martes

Capítulo XVIII. En la mansión del portugués


S
alí de la casa de don Alejo con el sombrero calado hasta las cejas para rehuir las miradas curiosas. Gerónimo y José Garza me acompañaban de la misma guisa. Aunque a aquellas horas apenas quedaba nadie por la calle, vivíamos tiempos complicados, en los que las paredes, como temía don Alejo, tenían ojos y oídos de lo más agudos y curiosos.
A pesar de lo intempestivo de la hora, una mujer muy entrada en días, de ojos hundidos y voz chillona, arrebujada en un mantón ceniciento, cubierta con un velo negro y con aspecto de ropavejera, pedía caridad en la esquina, bajo la luz de una farola que iluminaba con una luz tan alicaída como debía tener la pobre mujer su estado de ánimo.
Una desdichada viuda, imaginé, de las que tanto abundan en este país, un monstruo que pare hijos para que se sacrifiquen por él sin descanso. Me extrañó que no la acompañara un huérfano, auténticos maestros en el arte de la mendicidad.
La cabeza me bullía. La prensa, la policía y todo el mundo podían pensar lo que quisieran, más preocupados en perseguir conspiraciones políticas o sindicales, empero para mí resultaba obvio que Valdivia estaba metido en la trama hasta la médula. ¿Qué otro motivo tenía para asesinar al hermano de Garza en Cádiz?
Estuviera o no al tanto de los delitos de Valdivia, el portugués, su jefe, lo cual implicaba concederle un estado tanto de inocencia como de ignorancia que se me antojaba imposible, sabíamos dónde encontrarlos.
Íbamos de caza hacia su mansión. A por uno o el otro, mejor ambos. Gerónimo, como siempre en el papel de mi conciencia, expresaba sus dudas al respecto ante nuestra precipitada salida.
- ¿El plan? No hay –a mi amigo ya no le sorprendían mis arranques de genio-. Vamos a presentarles nuestros respetos. Se trata de coger el toro por los cuernos. Enfrentarnos al portugués directamente. Desenmascararlo. No nos importa que llamen a la policía –Gerónimo sonrió, sin articular objeciones. Sabía que cuando me encontraba así de encendido por el furor de mi ira no servían de mucho-. ¿Se atreverían, acaso? Con el favor de las sombras de la noche nos introduciremos en su mansión y les atraparemos desprevenidos.
Al llegar a su casa dimos una vuelta a su alrededor. No descubrimos ningún guarda. Todas las luces permanecían apagadas. Al fin, tras asegurarnos de nuestra soledad, saltamos la valla. Permanecimos unos minutos más esperando ver u oír algo, sin resultado.
Gerónimo hizo uso de una ganzúa. Entramos con cautela, pistolas en mano,  y cerramos con cuidado la puerta. Avanzamos lentamente, de puntillas, con tal sigilo que hasta a nuestras sombras les costaba localizarnos. Encendí entonces la linterna.
Todo el mobiliario había sido tapado con sábanas. Daba la impresión de que los habitantes habían huido a toda prisa.
Nos miramos, seguramente haciéndonos las mismas mudas preguntas. ¿Por qué? ¿Se habían mudado a otra mansión o tal vez querían esconderse porque nuestras sospechas eran fundadas?
En la chimenea se encontraban un montón de papeles quemados, pero no vimos madera ni carbón. Por tanto, no los habían quemado para encender fuego, sospeché. Tal vez querían deshacerse de algo, ¿que pudiera inculparlos?, me pregunté nuevamente.
Demasiadas preguntas sin una respuesta clara era una situación que me incomodaba y me daba dolores de cabeza.
Subimos al piso de arriba, con la esperanza de encontrar algo que nos iluminara entre aquellas tinieblas. Estábamos a punto de acabar las escaleras cuando oímos un ruido casi imperceptible.
Acababan de dejar la mansión, los ratones todavía no podían campar a sus anchas allí. Parecían pasos ahogados, pero no lo suficiente. No, debía de tratarse de otro tipo de “animal” bípedo, más semejante a nosotros. Les hice una seña a mis compañeros.
Caminamos de puntillas, como si atravesáramos las brasas de una hoguera de San Juan, con las pistolas a punto. De una puerta ligeramente entreabierta salía un haz de luz. Nos acercamos con el máximo sigilo. El corazón empezó a latirme con fuerza. Había llegado la hora de enfrentarnos a nuestros enemigos.
Nos colocamos a ambos lados de la puerta. Gerónimo agarró el pomo. Yo me coloqué ante la entrada. Garza nos guardaba las espaldas. En cuanto le hice la seña convenida, él me franqueó el paso y yo entré en la estancia como una exhalación.
Un tipo me miró con una expresión entre sorprendida y estúpida. Estaba rebuscando en unos cajones. Supuse que debía de tratarse de un ladronzuelo que se había colado.
- ¡Quieto! –le conminé, apuntándole con la pistola. Al fijar mi atención en él descubrí que no era un simple ratero.
Reconocí su gitanesco rostro. Aquel pelo negro y ensortijado, el bigote alargado y frondoso que partía su cara en dos, la nariz apapagayada, la mirada torva y patibularia.
 Era uno de los rufianes que me golpearon en la Alhambra.
Debió de darse cuenta de que lo había identificado, porque se puso en pie de un salto y corrió hacia la ventana.
- ¡Alto o disparo! –le previne.
Entonces sucedió lo último que esperaba. Con el impulso que llevaba se lanzó por la ventana, protegiéndose con los brazos por delante como escudo. El cristal, con el impacto, se astilló en mil pedazos.
- ¡Maldita sea su alma! –exclamé.
Garza nos sobrepasó, llegando a la ventana rota antes que nosotros. Cuando el émulo de los pájaros trataba de levantarse de su caída, medio cojeando, el mestizo le lanzó un cuchillo.
Alcanzó al fugitivo en el hombro derecho. Se volvió a caer.
- ¡Rápido, abajo! ¡Que no escape! –chillé con desazón.
Cuando llegamos al jardín, Garza, como un puma que acechara a su presa, había descendido por la fachada con mejor fortuna que el fugitivo.
- Metámosle adentro, no sea que alguien nos descubra rondando por aquí afuera y avise a la policía.
Una vez en el interior, empecé a interrogarlo. El gitano se negaba a hablar.
Temblaba preso del miedo vil que las almas bajas sienten ante los riesgos de la vida. Su mirada sanguinolenta denotaba que era víctima de unas costumbres relajadas.
- Te ha comido la lengua el gato, ¿no? Más te vale, porque de no ser así, te la cortaré –le mostré una navaja, ante la que no mostró la menor emoción.
Gerónimo le había registrado antes de atarlo como un fardo a una silla. El tipo debía estar allí por orden de sus jefes, posiblemente fue a por algo que, quien sabe si por la precipitación de la marcha, habían dejado atrás.
Y así debía ser porque mi compañero me entregó un Libro de Firmas, como los usados por los banqueros judíos. Como el que me entregó Baruch Cohen para llevar a Cádiz.
Me llevé a Gerónimo a un aparte.
- ¿Te has fijado en él? Está muerto de miedo, y no por mi navaja –le dije por lo bajo-. Un malaje de medio pelo como este no se hubiera jugado la vida saltando por un simple latrocinio, si no contara con un poderoso motivo.
- A quién se le ocurre saltar por los aires sin colocarse antes unas alas de Da Vinci. Este rufián no está en sus cabales. Pero me da que tu olfato da en el clavo. No sabía que produjéramos tanto espanto entre la chusma.
- ¿Nosotros? No debe saber nada de nuestras intenciones para lanzarse de cabeza en busca del Supremo Tribunal de Dios. 
Me guardé el libro como si fuera oro en paño. Tal vez Cohen me informara de la auténtica utilidad de este nuevo ejemplar.
El gitano, de cara pálida, flaca y cubierta de amarillentas pecas que le daban un aspecto enfermizo, era uno de los que me apalearon en la Alhambra, y no dejaría que se fuera de rositas.
- Tu nombre. Al menos eso sí me podrás decir –intervine con un tono de lo más reposado-. Tu jefe, Valdivia, mató a su hermano –señalé a Garza-. Cuéntanos algo, anda, porque este se está poniendo nervioso y diría que se muere de ganas de despellejarte.
- Y de arrancarle el corazón –la voz de Garza denotaba que no hablaba en broma.
- Zeñó, zoy Ginés Mairena, para zervir a zu mersé –respondió con voz asustada.
- Puedes servirme diciéndome por cuenta de quién estabas aquí robando. Arnaldo Ferreira Lopes, ¿verdad?
- Poco puedo dezí a su erzelenzia. Me va la vía en ello. Es tó un prínsipe der mal.
Agachó la cabeza. Temía más lo que podía pasarle por parte de su amo si confesaba que a nuestras amenazas para obligarlo a explicarse.
Se abrió entonces la puerta principal. Los tres nos giramos al punto, con las pistolas prestas a funcionar. Apareció insospechadamente Lady Margaret, seguida de sus hombres.
Vestía de luto. La viuda, me maldije por no ser más precavido. No obstante, ninguno de nosotros tres fue capaz de detectar su seguimiento.
Avanzó hasta nosotros con una sonrisa deslumbrante.
- No quería perderme la fiesta. Estábamos dispuestos a entrar en acción cuando ese hombre saltó por la ventana, hasta que vimos que se desempeñaban bien sin nuestra ayuda. ¿Ha dicho algo?
- Nada de interés –lo único de valor era el libro, del que ella no tenía porqué saber nada-. ¿Usted me dirá, al menos, cuál es su verdadero interés en todo este asunto? Me cuesta creer que el dinero de un imbécil como Avellaneda sea motivo de fuerza para motivarla a embarcarse en una empresa de este calibre.
- Es un motivo suficiente, no se engañe. Yo no trabajo de bóbilis, bóbilis. Empero hay otro más, cierto. Personal –suspiró la inglesa antes de comenzar su confesión-. En un levantamiento indígena en el Punjab mataron a mi padre, coronel de regimiento británico. Mi madre fue envenenada con la Flor del Sueño, un ejemplar perteneciente a una especie no clasificada del jatropha, de la familia de las curcas. Ahora está sumida en un letargo similar al del sobrino de don Alejo. ¿Entiende ahora?
Asentí en silencio. La muerte de su padre coincidía con la información recibida por don Alejo de sus contactos en Londres.
- Es un servidor de Roma. ¡Un hereje! –exclamó Gerónimo, que había descubierto y arrancado el sacrílego crucifijo de los católicos romanos al gitano.
- Esos son peores que las plagas de Egipto. Buscadle las marcas del diablo en el brazo –ordenó la Lady. Sus secuaces negaron con la cabeza al no hallarlas-. ¿Nada? Bueno, cuando el diablo compra un alma le hace una señal a la persona. Así podrá reconocerla. Pinchando sobre esa marca no saldrá sangre ni se producirá dolor. ¡Seguid pinchándolo! –el prisionero aullaba de dolor y sangraba como un cerdo.
Singh, el sirviente de la Lady, se había puesto manos a la obra con el mayor ahínco con sus agujas y cuchillos. Teniendo en cuenta que su séquito nos superaba ampliamente en número, no era cuestión recriminarles que asumieran el trabajo sucio.
De la boca del gitano no salían más que chillidos y palabras inconexas a causa del dolor.
- ¡Vaya! Parece que el maldito Satanás ha escondido bien su marca –los hombres de la inglesa recibieron las palabras de su jefa riéndose a mandíbula batiente.
Figúrese el sensible lector la escena. No es objetivo de este relato regodearse en el sufrimiento inflingido, aunque la causa fuese justa y el perjudicado un truhán de la peor calaña. Mucho menos jactarse del empleo de medidas ajenas a lo dispuesto en el campo del honor, por muy desesperada que entonces nos pareciera la situación. En las peores condiciones uno nunca sabe cómo acabarán reaccionando algunos hombres. Aquel infiel indio parecía un hijo de Satán y no su herética víctima.
Me incliné hacia el egipciaco. Movía la cabeza de forma agónica, negando con tozudez. Me pareció entender que decía algo sobre El Desollador, como si temiera algo de él. Aquello reforzó mi convicción de que ese miserable asesino estaba al servicio del portugués y de su secuaz Valdivia, quien ya me había amenazado con aquel atroz monstruo durante nuestro accidentado encuentro en la Alhambra.
- Imploro me conseda su amparo, zeñó –me suplicó con voz enronquecida.
- Ginés, de persistir en hacerte el desentendido, no seré capaz de detener la tortura que te está inflingiendo ese animal. Súmale las heridas de la caída y la puñalada, y acabarás muriendo sin remedio. ¿No quieres hablar, pues?
- Un día oí hablá, al’amo, digo, con un zeñó principá. Estaba en el almasén… trasteando –se justificó-. Le dijo que por fin lo había encontrao en Graná y había llegao l’hora de recogé lo fruto. Luego ordenó a Vardivia que no permitiera a naide entremetese en su negosio.
- ¿Cuál negocio? ¿Quién era ese señor?
El pobre desgraciado negó con la cabeza. Todo aquello escapaba a su escaso entendimiento.
- No dijo más ná y no pude ver bien la jeta del zeñó. Cuando me vieron mudaron de conversasión.
- ¿Dónde está la estatua robada? ¿No vas a hablar? Es tu última oportunidad de salvarte.
No podía salvaguardarle de su propia estupidez, me lamenté. Empero, su silencio también decía mucho… aunque no lo que necesitábamos saber.
- Si no estas al tanto de nada de lo que nos interesa, no nos sirves para nada –sentenció la inglesa. Hizo una seña a su sirviente.
Singh le pasó un lazo por el cuello. Al apretar, el rostro del gitano se tornó morado. Pataleaba al ahogarse.
- ¿Recuperas la memoria? Al menos podrás decirnos dónde se esconde el portugués. Te prometo una muerte rápida –ofreció la buena señora.
Me acerqué al oído del prisionero y le pedí que me dijera a quién quería que entregaran su cuerpo cuando muriese, por si quería recibir cristiana sepultura o que alguien se encargara de sus restos, a cambio del escondite del portugués.
El gitano me dio el nombre de una bailarina de las cuevas del Albaycín, mientras tenía los ojos preñados de lágrimas ante la certeza de su funesto destino.
- Está en una cueva der Albaycín –antes de exhalar su último aliento nos hizo un esbozo de cómo encontrar la entrada.
Por fin dejó de barbotear y de estremecerse en la silla. Singh se apartó de él como el obrero que se retira aburrido tras concluir su turno en la fábrica.
- ¿Era necesario matarlo? –protesté-. Y ahora qué. ¿Mandamos un anuncio a la sección de Pérdidas del Diario de Avisos para que alguien nos dé razón del paradero exacto de su banda y de la estatua?
- No iba a confesar nada, ya lo ha visto. Posiblemente tampoco supiera más –admitió con despreocupación-. Nos enfrentamos a gentes sin escrúpulos. Así sabrán que no nos arredramos ante nada –afirmó la Lady.
- Eso es obvio. No necesitamos demostrarlo, y menos de esa manera. ¿Vamos a convertirnos entonces en alguien tan despreciable como nuestros enemigos? ¿Combatiremos una injusticia con otra?
- No os tenía por una vieja remilgada y puntillosa ante la muerte. Tal vez el golpe en la cabeza tras vuestra caída del motociclo os ha alterado más de lo que os imagináis. ¿Tenéis claras vuestras prioridades?
- Entre gentes de buen tono me sorprende esa falta de humanidad en una mujer –dije con voz tonante.
- No soy digna de su vituperio, señor mío –rebatió sin siquiera tener el decoro de sonrojarse-. En vuestros años de servicio en tierras salvajes, ¿nunca usasteis una camisa de alambre u otros métodos alternativos para hacer hablar a un enemigo? Deje de predicar en el desierto. Sea honesto, por favor. Sino conmigo, que poco me importa, al menos con usted mismo –dicho lo cual me dio la espalda y se puso a parlamentar con sus hombres. Un par de ellos salieron de la casa.
No pude por menos que recordar, con cierto pesar, a todos los pobres tagalos a quienes atamos y tendimos desnudos boca arriba sobre dos palos en forma de X. Les abríamos la boca, forzándoles a tragar agua hasta que o se ahogaban o confesaban.
Sí, eran ellos o nosotros, todo valía en aquella guerra. No nos andábamos con remilgos. Mas aquello fue en el pasado, un pasado que intentaba superar y olvidar.
La miré con inquina. Tenía su parte de razón, y eso me dolía aún más. La contradictoria naturaleza humana... Somos capaces de convivir con los pensamientos más elevados y, al mismo tiempo, cometer los actos más ruines. Yo puedo dar fe de ello.
- Esto no se pude sufrir. ¡Pues también tiene buenas pulgas la gachí! Un gato montés podría recibir lecciones de esta mujer. Cada vez me gusta menos –dije entre dientes a Gerónimo.
- ¿Tú, un idólatra del bello sexo que jamás ha despreciado unas faldas? Nunca has sido indiferente a los encantos de las hijas de Eva –se burló de mí.
- Hablo en serio. No es trigo limpio. Nos estaba espiando cuando salimos de casa del patrón, disfrazada de pobre viuda. Por eso pudo seguirnos hasta aquí.
- Don Alejo parece confiar en ella –terció Garza, aún poco convencido por mis razonamientos.
- Él es un buenafé. Además, en la situación actual se agarrará a cualquier clavo ardiendo. Lo malo es que esta será la Eva que nos hará morder la manzana.
Los hombres de la inglesa regresaron con bidones. Empezaron a impregnar las cortinas y los muebles con petróleo. Querían borrar nuestras huellas y dejar en el anonimato la identidad del muerto con un incendio.
- No conocía esta vertiente tuya tan piadosa... ¿o debería decir filosófica? Una mujer que consigue volverte hacia la religión... –Gerónimo, siempre con ganas de broma hasta en los peores momentos.
- Precisamente, no soy yo el tipo de hombre que se dedicaría a enseñar el Catecismo del padre Ripalda a los niños. Es un ejemplo, nada más, de lo que nos espera con ella husmeando por aquí. Nada me gustaría más que estar equivocado en mis apreciaciones sobre esa inglesa.
- Eso el tiempo nos lo dirá –aventuró Garza.
Dicen que el tiempo a todos nos pone en nuestro lugar. Bajo las formas cortesanas de la Lady se escondía el aguijón de un escorpión, lo sabía en mi fuero interno.

viernes

Capítulo XVII. El tiempo apremia


D
on Alejo acariciaba un alfil blanco y lo balanceaba suavemente entre sus dedos alargados y finos. Con la otra mano dejaba caer la ceniza de un auténtico habano en un braserillo de plata. Resultaba evidente que su cabeza estaba pendiente de asuntos más perentorios que una partida de ajedrez. De haber sido un hombre mecánico hubiera escuchado el sonido de los engranajes de su cerebro trabajando a la máxima potencia.
Le había explicado mi infructuosa conversación con el comisario de policía, por si mediante sus contactos podía conseguir una colaboración que yo no había sido capaz de conseguir. No pareció ni impresionado ni preocupado, tal era su grado de abstracción.
Decidí, pues, aprovechar su aparente desidia para intentar llevar el agua hacia mi molino.
- Sé de sus negocios con Fermín Avellaneda. Por eso le he tratado con más respeto del que le hubiera dispensado en otras circunstancias. Sin embargo, hora es que sepa el tipo de truhán con el que nos jugamos los cuartos –y le relaté sus falsas excusas durante nuestra visita a su Galería.
- ¿Y eso qué prueba? –respondió sin mirarme. Al fin se había decidido a mover el alfil.
- ¿Aparte de ser un mentiroso y un falsario? ¡Figúrese usted! –como viera que seguía en silencio, proseguí-. Usted encargó la recuperación de la estatua, él la importó como si fuera otro objeto a través de los hermanos Garza, y yo fui a buscarla  Avellaneda era el único que con nosotros estaba en el caso. Él ordenó el robo. No es un simple chisgarabís.
Detuvo el movimiento de una torre negra en seco. Por fin había captado su atención, me ufané.
- Entiendo, por las relaciones comerciales que ambos mantienen, que no sería recomendable implicarle a usted, pero si me lo permite, creo que ha llegado la hora de hacerle confesar… a mi manera.
- ¿Cómo dices? –me contempló con ojos mortecinos.
- No sabría que ha sido asunto nuestro –me apresuré a tranquilizarle-. Hay barbas, disfraces, incluso podría contratar a un tercero que le apretaría las clavijas y le haría hablar. Ese siempre cuenta de todo… menos la verdad. Sé que la violencia le repugna, mas se trata de salvar a Leopoldo.
- No, Ventura –dijo tajante, pasándose la mano por la frente como si intentara contener los problemas que amenazaban con desbordarle-. Hay que aprender a refrenar los impulsos. Además, si debemos considerarlo sospechoso, tú también deberías entrar dentro de esa categoría. Y los Garza.
- ¿Perdón? ¿Compararme con ese agibílibus mantecoso de Avellaneda? ¡La duda ofende! Eso es una locura –me levanté del sillón más firme que el asta de una bandera.
- Si no te conociera como te conozco, no lo sería. Tu lógica deductiva es correcta… salvo por el no pequeño detalle de que no conoces todos los hechos –me señaló el sillón y volví a sentarme-. Descartados los Garza, porque de querer apropiarse con el ídolo ya hubieran huido con él desde Italia, y tú, nos queda nuestro peculiar don Fermín, cierto. Sí, comercio con ese hombre, al igual que con otros muchos. Eso no lo convierte ni en mi amigo ni en receptor de mis confidencias. Soporto con disgusto, como tú, su compañía y su discurso cargantes. Es, en palabras del inmortal Quijote, un majagranzas. Sin embargo, en su caso concreto, posee unos conocimientos y unos medios que preciso, y sin los cuales mis planes sobre el empleo de Coatlipec para curar a Leopoldo se tornarían irrealizables.
Cruzó las piernas mientras una amarga sonrisa asomaba en sus labios.
- Entonces…
- Entonces resulta que los Garza, que trabajan para mí, me telegrafían avisándome que avanzan su viaje tres días sobre la fecha prevista, sin que nuestro buen Avellaneda, ese maestro de la impostura, sepa de la misa la media. Sí, Ventura, no me mires así. Dudo que el mismísimo Astrólogo del Rey adivinase cuándo llegaba la efigie de Coatlipec.
- Pues siempre tuve la sensación de ser seguido en Cádiz –repliqué en tono apagado.
- Y así sería. Jamás se me ocurriría cuestionar tus intuiciones. Lo que me cuesta entender es cómo podría tratarse de nuestro salado amigo.
Me llevé las manos a las sienes, desesperado. Todo lo que había creído plausible en el camino hacia la resolución del robo, acababa de desvanecerse como un espejismo.
- Esa maldita inglesa tiene que estar implicada de una manera u otra –me comportaba como un perro de caza que se resistía a soltar a su presa-. Esa tiene de dama lo que yo de noble cuna.
- Ventura, basta de dejarte dominar por tu mercurial temperamento. No te permite pensar con claridad. Cuando Avellaneda me ofreció su concurso para el rescate de la estatua, hice lo que muchas veces hago antes de trabajar con un nuevo asociado: pedir referencias, en este caso a mis contactos en Londres.
- Perdonadme si me tomo la libertad de contradeciros, pero ninguno de esos ingleses, herejes y enemigos de la patria, son de fiar y no existe leña en el mundo para quemarlos a todos en la hoguera.
Don Alejo exhaló un suspiro de resignación. Se levantó y paseó lentamente por la estancia, con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
- Entiendo tu resquemor, has guerreado contra ellos. Eso no debería nublar tu entendimiento: hay ingleses tan caballerosos y decentes, como españoles bellacos y malvados. Otra cosa es que los intereses de ambos gobiernos entren periódicamente en colisión, obligándonos a situarnos en bandos distintos. Libérate de la carga de los prejuicios. No caigas en el maniqueísmo que propagan de forma interesada algunos de nuestros políticos.
- Usted manda, patrón –dije en el tono más neutro que fui capaz de articular.
En el fondo, aunque me doliera un poco admitirlo, solo un poco porque mi inteligencia brillaba como la luz de una vela al lado del fulgor eléctrico de la de don Alejo, sabía que tenía la razón.
- Por cierto, sí, en parte estás en lo cierto. Se trata de una aventurera. O una pirata del aire, si lo prefieres. Pero te equivocas en lo otro: sí es una dama. De hecho, está en litigios con su hermano menor a causa de la baronía que dejó su padre al morir en combate en la India. También yerras en sospechar de ella. Avellaneda no la contactó hasta que le comuniqué el robo. Para que te quedes más tranquilo: a través de Capitanía me han confirmado que su aeronave no atracó en Cádiz antes de llegar a Granada. Como ves, a mí también me gusta conocer el terreno por el que piso.
- Me alegra saber que estaba equivocado… para no perder más el tiempo en esa dirección. Eso sí, me hubiera alegrado más si me lo hubiera confiado antes –protesté con un ligero acento de sarcasmo.
- No te voy a obsequiar los oídos con excusas, Ventura. En realidad, nunca desconfié de ti. Eres un hombre de honradez a toda prueba y conducta ejemplar… además de poseer una obcecada tozudez y unos modales bruscos. Mi suspicaz reserva más bien temía los ojos y oídos que parecen habitar en tantas paredes. A diferencia de otros intentos por sanar a Leopoldo que solo servían para ese exclusivo fin, el empleo del gran poder de Coatlipec podía llamar la atención de algunos elementos deseosos de hacerse con el mismo en su propio beneficio. También acepté la colaboración de Lady Margaret porque ahora el tiempo es perentorio. Tal vez no sea del todo de fiar, de acuerdo, pero entonces mejor tenerla cerca para controlarla, que lejos campando a sus anchas.
Don Alejo lanzó una rápida mirada sobre el tablero de ajedrez, y meneó la cabeza con un gesto de disgusto.
- La partida de Leopoldo puede estar en su recta final. No solo por romperse el compromiso matrimonial. Los padres de Alicia me plantearon la ruptura del compromiso tras recibir una suculenta oferta de dote por la mano de su hija y asegurarles un emisario, no quisieron revelarme quién, que Leopoldo jamás se recuperaría, sino porque la salud de Leopoldo se está marchitando con el paso del tiempo, pudiendo conducirle a un… fatal desenlace.
Aquella revelación hizo que se me diera la vuelta el alma. Asentí en silencio. ¿Qué otra cosa podía hacer? El objetivo estaba muy claro. Curarlo antes que fuera demasiado tarde. La forma de alcanzarlo, tras el robo, no tanto.
No eran tiempos para paños calientes. Le confesé el incidente, primero con Alicia Falcón y luego con su padre en esta misma casa, durante su ausencia.
Mi ánimo estaba por los suelos. Viendo el rostro de don Alejo, un hombre que no dejaba traslucir sus sentimientos, me daba cuenta que el suyo no mejoraba mucho el mío. Aunque no lo tenía por costumbre, me acerqué al licorero y serví un par de generosas copas de coñac para ambos.
- He comentado el caso de mi sobrino con el insigne doctor Román y Cajal, una de las luminarias de la medicina patria. Sus recientes investigaciones le llevan a pensar que cuando una mente lleva cierto tiempo “desconectada”, resulta improbable que se recuperen todas las actividades cerebrales tras una posterior curación. Es decir, si queremos que Leopoldo vuelva a ser un hombre cabal e independiente, debemos conseguir que vuelva en sí a la mayor brevedad. Hasta he acudido a mis conocidos del Círculo Magnetológico-Espiritista, y estos a su vez pidieron ayuda a sus contactos versados en el ocultismo y a investigadores de lo paranormal. Sin resultados.
Se encogió de hombros, como queriendo decir que había llamado a todas las puertas. Y ya no quedaban más a las que acudir en busca de ayuda.
El licor no soluciona los problemas, los disfraza, pensé mientras daba cuenta de la copa de un solo trago. Pero al menos ese calorcillo que bajaba por la garganta me confortaba las entrañas, heladas por la interminable sucesión de malas nuevas.
- Saldremos de esta –anuncié con la falsa seguridad que concede el alcohol-. No pasamos tantos padecimientos en ultramar para rendirnos cuando nos birlan el remedio para nuestros problemas ante nuestras mismísimas narices.
- Ultramar… si mi hermana levantara la cabeza. Le prometí en su lecho de muerte que cuidaría de Leopoldo y no fui capaz de evitar que se alistara. ¿Qué necesidad tenía de arriesgar su vida cuando a mi lado le esperaba todo lo que deseara y más?
- Quería demostrar que no era un niño rico y malcriado, capaz de labrarse un buen porvenir por sí mismo.
- A mí no hacía falta que me demostrara nada. Y menos a los demás. Lo quería como si fuera mi propio hijo –por primera vez me pareció que don Alejo estaba al borde de las lágrimas. El corazón se me oprimió de dolor y compasión ante aquella escena.
- Tal vez se lo quisiera demostrar a sí mismo –expliqué con un hilo de voz-. La Muerte repudia a los cobardes. Prefiere cebarse con los valientes.
- ¿Qué hice mal, Dios mío? Dime la verdad, Ventura. ¿Tú hubieras rechazado, como hizo él, una renta anual de diez mil duros, además de ser mi secretario personal?
- No –sonreí débilmente, con vergüenza, todavía conmovido-. Pero es que carezco del carácter excepcional de su sobrino. Soy de más fácil conformar, y mis principios seguramente no son tan elevados como los suyos.
- Seguro. Supongo que por eso no quieres pedirme que financie tu marcha a América.
- Lo que usted ha hecho por mí no hay dinero que lo pague –dije con cierta sensación de bochorno-. ¿Cómo podría ser tan desconsiderado para abusar de su confianza pidiéndole también dinero para ese proyecto? Eso sí, me gustaría saber quién se ha ido de la lengua respecto a mis planes de futuro.
- Granada será una gran ciudad, pero muchos de sus habitantes son tan chismosos como los de una aldea. Y ahora déjame, hijo. Necesito reflexionar. El ajedrez es el reino de la lógica, no existe el azar. Cada movimiento comporta unas consecuencias. A lo mejor así descubro cuál es la siguiente jugada que tenemos que realizar.
Don Alejo sacó un precioso cronómetro del bolsillo de su chaleco y volvió a concentrarse en el tablero.
Subí a ver a Leopoldo, todavía con la angustia royéndome las entrañas tras el caudal de revelaciones ofrecido por su tío. Yo era un hombre que no acostumbraba a cejar fácilmente en lo que una vez me proponía, por grandes que fueran las dificultades. Y esta no sería la primera vez que me rindiera.
No estaba en la alcoba el padre Maldonado, quien últimamente daba la impresión de ser un ángel de la guarda del enfermo por su permanente presencia en aquella habitación.
- ¿Quién incitó la ruptura del compromiso? ¿El portugués de motu propio o inducido por la familia de Alicia? ¿Pero qué interés tiene ese hombre en todo esto? ¿Realmente conseguir la mano de Alicia justifica todos esos empeños más allá de lo razonable, o hay algo más? ¿Qué más podía ser, en ese caso? En este rompecabezas falta alguna pieza. Yo desbarataré tan inconcebible y odiosa trama. ¡Lo juro por mi honra!
Expuse todas aquellas dudas en voz alta, como tratando de encontrar así una respuesta.
Concluido mi desahogo, Leopoldo pareció experimentar uno de esos escasos periodos de extraña lucidez. Balbuceaba como un bebé. Movía la cabeza hacia la izquierda, como si quisiera señalar algo.
- ¡Ochoa! ¡Ochoa! -llamé al ayuda de cámara de Leopoldo, su antiguo ordenanza en el ejército. Al poco entró a la carrera ante mis voces-. ¿Qué le pasa? ¿A qué se debe su estado de excitación?
El criado se fijó en la dirección de las miradas de su señor. En la pared contraria a la cabecera de la cama, a un lado se encontraba el luminoso retrato de Alicia y al otro, un cuadro con una foto de varios jóvenes oficiales en Filipinas.
- Creo que está mirando el retrato de grupo. He observado que estos últimos días, cuanto está más activo, en vez de contemplar el retrato de su prometida, entra en un estado de excitación y mira concentradamente a la foto.
Me acerqué hasta la pared, descolgué la foto y, con dedos temblorosos, la saqué con cuidado de su marco.
Detrás, venían los nombres de todos los retratados, sin identificar quién era cada cuál. Nunca le había prestado la menor atención a aquella imagen, supongo que resentido por haber sido excluido de la misma.
Desde que me licenciaron, había intentado apartar de la mente mi pasada vida militar. Mentiría si dijera que no me dolió cómo me trataron después de años de servicio y penalidades en el Ejército.
No importan las proezas, ensalzadas por quienes fueron testigos de las mismas, porque en España no se suele premiar al soldado valiente. Puedes verter tu sangre, arrostrar mil peligros con bizarría, que a nadie le importan las calamidades padecidas, tu heroísmo, tu denuedo. En cambio, a cualquier general sin más méritos que el ejercicio de la adulación o la intriga se le colma de honores y riqueza.
Dado que no se premia como se debería el batirse por la patria, me alegro de tener que batirme ahora solo por mí mismo. Y todo por culpa de los malos gobernantes que nos esclavizan. Me sobra y me basta la conciencia como escribano que registra hasta el último detalle mi honroso comportamiento al servicio de la patria.
Pero basta ya de justificar mi forma de pensar y actuar,  y volvamos a aquel insospechado hallazgo.
Entorné los ojos. Había un oficial que guardaba una acusada familiaridad con el portugués. Sin las rizadas patillas y el bigote, eso sí, pues no se nos permitían a los militares. Yo lo había visto antes de conocerlo como Arnaldo Ferreira, me sorprendí ante el hallazgo, pero no recordaba con exactitud dónde.
La fotografía fue tomada en Filipinas, eso sí lo tenía claro. Tras reconocerlo en la foto, me vino su fisonomía a la cabeza, aunque no con la nitidez necesaria para recordar su auténtica identidad.
Bajé corriendo a pedir a don Alejo que mediante sus contactos en el Ministerio de Guerra averiguara los datos de ese oficial.
Lo que no había conseguido la inteligencia de don Alejo y mi pertinaz perseverancia, tal vez nos lo hubiera ofrecido el carácter luchador e indomable de Leopoldo.

martes

Capítulo XVI. La policía desconfía


N
os fuimos Nuño Sarriá y este, su seguro servidor, a comisaría con la fotografía del asesino de Jesús Garza. Un carabinero custodiaba la entrada. Nos lanzó una mirada de pocos amigos, sobre todo al periodista. Con el revuelo montado a costa del Desollador, las especulaciones de la prensa eran vistas por las autoridades como otro elemento perturbador del orden público.
Llegamos hasta el inspector Remigio Destral, encargado del caso, un hombre de mediana edad, de aspecto grave y bondadoso. Con un torrente de palabras, le pedí la detención de Valdivia como autor del asesinato del portador del paquete robado a don Alejo. Casi solapando mis palabras, Nuño le expuso las dudas sobre Arnaldo Ferreira.
Los ojos, medio ocultos bajos unas espesas cejas, de aquel hombre que no tenía la prototípica faz endurecida del detective, irradiaban tristeza.
- Disculpen el malentendido, caballeros. Ese caso ha cambiado de manos –anunció con aire resignado-. Ha venido expresamente desde la Villa y Corte, por orden del Superintendente General de la Policía, el comisario Cástor Ramírez, nombrado Subdelegado de policía en funciones, para hacerse cargo de esa investigación. Si quieren acompañarme, por favor.
Se levantó con parsimonia y nos llevó hasta uno de los despachos principales.
- Comisario, dos personas quieren denunciar temas relacionadas con el asunto del homicida en serie.
No había levantado la vista de los legajos hasta oír las últimas palabras. Entonces pareció descubrir la presencia de su subordinado.
- Que pasen. Siéntense –nos ordenó con tono cuartelario en cuanto entramos.
El comisario Ramírez llevaba impreso en su persona algo que no se podía explicar, pero que saltaba a la vista y daba a entender el género de profesión en que se ocupaba, a diferencia del inspector Destral.
Tras volver a recitar nuestro catálogo de sospechas ante el concentrado silencio del comisario, este me señaló con tono imperativo:
- Basta ya, es suficiente. Hasta el momento, no han ofrecido ninguna prueba contra el caballero portugués. Por no decir que sus teorías son más propias de un folletín que de una investigación policial en toda regla. En cuanto a lo relativo a ese tal Valdivia, el inspector Destral se encargará de investigarlo y traerlo a estas dependencias para interrogarlo en relación a ese asesinato de Cádiz. Llegado el caso, trasladaremos las diligencias al juez correspondiente.
- La ciudad es un hervidero de teorías sobre el asesino en serie, señor comisario –expuso Nuño con esa entonación enfática que gustan de usar los periodistas cuando buscan un titular-. El temor de los granadinos se expande con cada nuevo rumor.
- La rumorología del ignorante populacho prende más rápido que la pólvora –el agente de la ley meneó la cabeza con gesto disgustado-. Nosotros barajamos varias pistas. La más probable nos conduce a una nueva campaña delictiva de La Mano Negra. De sobras son conocidas sus incendiarias proclamas revolucionarias, sus injurias a la Corona y al Ejército.
- Pues la gente no piensa como usted. En muchas casas han colgado crucifijos en las puertas o les han pintando cruces. Cuelgan ristras o flores de ajo en las ventanas. Hasta los carpinteros han empezado a afilar estacas.
- ¡Paparruchas! –exclamó el comisario con tono de vivo descontento.
- La opción revolucionaria me parece endeble –abundé en las dudas del periodista. El policía enarcó las cejas ante aquel desprecio a su trabajo-. ¿Con qué objeto, comisario? Matan a pobres desgraciados y muertos de hambre. ¿Los muertos no engrosan las filas de sus teóricos aliados? ¿No son lo contrario de lo que, en teoría, combaten? ¿No parecen, más bien, asesinatos rituales?
- Con la criminal intención de causar el pánico en la población y cuestionar la autoridad del Estado, por supuesto –aseveró Ramírez con una sonrisa condescendiente-. Son unos malditos anarquistas. Bajo ningún concepto consentiremos que los sucesos de la Comuna de París puedan reproducirse aquí. ¿Permitiremos que, cual imitadores de Nerón, incendien la ciudad? ¿Correremos el riesgo de que el fuego de la rebelión se extienda y abrase a toda España? –me miró fijamente-. ¿Crímenes rituales, dice usted? Eso lo juzgaría más propio de cualquiera de las múltiples comunidades extranjeras asentadas en esta ciudad, auténticos nidos de rufianes y caterva de paganos del más variado pelaje –señaló con un deje de desprecio-. Por lo que nos consta hasta la fecha, don Arnaldo Ferreira es un distinguido caballero, un notable lingüista. Sus antecedentes son intachables.
- Si pregunta a dos personas sobre ese sujeto, no le extrañe recibir tres versiones distintas sobre el mismo –respondí con impaciencia-. Además, en el caso del londinense Jack el Descuartizador las pistas también apuntaban hacia un caballero de buena cuna.
- ¿Más habladurías? ¿Nos guiaremos por algo que sucedió al otro lado del Atlántico? –el comisario me lanzó un mirada hostil-. Por cierto, siguiendo el hilo de sus teorías fantásticas, cuando llegué a esta plaza me tomé la molestia de comprobar el Catálogo de Ciudadanos Especiales local. ¿Sabe qué? Hay dos inscritos en la categoría de licántropos, de los cuales uno siempre duerme en comisaría las noches de luna llena. Eso nos deja un claro sospechoso, siempre que nos guiemos tan solo por las heridas causadas por el asesino.
- ¿El Liber Homo Monstruorum granadino, dice? ¿No tendrá también otro volumen con los nombres de todos los elementos indeseables de Granada? –replicó Nuño.
- Al tiempo. Todo llegará… aunque tal vez fuera necesario más de un tomo para acogerlos a todos –respondió con tono ladino Ramírez-. Totum igitur ordine includitur. O dicho en cristiano, de este modo, el orden lo incluye todo –nos regaló una carcajada sarcástica que pondría los pelos de punta hasta a un seguidor de Belcebú-. No obstante, sería ingrato por mi parte no reconocer el mérito de su policía: una buena parte de los vagos y pedigüeños aquí establecidos han abandonado la ciudad en las últimas fechas.
- ¿Abandonado, así por la buenas? ¿No le parece un hecho insólito? ¿A dónde se ha trasladado ese problema de orden público? –inquirió Nuño, atónito. El comisario se encogió de hombros.
- Han desaparecido. Tal vez hayan embarcado a las Américas, o decidido iniciar una vida honrada en otro lugar. La autoridad podrá ser benigna, y hasta tolerante, con quienes arrepentidos de sus faltas se enmiendan.
Tomé aliento mientras los otros dos hablaban. Sabía a quién se refería el policía con su mención al Catálogo. Lo que no tenía claro era si él sabía que Gerónimo y yo éramos amigos.
Salí en su defensa, intentando no delatarme.
- El asesino despelleja la cara con la precisión de un cirujano. Tal habilidad no parece propia de un lobisome –repuse.
- Esa habilidad, como cualquier otra, puede adquirirse con la práctica. Además, sus garras están tan afiladas como el más preciso de los bisturís. Nos consta que ese sujeto cuenta, además, con estudios de Medicina –relató con acento triunfal.
- Si está tan claro, ¿a qué espera para detenerlo? –pregunté con aire retador.
- Todo a su debido tiempo. Es otra pista más que estamos siguiendo. Goza de exención del control público las noches de luna llena por tomarse la poción inhibidora. Por otro lado, y de esto nada puede publicarse, señor periodista, al sospechoso le avala una brillante hoja de servicios en el ejército… ensuciada en su recta final.
- ¿Cómo? –me envaré, estupefacto, en la silla. Nuño y yo nos miramos.
No entendía nada. Gerónimo solicitó la baja voluntaria, eso lo sabía yo por su boca, mas tocaba callarme y escuchar.
- Bien, ya saben que todos esos sujetos con características “especiales” a la larga se vuelven inestables. Está en la propia naturaleza de su especial condición. Un consejo de guerra le sugirió el pedir la baja del servicio activo o sería licenciado con deshonor –el policía debió tomar mi cara de estupefacción por un golpe maestro. Y así era, pero no como él pensaba: aquella revelación me había sentado como si hubiera recibido un golpe bajo en la boca del estómago-. Vengo de la capital con los deberes hechos, caballeros, dispuesto a detener al culpable o culpables sin dilación ni más derramamiento de sangre inocente.
- Debe saber que hablo en nombre de don Alejo García-Pedreño y Villaescusa, señor –expuse en tono firme con la intención de desviar el rumbo de la conversación.
- Permítame dudarlo. No creo que ese brillante caballero le necesite a usted como portavoz –me cortó Ramírez en tono insolente. Tuve que reprimir las ganas de arrearle un derechazo al comisario. Unos días en el calabozo no serían de gran ayuda para nuestra misión-. Mezclar un asunto privado del señor García-Pedreño con otro que concierne al interés público no ayudará en nada a solucionar ninguno de los dos.
Entonces Nuño, hasta el momento expectante ante la retahíla desabrida del comisario, decidió entrar en acción. Alzó la libreta y preparó el lápiz para tomar notas.
- Abundando en lo que se apuntaba antes, ¿realmente solo barajan la opción de La Mano Negra? Nadie ha reivindicado los asesinatos, al menos no ha trascendido a la opinión pública, cuando lo normal sería enviar una nota a la prensa. ¿Y porqué ellos y no sus émulos de Los Desheredados o de La Plebe?
- Aunque esos son también grupúsculos revolucionarios y subversivos, nuestra teoría es la más plausible. Lo acredita su nutrido historial de robos, pillajes, incendios y demás actos vandálicos.
-  Con el debido respeto, en esos horribles asesinatos no existe la menor connotación política –apostillé. Empezaba a irritarme la cerrazón mental de aquel funcionario público-. ¿Acaso los muertos eran sindicalistas, patrones, políticos, miembros de algún partido? De ser así lo llevaban tan en secreto que era desconocido para todos, ¿no?
- Bien es cierto que, como señaló antes su amigo el gacetillero –Nuño se envaró al recibir ese epíteto que, en boca del comisario, sonó a despreciativo-, considerando el origen de las víctimas, gentes de mal vivir por lo común, sin ningún respeto por la leyes de Dios y del Rey, no podemos descartar por completo la autoría de El Ángel Exterminador, esos agentes católicos tradicionalistas que se creen herederos de la Inquisición medieval –ahora hablaba en un tono menos belicoso. Hacía caso omiso a mis anteriores palabras; un sordo me habría prestado más atención-. En fin, no hay nada del cierto todavía en esta investigación. Lo único, porfiar para que Granada, y por ende España, queden tan tranquilas como el mar en bonanza.
- En ese caso le ruego no olvide mis advertencias acerca de ese sujeto portugués de la más dudosa procedencia –volví a la carga.
Tenía la impresión de que ese hurón no sabía rastrear, o más bien que solo husmeaba lo que se acomodaba a su interés.
- En estas nobles tierras meridionales los auténticos enemigos son los revolucionarios de carne y hueso, no los fantasmas procedentes de Dios sabe dónde. Ahora mismo estamos cerca de dar con la localización de la imprenta en la que editan la Revista Social esos malditos anarquistas –casi escupió la palabra-. ¿No quería una noticia para su diario? Pues ya tiene una.
- Pero señor mío, los miembros de El Ángel Exterminador, que usted acaba de sacar a colación, precisamente son agentes del caos, cizañeros que buscan el enfrentamiento entre partidos y facciones para alentar el absolutismo real –le expuse, casi sin esperanzas de que me tomara en serio-. Se honran con títulos como ministros del Salvador, como si el Divino Salvador, que predica la bondad y la mansedumbre entre los hombres, mandase la desolación y la matanza.
- De sobras es conocido el lema inscrito en la medalla de plata que cuelga de su cuello y con la que se identifican: ¡Omnes qui sicut nos non cogant, exterminentur! ¡Exterminemos a los que no piensan como nosotros! –el periodista se estremeció al concluir aquella terrible declaración de principios-. ¿Cómo puede una impía fracción del clero alentar ideas y acciones tan poco cristianas, señor comisario?
- Comprenderá que no podamos perder más tiempo con aquello que no afecte de forma directa a la seguridad ciudadana ni voy a hacer elucubraciones de carácter político –el comisario descartó con un gesto aburrido nuestras acusaciones-. Nos enfrentamos a un terrible complot. Sí, nos consta que se conspira, y quizá fraguan nuestra perdición en conciliábulos inmundos. Es bien conocido que los liberales exacerbados, los sindicalistas del demonio, los francmasones, los carbonarios, los comuneros y los amigos del anarquismo, impulsados y financiados por potencias extranjeras, se valen de todos los medios posibles para llevar a cabo sus siniestros fines –por un momento temí que se quedara sin aliento al recitar aquella exhaustiva lista de enemigos-. Las sociedades secretas no descansan. España está minada y, si no hacemos un heroico esfuerzo, vamos a volar todos por los aires. La población desconoce el sinnúmero de desvelos de quienes nos encargamos de garantizar el orden -se levantó, dando por concluida la entrevista.
¿Qué no iba a hacer elucubraciones de carácter político?, me indigné.  Aquel sermón oficialista consiguió sacarme de las casillas. Estaba claro que el comisario no era socialista: sabía hacer muy bien distinción de las clases sociales.
Había venido a Granada a velar por los intereses de sus superiores, nada más. Solo le faltaba lanzarse a cantar hosannas al paternal gobierno de su idolatrado monarca.
Hechos posteriores acaecidos en Madrid, ajenos a la historia que nos ocupa y que no vienen al caso, revelarían la iniquidad y la dureza de alma del comisario Ramírez.
Me levanté, sí, pero no iba a marcharme con el rabo entre las piernas.
- Es decir, que la policía solo se ocupará de los hombres que muestren ideas contrarias al gobierno. Claro, lo entiendo: si pensamos todos lo mismo no hay cuestión posible ni discordia que valga –la mirada del burócrata me acuchilló ante mis reproches.
- Dicen que quien teme a la justicia, algo le debe –dijo con un aire de inocencia admirable.
- Por desgracia, se ha probado muchas veces que no siempre la inocencia es fuerte y seguro escudo contra la espada inflexible de la ley –dije con tono sombrío.
- La auténtica desgracia fue que las víctimas vivieran sumidas en el pecado y tal vez su vida disoluta las condujo a tan triste fin, pero juzgarlas no es asunto nuestro –el policía me aleteaba con la mirada-. ¿O acaso usted se cree más sabio y más justo que Nuestro Señor?
- Que Dios los tenga en su gloria. Los hombres ahora solo podemos proveer para que se castigue a los culpables en este valle de lágrimas –Nuño me echó un capote con sus palabras-. Para quienes consideran al pueblo como la plebe de la antigüedad, somos invisibles, mobiliario a su servicio, e incluso con menos valor que aquél para ellos. Aun así, merecemos justicia.
- Ante los ojos de la ley todos somos iguales. Un noble y un mendigo valen lo mismo. Hasta la palabra de Su Majestad tiene el mismo valor que la suya. Bueno, la palabra del Rey precisamente no. El Rey tiene sus propias… particularidades –la comisura de los labios del agente público formó un rictus sarcástico-. Entiéndanlo, somos responsables de mantener el orden moral y social. Quien intente romperlo deberá atenerse a las circunstancias. Es altamente reprensible la tendencia de la juventud a discutirlo todo –su cara reflejaba el hastío que sentía ante la deriva que había tomado nuestra entrevista-. Han de entender que el orden de las cosas no puede cambiarse así como así. El orden, señores, no se cuestiona.
- ¿Por eso hay que mantener, entonces, el hambre y el miedo? –el policía sostuvo mi iracunda mirada con frialdad admirable-. Los muertos han sido unos pobres desgraciados por los que el poder no perderá un segundo de su valioso tiempo. Entendido –concluí con acento indignado, plantado como una estatua ante él.
- Parecéis un libre pensador, como el boticario Homais descrito por Flaubert en “Madame Bovary” –me acusó con malhumorado tono-. Preferirá usted, y los suyos, volver a los tiempos de Espartero, con el terrible sitio de Sevilla, cuando el bombardeo de Barcelona…
- ¿Los suyos, dice? ¡Que la Providencia nos ilumine! –exclamé rechinando los dientes-. ¿Acaso es usted de los que gritan “Vivan las cadenas”? ¿O, a lo mejor, de los que ven en todo esto un pretexto para remachar esas mismas cadenas? Con gente como usted los españoles seguiremos sumidos en la barbarie y en la esclavitud moral los próximos cien años.
- ¡Caballero, está faltando a la autoridad! No toleraré por más tiempo sus calumnias al gobierno ni sus desplantes hacia mí, representante del mismo. ¿Acaso es usted republicano?
- ¿Y qué si lo fuera? ¿No dicen que las ideas vienen de Dios?
- Algunas proceden directamente del diablo –me recriminó secamente el comisario-. Por eso debemos acabar con los sediciosos.
- El problema tal vez estribe en que la verdadera ley de Jesucristo poco tiene en común con la actual mezcla bastarda de devoción y perversidad, de hipocresía y fanatismo –repliqué tan irritado como el león al que le arrebatan la pitanza. Aquel policía había conseguido sacarme de mis casillas.
- ¿Cree que si envío su perfil antropométrico al Ministerio de Gracia y Justicia recibiré una respuesta afirmativa? –de las órbitas del comisario salían dos llamaradas mientras deslizaba aquella sutil amenaza-. Quién sabe si los expertos en bertillonaje del Ministerio lo incluirán en alguna categoría criminal a partir de la forma de su cabeza.
- Yo nunca he estado preso en España ni he sido sometido a un expediente de depuración en mis tiempos de militar –repuse con ira contenida.
- En España, no… entiendo. Tal vez lo mandaron en una cuerda fuera de nuestras fronteras. Bien, lo tendré en cuenta –remarcó con tono suspicaz.
- ¡Caballeros! ¡Conténgase, por Dios, amigo Ventura, que nos pierde! ¡Serenidad! No es el momento de hacer política y menos de discutir entre personas que deberían situarse en el mismo bando, hombro con hombro, en este asunto –me rogó Nuño, tomándome del brazo. A continuación se dirigió al comisario-. Discúlpele, está sometido a mucha presión. No quería ofenderle. ¿Verdad que no? –me volvió a tirar del brazo para arrastrarme fuera del despacho.
- No, claro –dije con la boca pequeña-. Muchas preocupaciones, pocas esperanzas, y ninguna solución a la vista –hablaba casi telegráficamente, pues alargar mi discurso supondría nuevos insultos hacia el comisario, un auténtico adicto en cuerpo y alma a la causa del altar y del trono. Tentación agradable, la de insultar, cierto, pero no me apetecía acabar en el calabozo-. Siento haberme excedido en mis apreciaciones.
En realidad no lo sentía, ni mucho ni poco, acababa de decir lo que pensaba, pero enemistarme con una autoridad policial no beneficiaba en nada a nuestra causa, como había apuntado con tino mi compañero periodista.
- Acepto sus excusas –dijo en tono agrio-. Un consejo: un hombre a quien se tache de desafecto al régimen, es un mal amigo en los tiempos que corren.
- Gracias por la valiosa información, señor comisario –se despidió con cordial hipocresía Nuño, temiendo qué nueva barbaridad saldría de mi boca si me quedaba más tiempo allí.
- En atención al interés de don Alejo, un prócer de esta ciudad –me dijo lanzándome una gélida mirada de despedida el comisario-, el inspector Destral se ocupará de realizar de inmediato una investigación sobre el tal Valdivia, como antes le ofrecí. Seguro que está implicado en un sinnúmero de los trapicheos que tienen lugar en Granada. No lo olviden, caballeros: el brazo de la ley se puede doblar, pero no torcer. A los culpables de crímenes tan abyectos no les queda sino esperar el garrote vil. Buenos días, señores.
- Vaya usted con Dios, comisario –se despidió con un deje de retintín Nuño.
Cacé al vuelo la ironía, pero el policía, tan pagado de sí mismo, no podía saber si se estaba burlando o lo decía formalmente.
La pluma, o el talento, era más fuerte que la espada.
- Granada espera que la conforten con la certeza de la verdad y la justicia. Téngalo en cuenta, señor comisario – me despedí sin tantas diplomacias como mi compañero.