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espués de la entrevista en
el Ministerio de Ultramar, nos dirigimos al de Instrucción Pública, donde don
José de Echegaray esperaba al patrón para conferenciar sobre cuestiones
técnicas relativas a su ingenio aéreo. Terminamos en el Palacio Real. Don Alejo
había sido convocado a una audiencia reservada con Alfonso XII, con quien
departió unos veinte minutos tras el regreso del monarca de su descanso
veraniego en el Real Sitio de San Ildefonso.
Las
arrugas de la frente de don Alejo denotaban preocupación cuando subimos al auto
que debía conducirnos hasta la estación de Atocha.
- El Rey
me ha prometido un marquesado por los servicios prestados al país, acompañado
de la gran cruz de Carlos III. En breve aparecerá publicado el nombramiento en
la Gaceta –dijo sin la alegría que se
podía esperar ante un notición de tal calibre-. Enviará un regimiento de
granaderos para aumentar la vigilancia en los astilleros de Granada. Como dijo
el conde de Campo Sagrado, todo queda en un segundo plano ante ese proyecto.
-
¿Incluso Leopoldo? –aventuré a preguntar, intuyendo por dónde iban los tiros-.
Usted siempre ha contado con la gracia del Rey.
- Todo.
Incluso él –dijo con voz cascada. Un rictus de dolor cruzó su rostro-. Las
órdenes del rey, nuestro señor, deben ser puntualmente ejecutadas. No queda más
remedio que obedecer. Y seguir porfiando por el restablecimiento de mi sobrino.
- ¿Nos
fuerzan a comportarnos como Guzmán el Bueno por el bien de España o por el suyo
propio? –declamé con fiereza-. ¿Qué lealtad se espera de nosotros cuando se nos
reclama el sacrificio de un ser querido? Una lealtad comprada con prebendas
–casi escupí con desprecio.
- Como
militar que fuiste debes ser el primero en entenderlo y acatar las órdenes. Al
rey no se le desaira ni se le cuestiona –de ser siempre así, este país sería
una plácida balsa de aceite, me dije para mis adentros, y no la olla en ebullición
en la que se había convertido-. A veces, servir a los demás es una forma de servirnos
a nosotros mismos –concluyó de forma críptica.
-
¿Realmente es tan importante ese arma? –mi interlocutor se encogió de hombros.
- Yo no
la diseñé como tal. En sus orígenes era una nave de transporte: correo,
mercancía, pasajeros. Proveería el comercio con las colonias. En la corte lo
vieron de otra manera... el medio ideal para sustentar sus sueños imperiales.
El rey quiere figurar en letras de oro en los libros de Historia, y esta solo
la escriben los vencedores. Para conseguirlo la erizarán de cañones y munición,
un crucero de los cielos. El Leviatán del aire, ya oíste antes al conde. Hasta
la Real Fábrica de San Fernando construye algunas partes mecánicas del aparato,
a pesar de estar centrada en los autómatas mencionados por el viceministro,
creados nada menos que por Jaquet-Droz III.
Asentí
en silencio. Ningún gobierno podía desaprovechar semejante ventaja. La escena
internacional era de por sí bastante compleja como para desestimar aquel as en
la manga: ¡el dominio de los cielos!
- Ante
el temor de que otros países construyan un ingenio similar al nuestro se nos
pide que la construcción se acelere. Prioridad absoluta –me miró fijamente-. Es
más, se pretende, nada menos, que mi navío aéreo constituya el embrión de la
futura Armada Espacial. Si fructifica, el rey me premiará con el Toisón de Oro
–no pude evitar mirarle de hito en hito-. Sí, hijo, como bien sabes estamos en
medio de un polvorín a punto de estallar por los enemigos de las Españas. No
podemos andar ni un paso por detrás de quienes buscan nuestra ruina…
Concluyó
con un hilo de voz, imaginé que usando las palabras del propio rey para
justificarse.
- ¿Ese
crucero podrá surcar las estrellas? ¿Con la cavorita?–pregunté con un deje de
incredulidad.
- Ese es
un invento propio de los folletines de aventuras científicas de Pérez Galdós.
No, hijo. Las surcará con las modificaciones de diseño necesarias y empleando
la adecuada combinación de propulsión aérea iónica, electrogravedad y fluidos
electrodinámicos, sin la menor duda. Igual que hoy un submarino navega bajo el
mar esa nave llegará a viajar por el cosmos.
-
Resulta prístino que, como anunciaba la prensa, los franchutes ya están en el
empeño del dominio del éter gracias a los inventos de ese Julio Vernes. Y
detrás de ellos vendrán los británicos y quién sabe cuántos más. Todo esto
parece increíble.
-
Apreciado Ventura, lo que hoy nos parece increíble, mañana puede ser algo
trivial –sus grandes ojos chispeaban con un fulgor eléctrico. Tras una breve
pausa, prosiguió con tono de acendrada gratitud-. Sé que, de alguna manera,
siempre te has sentido responsable de la desgraciada situación de Leopoldo
–parecía que había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa, pensé a
la expectativa de sus palabras-. Pues bien, libérate de esa carga. Nunca nos
debiste nada por ello. Si no tienes bastante con las explicaciones del
viceministro, en este momento te eximo de cualquier compromiso que bienintencionada
y equivocadamente todavía pudieras sentir. Tampoco tomes en consideración sus
ofertas. Yo te doblaré el pago de aquella pensión.
- No me
importan las órdenes del rey, ni las limosnas ofrecidas por el conde. Para
algunos puede ser fácil dejar de cumplir lo que a otros se promete, pero lo que
uno se jura a sí mismo... Hay lazos que me atan a ustedes. La lealtad, por
ejemplo. La gratitud, también.
- Exalto
tu ejemplar conducta, mas no seas loco, hijo. En el horizonte se atisban graves
peligros. En nombre de la amistad con la que nos honras, no arriesgues más de
lo que ya lo has hecho. No consentiré que asumas sacrificios que solo me
corresponden a mí.
Aquellas
palabras resonaron en el fondo de mi alma, causándome una momentánea sofoquina.
- ¡Pues
no faltaría más! Me conduelo de vuestra situación y me abochornáis dejándome al
margen en este momento, por favor. En nombre de esa lealtad que os profeso,
pienso llegar hasta el final. Cumplo un deber de conciencia.
Se
acercó hasta mí, dándome un abrazo. Apenas pude articular palabra. En aquel
momento, y por primera vez, sentí el calor que un hijo suele recibir de un
padre.
No sabía
a ciencia cierta como ayudarle a pasar ese trago. Lo que sí tenía claro es que
no lo dejaría solo.
Con el
arranque de la casa de vapor ambos enmudecimos, intentando penetrar en las
tinieblas que escondían lo que nos deparaba el futuro.
Un
futuro lleno de incertidumbres y, como acaba de señalar el patrón, preñado de
peligros.
Don
Alejo se mostraba taciturno, incluso hosco tras nuestra conversación. El “cueste
lo que cueste”, orden del propio rey, podía implicar incluso el sacrificio de
su sobrino. Yo tampoco estaba de mejor humor tras las revelaciones del
viceministro.
La
misión de Leopoldo como gobernador, en colaboración con el ordenanza del traidor,
que fue encontrado colgado con un cartel que ponía “Judas”, ese detalle no lo
había revelado el viceministro, era vigilar a Alfonso María. Así, Leopoldo se
aseguró de llevarme con él cuando fui degradado de capitán a sargento por
golpear a un comandante, y no fue Leopoldo quien me siguió al destierro al que
fui condenado para protegerme de mí mismo, como siempre había creído, iluso de
mí.
Obviamente,
el portugués, me costaba acostumbrarse a llamarlo por su auténtica identidad,
debió descubrirlos y decidió eliminarlos provocando aquella revuelta de
indígenas, lo que también le permitiría huir y cubrir sus huellas.
Por
tanto, ya no tenía sentido martirizarme por un pecado que no había cometido, me
convencí. Tras esa grata noticia me sentí como si me hubieran extirpado un
miembro gangrenado: al principio asolado por el dolor del corte y la cicatriz
hecha a fuego; luego, aliviado al liberarme de una infección que podía haberme
matado. Sí, aquel sentimiento de culpa poco a poco me había corroído la
conciencia, como una gota malaya, desde que me desperté malherido tras el
último asalto de los insurrectos.
Eso sí,
aun siendo un patriota, o precisamente por eso mismo, no seguiría adelante por
complacer al rey. Ni siquiera por servir a los intereses de España, como marcaban
los objetivos de Los Numantinos. Y mucho menos por la promesa de recuperar mi
antigua graduación. Lo haría por amistad y, sobre todo, lo haría –entonces me
di cuenta de ello- por gratitud hacia don Alejo. Él me llamó a su lado cuando
estaba tocando fondo como vulgar pistolero a sueldo. Al principio, obnubilado
por la rabia y el odio acumulados tras el regreso de Filipinas, creí que don
Alejo realmente me necesitaba. Luego me di cuenta de la verdad: era a mí a
quien estaba haciendo un gran favor al apartarme de la senda de destrucción por
la que transitaba mi vida.
Un
aerostato se aproximaba por el horizonte. Al acercarse en nuestra dirección tomé
un catalejo. El viaje era largo y la ociosidad, sumada a las cavilaciones en
las que mi mente se debatía, tensaba mis nervios como la cuerda de un arco.
Para mi
sorpresa descubrí al gigantón de Valdivia en la proa del dirigible.
- ¡A
todo vapor! ¡Sin ahorrar potencia! –grité-. ¡Vienen a por nosotros!
Don Alejo tomó el tubo de comunicación con la
locomotora para ordenar al maquinista que activara el mecanismo de las ruedas y
saliéramos de la vía férrea para intentar librarnos de los atacantes.
Al poco,
con un rugido intenso seguido de un traqueteo del convoy, unos enormes
neumáticos se desplegaron, mientras las ruedas de aguja se retraían bajo las
cabinas. El tren aminoró de forma momentánea la marcha para poder abandonar los
rieles de forma segura y acometer la marcha por territorio abierto.
El
ingenio aéreo nos iba comiendo terreno, legua a legua, más tras esa delicada
operación mecánica.
Al
aproximarse nos tiraron varias bombas de mano, pero la fortuna y la velocidad
se aliaron con nuestros intereses.
Sin
embargo, una granada alcanzó el vagón de mercancías que cerraba nuestro convoy.
Ante el riesgo de descarrilar, Gerónimo y un maquinista consiguieron
desengancharlo, pero esa operación nos hizo frenar y perder un tiempo precioso,
con lo que el aerostato se situó casi sobre el tren.
Al
llegar a nuestra altura, los villanos aéreos lanzaron unos cabos. Sin demora,
descendieron por las cuerdas tres hombres sobre el vagón de pasajeros.
Gerónimo
y yo, cada uno por un extremo del vagón, subimos al techo para enfrentarse a
ellos.
La
providencia quiso que yo subiera de cara a la marcha, descubriendo en
lontananza que íbamos a descender casi de inmediato por un ligero terraplén.
Alcé la mano para demandar a mi camarada que se quedara donde estaba y no se
moviera. Me agarré con tanta fuerza a la escalerilla que me dolieron los
nudillos.
La
violenta sacudida producida al saltar el tren a causa del desnivel del terreno
pilló desprevenidos a los asaltantes, momento que aprovechamos para subir al
techo.
Uno se había
desequilibrado y salió despedido hacia el suelo. Otro, mientras intentaba
levantarse tras caerse de bruces en el techo del vagón, fue pateado por
Gerónimo hasta hacer que se deslizara más allá del borde del mismo. En el
último momento se agarró a las piernas de mi camarada, haciéndole caer al
suelo, envolviéndose ambos en un ovillo de patadas y manotazos. Rogué porque
pudiera desenvolverse por sí mismo. Debía ocuparme del último hombre.
El
tercer elemento sería harina de otro costal. Valdivia se agarraba a una de los
bordes del vagón, para no deslizarse fuera, mientras se afianzaba con la otra
mano para incorporarse. Cuando salté sobre él, lanzó sus piernas adelante cual
catapulta, y fui yo quien quedó colgando del borde. Empecé a balancearme,
intentaba coger impulso para ayudarme a subir a fuerza de brazos.
Valdivia,
más fuerte que un caballo de tiro y feroz como un diablo, avanzó lentamente
hacia mí, asegurando cada paso. El traqueteo producido por la velocidad y los
accidentes del terreno, abandonada la estabilidad de las vías, hacía que en el
techo curvado del vagón el equilibrio fuera de lo más precario.
Al principio
desenfundó y me apuntó con su pistola. Cuando creí que iba a dispararme la
devolvió a su funda. Leí en su sonrisa feroz que venía a pisarme los nudillos. Quería
deleitarse con mi muerte.
El sudor
caía por mi espalda como si fuera una cascada, tanto por el esfuerzo de
intentar alzarme como por ver que mi Némesis se aproximaba con la forma de
aquel rufián sevillano.
Aquella
bestia prorrumpió en una carcajada espantosa, saboreando ya su triunfo sobre
mí. Para qué negarlo, yo también veía llegar el fin de mi tormentosa vida.
- Has
ido demasiado lejos, infeliz. En un Ave María te reunirás con tus antepasados
–se jactó, seguro de su triunfo.
A pesar de mi pulso trémulo y de mostrar un
rostro desencajado, mi sonrisa le desarmó por un instante. Desde mi frágil
posición, sin embargo, veía lo que a él se le escapaba. Cuando vio mi suspiro
de alivio giró la cabeza.
Demasiado
tarde…
Gerónimo
había tomado carrerilla tras él y de un recio empujón lo arrojó fuera del tren.
Mi amigo, con una sonrisa más cordial que la de Valdivia, se agachó para
alcanzarme la mano e izarme.
Una vez
arriba ambos miramos atrás, adonde debió caer nuestro encarnizado enemigo.
Valdivia
estaba en pie. Desgreñado, embarrado, con la ropa hecha jirones, pero tan amenazante
como siempre. Alzaba el puño hacia nosotros y sus gritos se los llevaba el
viento.
El
dirigible, al que por fin habíamos sacado una distancia considerable, se había
detenido sobre él para recogerlo.
- Ten
por cierto que ya arreglaremos cuentas –me ahorré el vociferarle invectivas que
no oiría. Las guardaba para nuestro próximo encuentro.