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alí de la casa de don Alejo
con el sombrero calado hasta las cejas para rehuir las miradas curiosas.
Gerónimo y José Garza me acompañaban de la misma guisa. Aunque a aquellas horas
apenas quedaba nadie por la calle, vivíamos tiempos complicados, en los que las
paredes, como temía don Alejo, tenían ojos y oídos de lo más agudos y curiosos.
A pesar
de lo intempestivo de la hora, una mujer muy entrada en días, de ojos hundidos
y voz chillona, arrebujada en un mantón ceniciento, cubierta con un velo negro y
con aspecto de ropavejera, pedía caridad en la esquina, bajo la luz de una
farola que iluminaba con una luz tan alicaída como debía tener la pobre mujer
su estado de ánimo.
Una
desdichada viuda, imaginé, de las que tanto abundan en este país, un monstruo
que pare hijos para que se sacrifiquen por él sin descanso. Me extrañó que no
la acompañara un huérfano, auténticos maestros en el arte de la mendicidad.
La
cabeza me bullía. La prensa, la policía y todo el mundo podían pensar lo que
quisieran, más preocupados en perseguir conspiraciones políticas o sindicales, empero
para mí resultaba obvio que Valdivia estaba metido en la trama hasta la médula.
¿Qué otro motivo tenía para asesinar al hermano de Garza en Cádiz?
Estuviera
o no al tanto de los delitos de Valdivia, el portugués, su jefe, lo cual
implicaba concederle un estado tanto de inocencia como de ignorancia que se me
antojaba imposible, sabíamos dónde encontrarlos.
Íbamos
de caza hacia su mansión. A por uno o el otro, mejor ambos. Gerónimo, como
siempre en el papel de mi conciencia, expresaba sus dudas al respecto ante
nuestra precipitada salida.
- ¿El
plan? No hay –a mi amigo ya no le sorprendían mis arranques de genio-. Vamos a
presentarles nuestros respetos. Se
trata de coger el toro por los cuernos. Enfrentarnos al portugués directamente.
Desenmascararlo. No nos importa que llamen a la policía –Gerónimo sonrió, sin
articular objeciones. Sabía que cuando me encontraba así de encendido por el
furor de mi ira no servían de mucho-. ¿Se atreverían, acaso? Con el favor de
las sombras de la noche nos introduciremos en su mansión y les atraparemos
desprevenidos.
Al llegar
a su casa dimos una vuelta a su alrededor. No descubrimos ningún guarda. Todas
las luces permanecían apagadas. Al fin, tras asegurarnos de nuestra soledad,
saltamos la valla. Permanecimos unos minutos más esperando ver u oír algo, sin
resultado.
Gerónimo
hizo uso de una ganzúa. Entramos con cautela, pistolas en mano, y cerramos con cuidado la puerta. Avanzamos
lentamente, de puntillas, con tal sigilo que hasta a nuestras sombras les
costaba localizarnos. Encendí entonces la linterna.
Todo el
mobiliario había sido tapado con sábanas. Daba la impresión de que los
habitantes habían huido a toda prisa.
Nos
miramos, seguramente haciéndonos las mismas mudas preguntas. ¿Por qué? ¿Se habían
mudado a otra mansión o tal vez querían esconderse porque nuestras sospechas eran
fundadas?
En la
chimenea se encontraban un montón de papeles quemados, pero no vimos madera ni
carbón. Por tanto, no los habían quemado para encender fuego, sospeché. Tal vez
querían deshacerse de algo, ¿que pudiera inculparlos?, me pregunté nuevamente.
Demasiadas
preguntas sin una respuesta clara era una situación que me incomodaba y me daba
dolores de cabeza.
Subimos
al piso de arriba, con la esperanza de encontrar algo que nos iluminara entre
aquellas tinieblas. Estábamos a punto de acabar las escaleras cuando oímos un
ruido casi imperceptible.
Acababan
de dejar la mansión, los ratones todavía no podían campar a sus anchas allí.
Parecían pasos ahogados, pero no lo suficiente. No, debía de tratarse de otro
tipo de “animal” bípedo, más semejante a nosotros. Les hice una seña a mis
compañeros.
Caminamos
de puntillas, como si atravesáramos las brasas de una hoguera de San Juan, con
las pistolas a punto. De una puerta ligeramente entreabierta salía un haz de luz.
Nos acercamos con el máximo sigilo. El corazón empezó a latirme con fuerza.
Había llegado la hora de enfrentarnos a nuestros enemigos.
Nos
colocamos a ambos lados de la puerta. Gerónimo agarró el pomo. Yo me coloqué
ante la entrada. Garza nos guardaba las espaldas. En cuanto le hice la seña
convenida, él me franqueó el paso y yo entré en la estancia como una
exhalación.
Un tipo
me miró con una expresión entre sorprendida y estúpida. Estaba rebuscando en
unos cajones. Supuse que debía de tratarse de un ladronzuelo que se había
colado.
- ¡Quieto!
–le conminé, apuntándole con la pistola. Al fijar mi atención en él descubrí
que no era un simple ratero.
Reconocí
su gitanesco rostro. Aquel pelo negro y ensortijado, el bigote alargado y
frondoso que partía su cara en dos, la nariz apapagayada, la mirada torva y
patibularia.
Era uno de los rufianes que me golpearon en la
Alhambra.
Debió de
darse cuenta de que lo había identificado, porque se puso en pie de un salto y
corrió hacia la ventana.
- ¡Alto
o disparo! –le previne.
Entonces
sucedió lo último que esperaba. Con el impulso que llevaba se lanzó por la
ventana, protegiéndose con los brazos por delante como escudo. El cristal, con
el impacto, se astilló en mil pedazos.
-
¡Maldita sea su alma! –exclamé.
Garza
nos sobrepasó, llegando a la ventana rota antes que nosotros. Cuando el émulo
de los pájaros trataba de levantarse de su caída, medio cojeando, el mestizo le
lanzó un cuchillo.
Alcanzó al
fugitivo en el hombro derecho. Se volvió a caer.
-
¡Rápido, abajo! ¡Que no escape! –chillé con desazón.
Cuando
llegamos al jardín, Garza, como un puma que acechara a su presa, había
descendido por la fachada con mejor fortuna que el fugitivo.
-
Metámosle adentro, no sea que alguien nos descubra rondando por aquí afuera y
avise a la policía.
Una vez
en el interior, empecé a interrogarlo. El gitano se negaba a hablar.
Temblaba
preso del miedo vil que las almas bajas sienten ante los riesgos de la vida. Su
mirada sanguinolenta denotaba que era víctima de unas costumbres relajadas.
- Te ha
comido la lengua el gato, ¿no? Más te vale, porque de no ser así, te la cortaré
–le mostré una navaja, ante la que no mostró la menor emoción.
Gerónimo
le había registrado antes de atarlo como un fardo a una silla. El tipo debía
estar allí por orden de sus jefes, posiblemente fue a por algo que, quien sabe
si por la precipitación de la marcha, habían dejado atrás.
Y así
debía ser porque mi compañero me entregó un Libro de Firmas, como los usados por
los banqueros judíos. Como el que me entregó Baruch Cohen para llevar a Cádiz.
Me llevé
a Gerónimo a un aparte.
- ¿Te
has fijado en él? Está muerto de miedo, y no por mi navaja –le dije por lo
bajo-. Un malaje de medio pelo como este no se hubiera jugado la vida saltando por
un simple latrocinio, si no contara con un poderoso motivo.
- A
quién se le ocurre saltar por los aires sin colocarse antes unas alas de Da
Vinci. Este rufián no está en sus cabales. Pero me da que tu olfato da en el
clavo. No sabía que produjéramos tanto espanto entre la chusma.
- ¿Nosotros?
No debe saber nada de nuestras intenciones para lanzarse de cabeza en busca del
Supremo Tribunal de Dios.
Me
guardé el libro como si fuera oro en paño. Tal vez Cohen me informara de la
auténtica utilidad de este nuevo ejemplar.
El
gitano, de cara pálida, flaca y cubierta de amarillentas pecas que le daban un
aspecto enfermizo, era uno de los que me apalearon en la Alhambra, y no dejaría
que se fuera de rositas.
- Tu
nombre. Al menos eso sí me podrás decir –intervine con un tono de lo más
reposado-. Tu jefe, Valdivia, mató a su hermano –señalé a Garza-. Cuéntanos
algo, anda, porque este se está poniendo nervioso y diría que se muere de ganas
de despellejarte.
- Y de arrancarle
el corazón –la voz de Garza denotaba que no hablaba en broma.
- Zeñó,
zoy Ginés Mairena, para zervir a zu mersé –respondió con voz asustada.
- Puedes
servirme diciéndome por cuenta de quién estabas aquí robando. Arnaldo Ferreira
Lopes, ¿verdad?
- Poco
puedo dezí a su erzelenzia. Me va la vía en ello. Es tó un prínsipe der mal.
Agachó
la cabeza. Temía más lo que podía pasarle por parte de su amo si confesaba que a
nuestras amenazas para obligarlo a explicarse.
Se abrió
entonces la puerta principal. Los tres nos giramos al punto, con las pistolas
prestas a funcionar. Apareció insospechadamente Lady Margaret, seguida de sus
hombres.
Vestía
de luto. La viuda, me maldije por no ser más precavido. No obstante, ninguno de
nosotros tres fue capaz de detectar su seguimiento.
Avanzó
hasta nosotros con una sonrisa deslumbrante.
- No
quería perderme la fiesta. Estábamos
dispuestos a entrar en acción cuando ese hombre saltó por la ventana, hasta que
vimos que se desempeñaban bien sin nuestra ayuda. ¿Ha dicho algo?
- Nada
de interés –lo único de valor era el libro, del que ella no tenía porqué saber
nada-. ¿Usted me dirá, al menos, cuál es su verdadero interés en todo este
asunto? Me cuesta creer que el dinero de un imbécil como Avellaneda sea motivo
de fuerza para motivarla a embarcarse en una empresa de este calibre.
- Es un
motivo suficiente, no se engañe. Yo no trabajo de bóbilis, bóbilis. Empero hay
otro más, cierto. Personal –suspiró la inglesa antes de comenzar su confesión-.
En un levantamiento indígena en el Punjab mataron a mi padre, coronel de
regimiento británico. Mi madre fue envenenada con la Flor del Sueño, un
ejemplar perteneciente a una especie no clasificada del jatropha, de la familia de las curcas. Ahora está sumida en un
letargo similar al del sobrino de don Alejo. ¿Entiende ahora?
Asentí
en silencio. La muerte de su padre coincidía con la información recibida por
don Alejo de sus contactos en Londres.
- Es un
servidor de Roma. ¡Un hereje! –exclamó Gerónimo, que había descubierto y arrancado
el sacrílego crucifijo de los católicos romanos al gitano.
- Esos
son peores que las plagas de Egipto. Buscadle las marcas del diablo en el brazo
–ordenó la Lady. Sus secuaces negaron con la cabeza al no hallarlas-. ¿Nada?
Bueno, cuando el diablo compra un alma le hace una señal a la persona. Así
podrá reconocerla. Pinchando sobre esa marca no saldrá sangre ni se producirá
dolor. ¡Seguid pinchándolo! –el prisionero aullaba de dolor y sangraba como un
cerdo.
Singh, el
sirviente de la Lady, se había puesto manos a la obra con el mayor ahínco con
sus agujas y cuchillos. Teniendo en cuenta que su séquito nos superaba ampliamente
en número, no era cuestión recriminarles que asumieran el trabajo sucio.
De la
boca del gitano no salían más que chillidos y palabras inconexas a causa del
dolor.
- ¡Vaya!
Parece que el maldito Satanás ha escondido bien su marca –los hombres de la
inglesa recibieron las palabras de su jefa riéndose a mandíbula batiente.
Figúrese
el sensible lector la escena. No es objetivo de este relato regodearse en el
sufrimiento inflingido, aunque la causa fuese justa y el perjudicado un truhán
de la peor calaña. Mucho menos jactarse del empleo de medidas ajenas a lo
dispuesto en el campo del honor, por muy desesperada que entonces nos pareciera
la situación. En las peores condiciones uno nunca sabe cómo acabarán
reaccionando algunos hombres. Aquel infiel indio parecía un hijo de Satán y no
su herética víctima.
Me
incliné hacia el egipciaco. Movía la cabeza de forma agónica, negando con
tozudez. Me pareció entender que decía algo sobre El Desollador, como si
temiera algo de él. Aquello reforzó mi convicción de que ese miserable asesino estaba
al servicio del portugués y de su secuaz Valdivia, quien ya me había amenazado
con aquel atroz monstruo durante nuestro accidentado encuentro en la Alhambra.
- Imploro
me conseda su amparo, zeñó –me suplicó con voz enronquecida.
- Ginés,
de persistir en hacerte el desentendido, no seré capaz de detener la tortura
que te está inflingiendo ese animal. Súmale las heridas de la caída y la
puñalada, y acabarás muriendo sin remedio. ¿No quieres hablar, pues?
- Un día
oí hablá, al’amo, digo, con un zeñó principá. Estaba en el almasén… trasteando
–se justificó-. Le dijo que por fin lo había encontrao en Graná y había llegao
l’hora de recogé lo fruto. Luego ordenó a Vardivia que no permitiera a naide
entremetese en su negosio.
- ¿Cuál negocio?
¿Quién era ese señor?
El pobre
desgraciado negó con la cabeza. Todo aquello escapaba a su escaso
entendimiento.
- No
dijo más ná y no pude ver bien la jeta del zeñó. Cuando me vieron mudaron de
conversasión.
- ¿Dónde
está la estatua robada? ¿No vas a hablar? Es tu última oportunidad de salvarte.
No podía
salvaguardarle de su propia estupidez, me lamenté. Empero, su silencio también
decía mucho… aunque no lo que necesitábamos saber.
- Si no estas
al tanto de nada de lo que nos interesa, no nos sirves para nada –sentenció la
inglesa. Hizo una seña a su sirviente.
Singh le
pasó un lazo por el cuello. Al apretar, el rostro del gitano se tornó morado.
Pataleaba al ahogarse.
- ¿Recuperas
la memoria? Al menos podrás decirnos dónde se esconde el portugués. Te prometo
una muerte rápida –ofreció la buena
señora.
Me
acerqué al oído del prisionero y le pedí que me dijera a quién quería que
entregaran su cuerpo cuando muriese, por si quería recibir cristiana sepultura
o que alguien se encargara de sus restos, a cambio del escondite del portugués.
El
gitano me dio el nombre de una bailarina de las cuevas del Albaycín, mientras
tenía los ojos preñados de lágrimas ante la certeza de su funesto destino.
- Está en
una cueva der Albaycín –antes de exhalar su último aliento nos hizo un esbozo
de cómo encontrar la entrada.
Por fin
dejó de barbotear y de estremecerse en la silla. Singh se apartó de él como el
obrero que se retira aburrido tras concluir su turno en la fábrica.
- ¿Era
necesario matarlo? –protesté-. Y ahora qué. ¿Mandamos un anuncio a la sección
de Pérdidas del Diario de Avisos para
que alguien nos dé razón del paradero exacto de su banda y de la estatua?
- No iba
a confesar nada, ya lo ha visto. Posiblemente tampoco supiera más –admitió con
despreocupación-. Nos enfrentamos a gentes sin escrúpulos. Así sabrán que no
nos arredramos ante nada –afirmó la Lady.
- Eso es
obvio. No necesitamos demostrarlo, y menos de esa manera. ¿Vamos a convertirnos
entonces en alguien tan despreciable como nuestros enemigos? ¿Combatiremos una
injusticia con otra?
- No os
tenía por una vieja remilgada y puntillosa ante la muerte. Tal vez el golpe en
la cabeza tras vuestra caída del motociclo os ha alterado más de lo que os
imagináis. ¿Tenéis claras vuestras prioridades?
- Entre
gentes de buen tono me sorprende esa falta de humanidad en una mujer –dije con
voz tonante.
- No soy
digna de su vituperio, señor mío –rebatió sin siquiera tener el decoro de
sonrojarse-. En vuestros años de servicio en tierras salvajes, ¿nunca usasteis
una camisa de alambre u otros métodos alternativos para hacer hablar a un
enemigo? Deje de predicar en el desierto. Sea honesto, por favor. Sino conmigo,
que poco me importa, al menos con usted mismo –dicho lo cual me dio la espalda
y se puso a parlamentar con sus hombres. Un par de ellos salieron de la casa.
No pude
por menos que recordar, con cierto pesar, a todos los pobres tagalos a quienes
atamos y tendimos desnudos boca arriba sobre dos palos en forma de X. Les
abríamos la boca, forzándoles a tragar agua hasta que o se ahogaban o
confesaban.
Sí, eran
ellos o nosotros, todo valía en aquella guerra. No nos andábamos con remilgos. Mas
aquello fue en el pasado, un pasado que intentaba superar y olvidar.
La miré
con inquina. Tenía su parte de razón, y eso me dolía aún más. La contradictoria
naturaleza humana... Somos capaces de convivir con los pensamientos más
elevados y, al mismo tiempo, cometer los actos más ruines. Yo puedo dar fe de
ello.
- Esto
no se pude sufrir. ¡Pues también tiene buenas pulgas la gachí! Un gato montés
podría recibir lecciones de esta mujer. Cada vez me gusta menos –dije entre
dientes a Gerónimo.
- ¿Tú, un
idólatra del bello sexo que jamás ha despreciado unas faldas? Nunca has sido
indiferente a los encantos de las hijas de Eva –se burló de mí.
- Hablo
en serio. No es trigo limpio. Nos estaba espiando cuando salimos de casa del
patrón, disfrazada de pobre viuda. Por eso pudo seguirnos hasta aquí.
- Don
Alejo parece confiar en ella –terció Garza, aún poco convencido por mis
razonamientos.
- Él es
un buenafé. Además, en la situación actual se agarrará a cualquier clavo
ardiendo. Lo malo es que esta será la Eva que nos hará morder la manzana.
Los
hombres de la inglesa regresaron con bidones. Empezaron a impregnar las
cortinas y los muebles con petróleo. Querían borrar nuestras huellas y dejar en
el anonimato la identidad del muerto con un incendio.
- No
conocía esta vertiente tuya tan piadosa... ¿o debería decir filosófica? Una
mujer que consigue volverte hacia la religión... –Gerónimo, siempre con ganas
de broma hasta en los peores momentos.
-
Precisamente, no soy yo el tipo de hombre que se dedicaría a enseñar el
Catecismo del padre Ripalda a los niños. Es un ejemplo, nada más, de lo que nos
espera con ella husmeando por aquí. Nada me gustaría más que estar equivocado
en mis apreciaciones sobre esa inglesa.
- Eso el
tiempo nos lo dirá –aventuró Garza.
Dicen
que el tiempo a todos nos pone en nuestro lugar. Bajo las formas cortesanas de
la Lady se escondía el aguijón de un escorpión, lo sabía en mi fuero interno.