viernes

Capítulo XXIV. El peligro siempre acecha


D
espués de la entrevista en el Ministerio de Ultramar, nos dirigimos al de Instrucción Pública, donde don José de Echegaray esperaba al patrón para conferenciar sobre cuestiones técnicas relativas a su ingenio aéreo. Terminamos en el Palacio Real. Don Alejo había sido convocado a una audiencia reservada con Alfonso XII, con quien departió unos veinte minutos tras el regreso del monarca de su descanso veraniego en el Real Sitio de San Ildefonso.
Las arrugas de la frente de don Alejo denotaban preocupación cuando subimos al auto que debía conducirnos hasta la estación de Atocha.
- El Rey me ha prometido un marquesado por los servicios prestados al país, acompañado de la gran cruz de Carlos III. En breve aparecerá publicado el nombramiento en la Gaceta –dijo sin la alegría que se podía esperar ante un notición de tal calibre-. Enviará un regimiento de granaderos para aumentar la vigilancia en los astilleros de Granada. Como dijo el conde de Campo Sagrado, todo queda en un segundo plano ante ese proyecto.
- ¿Incluso Leopoldo? –aventuré a preguntar, intuyendo por dónde iban los tiros-. Usted siempre ha contado con la gracia del Rey.
- Todo. Incluso él –dijo con voz cascada. Un rictus de dolor cruzó su rostro-. Las órdenes del rey, nuestro señor, deben ser puntualmente ejecutadas. No queda más remedio que obedecer. Y seguir porfiando por el restablecimiento de mi sobrino.
- ¿Nos fuerzan a comportarnos como Guzmán el Bueno por el bien de España o por el suyo propio? –declamé con fiereza-. ¿Qué lealtad se espera de nosotros cuando se nos reclama el sacrificio de un ser querido? Una lealtad comprada con prebendas –casi escupí con desprecio.
- Como militar que fuiste debes ser el primero en entenderlo y acatar las órdenes. Al rey no se le desaira ni se le cuestiona –de ser siempre así, este país sería una plácida balsa de aceite, me dije para mis adentros, y no la olla en ebullición en la que se había convertido-. A veces, servir a los demás es una forma de servirnos a nosotros mismos –concluyó de forma críptica.
- ¿Realmente es tan importante ese arma? –mi interlocutor se encogió de hombros.
- Yo no la diseñé como tal. En sus orígenes era una nave de transporte: correo, mercancía, pasajeros. Proveería el comercio con las colonias. En la corte lo vieron de otra manera... el medio ideal para sustentar sus sueños imperiales. El rey quiere figurar en letras de oro en los libros de Historia, y esta solo la escriben los vencedores. Para conseguirlo la erizarán de cañones y munición, un crucero de los cielos. El Leviatán del aire, ya oíste antes al conde. Hasta la Real Fábrica de San Fernando construye algunas partes mecánicas del aparato, a pesar de estar centrada en los autómatas mencionados por el viceministro, creados nada menos que por Jaquet-Droz III.
Asentí en silencio. Ningún gobierno podía desaprovechar semejante ventaja. La escena internacional era de por sí bastante compleja como para desestimar aquel as en la manga: ¡el dominio de los cielos!
- Ante el temor de que otros países construyan un ingenio similar al nuestro se nos pide que la construcción se acelere. Prioridad absoluta –me miró fijamente-. Es más, se pretende, nada menos, que mi navío aéreo constituya el embrión de la futura Armada Espacial. Si fructifica, el rey me premiará con el Toisón de Oro –no pude evitar mirarle de hito en hito-. Sí, hijo, como bien sabes estamos en medio de un polvorín a punto de estallar por los enemigos de las Españas. No podemos andar ni un paso por detrás de quienes buscan nuestra ruina…
Concluyó con un hilo de voz, imaginé que usando las palabras del propio rey para justificarse.
- ¿Ese crucero podrá surcar las estrellas? ¿Con la cavorita?–pregunté con un deje de incredulidad.
- Ese es un invento propio de los folletines de aventuras científicas de Pérez Galdós. No, hijo. Las surcará con las modificaciones de diseño necesarias y empleando la adecuada combinación de propulsión aérea iónica, electrogravedad y fluidos electrodinámicos, sin la menor duda. Igual que hoy un submarino navega bajo el mar esa nave llegará a viajar por el cosmos.
- Resulta prístino que, como anunciaba la prensa, los franchutes ya están en el empeño del dominio del éter gracias a los inventos de ese Julio Vernes. Y detrás de ellos vendrán los británicos y quién sabe cuántos más. Todo esto parece increíble.
- Apreciado Ventura, lo que hoy nos parece increíble, mañana puede ser algo trivial –sus grandes ojos chispeaban con un fulgor eléctrico. Tras una breve pausa, prosiguió con tono de acendrada gratitud-. Sé que, de alguna manera, siempre te has sentido responsable de la desgraciada situación de Leopoldo –parecía que había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa, pensé a la expectativa de sus palabras-. Pues bien, libérate de esa carga. Nunca nos debiste nada por ello. Si no tienes bastante con las explicaciones del viceministro, en este momento te eximo de cualquier compromiso que bienintencionada y equivocadamente todavía pudieras sentir. Tampoco tomes en consideración sus ofertas. Yo te doblaré el pago de aquella pensión.
- No me importan las órdenes del rey, ni las limosnas ofrecidas por el conde. Para algunos puede ser fácil dejar de cumplir lo que a otros se promete, pero lo que uno se jura a sí mismo... Hay lazos que me atan a ustedes. La lealtad, por ejemplo. La gratitud, también.
- Exalto tu ejemplar conducta, mas no seas loco, hijo. En el horizonte se atisban graves peligros. En nombre de la amistad con la que nos honras, no arriesgues más de lo que ya lo has hecho. No consentiré que asumas sacrificios que solo me corresponden a mí.
Aquellas palabras resonaron en el fondo de mi alma, causándome una momentánea sofoquina.
- ¡Pues no faltaría más! Me conduelo de vuestra situación y me abochornáis dejándome al margen en este momento, por favor. En nombre de esa lealtad que os profeso, pienso llegar hasta el final. Cumplo un deber de conciencia.
Se acercó hasta mí, dándome un abrazo. Apenas pude articular palabra. En aquel momento, y por primera vez, sentí el calor que un hijo suele recibir de un padre.
No sabía a ciencia cierta como ayudarle a pasar ese trago. Lo que sí tenía claro es que no lo dejaría solo.
Con el arranque de la casa de vapor ambos enmudecimos, intentando penetrar en las tinieblas que escondían lo que nos deparaba el futuro.
Un futuro lleno de incertidumbres y, como acaba de señalar el patrón, preñado de peligros.
Don Alejo se mostraba taciturno, incluso hosco tras nuestra conversación. El “cueste lo que cueste”, orden del propio rey, podía implicar incluso el sacrificio de su sobrino. Yo tampoco estaba de mejor humor tras las revelaciones del viceministro.
La misión de Leopoldo como gobernador, en colaboración con el ordenanza del traidor, que fue encontrado colgado con un cartel que ponía “Judas”, ese detalle no lo había revelado el viceministro, era vigilar a Alfonso María. Así, Leopoldo se aseguró de llevarme con él cuando fui degradado de capitán a sargento por golpear a un comandante, y no fue Leopoldo quien me siguió al destierro al que fui condenado para protegerme de mí mismo, como siempre había creído, iluso de mí.
Obviamente, el portugués, me costaba acostumbrarse a llamarlo por su auténtica identidad, debió descubrirlos y decidió eliminarlos provocando aquella revuelta de indígenas, lo que también le permitiría huir y cubrir sus huellas.
Por tanto, ya no tenía sentido martirizarme por un pecado que no había cometido, me convencí. Tras esa grata noticia me sentí como si me hubieran extirpado un miembro gangrenado: al principio asolado por el dolor del corte y la cicatriz hecha a fuego; luego, aliviado al liberarme de una infección que podía haberme matado. Sí, aquel sentimiento de culpa poco a poco me había corroído la conciencia, como una gota malaya, desde que me desperté malherido tras el último asalto de los insurrectos.
Eso sí, aun siendo un patriota, o precisamente por eso mismo, no seguiría adelante por complacer al rey. Ni siquiera por servir a los intereses de España, como marcaban los objetivos de Los Numantinos. Y mucho menos por la promesa de recuperar mi antigua graduación. Lo haría por amistad y, sobre todo, lo haría –entonces me di cuenta de ello- por gratitud hacia don Alejo. Él me llamó a su lado cuando estaba tocando fondo como vulgar pistolero a sueldo. Al principio, obnubilado por la rabia y el odio acumulados tras el regreso de Filipinas, creí que don Alejo realmente me necesitaba. Luego me di cuenta de la verdad: era a mí a quien estaba haciendo un gran favor al apartarme de la senda de destrucción por la que transitaba mi vida.
Un aerostato se aproximaba por el horizonte. Al acercarse en nuestra dirección tomé un catalejo. El viaje era largo y la ociosidad, sumada a las cavilaciones en las que mi mente se debatía, tensaba mis nervios como la cuerda de un arco.
Para mi sorpresa descubrí al gigantón de Valdivia en la proa del dirigible.
- ¡A todo vapor! ¡Sin ahorrar potencia! –grité-. ¡Vienen a por nosotros!
 Don Alejo tomó el tubo de comunicación con la locomotora para ordenar al maquinista que activara el mecanismo de las ruedas y saliéramos de la vía férrea para intentar librarnos de los atacantes.
Al poco, con un rugido intenso seguido de un traqueteo del convoy, unos enormes neumáticos se desplegaron, mientras las ruedas de aguja se retraían bajo las cabinas. El tren aminoró de forma momentánea la marcha para poder abandonar los rieles de forma segura y acometer la marcha por territorio abierto.
El ingenio aéreo nos iba comiendo terreno, legua a legua, más tras esa delicada operación mecánica.
Al aproximarse nos tiraron varias bombas de mano, pero la fortuna y la velocidad se aliaron con nuestros intereses.
Sin embargo, una granada alcanzó el vagón de mercancías que cerraba nuestro convoy. Ante el riesgo de descarrilar, Gerónimo y un maquinista consiguieron desengancharlo, pero esa operación nos hizo frenar y perder un tiempo precioso, con lo que el aerostato se situó casi sobre el tren.
Al llegar a nuestra altura, los villanos aéreos lanzaron unos cabos. Sin demora, descendieron por las cuerdas tres hombres sobre el vagón de pasajeros.
Gerónimo y yo, cada uno por un extremo del vagón, subimos al techo para enfrentarse a ellos.
La providencia quiso que yo subiera de cara a la marcha, descubriendo en lontananza que íbamos a descender casi de inmediato por un ligero terraplén. Alcé la mano para demandar a mi camarada que se quedara donde estaba y no se moviera. Me agarré con tanta fuerza a la escalerilla que me dolieron los nudillos.
La violenta sacudida producida al saltar el tren a causa del desnivel del terreno pilló desprevenidos a los asaltantes, momento que aprovechamos para subir al techo.
Uno se había desequilibrado y salió despedido hacia el suelo. Otro, mientras intentaba levantarse tras caerse de bruces en el techo del vagón, fue pateado por Gerónimo hasta hacer que se deslizara más allá del borde del mismo. En el último momento se agarró a las piernas de mi camarada, haciéndole caer al suelo, envolviéndose ambos en un ovillo de patadas y manotazos. Rogué porque pudiera desenvolverse por sí mismo. Debía ocuparme del último hombre.
El tercer elemento sería harina de otro costal. Valdivia se agarraba a una de los bordes del vagón, para no deslizarse fuera, mientras se afianzaba con la otra mano para incorporarse. Cuando salté sobre él, lanzó sus piernas adelante cual catapulta, y fui yo quien quedó colgando del borde. Empecé a balancearme, intentaba coger impulso para ayudarme a subir a fuerza de brazos.
Valdivia, más fuerte que un caballo de tiro y feroz como un diablo, avanzó lentamente hacia mí, asegurando cada paso. El traqueteo producido por la velocidad y los accidentes del terreno, abandonada la estabilidad de las vías, hacía que en el techo curvado del vagón el equilibrio fuera de lo más precario.
Al principio desenfundó y me apuntó con su pistola. Cuando creí que iba a dispararme la devolvió a su funda. Leí en su sonrisa feroz que venía a pisarme los nudillos. Quería deleitarse con mi muerte.
El sudor caía por mi espalda como si fuera una cascada, tanto por el esfuerzo de intentar alzarme como por ver que mi Némesis se aproximaba con la forma de aquel rufián sevillano.
Aquella bestia prorrumpió en una carcajada espantosa, saboreando ya su triunfo sobre mí. Para qué negarlo, yo también veía llegar el fin de mi tormentosa vida.
- Has ido demasiado lejos, infeliz. En un Ave María te reunirás con tus antepasados –se jactó, seguro de su triunfo.
 A pesar de mi pulso trémulo y de mostrar un rostro desencajado, mi sonrisa le desarmó por un instante. Desde mi frágil posición, sin embargo, veía lo que a él se le escapaba. Cuando vio mi suspiro de alivio giró la cabeza.
Demasiado tarde…
Gerónimo había tomado carrerilla tras él y de un recio empujón lo arrojó fuera del tren. Mi amigo, con una sonrisa más cordial que la de Valdivia, se agachó para alcanzarme la mano e izarme.
Una vez arriba ambos miramos atrás, adonde debió caer nuestro encarnizado enemigo.
Valdivia estaba en pie. Desgreñado, embarrado, con la ropa hecha jirones, pero tan amenazante como siempre. Alzaba el puño hacia nosotros y sus gritos se los llevaba el viento.
El dirigible, al que por fin habíamos sacado una distancia considerable, se había detenido sobre él para recogerlo.
- Ten por cierto que ya arreglaremos cuentas –me ahorré el vociferarle invectivas que no oiría. Las guardaba para nuestro próximo encuentro.

Capítulo XXIII. Las órdenes del Rey



E
l viceministro pidió un refrigerio para todos. Cualquiera diría que el relato, especialmente la parte relativa a nuestras penalidades en Guam, le había secado la boca y abierto el apetito. Un mayordomo apareció con una bandeja de plata bien surtida. Café, chocolate con melindros, dulces variados. Otro criado portaba los licores.
Permanecimos en silencio hasta que ambos abandonaron la estancia.
No era el mejor momento para mostrar escrúpulos, mas no puede evitar el pensar en la legión de pobres vistos en las calles de Madrid, que apenas tendrían para llevarse a la boca un chusco de pan negro y roer un pedazo de carne dura y a medio cocer, mientras nosotros nos deleitábamos con aquel pequeño festín.
- Propongo un brindis por nuestros héroes –anunció el conde, a quien la pitanza parecía que mejoraba el humor.
- Héroes son los que cayeron por la patria y no volvieron a casa –repliqué con un tono más agrio de lo que la conveniencia dictaba.
- ¡Ah! La modestia siempre blasona al auténtico héroe –señaló el inquisidor, al tiempo que me lanzaba una mirada sibilina que me intranquilizó. Al punto me arrepentí de mi lengua impulsiva-. No crea usted que solo merecen considerarse héroes los que dejan una Troya ardiendo a sus espaldas.
- No me tenga por desagradecido, señor, pero no soy ningún héroe. ¡Qué más quisiera yo! Carezco de sus virtudes. Solo soy un hombre que intenta hacer lo que debe. Nada más. Para algunos soy un camarada; para otros, lo admito, un bastardo.
- Precisamente son esas virtudes –remarcó el inquisidor-, un corazón robusto y un espíritu limpio,  las que necesitamos en el caso que nos ocupa.
- ¿Cómo pudo soliviantar a los chamorros? –pregunté más por desviar la atención de mi actitud desairada que por otra cosa-. Nada hacía presagiar esa reacción desaforada por parte de los nativos.
- Las fuerzas expedicionarias transportaron a los cabecillas de la revuelta a Manila, donde fueron interrogados. Explicaron que Alfonso María, para ganarse su confianza, se presentó como un mestizo de las Américas, infiltrado en el ejército colonial español. Bajo la axila derecha llevaba grabada la triple K del Katipunan. Por si fuera poco, les mostró la máscara roja con el borde verde, indicativo de su posición como bayani o héroe de la KKK –nos desveló el coronel-. Les persuadió de la inminencia del alzamiento en las Filipinas, instándoles a prepararse. Como bien sabe, la guarnición en las islas Carolinas y las Marianas era escasa. Testimonial, para ser más exactos. Sería fácil proclamar la independencia cuando se levantase Filipinas, les dijo. Estaríamos tan ocupados allí que no enviaríamos tropas a aquellas diminutas y perdidas islas. Les convenció, sí, con las funestas consecuencias que todos conocemos.
- ¿Y qué fue de él? –si usaron los métodos de interrogatorio que conocía, los prisioneros no hubieran callado nada.
- Los jefes rebeldes lo ignoraban. Sospechamos que huyó de allí en un buque extranjero con rumbo desconocido –elucubró el conde. Reprimí una mueca de decepción. Aquello era lo mismo que seguir en la inopia-. Pero eso es el pasado. Concentrémonos en el presente y en la forma de actuar para capturarlo.
- A ese respecto y a la vista de los incidentes en Cádiz y Granada, también estimamos que Alfonso María es un Calcu, considerando sus antecedentes maternos. Esto es, caballeros, una persona que utilizaría un poder espiritual para dedicarse principalmente a hacer el daño al prójimo -explicó el coronel, experto en esas materias-. El Calcu hereda un espíritu Wekufe, espíritu que anteriormente le entregaba poder a un ancestro que también fue Calcu. Así, los Calcus serían sirvientes de los Wekufe y obtendrían el poder de estos espíritus –creo que en ese punto se percató de nuestros ceños fruncidos e intentó aclararnos lo que significaba todo aquello-. En resumidas cuentas, utilizó un encantamiento para herir a Leopoldo. Alfonso María usará un muerto viviente para alimentar a su Wekufe con las almas de los asesinados.
- ¿Ese no-muerto podría ser aquel al que los diarios llaman El Desollador? –pregunté con cautela.
- No podemos descartarlo, por supuesto -aseveró el coronel-. Todos esos actos execrables se realizan con el fin de alcanzar un gran poder personal, pero ¿con qué objeto? ¿Qué pretende conseguir con el caos que ha desatado?
- En esta sala todos somos tan españoles como Bernardo Carpio –aseveré con fiereza-. Sin embargo, ese infame conspira contra todo lo español.
- Mucho nos tememos que ese bellaco haya puesto los ojos sobre vuestro último proyecto, don Alejo –advirtió el viceministro-. Es prioritario salvaguardar el mismo, cueste lo que cueste. El Rey nos ha pedido que le hagamos entrega de esta misiva para usted –don Alejo enarcó las cejas. No se esperaba esto: órdenes directas del propio monarca-. Ese avance vuestro de la ciencia, un nuevo capítulo de nuestra ilustre y épica historia, nos confirmará como la mayor nación que Dios puso sobre la tierra.
- Y, como ya se sabe, Dios es español –apostilló el inquisidor a modo de chascarrillo-. Después de Dios, el rey, y abajo del rey, ninguno…
- Por supuesto, aumentaremos la seguridad en vuestras instalaciones –anunció el político con tono menos festivo-. Mandaremos de inmediato un despacho para que tropas de la guarnición local pasen a custodiarlas y otro al coronel de la Guardia Civil con mando en la plaza. La Real Fábrica de Artillería de La Cavada ha concluido una nueva sección de soldados mecánicos. Puede contar con una escuadra a su entero servicio.
Torcí el gesto. Esos guerreros de metal causarían el pánico en las calles de Granada de salir a escena para algo que no fuera un desfile militar. Una vez más, mi mohín no pasó desapercibido a los ojos del de Tárraga.
- ¿Sí, capitán? –el grado usado y su tono revelaban que el coronel pretendía halagarme.
Relaté sucintamente cómo descubrí a la sombra del asesino, de El Desollador para más señas, salvar un elevado muro en su huida sin la menor dificultad la noche que visité a Coral Saldaña.
- Supongo que nuestros soldados de metal podrían seguirlo… pasando a través de las paredes y destruyendo todo a su paso. Me temo que los granadinos que se encuentren en su camino no poseen siete vidas como los gatos.
- Entiendo su preocupación –intervino el conde, quien se giró hacia su subordinado-. No podemos arriesgarnos. La importancia de este proyecto exige el empleo de todos los medios a nuestro alcance. Estimo necesaria y urgente la intervención de sus agentes… especiales.
- Allá donde la ciencia alcanza sus límites y no sirve a nuestros objetivos, nuestros elementos sobrenaturales, con la ayuda de Dios, proveerán a ello. Pondré sobre aviso a mis agentes en la zona sobre la peligrosidad de ese sujeto.
- ¿Realmente ese invento es el objetivo del traidor? –cuestioné en voz alta.
- ¿Qué quiere decir con eso? ¿Acaso no resulta evidente? ¡Se trata del Leviatán del Aire! Un arma definitiva que nos dará la superioridad militar en las colonias y sobre nuestros enemigos –para mi sorpresa, acababa de desvelarme la naturaleza del proyecto de mi jefe-. Qué otro motivo podía explicar que ese traidor viniera a meterse en la boca del lobo.
- No lo sé. Ese es el problema, ¿me entiende? No paran de decir lo secreto y reservado que es el trabajo de don Alejo. Entonces, ¿cómo pudo saber de él? Además, ¿no hubiera sido más prudente, más inteligente, enviar a alguien al que no conociéramos en vez de a una persona a la que podíamos descubrir, como así ha sido?
- Déjese de circunloquios, sargento –ahora que el conde me recordaba la graduación, me solivianté-. Díganos cuál es su teoría, pues resulta obvio que algo está barruntando.
- Ha venido por algo o por alguien, lógicamente. De ser algo, ya consiguió la estatua de don Alejo... aunque ahora descanse bajo toneladas de roca. Pero todavía sigue aquí. La conclusión es que ha venido por alguien –no me atrevía a referirles la confesión del gitano Mairena a ese respecto, porque tampoco había concretado un nombre.
- ¿Quién, si puede saberse? –el viceministro se estaba irritando, para mi satisfacción-. Su absurda teoría no desmiente de ninguna manera nuestros temores sobre sus intenciones respecto al crucero del aire. ¿Y qué pretende de esa desconocida persona?
- De saberlo no tardaríamos mucho en atraparlo, estoy convencido –dije con más seguridad de la que en realidad sentía, por darme el gusto de seguir incomodando al apoltronado-. Lo desconozco, por desgracia.
- ¿Vengarse de Leopoldo, acaso? –apuntó don Alejo-. ¿Con qué objeto? Está postrado en cama, con inciertas posibilidades de recuperarse. ¿Iba a arriesgarse tanto por una empresa tan fútil? Máxime cuando cualquiera de sus matones sería capaz de un atentado sin necesidad de que él residiera en Granada, convirtiéndose así en el principal sospechoso. No tiene sentido…
- Un ejercicio deductivo muy interesante el de ambos… mas no nos conduce a ninguna parte. Resulta ocioso resaltar la capital importancia de su proyecto, don Alejo. Vital para que en nuestro imperio siga sin ponerse el sol. En eso nos centraremos. De existir cualquier otra motivación por parte de ese rufián, confiamos en su destreza y en la de las fuerzas del orden para ponerle coto.
- Sea este traidor o quienes propiciaron la infección de cólera en Cádiz, hoy en cuarentena, tras desembarcar un infectado de un buque extranjero, los enemigos de España nunca descansan. Nosotros, tampoco. Sí, capitán, no me mire así –yo, que había aprendido a no mover ni una ceja en las reuniones de oficiales, seguía sorprendido por la perspicacia del alto funcionario al atisbar mi sorpresa en un gesto nimio-. No es algo que esté al cabo de la calle, pero son constantes las acometidas de los enemigos de las Españas. Unas notorias, como ese maldito kraken, aún falta dilucidar si se trata de un monstruo darwinista o es en verdad el Nautilus del maldito Julio Vernes. Otras amenazas las mantenemos ocultas a la opinión pública. Por no hablar de los inagotables esfuerzos de esos herejes por alentar la hidra revolucionaria en nuestra patria.
- Permítame disentir –protestó con voz mesurada don Alejo-. Le proffesseur Vernes es un insigne y preclaro científico.
- Entiendo su punto de vista. Lo ve como un colega. Sin embargo, para nosotros sus ingenios son una fuente inagotable de preocupaciones en lo que atañe a la seguridad nacional –expuso el inquisidor-. Por si fuera poco, todos esos franceses, y su maldito Napoleón III, están contaminados con la peste de la Filosofía, a la que el Santo Oficio, cual firme valladar, opone nuestros cristianos e hispánicos argumentos.
- Ciertas lecturas deberían desaparecer, quemarse como con los libros relatados en el Quijote –abundó el viceministro-. Aquí no cundirá el volterianismo y la democracia platónica de Rousseau, denlo por descontado. El libre albedrío ha sido un permanente dolor de cabeza para la humanidad.
- ¿Cómo piensan detener a ese criminal? –expuso con gesto preocupado el patrón, volviendo al tema que nos ocupaba.
- Se van a iniciar unas pesquisas secretas para preparar los trámites de un consejo de guerra en rebeldía contra Alfonso María Ruiz de Arana Cominges en el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, bajo el cargo de convicto del crimen de alta traición, conspiración contra los sagrados, legítimos y absolutos derechos del Rey, y seguridad de sus plazas y dominios. De esa manera, una vez atrapado por quien sea, pasará inmediatamente a custodia militar, a la espera de la previsible e inevitable ejecución –expuso el coronel de forma tajante-. Nos preocupa, no obstante, que el traidor esté sobre aviso y vuelva a desaparecer sin dejar rastro.
- No podemos seguir los cauces oficiales en este asunto. Neutralizar a ese agente enemigo es cuestión de estado. Aunque no sea necesario, debo apelar a su patriotismo. El éxito de esta misión les brindará hacerse merecedores del reconocimiento de su país. En el caso de usted –se dirigió el viceministro a mí- recuperará además su grado de capitán a efectos del cobro de haberes. Sabemos de vuestro valor. También necesitamos que tengáis quieta la lengua sobre todo lo aquí tratado –insistió por enésima vez.
Asentí en silencio. Intenté que no me chirriaran los dientes por la rabia.
Los mismos que estaban encantados de ser mis superiores en el campo de batalla o compañeros de armas en los lances más arriesgados, no veían de buen grado mi presencia en el club de oficiales ni me consideraban su igual. Yo no era un señorito como ellos. Ni compré mi grado ni siquiera pasé por la Academia Militar. Tuve la desfachatez de ganarme los galones a base de valor.
Valentía debida, no lo negaré, a lo poco que valoraba mi existencia. Había conocido el hambre y las penurias, por lo que tenía muy poco que perder, a diferencia de todos aquellos apellidos de copete, cuya existencia contaba con demasiados atractivos como para jugársela así como así. Sus manos acostumbraban a calzar guantes, no a empuñar una pistola o a desenvainar el sable.
Y ahora el padre, tío, o tal vez abuelo, de algunos de esos señoritingos, me ofrecía recobrar lo que ellos mismos me habían arrebatado. No, corrijo, incrementaba mi pensión, no volver al servicio y recuperar mi honor mancillado.
Cállate, me previne cuando me disponía a abrir la boca. Muérdete la lengua o serás capaz de empeorarlo todo. Así que me limité a asentir con un gruñido y una leve inclinación de cabeza, mientras me tragaba ese vaso de bilis.
- Para intentar cazar al traidor sin desvelar los verdaderos motivos ni poner en cuestión la seguridad nacional, podemos publicar en la prensa una imagen de ese falso portugués, acusándole de ser sospechoso de la estafa de los bonos de las Minas del Cuzco, escándalo del que siguen hablando los diarios, ofreciendo a la par una sustanciosa recompensa por quien pueda dar detalles de su paradero para ser puesto en manos de la justicia.
El conde y el inquisidor asintieron en silencio ante el plan urdido por la mente brillante de don Alejo.
Me mordí los labios para ahogar una sonrisa. Aquella falsa acusación, hecha al azar por la necesidad de colocar el foco público sobre nuestro enemigo, coincidía con lo que me había expuesto el buen Darío en su taberna.
- Gran idea. Seguro que ese malhechor no dará la cara para desmentir esa acusación –convino el viceministro.
- Y con el estímulo del dinero, y la ayuda de Nuestro Señor, hasta los desmemoriados recordarán dónde se encuentra –sonrío mefíticamente el coronel.

martes

Capítulo XXII. Llegan las primeras respuestas



E
l viceministro del Ministerio de Ultramar, don Esteban Freyre Benjumea, conde de Campo Sagrado, grande de España de primera clase, con un monóculo que le confería un cierto aire prusiano y arrogante apostura, estaba sentado tras un enorme escritorio pulcramente ordenado.
A su lado, de pie, un coronel. Era don Félix Tárraga Argüelles, cuyos ojos vivaces y brillantes denotaban astucia y valor. Golpeaba rítmica y suavemente una fusta contra la pierna. Combinaba su guerrera negra con alzacuellos, con pantalones y botas de montar. Se trataba, ni más ni menos, que del famosísimo oficial al mando del Real Cuerpo de Inquisidores, Brujos y Artes Mágicas, dependiente del Ministerio de Interior. Aquel sacerdote-soldado despachaba directamente con el Rey, y tan solo a él y al Papa Borgia rendía cuentas.
Al entrar sentí la tentación de cuadrarme. Recordé al punto que ahora yo pertenecía a la clase de los paisanos, una vez licenciado del servicio, así que adopté una especie de posición de descanso, más informal que la de un militar, un paso por detrás de don Alejo, sentado cómodamente en un sillón Luis XIV.
El conde me miró con intensidad, como si me valorara en silencio. Con dedos finos movió de forma casi imperceptible una carpeta marrón. En casi todos los documentos que tenía a mano figuraba el sello rojo de “Secreto” en su portada.
Por fin se decidió a hablar. Se dirigió a mí.
- ¿Está absolutamente seguro de que el conocido como Arnaldo Ferreira Lopes do Nascimento es el oficial que aparece en la foto que nos enviaron al Ministerio de Guerra?
- Sin lugar a dudas, vuecencia –asentí con una firme convicción.
- Bien –esa confianza pareció tranquilizarle-. Siéntese, haga el favor –me solicitó-. Les pido a ambos su palabra de que todo lo que se trate en esta reunión sea considerado de carácter confidencial. Nada debe salir de estas cuatro paredes.
- Cuente con ello –aseveró don Alejo-. Por supuesto –se volvió hacia mí-, hablo por los dos. Su fidelidad se halla al abrigo de toda prueba.
- Confío en su buen juicio y su discreción, por supuesto. Cuento, por tanto, con su palabra de honor de guardar secreto sobre todo lo aquí tratado. In sigilo confidencia –el viceministro volvía a insistir en el mismo punto, también con latinajos, lo que me irritó un poco-. Patria y Progreso – volvió a mirarme con un deje de ironía. No moví ni un músculo al oír el lema de Los Numantinos, aunque debo admitir que me pilló por sorpresa-. ¿No faltan las palabras Dios y Rey en esa rúbrica? –sonrió levemente, pero sin el menor atisbo de humor-. Su pertenencia a esa… sociedad secreta, ¿supondrá algún problema a ese respecto?
- No tiene nada de secreta. Sus estatutos fueron legalizados. Nuestra fraternidad está abierta a todo militar que sirviera en ultramar –intenté buscar las palabras adecuadas, como el funambulista se balancea para conservar el equilibrio.
Me daba cuenta, tal vez un poco tarde, que trataba con auténticas serpientes, más venenosas que las de las selvas filipinas.
- Sabrá usted que bajo la apariencia de cofradías, gremios y otros pretextos, legales o no, se enmascaran sociedades que osan desafiar al orden establecido. Al gobierno de Su Majestad le disgustan en particular aquellos que se entrometen en sus intereses. Sería ocioso recordar revueltas cometidas so pretexto de defender la figura real, como el motín de Esquilache. El Rey no permitirá otra revolución como La Gloriosa que conduzca a su derrocamiento, tal como sucedió con su madre. Está inoculado contra los revolucionarios y sus instigadores.
- Yo solo formo parte de una sociedad benéfica de apoyo a los veteranos de guerra... aquellos que por su origen humilde no son admitidos en el Círculo Militar. Y no, no tendría que suponer el menor problema. ¿Por qué? –dije con tono candoroso, al menos todo lo cándido que alguien como yo era capaz de entonar sin sonar a ridículo o a impostado. Eso sí, me escamó que estuvieran tan bien informados sobre mí-. Si incumpliera mi palabra de guardar secreto sé que acabaría preso en el Saladero... o algo peor.
- Con precisión ineluctable, sería conducido al cadalso –dijo con un matiz de gazmoñería-. Distinguido con una charretera en recompensa de varios osados asaltos y tres honrosas cicatrices en combate –leía en mi expediente-. Ascendido a capitán a los veinticinco años. Degradado a sargento dos años después. ¿Contaremos con su primera versión o sigue entre las sombras de la segunda?
- Estoy al servicio de don Alejo. A mí me asusta el deshonor, pero no el patíbulo. Decida usted –repliqué con sequedad.
- De acuerdo –se conformó tras sopesar la cuestión unos segundos-. Parte de la historia le es conocida. Permita que no le ahorre algunos detalles en beneficio de don Alejo –no dije ni mu. Tampoco se esperaba que respondiera.
El conde comenzó su relato. Alfonso María Ruiz de Arana Cominges, el oficial de la foto hasta ahora conocido con el alias de Arnaldo Ferreira, fue en realidad un joven comandante destinado en el Estado Mayor de Filipinas. Así que de eso me sonaba, pensé aliviado al ubicar por fin aquella maldita cara.
En algún momento debimos cruzarnos en el archipiélago. Nada más allá de saludos formales y de compromiso, pues muchos oficiales de buena familia me veían como a un advenedizo por ser culpable del terrible pecado de ascender a fuerza de valor, y no de contactos y dinero. A ese punto de bajeza se había rebajado nuestro otrora honorable ejército en lo que atañe a sus mandos, pensé con tristeza.
El padre del objeto de nuestro interés era un rico criollo cubano. Este hizo un buen matrimonio con una heredera chilena, proseguía su narración el viceministro con voz monocorde. En aquel país sudamericano vivió sus primeros años.
Cuando murió el abuelo cubano, se trasladaron a la isla para que su padre se hiciera cargo de las propiedades familiares. Sospechaban que la madre del disfrazado de caballero portugués mantenía contactos con la brujería autóctona, mapuche para más señas, de donde el joven Alfonso María podría haber conseguido sus primeros poderes sobrenaturales.
De hecho, su conocimiento de ciertas artes malignas fue valorado positivamente por el mando militar a la hora de concederle destino, según constaba en su ficha, nos confesó el conde.
El joven destacaba por su gran capacidad de convicción y confianza en sí mismo, además de contar con un envidiable don de gentes, lo que permitía manipular a los demás con relativa facilidad. Según los informes, en Cuba se integró en la Logia Masónica local de la mano de su padre.
Viajó a España y compró el cargo de capitán. Su facilidad para las lenguas y para congeniar con otros pueblos hizo que, desde su puesto en el Estado Mayor, se le encargará de los contactos con los grupos locales de disidentes en Filipinas, lo que logró ayudado por su origen no peninsular y sus conocimientos de brujería, que impresionaron a los nativos. Luego resultaría ser una especie de agente doble.
A la vez que espiaba para el Ejército español, al menos eso era lo que se creía, impulsaba el independentismo filipino como miembro destacado de la organización secreta Katipunan.
Allí hizo un alto en la exposición el viceministro, incapaz de decir el  impronunciable nombre completo del Katipunan.
- Kataastaasan kagalanggalang Katipunan Nag Mga Anak ng Bayan, que se suele traducir como Suprema y Venerable Asociación de los Hijos del Pueblo, aunque otros lo traducen como Suprema Liberal Asociación de los Hijos del Pueblo, formada por indígenas y mestizos –puntualizó el Inquisidor General.
Me admiró su impecable pronunciación del tagalo. Su mirada era más penetrante y aguda que la del conde. Aunque, teóricamente, solo era un coronel, su importancia y, sobre todo, su poder iban más allá de ese mero rango.
– Gracias, coronel. Menudo jeroglífico –el conde prosiguió con la narración de los hechos y suposiciones alrededor de nuestro “amigo” común.
Capitanía General decidió concederle el mando militar sobre las Islas Marianas, conocidas históricamente con las Islas de los Ladrones, nombre que a la postre resultaría premonitorio, mientras que Leopoldo recibía el control sobre las Islas Carolinas, ambos archipiélagos motivo de disputa con estadounidenses y alemanes, para afirmar la soberanía patria sobre las mismas.
Como se sospechaba que podía estar al servicio de alguna de esas dos potencias, por sus devaneos con las fuerzas independentistas, se le envió allí para ver cómo actuaba. Leopoldo le controlaría a través del ordenanza de Alfonso María, encargado de vigilarle y enviar informes sobre él.
Aquella revelación, por completa desconocida para mí hasta ese instante, hizo que sintiera una bola de hielo pegada a las paredes de mi estómago.
Leopoldo siempre me hizo creer que el motivo de concederle esa autoridad había sido otro.
Entendí entonces que lo hizo obligado por el secreto de su misión.
- Y ahora abandonamos las certezas y entramos en el terreno de las hipótesis: no sabemos cómo pero debió descubrir que le vigilaban. Nuestras dudas estriban en si halló algún tesoro escondido en aquellas ignotas islas, pues no eran pocas las expediciones que buscaban riquezas ocultas en aquella región refugio de piratas, o percibió unos generosos emolumentos de una potencia extranjera por alentar la rebelión en nuestra contra –se encogió ligeramente de hombros-. Lo cierto es que decidió, al fin, no servir a nadie más que a sus propios intereses. A partir de ahí soliviantó a los chamorros, nativos de las Marianas, haciendo que estos se rebelarán. Ya les digo, no sabemos todavía si para cubrir su huida o a cuenta de alemanes o estadounidenses. Las consecuencias de su traición las conocen sobradamente: masacraron a la pequeña fuerza española, mientras Alfonso María pedía refuerzos a Leopoldo, su sobrino, por telégrafo para sofocar la revuelta, enviándole de cabeza a una trampa.
Por primera vez vi removerse a don Alejo en su asiento con cierta inquietud. Ese recordatorio del pasado le hizo volver el pensamiento hacia su sobrino enfermo.
Bastante tenía yo también con mis propias pesadillas para que aquel político gordinflón, que no había visto más batallas que las de los cuadros que decoraban su despacho, me siguiera importunando con lo que más deseaba olvidar. Pero, claro, ese era un peaje que debíamos pagar en nuestro camino en busca de la verdad.
Tras aquella breve pausa del viceministro, aprovechada para observar el efecto que causaba su relato en nosotros, juntó los dedos de las manos en un gesto monjil, y se dispuso a encarar la parte final de la historia.
- Ante el temor que Alfonso María huyera o tramara alguna nueva traición, y contraviniendo la lógica que sería esperar refuerzos de las Filipinas, a cuya Capitanía inmediatamente pidió socorro, su sobrino decidió embarcar a sus hombres hacia Guam. Él sabía lo que estaba en juego y se comportó como un héroe. Allí, bien… resulta ocioso recordar hechos tan dolorosos para todos.
- Fue un milagro que sobrevivieran –dijo el coronel con aire de admiración.
No respondí. Para qué. Eso mismo nos lo habían dicho innumerables veces los voceros del patrioterismo. Luego fue una desagradable sorpresa que aquellos mismos fariseos nos pagaran esa sangrienta gesta con el más ignominioso de los olvidos.
Me lo callé, por supuesto. No me apetecía escuchar más falsas excusas de aquellos jerifaltes.
- Desde entonces se le perdió la vista. De hecho, al no encontrar su cuerpo, se le daba oficialmente por desaparecido.
- Hasta ahora –no pude callarme-. ¿Y ahora qué? ¿Qué hace aquí ese traidor?
- Ojalá lo supiéramos –dijo el conde-. De eso se trata ahora. De averiguar qué pretende en realidad ese bellaco.
- Y de capturarlo –afirmó con tono tajante el inquisidor-. Sin importar a qué precio.

viernes

Capítulo XXI. El complot desbaratado



E
n El Día publicaron la interpretación de los extraños rituales de los que fuimos testigos. Cuánto hay de realidad y cuánto de fantasía en mi relato es algo que no me atrevo a aventurar. Los hechos sucedieron tal como los he relatado. Entiendo, eso sí, que los vapores tóxicos inhalados en aquella cueva y la lógica excitación del momento pudieron haber distorsionado, en alguna medida, mi percepción de lo acontecido.
Vamos, pues, a un resumen de la crónica del periodista de El Día:
Triste, funesta, espantosa en grado sumo es la situación de inseguridad en la que nos ha situado la incapacidad de la ley para garantizar el orden y la seguridad de los probos ciudadanos de Granada. Igual que en Madrid y Barcelona, diríase que en Granada también padecemos una sociedad de malhechores, bien organizada para su objeto criminal. Los adelantos del siglo han refinado la maldad. No podemos asegurar que los forajidos antiguos sean peores a los de nuevo cuño; la existencia de todos ellos prueba algún defecto capital en la sociedad que sufre esta plaga terrible. Esta delincuencia demuestra que, en el fondo de esta sociedad, hay muchos elementos de destrucción que pueden acarrear terribles desgracias si no se conjura el mal a tiempo.
Es preciso atacar y destruir ese mal en su origen. Como medios eficaces señalaremos la instrucción moral y religiosa de las masas. Que se difunda la ilustración cuanto sea posible, y con la ignorancia desaparecerá la perversidad y la corrupción. Conviene además una administración diligente que fomente la industria, la agricultura y todas las artes y oficios, proporcionando trabajo y adecuado bienestar a todas las clases sociales.
Podría atribuirse el presente relato a una ardiente fantasía. Pues no, queridos lectores, se trata de la verdad fría, terrible, desnuda.
Mientras especulábamos sobre dónde se hallaría ahora el portugués y cuáles serían sus próximos pasos, llegó un soldado a la mansión buscando a don Alejo. Portaba un pliego con los sellos del Ministerio de Ultramar y las Armas de España. Todos le miramos expectantes.
El patrón rompió el lacre, sacó el oficio de su envoltorio y empezó a leer en voz alta, con tono solemne:
- Su Majestad Imperial, que Dios guarde muchos años, se ha servido convocar a V.E... –se calló durante unos instantes, supongo que asimilando el mensaje. Todos estábamos sobre ascuas. Sus ojos mostraban un destello fosfórico cuando levantó la vista hacia nosotros-. Me convocan a Madrid, al Ministerio de Ultramar en relación a la información que solicitamos al de Guerra.
Mi corazón casi dio un vuelco. ¡La foto descubierta en la habitación de Leopoldo nos daría las respuestas que esperábamos!
- Peralta, que preparen la “casa de vapor” de inmediato –ordenó a su mayordomo-. Partimos en dos horas.
En el plazo estipulado, don Alejo y un pequeño séquito nos subíamos a su tren privado. El viaje fue cómodo: la máquina casi alcanzaba la friolera de 80 kilómetros a la hora. El Rey poseía también un modelo de la casa de vapor patentada por don Alejo, pero más grande y lujoso, como no podía ser de otra manera tratándose de nuestro monarca.
Pasé el viaje dándole vueltas a todo lo acontecido, en particular a las explicaciones de Fermín Avellaneda, el ubicuo dueño de la Galería de los Mundos Lejanos, experto en todo tipo de cambalaches mistéricos.
Nos explicó que los animales simbolizaban el día y la noche, con su sacrificio intentaban obtener más poder sobre el mundo de los vivos. Tras el festín debían quemar los restos de los animales, y los celebrantes se embadurnarían todo el cuerpo con las cenizas resultantes de la pira. Luego se lavarían por completo con agua bendita.
Conseguimos, por tanto, abortar un herético complot. Al menos, sobre el papel. Seguían acumulándose, sin embargo, las dudas. ¿Y los restos hallados en la cueva? ¿Eran humanos o sacrificios de animales? El no-muerto que devolvimos al infierno, ¿era acaso El Desollador? Esa incertidumbre me reconcomía.
Se nos habían escapado de entre los dedos los sujetos más peligrosos del sur de España: Ferreira y su sirviente, el Desollador. Es decir, en definitiva habíamos avanzado más bien poco en nuestro empeño, más allá de demostrar al fin, de forma irrefutable, la infamia del mal llamado caballero portugués.
Al menos habíamos encontrado la estatua de Coatiplec… salvo por el no pequeño detalle que ahora descansaba bajo toneladas de roca. Don Alejo había contratado una cuadrilla de mineros a la orden un ingeniero encargado de colocar cargas explosivas en las primeras capas de la montaña para proceder de la forma más rápida al desescombro. Eso sí, resultaba imposible determinar cuánto tiempo llevaría rescatar la estatua… siempre y cuando no hubiera resultado destruida por los derrumbes.
Dejé de conjeturar, para volver la vista hacia la ventana de nuestro vagón. Tras dejar atrás los feraces campos de cultivo castellanos, la madera y el cereal cedían el terreno al ladrillo. Las chimeneas de las innumerables fábricas sustituyeron a los bosques al aproximarnos a Madrid. Arrojaban sin descanso columnas de humo negro como las calderas de Pedro Botero.
Me imaginé lo dura que sería la vida allí dentro, en las catedrales fabriles, donde ardía el carbón de piedra, el martillo golpeaba rítmicamente, los robots comenzaba a desplazar a los obreros humanos, y las máquinas de vapor movían sus enormes ruedas sin cesar.
Los suburbios donde se hacinaban los trabajadores crecían y crecían, como enormes colmenas de ladrillos. Trenes de mercancías entraban y salían constantemente de la capital del imperio.
Tras dejar en las cocheras de la estación de Atocha el tren, tomamos un auto alquilado hasta el Ministerio. Acompañábamos a don Alejo, Gerónimo Garay y yo como guardaespaldas. Madrid era un gran capital, sí, y también una ciudad que ocultaba múltiples peligros. Por si eso no fuera bastante, decían, otrosí, que las miasmas del Manzanares exhalaban un brote de tifus.
 De camino, contemplamos un enorme boquete en el empedrado del Paseo del Prado. Un ómnibus aparecía hundido de morro, como un barco que se fuera a pique. Salía del cráter una débil columna de agua. La muchedumbre se apiñaba alrededor, dándose codazos por alcanzar un puesto desde el que ver mejor el desastre y susurrando como una colmena de abejas, ávida de saber y de contar. Los dependientes del comercio, los manolos y los lacayos mantenían la posición a empujones, sin ceder el puesto ni a banqueros ni a funcionarios ministeriales, tal era el interés que suscitaba aquel incidente.
Desde nuestra posición no podíamos saber si se trataba de un hundimiento provocado por los ríos subterráneos que minaban Madrid o un atentando de los anarquistas, los movimientos independentistas de ultramar... Las posibilidades no eran pocas en Madrid, la moderna Babel.
Una reciente proclama real exigía a los dependientes de la autoridad no consentir las reuniones de más de tres personas en la calle una vez anochecido. Aquello revelaba a los leales habitantes de la Muy Heroica Villa la existencia de grupos de díscolos y mal avenidos con las instituciones públicas. Como si no lo hubieran inferido ya al ser de público conocimiento la presencia de dos regimientos de retén en Correos y la artillería dispuesta, además de un dirigible del Ejército del Aire que sobrevolaba sin descanso los cielos de Madrid y los globos cautivos que avizoraban desde las alturas en busca de cualquier peligro.
Me sentía incómodo en la capital, no tanto por la ciudad en sí sino por todo lo que la misma representaba. Unos decían que las máquinas, la electricidad, el vapor y la ciencia habían hecho inútiles a los hombres, que antes se tenían por imprescindibles, y ahora todos esos avances les tornaban desgraciados. En cambio, otros opinaban que esos mismos adelantos convertían al hombre en el auténtico rey de la creación. A eso lo llamaban progreso.
Sostenía a su vez don Alejo que esa maquinaria a vapor y la ciencia inoculada al pueblo harían libres a los hombres. Yo no lo tenía tan claro. No mientras siguiéramos padeciendo a todos esos dirigentes mezquinos, satélites del oscurantismo, mandarines de la corrupción, que crecían y se cebaban bajo la sombra del Rey y sus intrigas palaciegas; mientras prevaleciera la inmemorial costumbre de robar mucho y deprisa de los ministros y favoritos de esta tierra, mientras oprimían al pueblo con todos los medios que tenían a su alcance.
Me dije, extendiendo la mirada en derredor, que Rousseau se había inspirado en la capital de nuestra nación para escribir su “Contrato social”, otro libro prohibido por el Índice inquisitorial.
Se decía al pueblo que se le daba participación en los negocios públicos por medio de sus representantes en la Cortes, y todo no era más que una burla y una mentira. Al verdadero pueblo no le daban voto, sino cadenas. El sufragio universal era propiedad solo de aquellos contribuyentes que pagaban cierta cantidad, es decir, de las clases acomodadas. Y el Ejército sosteniendo a esos tiranos. Menuda Armada la nuestra, que tenía una escuadrilla de marineros destinada en el estanque grande del Buen Retiro madrileño.
Mientras haya monarcas los ejércitos serán siempre del Rey, no del pueblo que los paga, uniforma y arma; nunca del pueblo del que salieron y al que volverán. ¡Dónde quedó la España con honra! ¿Acaso puede haber un monarca que gobierne con leyes democráticas? Al parecer, no en nuestra nación.
Alguien repartía de forma clandestina pasquines de la Internacional de los Trabajadores. Había salido de la larga fila de obreros que estaba construyendo los túneles para el tren subterráneo, disimulado entre aquéllos.
- Ni dios, ni patria, ni amo, ni autómatas – me arengó tras entregarme un folleto y un librito antes que el auto pasara de largo. Era otro aspirante más a ocupar una celda en el pudridero de revolucionarios en el que se había convertido la tétrica cárcel del Saladero-. ¡Lean y abran los ojos a la verdad! ¡Jesús de Nazaret fue el primer anarquista!
Un poco más allá, un arlequín cuyo disfraz amenazaba con desbordarse a causa de la anchurosa humanidad que debía contener, repartía el programa del Circo Price, para delicia de pequeños y no tan niños.
Tales contrastes solo podían darse en Madrid.
A aquel obrero puede que le llevara a la revolución el deseo de justicia, de libertad y de moralidad que inspiraba a tantos buenos españoles. En cambio, a muchos políticos solo les movía su ambición, unos por no permanecer alejados del poder y otros por al ánimo de medrar aún más. A los altos funcionarios, conservar las prebendas y regalías con las que les colmó el monarca para asegurar su gratitud. Y el Ejército callaba y obedecía.
Todos olvidaban que no hay pueblo, por muy leal que sea, que no se revuelva tarde o temprano contra la tiranía y la injusticia, sobre todo si hay quien el recuerde su dignidad perdida. Causaba estupor, cuando no indignación, contemplar a tantos mendigos flacos y a tantos curas gordos, sin poder hacer nada para remediarlo. Para eso servía el diezmo.
Lo dicho, todo en Madrid hacía crecer en mi interior la indignación por la deriva que había tomado nuestra amada nación.
Eché un vistazo al folleto recibido. En grandes letras pedían la reducción de la jornada laboral de 12 a 10 horas, y un salario digno. Claro que Alfonso XII alentaba la libertad de expresión, como defendían sus leales seguidores. Siempre y cuando se ajustara a las directrices y los intereses de su régimen, recordé sin dilación.
Me desazonaba pensar en toda esa caterva de carroñeros: rey, cortesanos, y todos los que medraban bajo su sombra. Eran aves de rapiña que chupaban el jugo al pueblo, lanzaban a sus hijos a los campos de batalla, los uncían al yugo de un trabajo esclavo y miserable.
Aquel maltrato se traducía por parte de algunos descontentos en revueltas, atentados terroristas, secuestros y asesinatos sin cuento. Los empresarios, como respuesta, contrataban bajo cuerda pistoleros para eliminar o acobardar a los líderes sindicales y revolucionarios.
Recordé entonces una anécdota relatada por don Alejo, acontecida en su club de señorones. Un conocido prohombre granadino expuso su solución al desasosiego social.
 - Habría que matar a toda esa ralea de desagradecidos, pero entonces ¿quién trabajaría en las fábricas? –se alzó una risa estentórea entre los presentes.
Vivimos en una época de perfidia y maquiavelismo, me condolí.
El patrón tomó de mis manos el opúsculo. Resultó ser una selección de textos traducidos de “La vie de Jésus”.
- Joseph Renan, el filósofo francés. Muy interesante. –anunció don Alejo, mientras ojeaba las páginas-. Las verdades que revela la ciencia superan siempre a los sueños que destruye –citó con voz queda una máxima del autor.
Era de los que aprovechaba la menor ocasión para llevar el agua a su molino, pensé mientras yo seguía concentrado en el revuelo causado por el revolucionario en ciernes.
- Todos esos franchutes son una caterva de liberales –dijo el conductor, mirándonos de reojo-. ¡Un liberal no puede ser más que un jacobino y un impío! Incluso un carbonario disfrazado.
- ¿Alguien osará también cantar el himno de Riego? –no pude refrenar mi lengua al contemplar el eco que obtenía aquel hombre mientras repartía sus papeles y obcecado por aquel comentario que hablaba bien a las claras de la división de nuestra nación.
- ¡Por los mártires de Alcalá! Quién osaría si no algún demente que milite bajo la bandera de la Revolución, o un orate poseído por el demonio negro de la libertad, que Dios los confunda –exclamó con ímpetu colérico nuestro conductor. Tras escupir, prosiguió su diatriba:-. Si Dios quiere, la Primera República fue la primera y la última. De mil amores me liaba ahora a tiros con esa purria.
Pues los privilegios desaforados debían cesar aquí como acabaron en Francia, dije en mi interior. Más valía que ocultara esos pensamientos si no quería acabar denunciado a las autoridades, me previne. A los que la lengua perdía, los realistas los denunciaban por liberales perniciosos y se les deportaba a Filipinas o encerraba en algún presidio africano.
El panfletero, con barba de un palmo como la de un profeta, se perdió entre la multitud. Sonaron los silbatos de la policía, cada vez más cercanos, intentando poner orden en aquel jubileo.
Otro personaje atrapó mi atención. Un hombre de chata catadura y ojos de gato tocaba una campanilla a intervalos regulares, mientras con la otra mano mostraba un cepillo de latón a los transeúntes, por cuya abertura estos podían deslizar un triste ochavo. Se trataba de un miembro de la Cofradía de Paz y la Caridad, y su presencia anunciaba que ese día se iba a ejecutar a un criminal. Pocos días debía descansar aquella campaña petitoria en Madrid.
Avanzábamos con lentitud a causa de la mucha circulación. En las calles principales parecía difícil cruzar sin atropellar o ser atropellado por un sinfín de vehículos de vapor de todo tipo. Ante aquella acumulación de metal en movimiento no pude evitar preguntarme cuándo desapareció el olor a estiércol de caballo de las calles.
Solo se mostraban ociosos los hijos del rey, nombre dado a los incluseros en la Villa y Corte, cada vez más numerosos e ignorantes de la doctrina y el catón. Deambulaban en busca de limosna o de afanar alguna cartera al descuido, haciendo que Gerónimo y yo permaneciéramos alerta cuando veíamos que alguno se aproximaba a nuestro vehículo más de lo necesario.
Don Alejo estaba ajeno al guirigay circundante, absorto en la lectura de un diario. Atisbé el inicio de una noticia: “El gobierno se proponer fomentar el comercio, las artes, la industria, la agricultura, aliviándolas de los exorbitantes impuestos que las agobian, hijos del desconcierto de pasadas administraciones...” Y luego proseguía ponderando las delicias del paternal gobierno que disfrutábamos los españoles.
Las administraciones que vendrán dirán de esta administración lo mismo que dice ahí de las anteriores, mientras todas gastaban de forma inmoderada, ahogué un exabrupto en voz alta. Escupí al suelo por no poder mostrar mi malestar de ninguna manera razonable. Son los gobiernos que atropellan la justicia, siempre, y sin saberlo, los verdaderos revolucionarios del mundo, no el pueblo sojuzgado y oprimido.
El patrón alzó la vista hacia mí, y la volvió hacia el texto. Él sabía cuál era mi pensamiento político, tan diferente del suyo, por lo que intentó suavizar los efectos de la noticia.
- El Rey, a pesar de su poder, no dispone libérrimamente de su voluntad soberana. Por consiguiente, no siempre puede hacer sentir los efectos de su natural bondad. Su Majestad quiere asentar su gobierno sobre bases sólidas, benéficas e imperecederas, mas para ello necesita contar con hombres probos en todas las esferas de la Administración pública, y poder distinguir así a los buenos de los que no lo son.
Esa parrafada me sonó a salirse por la tangente. Asentí con circunspección, conocedor de que la prudencia formaba parte de las obligaciones de mi servicio hacia él. Comprendí que me tocaba callar y dar gusto a mi jefe, pues lo contrario sería como disputar sobre el sexo de los ángeles.
En España, a los “hombres probos”, como él los llamaba, jamás se les concedería el menor poder de decisión, y mientras el rey viviera encerrado entre oropeles se seguirían cometiendo injusticias en su nombre.
Por fin se nos anunció la ciclópea mole del Ministerio de Ultramar. Gerónimo, apoyado en un estribo del automóvil, saltó poco antes de llegar con el fin de controlar si nos seguía alguien. Tal vez don Alejo no tuviera tantos enemigos como otros, pero la sucesión de acontecimientos iniciados en Cádiz y agravados en Granada no nos invitaban a bajar la guardia.
Mi compañero se quedó de guardia en el auto mientras yo acompañaba al patrón como una sombra.
Al coronar las escalinatas, la entrada porticada estaba flanqueada por dos imponentes estatuas de bronce, cual atlantes: una de la deidad azteca Tezcatlipoca, la otra del dios íbero Netón. En nuestra muy católica, apostólica e hispánica patria el poder adoraba cualquier medio que le permitiera perpetuarse, tal y como demostraba la presencia de aquel par de dioses.
Don Alejo entró en el Ministerio con la dignidad que le era propia, luciendo en el lado izquierdo de la pechera de su chaqué una medalla de San Fernando y una escarapela que rezaba “Proveedor de la Casa Real”.
Yo le seguía pocos pasos por detrás, no tan elegante, pero vistiendo mis mejores galas dominicales: levita azul larga, corbata gris y botas de charol.
 En cuanto mostró la orden real, un edecán se apresuró a guiarnos por un sinfín de pasillos. Me pareció sentir un levísimo rumor procedente del suelo. Decían que las entrañas de ese ministerio guardaban enormes máquinas diferenciales, encargadas de procesar las ingentes cantidades de información procedentes de todo el imperio, los informes de las embajadas ubicadas a lo largo del globo, y los datos confidenciales de los agentes a sueldo de España recabados en las trastiendas de las cancillerías internacionales. Era un sonido sordo, como el del tren subterráneo al pasar bajo nuestros pies.
Sonido más agradable, eso sí, si lo comparáramos con el del Ministerio del Interior, donde residía la sede de la Dirección General de Asuntos Religiosos, Mágicos y Sobrenaturales. Se rumoreaba que de los sótanos se escapaban cacofonías, aullidos más bien, que ponían a prueba los nervios de los hombres más curtidos.
Tras aguardar cinco minutos en una salita, invitaron a entrar en un despacho a don Alejo. Me senté en una butaca, con aire aburrido, dispuesto a una larga espera.
A los pocos minutos el ordenanza vino a buscarme y me urgió a entrar en el mismo despacho que mi patrón. Enarqué las cejas, sorprendido.
El viceministro de Ultramar, consejero áulico del rey, quería conocerme.