es tan cierto como que el sol saldrá y se pondrá cada día hasta entonces y por los siglos de los siglos.
- ¿Estáis seguro de eso? –sus ojos brillaban con fulgor metálico a la luz mortecina de las bujías-. No defraude su buen talento fiándolo todo a un milagro, pues no existen. Tened cuidado. En breve Dios se esconderá tras el horizonte. La Oscuridad se aproxima y engullirá a todo el que se le oponga. ¿Os asusta mi advertencia? Se os ha quedado cara de niño de teta. Si despreciáis el oro, tal vez tengáis más aprecio a conservar el alma intacta.
- Erráis. No es miedo, sino asco lo que me producen vuestras hablillas de vieja para asustar a los niños. Alzo mi copa a la salud de las almas torturadas y de las causas perdidas.
- ¡Pobre estúpido! No sois más que figuras de un espectáculo de linterna mágica. Figuras que desaparecen en cuanto se apaga la luz. Ese es el terrible destino que os aguarda.
- Si os obstináis en llamar a la puerta del Diablo, alguien, tarde o temprano, os la abrirá… antes incluso de lo que esperáis –saqué la pistola y la deposité con estrépito sobre la mesa.
- Podéis golpearme, torturarme, hasta matarme. Eso no cambiará nada. Ni siquiera obtendríais una confesión por mi parte. Todos vuestros esfuerzos se quedarán en agua de borrajas –rió entre dientes-. Desconozco dónde custodian a vuestro amo –se solazó al ver mi gesto de frustración-. He sido demasiado tolerante con usted. Escuchadme con atención –demandó con voz imperiosa-. Mañana nos entregaréis los planos de la aeronave diseñada por el equipo de ingenieros de don Alejo. Recibiréis aviso de dónde y cuándo.
- ¿Se os ofrece algún otro capricho? –bramé de puro odio-. ¿Qué os traiga el vellocino de oro también?
- Pese a lo que cree, usted es como los demás. Ni escucha, ni aprende. No tiene ni idea de las fuerzas con las que va a tratar. Le haré el cumplido de ser sincero: muéstrese solícito y colaborador sin reservas. Entonces, y solo entonces, todo podría acabar bien.
¿Bien para quién?, pensé enrabietado.

martes


CAPÍTULO XXV.-   UNA  NUEVA  DECEPCIÓN


U
na vez de vuelta en Granada, tenía una cita ineludible. Debía acudir a la casa de los Cohen, y presentar mis excusas por no haberles visitado tras mi regreso de Cádiz. Las cosas casi nunca son como queremos y mucho menos como nos las habíamos imaginado.
No procedía retrasar por más tiempo aquel encuentro, a pesar de ello.
Viendo el cariz de los últimos acontecimientos parecía de todo punto recomendable tomar todas las precauciones posibles para evitar ser seguido. Algunos dicen que el que no es de fiar, desconfía de todo el mundo. Yo les respondería que la imprudencia suele ser el preludio de la calamidad.
Cuando me disponía a acceder a la vivienda desde el terrado, por el rabillo del rojo atisbé una sombra. Salida de la nada, se me abalanzó por la espalda. Sin tiempo para reaccionar, sentí el frío tacto de un cuchillo en el cuello.
Ahora sí que voy servido, temí. No hacía más que salir de un fuego para caer en otro incendio más abrasador, pensé en un arrebato de fatalismo.
Sara apareció de repente e intercedió por mí en una lengua que había oído solo una vez con anterioridad y hacía muy poco tiempo. La presión del acero desapareció como por ensalmo.
Me giré para descubrir a uno de los dacoits de Lady Margaret. El esbirro se retiró hacia su escondrijo sin abrir boca.
- Me alegro de veros. Disculpad, eso sí, el recibimiento. Como nos anunciasteis en su momento, hay malas gentes que nos buscan con las peores intenciones –contó la señorita Cohen muy de ligero-. Pasad, por favor.
- ¿Quién es ese hombre? Salta a la vista que ese guardián no es hebreo ni tampoco español –indagué con el mayor tacto posible.
- Ha llegado a la ciudad una vieja amiga de nuestra familia. Una inglesa. Conocedora de nuestros actuales problemas, nos ha enviado algunos de sus custodios –me confesó mientras franqueábamos el umbral de su hogar.
- Qué feliz coincidencia –no sabía si casualidad y mucho menos feliz, pero quería averiguar cuanto pudiera sin levantar sospechas-. En estos momentos también ando en tratos con una dama británica. Lady Margaret Lytton-Hewit.
Se le formó una ligera contracción en el entrecejo de la joven a causa de la sorpresa.
- Sentaos, por favor –me señaló un canapé-. Resulta que ambos contamos con una amiga común –me escanció un vaso de vino kósher, recibido con gratitud pues aquella declaración me había dejado más frío que un carámbano.
Me relató que pidió ayuda a la dama cuando recibió una nota suya anunciándole su presencia en la ciudad. Yo había partido, no había forma de contactar conmigo, y ellos sentían la necesidad de recibir protección a prueba de amenazas y chantajes tras el ataque recibido por su padre.
- ¿Sería descortés por mi parte preguntar cómo se conocieron ustedes? –pregunté con la mejor cortesía.
Bajó ligeramente los ojos y un vivo color de escarlata iluminó sus frescas mejillas.
- Ignoro qué intimidad existe entre ustedes. Solo puede deciros, sin faltar a su confianza, que colaboré en la recuperación de su madre –dijo con prudencia.
- Conozco por encima el tema de su enfermedad. En parte ella está aquí por eso. El sobrino de mi patrón también padece una dolencia similar. Nuestro empeño ahora se centra en buscarle una cura a la mayor brevedad. Siendo como decís, mi jefe estaría muy interesado en contar con vuestra opinión y experiencia.
- Podéis contar con ello –la inflexión de su voz revelaba un alma sincera-. Ya sabéis que tengo con usted una deuda de gratitud por haber salvado a mi padre.
Mis dedos callosos la tomaron de las manos con la mayor dulzura posible.
- Y creo recordar que os dije que nada me debíais –ella se dispuso a protestar, pero chisté rechazando sus razones-. Pero si insistís, sabed que el enfermo es mi mejor amigo. Ayudadlo y seré yo quien os compre esa deuda.
El ruido de una llave nos interrumpió. Acababa de llegar Baruch Cohen. Detrás de él atisbé a otro de los dacoits que debía haberle servido de escolta en su salida.
Me levanté para saludarlo.
- A la paz de Dios –le salude con tono ceremonial.
- Venga usted con Él.
- ¿Cómo estáis, señor Cohen?
- A días… Estamos, que no es poco para los tiempos que corren –contestó con una sonrisa melancólica-. Una agradable sorpresa tras venir de la sinagoga –me dio la mano- Sois siempre bienvenidos en nuestra humilde morada.
- Me honráis, señor, pero esta no es una visita de cortesía, pues hace tiempo debió de consignarse. Entiendo que la pérdida del Libro de Firmas, pese a mi entrega a la persona designada por usted, y la demora en presentarme, les haya hecho abrigar dudas sobre mi persona –le entregué el recibo que me dio Samuel Leví en su casa de Cádiz-. Sin embargo, atado por la palabra dada, no puedo desvanecer dichas dudas sin faltar a mi honor. Apelo a éste, presente en mi proceder el día que nos conocimos, para rogarles su consideración y asegurarles que mi retraso fue obligado por las más perentorias obligaciones. Obligaciones en parte compartidas con nuestra común amiga inglesa, como ella podrá corroborar sin lugar a dudas.
El anciano hizo un gesto con la mano, negando tal necesidad.
- Dios nunca tiene los oídos cerrados para los hombres de bien que practican la caridad y no sienten los sobresaltos de una conciencia poco saneada. Por tanto, sus siervos intentamos imitar su ejemplo. Además, hemos tenido tiempo para indagar sobre usted –anunció con una sonrisa jovial-. Es bien conocido por su alto sentido del deber al servicio del señor García-Pedreño y Villaescusa. Estoy convencido que ese sentido prevalecerá sobre cualquier otra consideración.
- A pesar de todo no me presento con las manos vacías –saqué el Libro de Firmas que recuperé de manos de Ginés Mairena, el gitano, en la mansión de nuestro enemigo-. Una compensación, espero.
Baruch se felicitó por su aparición.
- Debe ser el libro robado al banquero de Madrid que le denegó el dinero por sospechar que había falsificado las cartas de crédito... y que por ello apareció muerto –sacó una lupa, demoró la vista unos minutos en varias páginas, hasta descubrir unas casi imperceptibles raspaduras con el fin de pasar por buena una firma falsa-. Mis sospechas eran fundadas.
- Por lo que he averiguado en estos últimos tiempos sobre el falsificador, supongo que habrá preparado otro ardid para conseguir fondos y mantener su organización criminal. Necesitamos, por tanto, atraparlo cuanto antes. ¿Puede describirme al hombre que solicitó el dinero?
- Lo intentaré.
- Por Dios, no. No lo intente, se lo ruego. Debe lograrlo.
El anciano se concentró durante unos segundos antes de referirme la fisonomía del estafador. Convencido que se trataba del portugués, le mostré una copia de la foto de los oficiales que había en la habitación de Leopoldo.
- A tenor de su descripción, ¿diría que es alguno de estos hombres? –con un revoloteó de la mano sequé un ligeré sudor que me rezumaba por la frente. El dedo ganchudo de Baruch se detuvo sin titubeos sobre la efigie de Alfonso María-. Gracias por su inestimable colaboración. Ahora me retiro. Asuntos urgentes me reclaman en otra parte.
Sara me acompañó hasta la puerta. No podía despedirme sin antes volver a pedirle ayuda para curar a mi amigo.
- Necesitamos desesperadamente sus conocimientos y su experiencia para destruir la maldición que se abate sobre Leopoldo.
- Cómo podría negarme a ayudar a quien tan generosamente defendió a riesgo de su vida la persona ultrajada de mi padre. Prepararé los conjuros y las pócimas que contribuyeron a la cura de la madre de Lady Margaret.
- Le suplico que no vuelva a recordarme el lance de su señor padre –al ver su rostro límpido no pude por menos que pensar que la belleza de Alicia y de la noble inglesa termina por desvanecerse, pero la bondad natural de Sara perduraría por siempre.
- Debo recordarlo, y le bendigo por ello –me dijo con tono conmovedor.
Le besé la mano y partí raudo, pues los acontecimientos se aceleraban.
Tomé el camino más corto en dirección a la casa de don Alejo. Debía  advertir a todos que la Lady era una traidora. Hasta los informantes en Inglaterra de don Alejo le habían mentido, lo que me llevaba a barruntar si no se trataría de una agente al servicio de la Inteligencia británica.
La conversión en una desoladora certeza de lo que hasta entonces había sido una sospecha, no contribuía a mejorar mi estado de ánimo. Más bien al contrario. Demostraba que cada vez quedaban menos personas, incluso entre nuestros teóricos aliados, en quienes confiar.
¿Qué interés movía a aquella mujer? La excusa de encontrar una cura para su enferma madre había quedado invalidada. Sara había desvelado que ella fue la sanadora. ¿En qué más nos habría mentido, entonces? ¿Qué pretendía, en realidad?
Un mozalbete se me acercó nada más salir de la casa de los Cohen.
- Me han dicho que le entregue una nota –anunció con voz cristalina.
Partió corriendo antes que pudiera abrir la boca siquiera.
Era una entrada para una sesión del teatro donde actuaba Coral. Estaba manchada de sangre. Había escrita una dirección y una hora.
Corrí hacia allí como alma que lleva el diablo.
Parecía que las desgracias se negaban a venir de una en una.

viernes

Capítulo XXIV. El peligro siempre acecha


D
espués de la entrevista en el Ministerio de Ultramar, nos dirigimos al de Instrucción Pública, donde don José de Echegaray esperaba al patrón para conferenciar sobre cuestiones técnicas relativas a su ingenio aéreo. Terminamos en el Palacio Real. Don Alejo había sido convocado a una audiencia reservada con Alfonso XII, con quien departió unos veinte minutos tras el regreso del monarca de su descanso veraniego en el Real Sitio de San Ildefonso.
Las arrugas de la frente de don Alejo denotaban preocupación cuando subimos al auto que debía conducirnos hasta la estación de Atocha.
- El Rey me ha prometido un marquesado por los servicios prestados al país, acompañado de la gran cruz de Carlos III. En breve aparecerá publicado el nombramiento en la Gaceta –dijo sin la alegría que se podía esperar ante un notición de tal calibre-. Enviará un regimiento de granaderos para aumentar la vigilancia en los astilleros de Granada. Como dijo el conde de Campo Sagrado, todo queda en un segundo plano ante ese proyecto.
- ¿Incluso Leopoldo? –aventuré a preguntar, intuyendo por dónde iban los tiros-. Usted siempre ha contado con la gracia del Rey.
- Todo. Incluso él –dijo con voz cascada. Un rictus de dolor cruzó su rostro-. Las órdenes del rey, nuestro señor, deben ser puntualmente ejecutadas. No queda más remedio que obedecer. Y seguir porfiando por el restablecimiento de mi sobrino.
- ¿Nos fuerzan a comportarnos como Guzmán el Bueno por el bien de España o por el suyo propio? –declamé con fiereza-. ¿Qué lealtad se espera de nosotros cuando se nos reclama el sacrificio de un ser querido? Una lealtad comprada con prebendas –casi escupí con desprecio.
- Como militar que fuiste debes ser el primero en entenderlo y acatar las órdenes. Al rey no se le desaira ni se le cuestiona –de ser siempre así, este país sería una plácida balsa de aceite, me dije para mis adentros, y no la olla en ebullición en la que se había convertido-. A veces, servir a los demás es una forma de servirnos a nosotros mismos –concluyó de forma críptica.
- ¿Realmente es tan importante ese arma? –mi interlocutor se encogió de hombros.
- Yo no la diseñé como tal. En sus orígenes era una nave de transporte: correo, mercancía, pasajeros. Proveería el comercio con las colonias. En la corte lo vieron de otra manera... el medio ideal para sustentar sus sueños imperiales. El rey quiere figurar en letras de oro en los libros de Historia, y esta solo la escriben los vencedores. Para conseguirlo la erizarán de cañones y munición, un crucero de los cielos. El Leviatán del aire, ya oíste antes al conde. Hasta la Real Fábrica de San Fernando construye algunas partes mecánicas del aparato, a pesar de estar centrada en los autómatas mencionados por el viceministro, creados nada menos que por Jaquet-Droz III.
Asentí en silencio. Ningún gobierno podía desaprovechar semejante ventaja. La escena internacional era de por sí bastante compleja como para desestimar aquel as en la manga: ¡el dominio de los cielos!
- Ante el temor de que otros países construyan un ingenio similar al nuestro se nos pide que la construcción se acelere. Prioridad absoluta –me miró fijamente-. Es más, se pretende, nada menos, que mi navío aéreo constituya el embrión de la futura Armada Espacial. Si fructifica, el rey me premiará con el Toisón de Oro –no pude evitar mirarle de hito en hito-. Sí, hijo, como bien sabes estamos en medio de un polvorín a punto de estallar por los enemigos de las Españas. No podemos andar ni un paso por detrás de quienes buscan nuestra ruina…
Concluyó con un hilo de voz, imaginé que usando las palabras del propio rey para justificarse.
- ¿Ese crucero podrá surcar las estrellas? ¿Con la cavorita?–pregunté con un deje de incredulidad.
- Ese es un invento propio de los folletines de aventuras científicas de Pérez Galdós. No, hijo. Las surcará con las modificaciones de diseño necesarias y empleando la adecuada combinación de propulsión aérea iónica, electrogravedad y fluidos electrodinámicos, sin la menor duda. Igual que hoy un submarino navega bajo el mar esa nave llegará a viajar por el cosmos.
- Resulta prístino que, como anunciaba la prensa, los franchutes ya están en el empeño del dominio del éter gracias a los inventos de ese Julio Vernes. Y detrás de ellos vendrán los británicos y quién sabe cuántos más. Todo esto parece increíble.
- Apreciado Ventura, lo que hoy nos parece increíble, mañana puede ser algo trivial –sus grandes ojos chispeaban con un fulgor eléctrico. Tras una breve pausa, prosiguió con tono de acendrada gratitud-. Sé que, de alguna manera, siempre te has sentido responsable de la desgraciada situación de Leopoldo –parecía que había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa, pensé a la expectativa de sus palabras-. Pues bien, libérate de esa carga. Nunca nos debiste nada por ello. Si no tienes bastante con las explicaciones del viceministro, en este momento te eximo de cualquier compromiso que bienintencionada y equivocadamente todavía pudieras sentir. Tampoco tomes en consideración sus ofertas. Yo te doblaré el pago de aquella pensión.
- No me importan las órdenes del rey, ni las limosnas ofrecidas por el conde. Para algunos puede ser fácil dejar de cumplir lo que a otros se promete, pero lo que uno se jura a sí mismo... Hay lazos que me atan a ustedes. La lealtad, por ejemplo. La gratitud, también.
- Exalto tu ejemplar conducta, mas no seas loco, hijo. En el horizonte se atisban graves peligros. En nombre de la amistad con la que nos honras, no arriesgues más de lo que ya lo has hecho. No consentiré que asumas sacrificios que solo me corresponden a mí.
Aquellas palabras resonaron en el fondo de mi alma, causándome una momentánea sofoquina.
- ¡Pues no faltaría más! Me conduelo de vuestra situación y me abochornáis dejándome al margen en este momento, por favor. En nombre de esa lealtad que os profeso, pienso llegar hasta el final. Cumplo un deber de conciencia.
Se acercó hasta mí, dándome un abrazo. Apenas pude articular palabra. En aquel momento, y por primera vez, sentí el calor que un hijo suele recibir de un padre.
No sabía a ciencia cierta como ayudarle a pasar ese trago. Lo que sí tenía claro es que no lo dejaría solo.
Con el arranque de la casa de vapor ambos enmudecimos, intentando penetrar en las tinieblas que escondían lo que nos deparaba el futuro.
Un futuro lleno de incertidumbres y, como acaba de señalar el patrón, preñado de peligros.
Don Alejo se mostraba taciturno, incluso hosco tras nuestra conversación. El “cueste lo que cueste”, orden del propio rey, podía implicar incluso el sacrificio de su sobrino. Yo tampoco estaba de mejor humor tras las revelaciones del viceministro.
La misión de Leopoldo como gobernador, en colaboración con el ordenanza del traidor, que fue encontrado colgado con un cartel que ponía “Judas”, ese detalle no lo había revelado el viceministro, era vigilar a Alfonso María. Así, Leopoldo se aseguró de llevarme con él cuando fui degradado de capitán a sargento por golpear a un comandante, y no fue Leopoldo quien me siguió al destierro al que fui condenado para protegerme de mí mismo, como siempre había creído, iluso de mí.
Obviamente, el portugués, me costaba acostumbrarse a llamarlo por su auténtica identidad, debió descubrirlos y decidió eliminarlos provocando aquella revuelta de indígenas, lo que también le permitiría huir y cubrir sus huellas.
Por tanto, ya no tenía sentido martirizarme por un pecado que no había cometido, me convencí. Tras esa grata noticia me sentí como si me hubieran extirpado un miembro gangrenado: al principio asolado por el dolor del corte y la cicatriz hecha a fuego; luego, aliviado al liberarme de una infección que podía haberme matado. Sí, aquel sentimiento de culpa poco a poco me había corroído la conciencia, como una gota malaya, desde que me desperté malherido tras el último asalto de los insurrectos.
Eso sí, aun siendo un patriota, o precisamente por eso mismo, no seguiría adelante por complacer al rey. Ni siquiera por servir a los intereses de España, como marcaban los objetivos de Los Numantinos. Y mucho menos por la promesa de recuperar mi antigua graduación. Lo haría por amistad y, sobre todo, lo haría –entonces me di cuenta de ello- por gratitud hacia don Alejo. Él me llamó a su lado cuando estaba tocando fondo como vulgar pistolero a sueldo. Al principio, obnubilado por la rabia y el odio acumulados tras el regreso de Filipinas, creí que don Alejo realmente me necesitaba. Luego me di cuenta de la verdad: era a mí a quien estaba haciendo un gran favor al apartarme de la senda de destrucción por la que transitaba mi vida.
Un aerostato se aproximaba por el horizonte. Al acercarse en nuestra dirección tomé un catalejo. El viaje era largo y la ociosidad, sumada a las cavilaciones en las que mi mente se debatía, tensaba mis nervios como la cuerda de un arco.
Para mi sorpresa descubrí al gigantón de Valdivia en la proa del dirigible.
- ¡A todo vapor! ¡Sin ahorrar potencia! –grité-. ¡Vienen a por nosotros!
 Don Alejo tomó el tubo de comunicación con la locomotora para ordenar al maquinista que activara el mecanismo de las ruedas y saliéramos de la vía férrea para intentar librarnos de los atacantes.
Al poco, con un rugido intenso seguido de un traqueteo del convoy, unos enormes neumáticos se desplegaron, mientras las ruedas de aguja se retraían bajo las cabinas. El tren aminoró de forma momentánea la marcha para poder abandonar los rieles de forma segura y acometer la marcha por territorio abierto.
El ingenio aéreo nos iba comiendo terreno, legua a legua, más tras esa delicada operación mecánica.
Al aproximarse nos tiraron varias bombas de mano, pero la fortuna y la velocidad se aliaron con nuestros intereses.
Sin embargo, una granada alcanzó el vagón de mercancías que cerraba nuestro convoy. Ante el riesgo de descarrilar, Gerónimo y un maquinista consiguieron desengancharlo, pero esa operación nos hizo frenar y perder un tiempo precioso, con lo que el aerostato se situó casi sobre el tren.
Al llegar a nuestra altura, los villanos aéreos lanzaron unos cabos. Sin demora, descendieron por las cuerdas tres hombres sobre el vagón de pasajeros.
Gerónimo y yo, cada uno por un extremo del vagón, subimos al techo para enfrentarse a ellos.
La providencia quiso que yo subiera de cara a la marcha, descubriendo en lontananza que íbamos a descender casi de inmediato por un ligero terraplén. Alcé la mano para demandar a mi camarada que se quedara donde estaba y no se moviera. Me agarré con tanta fuerza a la escalerilla que me dolieron los nudillos.
La violenta sacudida producida al saltar el tren a causa del desnivel del terreno pilló desprevenidos a los asaltantes, momento que aprovechamos para subir al techo.
Uno se había desequilibrado y salió despedido hacia el suelo. Otro, mientras intentaba levantarse tras caerse de bruces en el techo del vagón, fue pateado por Gerónimo hasta hacer que se deslizara más allá del borde del mismo. En el último momento se agarró a las piernas de mi camarada, haciéndole caer al suelo, envolviéndose ambos en un ovillo de patadas y manotazos. Rogué porque pudiera desenvolverse por sí mismo. Debía ocuparme del último hombre.
El tercer elemento sería harina de otro costal. Valdivia se agarraba a una de los bordes del vagón, para no deslizarse fuera, mientras se afianzaba con la otra mano para incorporarse. Cuando salté sobre él, lanzó sus piernas adelante cual catapulta, y fui yo quien quedó colgando del borde. Empecé a balancearme, intentaba coger impulso para ayudarme a subir a fuerza de brazos.
Valdivia, más fuerte que un caballo de tiro y feroz como un diablo, avanzó lentamente hacia mí, asegurando cada paso. El traqueteo producido por la velocidad y los accidentes del terreno, abandonada la estabilidad de las vías, hacía que en el techo curvado del vagón el equilibrio fuera de lo más precario.
Al principio desenfundó y me apuntó con su pistola. Cuando creí que iba a dispararme la devolvió a su funda. Leí en su sonrisa feroz que venía a pisarme los nudillos. Quería deleitarse con mi muerte.
El sudor caía por mi espalda como si fuera una cascada, tanto por el esfuerzo de intentar alzarme como por ver que mi Némesis se aproximaba con la forma de aquel rufián sevillano.
Aquella bestia prorrumpió en una carcajada espantosa, saboreando ya su triunfo sobre mí. Para qué negarlo, yo también veía llegar el fin de mi tormentosa vida.
- Has ido demasiado lejos, infeliz. En un Ave María te reunirás con tus antepasados –se jactó, seguro de su triunfo.
 A pesar de mi pulso trémulo y de mostrar un rostro desencajado, mi sonrisa le desarmó por un instante. Desde mi frágil posición, sin embargo, veía lo que a él se le escapaba. Cuando vio mi suspiro de alivio giró la cabeza.
Demasiado tarde…
Gerónimo había tomado carrerilla tras él y de un recio empujón lo arrojó fuera del tren. Mi amigo, con una sonrisa más cordial que la de Valdivia, se agachó para alcanzarme la mano e izarme.
Una vez arriba ambos miramos atrás, adonde debió caer nuestro encarnizado enemigo.
Valdivia estaba en pie. Desgreñado, embarrado, con la ropa hecha jirones, pero tan amenazante como siempre. Alzaba el puño hacia nosotros y sus gritos se los llevaba el viento.
El dirigible, al que por fin habíamos sacado una distancia considerable, se había detenido sobre él para recogerlo.
- Ten por cierto que ya arreglaremos cuentas –me ahorré el vociferarle invectivas que no oiría. Las guardaba para nuestro próximo encuentro.