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Capítulo X. Ataque a traición


 
D
isfrazados con un gorro de operario, una blusa rayada, un grosero pantalón y zapatos de cuero, extraídos de un arcón maloliente de la fonda de Darío, prendas mugrientas de clientes morosos que no pudieron pagar las habitaciones alquiladas, partimos Gerónimo y yo hacia el fumadero de opio.
La calle de acceso al antro no era tal, sino un sendero polvoriento y pedregoso, ajeno a las rutas de los carros de la limpieza y de los barrenderos. Tuve que reprimir una exclamación de sorpresa. Nada de lo que explicó mi compañero de andanzas me había preparado para lo que aparecía ante mis ojos en mi primera visita a aquel pudridero.
Sí, no exagero. Allí la miseria no se podía esconder. Asemejaba un vertedero humano, con despojos que antaño fueron personas, víctimas de los estragos que hacía en ellos la desdicha y la inmundicia, estiradas en el suelo o sentados con la espalda contra las paredes, cubiertos con arrapiezos, aguardando una nueva dosis de droga o esperando que un alma caritativa se apiadara y les devolviera a su hogar, si es que no lo habían perdido todo ya y malvivían en algunas cabañas construidas con ramas y barro en la zona de las trastiendas.
Un pobre desgraciado, cuya edad no podía adivinarse por su aspecto pues no se sabía si las desgracias o los años lo había demacrado y envejecido, permanecía acurrucado, abrazado a las rodillas, barboteando su desgracia. Estaba en cueros, supuse tras ser atacado por unos ladrones. Junto a él, como si nada, un anciano, arrugado como una pasa, de ojos hundidos y con un cerquillo de pelo alrededor de una calva resplandeciente, tostaba garbanzos en una sartén colocada sobre un hornillo.
Al lado se alzaba otro refugio de infelices, guarida de vagabundos y de una variada turbamulta que bullía por la ciudad de noche más que a la clara y honrada luz de del día. Se trataba de una de esas que se titulaban “Casas de Dormir”, cuando en realidad se conocían como Hoteles del Hampa, anunciada con unos farolillos de papel de color rojo colgados en la fachada y con rótulos de brocha gorda.
De un poco más allá, surgía un griterío atroz de un figón de mala muerte. En la puerta, una chiquilla con la cara estucada y pintarrajeada como una muñeca de porcelana, no tendría más de quince años, nos mostraba su cuerpo andrógino, casi tan desnudo como el de Eva en el Paraíso, y hacía signos procaces, ofreciéndose para lo que quisiéramos hacer con ella.
En la entrada del fumadero de opio, un cartel lo anunciaba como “Salón de Té”, un oriental preparaba una pipa del veneno procedente de las Indias presto a entregársela al primero que franqueara la puerta del tugurio, o a cualquier cliente que se la reclamara. Quienes no gustaban del opio, podían optar por la morfina.
Nada más acceder al interior, un tufo insoportable echaba de espaldas. Hasta se me revolvió el estómago tras la principesca comida que había degustado en casa de Darío.
El no iniciado, al entrar, se tapaba la nariz con un pañuelo para soportar el hedor nauseabundo, y caminaba a tientas para no tropezar con algún brazo o pierna colgantes de algún adicto medio desvanecido. Tuve que hacer de tripas corazón para soportar aquella hediondez sin despertar sospechas.
En el interior sombras chinescas danzaban en las paredes a causa de un grasiento quinqué que desprendía un siniestro resplandor. Allí, personas de la más variada condición, a las que les hermanaba su quebrantada moralidad, permanecían estiradas lamentablemente en andrajosos jergones y literas, donde el silencio solo se rompía con el crepitar de las velas y algún lamento perdido, embargadas la razón y la voluntad.
La parte trasera del antro daba al río y tenía un oportuno escotillón para la evacuación de cuerpos.
- ¡Candela! –pidió con voz estentórea el chino, un tipo de pómulos salientes y descarnados.
Un niño andrajoso se presentó de súbito con un cabo de cuerda ardiendo. Tomólo el asiático, encendió la pipa y devolvió la mecha al chico, en cuya mano cayó una chispa que le hizo soltar el cabo con un aspaviento dolorido. El oriental le chilló en su incomprensible idioma, arreándole una patada que lo envió rodando contra la pared.
De no estar sujeto por el disfraz de un drogadicto para introducirme en aquella covacha, le hubiera dado un buen escarmiento a aquel desalmado.
El encargado, un español con los antecedentes más viles, según se decía, permanecía oculto en la trastienda, separada del resto del establecimiento por una arpillera, de donde salían voces con cajas destempladas.
Para nuestra sorpresa, al fondo descubrimos a un viejo camarada, Santiago Noguerda, completamente apático, falto de energías, indolente, con el rostro abotargado, incapaz de mantener concentración alguna. Eso me revolvió el estómago más que la pestilencia y el ambiente cargado.
Había oído contar que se dejó embobar por una venus popular, una sirena de bajos vuelos que le embaucó hasta desplumarlo. Hasta al más listo se la podían pegar aquellas pelanduscas, me previne. 
Le susurré a Gerónimo que lo sacará a rastras para llevárselo a su casa, pues él conocía a su familia. Yo me quedaría para proseguir con nuestras pesquisas.
Pasándole un brazo por los hombros a Noguerda, Gerónimo se disponía a salir cuando el chino de la puerta empezó a reclamar a voz en grito por las deudas de nuestro colega. El escándalo hizo que saliera el encargado, un hombretón de mala traza con un par de patillas de hacha que casi le cerraban la barba y adornado con dos aretes de marinero en las orejas, acompañado de un gigantón chino que se golpeaba, indolente, la palma de una mano con una porra.
Con disimulo eché mano a la pistola oculta, no fuera a ser que el asunto se desmandara. Finalmente, Gerónimo sacó la cartera y arrojó unas monedas que tintinearon sobre la mesa, lo que tranquilizó los ánimos.
Una vez salieron, me relajé. Daba caladas esporádicas a la pipa, para que no se notaran demasiado mis intenciones, esperando conseguir alguna pista. Así pasaba el tiempo, cada vez más inquieto y exasperado. Creo que al final caí en un estado de duermevela a causa del opio.
De fondo, en un segundo plano como el rumor del mar, se oían las voces ásperas y desapacibles de los encargados, las maldiciones de los que eran rechazados en la puerta porque en ese sumidero del vicio execrable no se fiaba, las risas sardónicas y los quejidos de quienes ya tenían la mente extraviada por efecto del narcótico. Aquel era un placer grosero y vil, capaz de embrutecer al más noble de los hombres.
La voz artera de Valdivia me devolvió de golpe a la realidad. Sin perder un instante me giré, ocultando mi rostro para evitar ser reconocido.
- El amo quiere que traslademos la talla a la cueva… -dijo con tono altisonante.
¡Albricias! Se tenían que referir por fuerza a la estatua robada, pensé al punto.
Entraron en la trastienda y se me escapó el final de la frase. Agucé los sentidos, intentando captar algo más, sin éxito. Aparte de confirmar que el local estaba bajo control del portugués, viendo que el tal Valdivia era quien partía el bacalao con el jefe del fumadero, no descubrí nada más. Y poco más podía hacer allí sin arriesgarme a ser descubierto o a perder la razón por la mezcla de la droga y los efluvios que allí nos ahogaban.
Una vez marcharon del local, decidí salir, horrorizado por el pensamiento de ser prisionero de tan abyecto vicio. 
Necesitaba respirar, caminar bajo la bóveda celeste, abandonar aquella cueva opresiva y deprimente, reconciliarme con mi conciencia. Sentía la sangre aglomerada en la cabeza.
Miré hacia a la Alhambra. Subiría hasta allí. Me sentía mal, física y espiritualmente. Tal vez si no nos hubiéramos encontrado a un antiguo compañero allá...
No despreciaba a Noguerda, entiéndanme. Le compadecía y, sí, hasta le entendía. Algunos querían evadirse, otros eran amantes de lo prohibido. Todos tenían un motivo que les impulsaba a abismarse en la desgracia. Algunos deseaban destruirse. Ese debía ser su caso. No tenía valor para quitarse la vida, de manera que se mataba poco a poco.
Algunos relatan las batallas ganadas, pero sus ojos reflejan las penalidades sufridas. Para algunos, la licencia no supuso el inicio de una nueva vida, sino de un infierno distinto. En él padecía Santiago, y penaba cada segundo que pasaba en este valle de lágrimas.
Las almas fuertes se templan igual en la prosperidad que cuando la fortuna es adversa. Sin embargo, yo también podía haber seguido su triste sino. Si don Alejo no se hubiera presentado de improviso en aquel duelo para salvar al pobre imbécil del hijo de un amigo suyo, tampoco me hubiera salvado a mí. Entonces yo me dedicaba a la innoble tarea de duelista al servicio de caballeretes con escaso valor y menos puntería. Resultaba de lo más fácil provocar y retar a quien me ordenaban los que me contrataban para sustituirles en el campo del honor. Fácil y lucrativo.
- ¡Ventura, detente! –esa orden todavía resonaba en mi cabeza.
Me giré, ebrio, sin reconocerle, con el arma apuntándole. Avanzó lentamente hacia mí. Entorné los ojos. Al reconocer al tío de Leopoldo me tembló la mano. Sentí asco de mí mismo.
Sería necio especular sobre lo que pensó de mí en aquel momento. Sé de sobras lo que me pasó por la cabeza: “Mírate, Ventura, de oficial degradado a matón a sueldo. Siempre se puede caer más bajo”.
Mi oponente lloriqueaba. Creo que se había orinado encima a causa del miedo. Había malogrado su disparo. El turno era mío. Yo siempre acertaba. Su padrino le gritaba que se mantuviera firme, como un hombre. Le temblaban las piernas. Al final cayó de rodillas. Juntó las manos y empezó a rezar con fervor. Temiendo no encontrar clemencia en mí, la buscaba en Dios.
Disparé al aire. Don Alejo sonrió con tristeza y me pasó el brazo por los hombros.
- Vámonos. Este no es sitio para ti.
Entonces entré a su servicio, abandonando una vida tan azarosa como la de Zalacaín el Aventurero. Tuve suerte, mucha, la que le faltó a Santiago. Él no contó con una mano amiga que le sacará del pozo en el que estaba atrapado.
 A veces es muy fina la línea que separa la desgracia de la fortuna, lo sé bien.
Llegué a la Alhambra. Los rayos rojizos del sol poniente anticipaban la llegada de la oscuridad de la noche. Me pregunté en qué habíamos fallado yo y Los Numantinos, la sociedad a la que ambos pertenecíamos. Fuimos incapaces de evitar que un camarada cayera en las garras de la desesperación.
En qué había errado yo, me acusé con vergüenza, cuando un compañero encontraba consuelo en el opio antes que pedirme ayuda o consuelo.
Meneé la cabeza, intentado alejar aquellos pensamientos inculpatorios. Con los codos apoyados en la balaustrada, observé abajo los grandes astilleros en los que se construía el último y secreto proyecto de don Alejo. Había un par de edificios auxiliares, más pequeños, flanqueándolos. Estaban rodeados de vigilantes. Desde arriba semejaban hormiguitas. La Guardia Civil patrullaba los alrededores con el celo que le caracterizaba.
Se rumoreaba que construían un barco, no un vapor. ¿Cómo, si Granada no tenía salida al mar? Sonaba a chiste.
Decían que podía tratarse de una especie de Arca de Noé, uno de los extraños caprichos del rey, un monarca más preocupado por sus sueños de grandeza que en conseguir el bienestar de sus súbditos, de quien don Alejo era uno de sus servidores más leales.
Mientras contemplaba los movimientos gráciles de un pequeño dirigible, en cuyo globo figuraba la pintura de un dragón alado y cuya proa estaba rematada por un espolón con forma de cabeza puntiaguda de ese reptil, disponiéndose al aterrizaje en el atracadero próximo, oí unos ruidos a mi espalda.
Me sorprendió la voz rasposa de Valdivia. Entonces pensé, extraña mente la mía, que con ese apellido podíamos habernos sentado en el mismo pupitre de haber sido compañeros de escuela, y ahora la vida, sin saber porqué, nos convertía en acérrimos enemigos.
- ¡Mira a quién tenemos aquí! –se solazó Valdivia-. El impertinente que osa interponerse en el camino del señor Ferreira.
- ¡Vaya! Qué gran alegría encontrar por estos andurriales a unos amigos tan buenos. Una feliz casualidad, supongo –me amosqué.
- La misma casualidad que te condujo al fumadero, ¿verdad? Te gusta meter las narices donde no te llaman –el hombretón rió con acento rufianesco-. ¿No te enseñaron que es de mala educación presentarse en casa ajena sin invitación, caballerete? –el retintín al hablar de aquel tipo me exaltó.
- Un auténtico caballero siempre se preocupa de proteger la virtud de una dama en peligro. Y sabe respetar la propiedad ajena. Hasta un lerdo como tú debería entenderlo.
- Deja el campo libre, pisaverde.
- Ese campo y su señora ya tiene dueño, pelagatos. ¿O vuestro patrono se jacta de ser un quitahonras? –meneé la cabeza de forma reprobatoria-. Que un caballero se comporte con tal ruindad es algo que no alcanzo a comprender. Claro que no es un caballero español.
- Español o de la Luna, qué más da. El señor Ferreira está acostumbrado a hacer su santa voluntad.
- No soy cura para dar sermones, pero sus formas parecen más propias de un bruto más caliente que una estufa que de un buen cristiano. Claro que la chiquita bien lo vale, ¿verdad? –le guiñé, provocador, un ojo.
- ¿Te gustan los animales, metomentodo? –me regaló una sonrisa lobuna.
- Si están sabrosos y bien asados, sí –mi madre siempre me recomendó tener quieta esa lengua que en tantos problemas me había metido a lo largo de mi vida, y ahora no sería una excepción.
Aquel toma y daca no presagiaba nada bueno. Sobre todo porque estaba en minoría contra aquella horda.
- Primer y último aviso, bocazas. Si te obstinas en comportarte como un perro rabioso, husmeando donde nadie te llama, tendremos que sacrificarte. ¿No te has enterado del asesino que mantiene aterrorizada a Granada? A pesar de que no seas un bocado lo que se dice apetitoso, no creo que esa bestia surgida del submundo de los muertos desprecie tu carne reseca –sus secuaces le secundaron la risa-. Tu ruina está más cercana de lo que imaginas.
- Me tomáis por el mismísimo Marte cuando soy una persona de lo más pacífica –sonreí mientras intentaba acercar la mano a la pistola sin levantar sospechas-. En cambio, tú y tus amigotes salís de la Cafrería, mi querido hotentote.
- ¡Dadle una soba que le deje baldado! –les ordenó a sus secuaces al descubrir mis movimientos hacia el arma-. Este tapabocas va por cuenta de Júpiter, listillo.
Esta vez no me dio tiempo a proceder como en Cádiz, contra los dos hominicacos que me acusaron de estafador. Estos eran más y sabían cómo actuar.
Aunque tuve tiempo de repartir bastonazos y algún que otro puñetazo, no pude desenfundar la pistola. Al final consiguieron agarrarme por detrás.
No viene al caso consignar la somanta que recibí entre las risotadas de aquellos maleantes. Todavía me duele, aunque ahora solo sea en el orgullo.
- Llegó la hora del baile –anunció Valdivia, quien se refocilaba ante mi inminente desgracia, tan alegre que solo le faltaba hopear la cola como un perro-. Venga, enviadlo volando hacia bajo.
Cuando empezaban a balancearme para lanzarme por encima de la balaustrada de la Alhambra, varios estampidos interrumpieron sus burlas.
Caí de espaldas al suelo, dándome un buen costalazo. Los dos que me tenían agarrado de pies y brazos se derrumbaron a mi lado, entre ayes.
Retumbaron más detonaciones. Miré de dónde procedían. José Garza llegaba a la carrera en mi rescate, con un par de pistolas como compañía. Mis agresores huyeron a la desbandada, llevándose a sus compañeros heridos.
El americano se arrodilló a mi lado.
- Creo que he llegado justo a tiempo –asentí en silencio, con un rictus de dolor en la cara ensangrentada -. ¿Cómo se encuentra?
- Nunca me he encontrado mejor –respondí con voz trémula. Garza movió la cabeza. Debía pensar que estaba como una cabra por mis ganas de bromear en ese trance-. ¿Me ayuda a levantarme?
- Pues parece herido. Mañana le saldrán más cardenales que a un obispo. ¿Le duele? –me agarró bajo los brazos y tiró hacia arriba con cuidado.
- Solo un poco, especialmente cuando respiro –al hablar noté el sabor cuproso de la sangre en la lengua.
No pude reprimir un gesto de dolor cuando me alzó y solté un gemido.
- Si usted lo dice... Venga, le acompañaré a su casa. Necesita que le curen y descansar.
- Pues no diré que no. ¿También ha venido a contemplar las vistas?
Me ofreció una sonrisa melancólica, la primera que mostraba desde que arribara a España, me imaginé.
- El azar hizo que me encontrara con Gerónimo Garay. Me dijo dónde habían estado. También que venir aquí le relajaba. Pensé en llegarme para explicarle ciertas noticias. Venga, vamos a descansar, ya hablaremos mañana.
- Sí, mañana, mejor, cuando tenga le mente menos turbia –intenté a mi vez una sonrisa de compromiso, pero sentí un agudo pinchazo en las costillas que me dejó sin aliento.
Ya no me quedaban ni fuerzas ni ganas para bromear.

Capítulo IX. Tiempo de sospechas


T
ras dejar a la dama en la casa familiar, me fui a tomar algo a la bodega de Darío Márquez, punto de encuentro para algunos veteranos como yo, sita en el Albaycín. Era una sólida taberna de dos pisos con su correspondiente sótano, un abovedado subterráneo que servía de bodega de excelentes caldos.
Según se entraba, a la izquierda, se distinguían unos veladores. A la derecha había mesas de pino, encima de las cuales campeaban platos con viandas: bacalao frito, buñuelos, sardinas, y chorizos asados, intercalados con pepinos, tomates, cebollas y pimientos. En la planta de arriba se encontraban dormitorios a uno y otro lado; al fondo, un gran salón para reuniones privadas y banquetes.
No sabría decirles el porqué del presentimiento que me torturaba, pero no hacía más que darle vueltas a que el portugués me resultaba vagamente familiar. Estaba convencido de haberlo visto antes. Mas, ¿dónde? ¿Y bajo qué nombre? El de Ferreira, seguro que no. Acontecimientos posteriores demostrarían que mis sospechas eran fundadas.
Acodado en la barra se encontraba mi compañero de armas Gerónimo Garay. Mantenía una animada conversación con Darío, a cuya espalda un armario, que tapaba por completo la pared, aparecía repleto de vinos y licores de las más diversas añadas y procedencias.
Decidí preguntar al bodeguero por el portugués. Con su red de informantes en la ciudad, necesaria para el buen fin del contrabando y otros trapicheos ajenos a la hacienda pública, se mantenía al día de lo que se cocía en Granada y sus alrededores.
- ¿Qué se dice en el calle?
- Nada nuevo. Maldiciones generalizadas por las malas cosechas. El runrún de siempre contra los terratenientes de puño cerrado –el patrón, hombre de buen aspecto y mejor fondo, llenaba su pipa con tabaco árabe, de ese que arrancaría a pedazos los pulmones de un señoritingo-. Sorpresa relativa por la aprobación de Gobernación civil del Comité Socialista de Granada…
- Darío, abrevia. Ya sabes por qué te inquiero –a mi interlocutor, más fino que el oro y más largo que la cuaresma, a veces le gustaba hacerse de rogar-. Seguro hay algo que justifique mis recelos sobre ese mala sombra.
- En Granada se cobija tanto desconocido que no es fácil averiguar la verdad. Eso sí, conjeturas a miles sobre ese extranjero. Ninguna se puede tomar como un artículo de fe.
- ¿Y qué nos importa ese tío? –terció Gerónimo con un gesto de fastidio que le enrojeció la corva cicatriz que desde la sien le atravesaba la cara hasta la comisura de los labios-. Será un hombre como otro cualquiera.
- En esta ciudad hay más noveleros que personajes tienen los dramas de Alejandro Dumas. Unos dirían que es un personaje profundamente diestro y que sabe manejarse con superior amabilidad; otros, que ese Ferreira es un auténtico duende a quien pocas novedades se le ocultan –expuso Darío con tono incisivo-. Certezas muy pocas en este caso, insisto.
- Entonces poco progresamos. No podemos seguir a oscuras –les relaté lo acontecido en la mansión del susodicho.
Darío nos refirió a continuación, en tono confidencial, que nadie sabía a ciencia cierta de dónde había salido: unos sostenían que era hijo de un hacendado brasileño, pues de allí procedía, según sus documentos de identidad; otros, que su fortuna la amasó con el tráfico de esclavos; algunos, que contaba con cédula diplomática. Los más osados, que aún comerciaba con los indígenas de las costas del Atlántico, intercambiando alcohol y cachivaches por oro y otros preciosos minerales que los nativos no apreciaban en nada.
Lo realmente cierto era que su dinero hacía que extendiera sus tentáculos en múltiples negocios, no todos ellos honorables: tráfico de opio, de ébano vivo, negros que se cazaban en Guinea y luego transportaban a las haciendas de los Estados Unidos, trata de blancas con el califato de Orán. Historias a cual más variada y no menos imaginativa e incluso truculenta.
- A saber cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en todas esas habladurías. En España, ya se sabe: los rumores vuelan y la verdad se arrastra. Quienes han visto su tarjeta de visita dicen que aparece la corona de un marqués –concluyó Darío encogiéndose de hombros.
- ¡Infame falsario! ¿Ese pájaro de cuenta con un marquesado? –me exalté-. Será de esos arrogantes que mandan tejer coronitas de Marqués en los calcetines, pero nada más.
- Pues así aparece inscrito en la Guía de Forasteros. Nada extraño, es de los que rinde culto a sí mismo por medio de su engalanamiento exterior. Pocos en la corte irán tan emperejilados como él. También puede tratarse de un rico de nuevo cuño que, por darse tono, distribuye tarjetas aristocráticas –expuso Darío-. En cualquier caso, si realmente está al servicio de su gobierno, con las credenciales pertinentes, su persona es inviolable.
- Ha sabido gastarse varios miles de duros con gran acierto. ¿Quién te dice que parte de los mismos no los ha cambiado por un viejo pergamino nobiliario? España es la nación de los hidalgos empobrecidos –explicó con tono didáctico Gerónimo, que cuando hablaba parecía a veces más un maestro que un granadero, vista su aventajada estatura y austera fisonomía-. Las onzas de oro allanan las dificultades mejor que ninguna otra cosa. Así, con la curiosidad que despierta, le conviene mucho que le vean no como ha sido, sino como quiere ser visto. Para ello un título ayuda, y mucho.
- Tendrá una nobilísima genealogía: alcanza hasta al rey Tolomeo por una parte, y hasta Hércules por la otra. Un origen linajudo de calidad incontestable. ¿Será descendiente de los príncipes de la Atlántida? ¿Y si también es hijo del emperador del Brasil y embajador plenipotenciario? –me burlé-. Los defectos, cuando se presentan cubiertos con barniz de oro, no se ven bien –protesté-. Ni todo el oro de los Rodschild puede comprar ni la dignidad ni el honor.
- Alma de Dios, el oro es un excelente consejero, igual que el vino: usado con moderación resulta muy saludable –remarcó Gerónimo con mordacidad.
- En ocasiones te comportas como un iluso, Ventura –rió con sorna Darío-. La sociedad es servil por naturaleza. Busca cobijarse bajo la sombra del rico y huye del pobre como de la peste.
Alcé una ceja, sorprendido... hasta cierto punto. En ocasiones no podía evitar ciertos arranques de absurdo idealismo. Algo paradójico por cuanto me consideraba un hombre pragmático, y algunos incluso me tenían por un cínico.
- ¡Ah, queridos amigos! La alta sociedad es la menos escrupulosa en materia de examinar las cualidades morales, pues admitirán comportamientos reprobables al hombre menos merecedor de alternar en sus círculos siempre que cuente con un título nobiliario, mientras que sin esa cualidad le mirarían con profundo desprecio. Los hombres de la aristocracia siempre se tratan con la mayor afabilidad, aun con sus mayores enemigos, pues dicen que lo cortés no quita lo valiente -remató Gerónimo con una media sonrisa que nos ofrecía sus dientes, blancos como la nieve.
Mi amigo era capaz de aportar siempre sentido común ante mis arranques de genio y ofuscación.
- No sabes lo mejor –anunció Darío, todo ufano, más feliz que un hambriento delante de las viandas-. Incluso algunos le señalan como el cerebro que tramó el fraude de los títulos de las Minas del Cuzco –me miró para apreciar qué reacción provocaba en mí esa noticia.
- ¡Y ahora me lo dices! –rugí-. Estuvieron a punto de darme una tunda en Cádiz por culpa de ese asunto. Rediez, yo nunca traté con ese tío. Fue a otro al que custodié, un empleado suyo, me imagino, sin conocer el real motivo del negocio.
Siempre acababa excusándome por ese tema, algo que me irritaba sobremanera.
- Cabal. Por eso se le considera el cerebro en la sombra de esa estafa.
- Si de veras es rico, ¿para qué comete una estafa? –cuestionó Gerónimo.
- Bueno, en este bendito país nuestro, pocos ricos han amasado una fortuna con su propia iniciativa. Más bien las han obtenido por herencia o de forma ilícita. Y cuanto más tienes, más quieres –respondí con voz exasperada.
- Ventura, hijo, desengáñate –me amonestó Darío, quien se frotaba el índice contra el pulgar en ademán expresivo y de significado más claro que la luz-. En España el trabajo y la inteligencia están mal vistos. Solo cuenta el dinero. Con influencias todo se consigue en este país nuestro. En ese campo, el tal Ferreira parece todo un príncipe.
- ¿Y a ti por qué te interesa ese sujeto? –inquirió con suspicacia Gerónimo-. Acabas de enterarte de su posible participación en la estafa. Lo que nos has explicado se reduce a un lío de faldas en el peor de los casos. ¿Entonces?
- Ferreira no es trigo limpio. No puede serlo quien pretende seducir a la novia de otro hombre, uno indefenso –me pasé la lengua por los labios, como si aquel pensamiento puesto en palabras me quemara la boca-. Pero si solo fuera eso…
- ¿Solo le has visto una vez y ya le has descubierto intenciones ocultas? ¿Tus miedos sobre él no son infundados?
Gerónimo ponía el dedo en la llaga. Yo mismo era consciente de la ausencia de datos irrecusables que avalaran mis acusaciones.
- Hay algo perverso, malvado, en ese hombre, te lo digo y te lo repito. Lo intuyo –insistí de forma enérgica.
- Dicen que el portugués se burla cruelmente de los santos misterios de la religión –aseveró Darío-. Pero ser anticlerical en España no tiene nada de extraordinario hoy en día. Los beatos incluso lo achacan a una moda extranjerizante alentada para causar la disolución de nuestra patria.
- ¡Fíate tú! A veces detrás de la cruz se esconde el mismo diablo –arguyó Gerónimo con inquina-. En estos terribles días la desgracia no encuentra consuelo en la religión. Sobre todo cuando no se tiene claro si los impuestos que nos sangran son para el Rey o también para los curas con barriga de canónigo. No caben más premios para los vicios públicos ni sustento para la vagancia y la molicie eclesiásticas.
 Como viera todavía un deje de duda en Gerónimo proseguí con mi obcecada diatriba en contra del extranjero.
- Aunque solo fuera un asunto de faldas, y robarle la prometida no es poca cosa, no podemos fallarle a uno de los nuestros. Su honor está en juego. Y con el suyo, el nuestro. ¿Necesitas más razones, aparte de ser un estafador como acaba de relatarnos Darío? Es hora de convocar a los camaradas a capítulo.
- No te preocupes, hombre. Nuestros correligionarios siempre acuden al llamado de un hermano. Máxime cuando el interesado no puede defenderse por sí mismo. Seremos una china en los zapatos de ese pérfido, si es menester.
- Tal vez esa fuera la clave: el honor –barrunté en voz alta-. Si ese canalla quiere un amor que no le corresponde, al no poder pedirle cuentas Leopoldo por razones obvias, podría yo exigirle satisfacción por ese ultraje. Habría un desafío y el consiguiente duelo –sonreí lobunamente sopesando esa posibilidad-. Hace falta coraje para defender el honor y de eso a mí nunca me faltó. Hay tachas que solo se lavan con sangre.
- No es necesario tanto entusiasmo. Hablas como Robespierre cuando iba a cortar la cabeza a María Antonieta. Además, si tiene esa elevada posición de la que presume, excuso recordarte que podría exigir batirse con alguien de su clase, no contigo –advirtió Darío.
- Lo que demostraría que además de falsario nos encontramos ante un cobarde. Una sola acción, como una sola palabra, da a veces la medida de un hombre. No, no creo que con su carácter altanero rehusara el lance tras mi reciente visita a su casa. El escozor por lo sucedido le acompañará un tiempo –me congratulé-. Además, ¿qué clase de caballero renunciaría a la reputación que proporciona realizar un desafío y salir victorioso?
- Alguien que no tiene honra y a quien su reputación le importara una soberana higa –apuntó Gerónimo con la lógica de la que siempre solía hacer gala.
- Lo que no parece el caso de ese señor –concluyó Darío.
- No nos encontramos ante una ridícula causa, sino una ofensa de lo más grave. Por tanto, insisto, estoy en mi derecho de exigirle una satisfacción cumplida. Un duelo a muerte –expuse con solemnidad.
El silencio se instaló ante esa descabellada declaración de principios. Creían que estaba llevando el desafío demasiado lejos.
- Te echarás a perder por culpa de tu carácter. Eres más soberbio que don Rodrigo en la horca –replicó Gerónimo con energía-. Tú eres muy diestro, pero seguro que él tampoco se queda corto.
- ¿Cómo dijiste que se llamaba el Goliat de su secuaz? –Darío se acarició la barbilla de forma pensativa a la espera de mi respuesta.
- Valdivia –el bodeguero asintió con ademán pensativo-. ¿Por qué?
- Es una buena pieza procedente del lumpen sevillano. Frecuenta compañías muy dudosas. Perdió la chaveta, mató a quien no debía y tuvo que poner pies en polvorosa de tierras del Guadalquivir. Si ese Ferreira lo domina y a la cuadrilla que le sigue, de la peor calaña, está claro que es un hombre de lo más peligroso. Y no menos diestro que tú en el manejo de las armas, me temo. Ahora sí me creo que se esté gestando una peligrosa sociedad de delincuentes en Granada –anunció con acento preocupado.
- ¿Qué pintan estos aquí? Hay ciudades más jugosas en España para los cambalaches de altos vuelos. ¿Cuáles son sus objetivos? –me cuestioné con tono de vivo descontento.
Quedaron las preguntas en el aire. Ninguno de nosotros contaba con la menor pista al respecto.
Entonces Gerónimo nos sorprendió. Tenía la virtud de desmadejar los hilos más embrollados cuando los demás permanecíamos sumidos entre tinieblas.
- Estaba pensando… Hay un fumadero de opio a orillas del Darro. Dicen que lo controla una bestia parda. Concuerda con la descripción de ese Valdivia.
- Sería interesante hacer una visita a ese antro, ¿no te parece? –le propuse-. Si nos hacemos de miel, nos comerán las moscas.
- Bueno, bueno. No saquemos las cosas de quicio. Permaneceremos recatados en la sombra, alerta ante las actividades de ese sujeto y sus secuaces. Luego decidiremos el rumbo a tomar. Ahora quiero que probéis un néctar de mi reserva personal –anunció el bodeguero con acento benevolente.
- Tus palabras suenan como el mismísimo Evangelio –aplaudió Gerónimo.
Darío se agachó tras la barra. Cuando se incorporó le acompañaba una gruesa botella sin etiquetas. Sirvió con cuidadosos aspavientos tres vasos de láudano.
- Vale un Potosí, ¿eh? –ambos asentimos en respetuoso silencio tras beberlo-. También puedo ofreceros un añejo que no lo resiste un Sansón. Ese vino resucita hasta a los muertos. Una vez bien servidos de bebida, ¿queréis algo de comer para hacer lastre? Aquí nada de cocina a la francesa o a la italiana. Hoy tenemos taza de caldo y chuleta. O puedo hablar con la señora a ver si quedan caracoles o callos.
- Hoy comeremos como unos príncipes –me felicité, haciéndoseme la boca agua.
- Ya no nos toca ser sobrios en el yantar, como cuando estábamos de campaña. Aprovechemos, no sabemos cuándo nos tocará volver a comer pan duro –me secundó Gerónimo-. Alabado sea el Señor por habernos regalado tan excelentes quijadas.
- Con el estómago lleno y agradecido, los problemas siempre parecen un poco más asequibles –sentenció Darío mientras nos preparaba una mesa.
Ay, esos problemas. Sin alejarme ni un ápice de la verdad puedo afirmar que las velas de nuestros deseos pocas veces son henchidas y bendecidas por el propicio viento del destino.

Capítulo VIII. Una dama en apuros


E
ra media mañana cuando bajé a la cocina de doña Angustias. La elegancia de sus formas iba desapareciendo bajo una obesidad que revelaba salud y bienestar. Canturreaba mientras preparaba el aperitivo para tenerlo listo tras volver de misa. Una buena mujer, sí, pero de costumbres tan inflexibles como el hacha del verdugo, pensé.
La dueña de la pensión se apiadó de mí, sobre todo tras mi sucinto y jugoso relato del susto que nos llevamos anoche, y me sirvió un pequeño refrigerio.
Compartía mesa con un cochero, compañero de pensión y trasnochador como yo. Si viviera en el campo me recogería con las gallinas, madrugando como los aldeanos. Mas viviendo en Granada, y no en la bíblica Belén, no apreciaba la ponderada quietud del dulce hogar doméstico.
- Mi relato es más modesto, me temo –advirtió el cochero, cariaguileño y gallardo como un roble, con voz festiva. La señora Angustias se giró, abandonando momentáneamente sus quehaceres; yo levanté la vista del tazón-. Fíjense la de gente rara que hoy en día vive en nuestra querida Granada. A un músico, conocido mío, le ha contratado un adinerado señor portugués para que toque en una fiesta por una buena suma de dinero… a cambio de no mirar a los invitados.
- Más rumboso que las pesetas, ese caballero… –doña Angustias, tan beata como cotilla, sonreí para mis adentros.
- Arnaldo Ferreira Lopes, creo que se llama –aclaró el cochero con la boca llena.
- Ahí seguro que no se fragua nada bueno –advirtió nuestra devota casera.
- No puedo por menos que daros la razón –apostillé también escamado-. Curiosa velada.
- ¡Quiá! Nada de velada. Matinal poética. ¡Ahí es nada! No hace mucho han sonado los cuartos en el reloj de Santo Tomás. Debe estar por empezar, si esos señoritingos no han comenzado ya su audición de “poesía” –se burló con tono almibarado y gestos aflamencados con las manos.
- Un ricachón, cuando paga tanto dinero a unos músicos, no por su música, que también, si no sobre todo por participar en una charada y prestarse a guardar el secreto, algo malicia. Extrañas costumbres las de los potentados –comenté con tono distraído mientras apuraba los últimos restos de mi suculento desayuno. Con los carrillos abultados desmentía aquello de que el buen español era sobrio en el yantar.
- Y poco cristianas, tratándose, además, de un extranjero –insistió doña Angustias con desenvoltura.
- Sí, la ciudad acoge a un nuevo magnate –asintió el cochero con aire de satisfacción al haber atraído nuestra atención con su relato.
- ¿De dónde ha salido ese gachó? –pregunté con un deje suspicaz.
El cochero encogió los hombros con displicencia, asumiendo su ignorancia al respecto.
- Por el dinero que mueve podría salir de la mismísima cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
- ¡Vaya! De esos hay muchos aquí y en el resto de España –me reí.
- Creo que los invitados son vecinos –remachó el hombretón.
- ¡Toma! Vecinos nuestros más bien no –ahora quien reía era doña Angustias.
- Es cierto. De Granada, me refería, no forasteros. Entre ustedes y yo, les ruego no suelten prenda –el cochero bajó el tono de voz, mirando a ambos lados como si temiera que nos espiaran-, puedo decirles la identidad de uno de los invitados. La señorita Alicia Falcón.
Di un respingo en la silla al oír el nombre de la novia de Leopoldo.
- Cómo puedes saber tú que doña Alicia va a esa fiesta –argüí en tono seco. No me cuadraba esa información.
- Pues porque a este, su seguro servidor, le han contratado para que al mediodía recoja a la dama en cuestión. A mí me da que no quiere que sus padres se enteren. ¿Para qué llamarme, si no, en vez de usar el coche de su señor padre? –se ufanó por sus dotes deductivas.
Sentí un pálpito preocupante. Las malas noticias dadas por don Alejo relacionadas con su familia y el compromiso matrimonial, no acaban de casar bien con la asistencia en esa fiesta. Esa no era una celebración al uso, barrunté.
Le pedí la dirección al cochero. Se mostró remiso hasta que un par de duros y el recordatorio de que era amigo del prometido de la muchacha ablandaron sus volubles escrúpulos. Con otros dos duros acordamos que en una hora esperaría en la esquina de la mansión.
Subí a la habitación para armarme, recoger el bastón y el sombrero, y vestirme con algo parecido a la decencia para presentarme en una buena casa.
Llegué resoplando por la carrera. Busqué la parte trasera del patio. Vigilé que no hubiera testigos y salté con cuidado la tapia. Allí, emboscado en el jardín, sintiéndome como un vulgar ladrón a la espera de una oportunidad para cometer sus fechorías, espié a los invitados.
Desde afuera se veía un salón espacioso, adornado con elegantes colgaduras damasquinadas color de rosa, con profusión de bordados de plata, que brillaban al resplandor de millares de luces simétricamente colocadas en arañas y globos de cristal. Las pinturas del techo representaban cupidos y ninfas jugueteando en el aire, y escondiéndose tras nubes de rosa y nácar.
En una galería lateral la orquesta tocaba con los ojos vendados, como relatara nuestro cochero. Varias parejas enmascaradas, conté cinco, como en una fiesta carnavalesca, ejecutaban una danza con movimientos lánguidos mientras entonaban una letanía con reminiscencias religiosas.
Unas máscaras iban de dominó negro, otros vestían heroicos trajes de helenos y romanos. Más que una fiesta, aquella puesta en escena me pareció más propia de una ceremonia iniciática. Pero, ¿de qué tipo? Admito que era un ignorante en cuestiones de nigromancia o cultos arcanos. Lo que sí sabía era que aquel espectáculo me daba muy mala espina.
Apartados de las otras cinco, otra pareja, con máscaras más lujosas que las de sus compañeros, realizaba un baile de cortejo envuelto en un aura de irresistible sensualidad. A pesar del antifaz, de la parte del rostro que podía verse, creí reconocer la hermosura de primer orden de Alicia. El hombre intentaba seducirla, eso me dijo la intuición o, mejor dicho, los celos que sentí al punto, debo admitir no sin vergüenza por lo que tenían de pecaminoso y prohibido aquellos pensamientos.
Decidí entrar en acción antes que esa fiesta degenerase en una auténtica bacanal pagana y no hubiera forma de detener los instintos desatados de aquellos libertinos. Noté como me sofocaba por momentos ante ese temor.
A grandes zancadas me plantifiqué en la puerta de la mansión, donde apreté con insistencia el timbre.
- Se equivoca –me espetó un lacayo tal cual abrió la puerta con gesto de fastidio.
- El equivocado es usted. Busco con urgencia a la señorita Alicia Falcón.
- Lo siento. No conozco a nadie que responda a ese nombre. El señor está ocupado –el portero, un enano gibudo y patizambo, de mezquina apariencia, hizo ademán de cerrar la puerta.
Sus esfuerzos fueron en vano. Metí el pie en el vano de la puerta para que le resultara imposible cerrarla.
- Insisto. Sentiría tener que emplear otros medios que los de la súplica para que me atendiesen.
- ¡No se puede molestar al señor!
- ¡Apártate, engendro del demonio!
Me deshice de él con un empujón. Al instante llegó un forzudo cejijunto de horrible catadura. Me detuve en seco. Con aquel bigardo no bastaría con un único arreón.
- Nadie le ha dado vela en este entierro. ¿Por qué no tratáis con alguien de vuestro tamaño? –me hubiera gustado, pero aquel bruto me sacaba un palmo, su espalda hacía dos como la mía, y yo no soy lo que se dice pequeño-. Márchese ahora que puede, cascaciruelas, o empezaré a romperle los huesos.
Tragué saliva, mientras pensaba en cómo salir del embrollo sin perder la dignidad. Maldije mi impulsividad. Esto no es un campo de batalla, me sosegué. Carraspeé intentando ganar tiempo para aclarar mis ideas.
El Goliat confundió el silencio momentáneo producido por mis dudas con cobardía.
- ¿Desde cuándo se permite a la gente perdida hollar con su inmunda planta los salones de las personas elevadas por su clase y por su rango? ¿Habéis visto qué pinta traéis, gañán? –insistió con socarronería.
Venir corriendo mientras el foco solar ardía implacable, tal como si una legión de fogoneros lo alimentara sin descanso, escalar una pared, subirme a un árbol y corretear por la tierra fresca del jardín, hacían que mi aspecto dejara un poco que desear, cierto era.
Eso no hizo que me doliera menos la burla y su digestión fuera más ligera.
- He venido sin demora para ver a la señorita Falcón –intenté usar un tono melifluo, sin gran resultado por la falta de costumbre. Para no cometer una barbaridad que comprometiera el buen nombre de la dama, al fin ideé una excusa-. Traigo una noticia de suma importancia.
Nos medimos con las miradas. Él sospechaba que no era de fiar, mas, seguro cavilaba en ese instante cómo podía saber yo que ella estaba allí.
- ¿Una noticia? Espero que sea buena –apareció en la puerta del salón el señor de la casa, de belleza olímpica como un Adonis, con la máscara en la mano. Tenía una boca ancha y de finos labios, señales casi infalibles de dureza de corazón y violencia de carácter, cuando van unidas a un cráneo ancho en la línea que pasa de oreja a oreja como era el caso-. ¿Y las voces de reyerta de hace unos momentos? Incomodan a mis invitados –en sus ojos brillaba un relámpago de cólera-. ¿Qué noticia puede requerir una urgencia tan desmedida y unos modales tan vergonzosos, propios de una barraca de feria? Abrevie, haga el favor.
- Una que solo atañe a la interesada... o a alguien de la familia –dije con voz firme, recuperando de nuevo el aplomo.
Su faz me sonaba vagamente, de una manera familiar y a la par indefinida, como ese cuadro colocado en el recibidor de la casa de un amigo al que de vez en cuando visitamos y que contemplamos de pasada sin reparar en los detalles.
- ¿Sois su padre? ¿Tampoco su hermano? No creo… por vuestro desaliño –dijo con sorna. No me quedó más que negar con la cabeza-. Un bergante, más bien. Entonces, recadero, ¿qué pretendéis con vuestra inoportuna presencia? ¿Matarnos de aburrimiento?
El dueño de la casa dedicó una sonrisa deslumbrante a Alicia, que había aparecido detrás de él y me observaba con una extraña intensidad. Me había reconocido y no se explicaba mi presencia allí, deduje en aquel momento.
- No pretenderíais aprovecharos de la candidez de la dama, ¿verdad? –le apremié, sin poder reprimirme al verla tan radiante.
El aplomo había dejado paso al descaro. Siempre me ha costado resignarme y las afrentas del portugués me sacaron de las casillas. La lengua, esa maldita lengua mía…
Leí la perturbación en el rostro de Alicia, aunque al punto lo disimuló.
El forzudo, que parecía un oso de los Pirineos, avanzó un paso hacia mí, hasta quedar a un palmo de mi cara. Un gesto de su señor le detuvo en seco.
- Déjalo, Valdivia. ¡Tened la lengua, petrimetre! No sé porqué se atreve usted a presentarme en mi casa de esta suerte. Le digo desde ahora que se marche. Nadie me insulta impunemente y sale indemne… pero el respeto que me merece esta bella dama os protege de mi furia -me calibró con la mirada, como antes había hecho su guardián-. Idos antes que me arrepienta por haber impedido a mi sirviente haceros escabeche.
Entonces lancé la estocada definitiva. No podía marcharme sin cumplir mi objetivo ni devolver los insultos sufridos. Por Leopoldo… y por mí.
- Permitid que me explique –ofrecí con tono conciliador y la mejor de mis sonrisas-. Me es sumamente grato participarles que el prometido de la señorita ha experimentado una inesperada y esperanzadora mejoría de su enfermedad -la cara del caballero portugués reflejó entonces la ira de Dios o, mejor dicho, la del diablo. Proseguí con la mayor sangre fría-. ¿Le conocíais, señor?
A su lado, ella había empalidecido. Se llevó el dorso de la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa. Su mirada se había oscurecido como cubierta por los nubarrones de una tormenta.
- No, no, solo de oídas –la voz del portugués se había vuelto ronca por la rabia, su rostro tornado bermejo.
- Se trata de un gran caballero, os lo aseguro. Solo espero que tengáis la oportunidad de conocerlo en persona. Parecéis conmovido por la buena nueva.
Mi acento era calculadamente moderado.
- No tengo más interés que el de una cristiana preocupación por una persona enferma –masculló como si le costara pronunciar aquellas palabras.
- Aplaudo vuestros caritativos sentimientos, caballero. ¿Me acompañáis? –ofrecí el brazo a la dama. Durante un instante pareció dudar, de forma que lo retiré y me hice atrás para dejarla pasar-. Caballeros, que ustedes lo pasen bien –me despedí con tono formal.
En aquellas deliciosas pupilas se adivinaba el rayo. Había visto ese fulgor en otras ocasiones, no muy felices, aunque entonces no supe captar su auténtico significado. Así de ciego me encontraba ante su presencia.
Ella enrojeció y se despidió, escoltada por mí hasta el coche alquilado, mientras el portugués lo observaba todo desde la puerta de la mansión, confundido seguramente por el curso que habían tomado los acontecimientos desde mi llegada. Al punto nos dio la espalda para disimular la ira que ardía en su pecho y destellaba en sus ojos.
- Disculpadme, Alicia. Os he sacado de esa casa con una mentira –le susurré mientras le abría la portezuela del vehículo.
- ¿Cómo decís? –un fuego repentino inflamó sus ojos, que ya no parecían angelicales-. ¿De qué mentira habláis?
- Subid, señora, os lo ruego –demoré la respuesta hasta que el vehículo se puso en marcha-. Por desgracia, las buenas nuevas sobre Leopoldo son falsas.
- ¡Estáis loco! –casi chilló, perdidas las formas. Un estremecimiento voluptuoso la agitó-. ¿A qué se debe vuestro indigno comportamiento?
- Soy el primero que debería rendir cuentas por todos mis errores y flaquezas. En lo que a mí concierne, no soy quien para juzgar ni la ropa que vestís –me excusé con matiz amansador, incapaz de confesarle mis auténticas razones y de declararle mi devoción.
Presto con las armas, nunca he sido, ni de lejos, la mitad de ducho con las palabras.
- ¿A qué viene esta farsa, pues? –su voz cortaba como una bayoneta.
- Lo hice por el bien de todos. Por vuestro bien –articulé no sin esfuerzo.
No tuve arrestos para confesar que, a través de la ventana, me pareció dispuesta a acabar en los brazos de aquel galán.
- ¿Por mi bien? No diga sandeces –me cortó con tono agrio-. Os ruego que la próxima vez me permitáis que eso lo decida yo, no usted. De esta broma de mal gusto tendrá noticias mi señor padre y, por supuesto, don Alejo.
A veces las palabras duelen más que los golpes. Esa amenaza resonó como un latigazo en toda mi cara, sacándome del apocamiento al que sus reproches me habían inducido.
- Supongo que ellos no os demandarán explicaciones por vuestra presencia sin la compañía adecuada en una fiesta de máscaras. Cualquiera podría decir que no tenéis ni un ápice de decencia –ahora era yo el que usaba un tono glacial para aguijonearla.
Con suma tranquilidad se desnudó un guante, se quitó el anillo de pedida de Leopoldo y me propinó una sonora bofetada. Con igual parsimonia procedió a vestir su mano.
Me dejó azorado y pálido como la cera por la sorpresa. Con la lengua me limpié un hilo de sangre de los labios.
- Luciré este premio con satisfacción –gruñí mientras intentaba aplacar mi mal genio.
No volvió a dirigirme la palabra ni me miró en todo el trayecto hasta su casa. Esa cínica indiferencia me exaltó el ánimo y contribuyó a excitar mis sospechas sobre su conducta, muy a mi pesar.
 Así me quedé en mi orgullo humillado y con el amor propio resentido por aquel maltrato. Pero con la satisfacción de haberla salvado... o al menos a su honor.

jueves

Capítulo VII. Una velada agradable

T
ras despedirme de Garza, de duelo por el asesinato de su hermano, decidí animarme un poco tras unos inicios tan desalentadores. Una de las lecciones aprendidas de la guerra es que llegar vivo al final de día resulta una victoria, y debe celebrarse como tal.
Abrí El Día, doblado en un bolsillo de la chaqueta. En páginas interiores aparecía un breve sobre una obra de teatro, “La caja de pandora”, en una corrala. Actuaba Coral Saldaña, una vieja amiga.
En tiempos mantuvimos una breve relación romántica, pero yo no soy ni he sido hombre de mantener compromisos sentimentales. En cambio, a ella le confiaba cuantas vicisitudes me deparaba la suerte. Le tenía más confianza en ciertos asuntos íntimos que a mis propios hermanos de armas.
Decidí pasarme a verla, aunque ella tenía un prometido: un primer oficial de un vapor que hacía la ruta entre Málaga y las plazas norteafricanas españolas. El gachó debía ser duro de oído o simplemente un buena fe: la tomaba por modista en vez de por corista.
Maliciaba en mi interior que aquel joven había tenido la debilidad de enamorarse a lo trovador. Debía ser un hombre cándido, sin más experiencia que la que permitía tener amores con ninfas del taller de costura. No era asunto mío desengañarlo.
La actuación serviría para aligerarme la mente de tantas preocupaciones. Encima, ese maldito Avellaneda me había puesto la cabeza como un bombo con su sarta de insensateces.
Llegué al último acto. Ser amigo de la protagonista me granjeó el paso entre bambalinas, pues tampoco quedaba una silla libre en el patio.
Analizando la temática de la obra, una bella e inocente joven que causaba, sin proponérselo, la perdición a cuantos hombres se acercaban a ella, no me extrañaba ni su éxito ni que en la entrada no colgara la cédula con el beneplácito de la Junta de Censura de los Teatros del Reino. Claro que podría tratarse de algo tan prosaico como que el dueño no se hubiera molestado en solicitarla o, mejor aún, que hubiese sobornado a la persona adecuada. Tal vez a su público también le atraía, precisamente, ese incumplimiento de las normas.
Mientras los espectadores atronaban con la ovación final, me dispuse a esperarla a la puerta de los camerinos, no fuera cuestión que llegara antes algún admirador para ofrecerle sus requiebros. A veces los pasillos se convertían en un bazar oriental, pero en vez de esclavos se exponían pretendientes con sus lisonjas y su surtido de presentes.
Sí, estaba comprometida, tal como he dicho, pero eso no significaba que Coral se comportase en todo momento como una monja de clausura.
- ¡Dichosos los ojos! –puso los brazos en jarras en cuanto me descubrió. La diáfana blancura de su piel destacaba unas mejillas sonrosadas y frescas-. Hacía semanas que no te dignabas regalarnos tu cara presencia.
- Creí más conveniente guardar las formas y la distancia ahora que eres una mujer prometida.
- Pues te prometo que mientras no me despose haré mi santa voluntad. Y si no le gusta, ¡carretera y manta! Entonces aceptaré gustosa las invitaciones que hoy rechazo de mis admiradores. Seguro que soy capaz de conseguir que alguno convenga en llevarme al altar.
- Los pintas como peleles… o como idiotas.
- No. Son hombres, simplemente. No lo pueden evitar –se chanceó mientras entraba en un pequeño vestidor-. Pasa mientras me cambio de ropa y me lavo el maquillaje. Y tú, ¿no te animas a pasar por la iglesia?
- ¡Ah! El matrimonio es una trampa. No conoces de veras a la otra persona hasta que es demasiado tarde, y luego tienes que cargar con ella toda la vida. Además, el alma de una mujer es en exceso complicada para mí gusto. Yo soy demasiado simple para alcanzar tantos niveles de sutileza. Sería descortés hacer a una esposa víctima de mis malos hábitos...
- Cómo me aflige tu discurso. ¡Serás desconsiderado e hipócrita! –se mofó-. ¿Te has convertido en aliado de los traductores de las comedias francesas, que ridiculizan el matrimonio e invitan a violar sus sagrados fueros? ¿O acaso prefieres una barragana a una esposa?
- Hipócrita no. Precavido, más bien. Mírate, primero tu belleza atrae y desarma al hombre, luego tu sagacidad es capaz de convencerle como haría un sabio, y al final lo dominas cual serpiente hipnotizadora. Tú perderías a todos los santos de la corte celestial.
- Eres muy cuco. ¡A eso se le llama ser un caballero galante y cumplido! Pues más vale que no te opongas a mis deseos o siempre dependerás de mi veneno -se rió, pizpireta-. Haces que parezca con el poder de una lamia.
- Sacas las uñas, señorita. Tú vales un imperio, ese es tu auténtico poder.
- ¿Te pones romántico? Lo nunca visto. ¿Sabes que mi novio siempre se despide en sus cables desde el barco con un “te llevo siempre en mi pensamiento”?
- Le alabo el buen gusto. Eres una encantadora criatura.
- Valiente tuno estás hecho. Qué caballeroso cuando quieres… Y tú, ¿quién ocupa tu pensamiento, querido? Te veo algo abstraído –alcé ligeramente las cejas. Me traspasaba con sus ojos grandes y provocativos-. Diría que he dado en el clavo.
No soy un hombre que rinda un culto ciego a sus emociones. Más bien al contrario: sujeto con cálculo todas mis pasiones y sentimientos. A pesar de ello, Coral podía leer en mis gestos como en un libro abierto.
- Nadie –respondí tajante y ella sonrió descreída.
- Una mujer ocupa esa cabezota dura, pese a cargar contra el matrimonio. Te tiene sorbidos los sesos. A mí no me engañas.
- Tú y tus trucos de hechicera –seguía esperando una respuesta. Cedí-. Nadie para quien yo sea algo más que un mueble, o un lacayo. En fin, lo propio para alguien de mal origen, fatal presente y oscuro porvenir.
- Bajo tu apariencia fría, ese aspecto indiferente, me imaginé que se ocultaba alguna historia dramática. Y en las más dramáticas interviene el amor. En el fondo siempre has sido un soñador –sonrió con ternura-. ¿Necesitas un hechizo de amor para seducir a ese ángel encantador?
- ¡No! ¿Y si saliera mal? No sería la primera vez que algo así ocurre... y las consecuencias...
-  Un pecho sin amor es como una noche sin estrellas, un campo sin flores, una lira sin cuerdas. ¿Acaso no arde un volcán en tu pecho?
- Este volcán permanece inactivo por el bien de todos.
- ¿No tienes corazón, entonces?
- Lo tuve. Ahora lo guardo bien oculto... donde nadie le haga daño.
- No te tenía por un temeroso. ¿Hasta cuándo podrás contener lo que sientes? ¿O te conformarás con un amor que llaman platónico? Creía que siempre te arriesgabas por conseguir lo que querías. El amor purifica todas las culpas que por él se cometen… Y mis hechizos siempre funcionan –insistió.
- No es tan fácil, no en este caso. Además, aún me quedan en la vida muchos cartuchos sentimentales por disparar –me temo que parecía abatido, como si me hubieran arrancado las alas del corazón. Forcé una sonrisa de circunstancias-. Sé prudente, querida. Piensa en lo que te haría la Inquisición en el caso de descubrirte. No se contentarían con coserte unas Aspas de San Andrés en las ropas. La magia es peligrosa y prohibida sin la licencia real. Acusada de brujería –meneé la cabeza con preocupación-. Mal asunto. Y tampoco creo mucho en la bondad de esos poderes de birlibirloque.
- La magia es preindustrial, sí, pero sus poderes son reales. Lo que la ciencia llama hoy dióxido de carbono, los antiguos lo conocían como aliento de dragón. No es un juego de bisbís, no te equivoques –me reconvino con seriedad-. Tú te lo pierdes. Bueno, tal vez prefieras que tu jefe te construya una novia robot –dijo con punzante burla-. Dicen que es la última moda en los refinados salones de París.
- Quien sabe si no sería la solución. La gente no suele gustar de tratos con personas como nosotros. En particular, conmigo.
- Sí. Quieren nuestros servicios. Mis hechizos prohibidos, tu arrojo militar sin medida. Los necesitan. Somos simples instrumentos para que otros alcancen sus objetivos. Una vez usados, les incomodamos.
- Instrumentos de Lucifer, de atenernos al trato que, algunos puritanos y otros fariseos, nos dispensan. Y eso que se tienen por gentes ilustradas. Pero ya se sabe, los pobres olemos mal donde hay ricos.
- Les recordamos sus debilidades y, por supuesto, nos recuerdan que no somos uno de los suyos. Por eso me hice actriz. Sé que nunca seré una María Guerrero en el escenario, pero no me importa. Les obligo a verme, nunca más me esconderé.
- Por la misma razón me he cansado de arriesgar el pellejo a cuenta de otros. Sobre todo porque mi sangre ha servido para que otros se llevaran la gloria por mi cuenta. Se acabó. La herida en la mano me ha abierto los ojos. Cuando salde las cuentas pendientes marcharé. Lejos, sin mirar atrás. Aquí ya no me queda nada.
Ella me apretó suavemente el antebrazo. La echaría de menos. A ella, sí.
 - Al menos tú tienes a alguien que te haga feliz. ¿Con o sin hechizo? – le guiñé un ojo. Giró sobre sí misma con coquetería para que pudiera admirarla.
- ¿De verdad piensas que pueda necesitar algún tipo de ayuda sobrenatural para que los hombres me encuentren atractiva?
- Más le vale a ese marino cuidarte bien, porque si no… Ya sabes que siempre estaré a tu lado.
- Tú nunca estarás conmigo, él sí –replicó con tono avinagrado-. Eres un espíritu libre, tanto que te vas a quedar para vestir santos. Venga, vámonos a pasarlo bien –ordenó, mientras se colgaba de mi brazo.
Tras tomar unos bocados en la fonda en la que solían cenar las gentes del teatro, fuimos a un cabaré. En el salón se fumaba, se blasfemaba, se reía, a veces hasta llovían bofetadas. Muchos perdían las formas cuando bebían.
El cura del barrio decía que el chotis, la polka y el rigodón eran un extravío de la moral causantes del desconsuelo de algunas familias. Todo eso no evitaba que el local estuviera lleno hasta la bandera.
- Este un establecimiento mal visto. Ninguna mujer respetable entraría allí –previne a mi pareja con toda la intención-. El cabaré es el casino de los pobres. Se bebe vino malo, se fuma tabaco asqueroso y se frecuentan las más dudosa compañías.
- Pues es en los de esta calaña donde prefiero ser vista -rió a carcajada tendida.
Allí, cogidos del talle, bailamos y bailamos al son de un piano mecánico y un organillo. La manivela la giraba un manco rostrituerto y barbirrucio. ¿Otro mutilado de guerra?, me pregunté. También el vendedor de periódicos, con su pata de palo, a quien compré El Día. La guerra, las guerras mejor dicho, habían llenado España de tullidos. Como yo, recordé. Aún podía bailar, me consolé.
Deseché ese cenizo pensamiento y seguimos dando vueltas en mitad de la sala de baile. Hasta Coral me cantó al oído –no desvelaré aquí aquellas susurrantes estrofas pues, siendo inocentes, podrían llevar a malos entendidos si su novio leyera estas páginas- y ambos rememoramos nuestros sueños de un futuro mejor.
Le expliqué mis deseos de partir a América con una patente de corso.
- ¿Huyes? –esa única palabra desprendida de los labios de Coral cayó como una gota de plomo fundido en mi corazón.
- Me aflige en extremo que saques esa conclusión precipitada. Busco iniciar una nueva vida.
- A ti no te gusta hacer las cosas de la manera fácil. Hasta que no te hagas matar no pararás. ¿Esos judíos querrán financiarte el corso cuando el negocio que te encomendaron no llegó a buen puerto?
- Eso confío. De no ser así, emigraré a California. Es una tierra de oportunidades, a pesar de los conflictos fronterizos con los Estados Unidos. Tal vez no pueda descubrir oro, pero trabajo de militar o mercenario seguro que no falta en los Tercios de Tejas.
- ¿Y a qué esperas? Si has renunciado al amor de esa misteriosa mujer, ¿qué te retiene aquí? Ves a ver a esos Cohen y sal de dudas –sonrió maliciosa.
- Todavía no ha sanado Leopoldo –dije con quejumbroso acento. Me avergonzaba confesarle que la mujer que me quitaba el sueño era su prometida. Se trataba de un deshonor y la peor de las traiciones-. Pidió el traslado de las Filipinas a las Marianas tras mi degradación de capitán a sargento por golpear a un comandante. Quería evitar que cometiera cualquier barbaridad en mi destierro.
- ¡A quién se le ocurre atizar a un superior! ¿Se puede saber por qué lo hiciste?
- Porque se lo merecía –su mirada chispeaba como el fuego entre cenizas.
Al final desistió, convencida de que no soltaría prenda sobre los motivos de mi agresión.
Confío, también, en que su generosidad y comprensión, amigo lector, me exima de exponer a la luz pública cuestiones que podrían afectar al honor de terceras personas no involucradas en la historia que aquí se relata.
- Pues el calentón no te salió precisamente barato.
- Sí. Por mi culpa Alejo está como está –concluí con un hilo de voz.
- Así que te sientes culpable de su estado –sin darnos cuenta habíamos dejado de bailar-. Pero no eres culpable de lo que le pasó, Ventura.
Los aplausos despidieron al organillero. Sirvieron para que nuestra conversación se apagara. El público se dirigió a sus sillas. Nosotros también volvimos hacia nuestra mesa. Era la señal de que iban a comenzar las actuaciones. El griterío se apoderó del local.
- ¡Música! ¡Música de verdad!
- ¡Que empiece! ¡Que empiece!
El pianista se remangó las bocamangas de un ridículo frac azul marino y atacó la entrada de una canción.
Al darle el pie, apareció una cantante de variedades para hacer su espectáculo en el escenario.
La entrada en escena de la artista fue saludada con un guirigay:
- ¡Guapa! ¡Salerosa! ¡Bravo!
Un tipo vigilaba desde las bambalinas que ningún beodo quisiera tocar a la cabaretera. Con un palo alargado como un bichero espantaba a los moscones que osaban acercarse más de la cuenta.
Alguien entró en el local pidiendo ayuda. Al principio la potente voz de la cantante, la música de la orquesta y la propia batahola generada de los parroquianos hizo que el portazo pasara desapercibido.
- ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Por Dios…! –gritó una anciana desgreñada, con el rostro desencajado por el pánico.
Cayó al suelo, como fulminada por un rayo.
La orquesta se detuvo, la cantante enmudeció, a todos se nos encogió el corazón durante un instante. Un silencio tétrico se abatió sobre nosotros como una nube de tormenta. Muchos se quedaron estupefactos, algunos se abrazaron a sus parejas, otros nos acercamos para ver lo que pasaba.
Entonces se oyeron afuera unos terribles chillidos de mujer, seguidos de unos rugidos guturales, más propios de las profundidades del Averno que del mundo de los vivos.
Desenfundé la pistola y salí a la calle.
Sonó el silbato de un sereno de forma insistente. Cuando me acerqué con paso cauteloso a la esquina para descubrir lo sucedido, una enorme sombra dejaba atrás las farolas moribundas. Detrás de ella, otra sombra, de menor tamaño, siguió sus pasos, como empujándola, si algo así fuera posible.
Siendo aquello cuando menos peculiar, como también lo era el aura brillante que las envolvía, lo realmente extraordinario fue contemplar a las sombras saltar ¡hacia arriba! como impulsadas por un muelle gigante, para desaparecer tras una tapia erizada con cristales de botella, en un salto tan ágil que sería la envidia de un gato montés.
En un callejón, sentado con la espalda recostada en unos sucios tablones, descansaba un cadáver sin cara, horriblemente mutilado, destrozado como si se hubieran dado un festín con su cuerpo.
Un sereno contemplaba horrorizado la dantesca escena desde la entrada de la calleja.
Aquello solo podía ser obra de aquel a quien los diarios habían bautizado como El Desollador. El chispazo de un escalofrío recorrió mi columna vertebral ante la contemplación de aquella salvajada.
Alguien llamó a gritos a la policía. Una sirena resonó a lo lejos. Pasado el peligro, o eso les parecía, una bocanada de gente salió a ver lo sucedido.
Un hombre avanzó con una libreta y un lápiz en ristre. Imaginé que un periodista se encontraba con la noticia de bruces.
Me volví hacia el cabaré. Yo no podía hacer nada. Un grupo se arremolinaba en torno a la anciana que dio la alarma.
Coral me esperaba en nuestra mesa, los brazos cruzados, cariacontecida.
- Te acompaño a casa –le dije-. Las calles ya no son seguras –me quité el crucifijo de plata que siempre llevaba colgando del pecho y se lo puse a Coral. Me miró extrañada, pero no preguntó. Ella estaba más acostumbrada a los fenómenos sobrenaturales que yo-. A partir de ahora no te lo quites nunca.
Un nuevo peligro campaba a sus anchas por la ciudad. Y, por una vez, la prensa no exageraba sobre la magnitud del mismo.